Madrid, 22 de noviembre de 1658

El padre Ignacio tuvo que salir camino del Noviciado, y Alonso, aunque muy cansado, anduvo a vueltas con los libros para hallar ese supuesto contenido templario del Quijote. Y a partir de ahí el Speculum cordis.

El libro de Cervantes era una parodia de los textos de caballerías, una moda que en los reinos perduró más que en el resto de Europa. En alguna ocasión, el jesuita había charlado del asunto con el mismo don Diego. Y recordaba una observación de éste, cargada de finura intelectual: «Dése cuenta, padre, cuando hace dos siglos, aquí aún se leían libros de gestas heroicas y damas idealizadas, más allá de los Pirineos, Juan de Luxembourg entregaba a los ingleses a esa singular Juana de Arco, la Doncella de Orleans; todo a cambio de una cantidad de monedas. Quiero decir que, nosotros, todavía sosteníamos ese poético amor cortés y servicio a las damas, y allí caían en un nuevo comportamiento, prosaico, vulgar».

En un primer momento, Alonso se preocupó considerando la dificultad de la investigación, porque no parecía probable que en la broma del Quijote hubiera escondido algo tan serio. Pero pronto comenzó a atisbar la estrategia latente en el tono de parodia del Quijote cervantino: ¿de qué otro modo iba a dejar su autor las claves con respecto al Speculum? ¿Cómo hacerlo en un país sojuzgado por la Inquisición y con los dominicos dispuestos a caer sobre él?

El padre Alonso supuso que don Quijote era como don Cristóbal de Castañeda y Pernia, bufón de la Corte de Felipe IV, que se permitía decir lo que pensaba, si lo disimulaba con apariencia de chufla.

Buscando pues, la bufonada encubridora, el jesuita procedió a localizar posibles actitudes anticlericales en el libro.

Encontró varias.

En una España de probada religiosidad, el hidalgo arremetía contra un cuerpo muerto, llevado por un cortejo nocturno en sagrada procesión[25]. O peor: lo hacía contra unos disciplinantes que cargaban en andas con una Virgen enlutada. Desbarataba la procesión y cometía un evidente sacrilegio.

«¿Adonde va, señor don Quijote?

¿Qué demonios lleva en el pecho,

que le incitan a ir contra nuestra fe

católica?»[26]

Le gritaba horrorizado Sancho Panza.

«La locura del caballero —pensó el padre Alonso— era lo único que hacía dispensable esa manera de actuar. Y que la Iglesia no se diera por aludida».

Aunque el jesuita encontró algo que no escapó a su atención. Si Cervantes arremetió contra la Iglesia, en cambio, se cuidó mucho de hacerlo contra una institución como la Orden de los Hospitalarios de San Juan. Lo dijo como dejándolo caer, sin darle más importancia. Apenas una línea, cuando se refería a los territorios en los que se hallan las lagunas de Ruidera.

Solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín a ellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los Reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan[27].

A partir de la lectura del párrafo, en donde se encontraban damas medievales hechizadas y convertidas en acuíferos, y la alusión a la «orden santísima» de los de San Juan, herederos del Temple, Alonso se entretuvo en pensar, cómo los templarios, cual caballeros andantes, habían pasado el amor cortés por el cedazo de la fe católica. De esta manera, tuvieron por dama a la Virgen María (pese a que siempre habría quien pensara —alegando vagos argumentos— que esa dama era la Magdalena).

Pero el investigador volvió a don Quijote: si Cervantes actuaba a partir de una «clave templaria», ¿no podría ser que el propio hidalgo fuera una representación del caballero del Temple?

Y si él mismo era símbolo del caballero, ¿no sería que la idealización de la mujer normal (Aldonza) en mujer perfecta (Dulcinea) escondiera un trasunto de la Virgen María?

El jesuita marcó un texto, esperando enseñárselo al Superior. La acción ocurría durante la noche en que don Quijote estaba velando armas en la venta. Se acercó un arriero a sacar agua de un pilón para sus quehaceres y, sin otra intención, apartó las armas del hidalgo, que allí estaban apoyadas:

Lo cuál visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo:

Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a vuestro avasallado pecho se le ofrece: no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo[28].

No era éste el único ejemplo que encontró. Porque en toda la obra se sucedían plegarias a la amada. Como la oración que el caballero rezaba a Dulcinea, cual si fuera un ser celestial, antes de descender éste a la cueva de Montesinos:

¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el abismo que aquí se me representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me favoreces, no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe[29].

Otorgaba un trato a su dama que la llenaba de virtudes por encima de cualquier inteligencia, y con un alcance cósmico:

—Ésa es —dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el universo[30].

Pero Alonso, ante todo, era sacerdote y le repugnó la suposición que él mismo pretendía sustentar con esas citas que había anotado. Así que, aunque trataba de esbozar una línea de trabajo, prefirió buscar argumentos menos hirientes. A fin de cuentas, tales párrafos, aun ajustándose a lo que suponía, no podían ser elementos que sostuvieran esa teoría, máxime en un ámbito católico.

Por otra parte, la hipótesis templaria también parecía encontrarse en otros aspectos en los que el jesuita nunca había reparado. Por ejemplo, el de los «nueve de la fama», coincidentes con los nueve caballeros fundadores de la Orden del Temple.

—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías[31].

Aquí el escritor unía dos niveles de realidad, o parecía unirlos; uno el histórico, dado que los pares del Rey Carlomagno eran sus iguales en importancia, aunque no Reyes. El otro, el de los nueve, era, en principio, una creación literaria, a partir de personajes históricos. Porque estos nueve jamás existieron como tales, ni combatieron juntos, ya que pertenecían a tiempos distintos; de suerte que esa agrupación estaba cargada de arbitrariedad.

El jesuita constató los nombres[32]: Josué, David y Judas Macabeo (personajes bíblicos), Alejandro, Héctor y César (paganos, de la Historia Antigua), y Arturo, Carlomagno y Godofredo De Bouillón (del Medioevo). Nueve personajes de los libros de caballerías y de la Historia en una selección arbitraria (porque también fueron famosos y de igual catadura: Aquiles, Ulises, Justiniano, entre otros muchos). De manera que ese heterogéneo grupo no podía parangonarse con los doce pares de Francia, pues ésos sí formaban un todo homogéneo en el tiempo y en la historia.

A no ser que, veladamente, Cervantes se estuviera refiriendo a los auténticos nueve templarios.

Alonso buscó entre los libros que hablaban de la Orden del Temple, traídos de la biblioteca por el padre Ignacio. En ellos se explicaba que nueve caballeros alcanzaron renombre por ser los fundadores que principiaron la Orden de Temple en 1118. Vivieron en Jerusalén con absoluta pobreza, durante los primeros nueve años de la fundación, capitaneados por el primer Gran Maestre Hugo de Payens, natural de Champagne y compañero de armas de Godofredo de Bouillón; como se narraba en la Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, del obispo Guillermo de Tiro.

Supo que iniciaron su andadura adoptando la regla de san Agustín, hasta ir perfilando las propias. Y gracias a donaciones, que los sacaron de su extrema pobreza, quienes tuvieron por misión proteger a los viajeros y los santos lugares de la Cristiandad, pronto se convirtieron en una importante fuerza militar y financiera, al ser garantes de transacciones económicas y depositarios de bienes. La Orden —que dependía directamente del Papa—, cuando se replegó hacia Occidente, era ya una importante institución de monjes guerreros con gran autonomía, una extraordinaria capacidad de gestión y, lo que debió de parecer aún más grave, con ideas propias.

Cuando Alonso llegó a la lectura del gobierno de Jacques de Molay, le interesó aún más. El drama se iniciaba en 1307, la época de Felipe IV el Hermoso, quien, después de expulsar de Francia a los hebreos y quedarse con sus bienes (el jesuita se sonrió con ironía, pensó que, en los momentos de estrechez, siempre venía bien encontrar infieles que no se merecían tener lo que les pertenecía), la emprendió contra los templarios en connivencia con un Papa tibio, Clemente V, nombrado por el mismo Rey francés.

Torturados y expoliados, acusados de satanismo, sodomía y todo tipo de infundios, los más afortunados fueron protegidos por Reyes de la península Ibérica, como años antes había pasado con los cátaros, los «buenos hombres».

El Gran Maestre Jacques de Molay, antes de fallecer en las llamas[33], maldijo al Rey francés y al Papa, quienes no tardaron un año en morir, tal y como predijo.

Como un fogonazo, imaginando la crepitante hoguera, Alonso recordó la imagen del cura y el ama, cuando en el Quijote sentenciaban a ser quemados los libros de caballerías, en lo equivalente a un acto público de condenación. ¿Un remedo de aquel infierno contra el Temple?

(…) que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego…[34]

Sólo eran suposiciones. Pero ¿y si la locura de don Quijote, lo que dio origen al libro inmortal, escondía otra verdad? ¿Y si la fuente de inspiración no fueron los libros de caballerías, sino el libro escondido de los caballeros del Temple? ¿Y si la locura de don Quijote no fue otra cosa que la representación de su propia obsesión por el Speculum cordis?

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio…[35]

Alonso imaginó que la andadura de Cervantes con el enigmático libro le hizo asumir al escritor el papel de los perseguidos templarios. Y que su hazaña fue esconder la obra y hablar de ella, sin que manos aviesas la encontraran y destruyeran, como se destruyó por el fuego la biblioteca de Alonso Quijano, el loco.

Pensó que, con frecuencia, se calificaba como demencial aquello que no se ajustaba al orden establecido. ¿Cómo no iba a pensarlo si él mismo —con estupor— recordaba haber presenciado en Nueva España la quema de viejos códices mejicanos, por el celo y la ignorancia de un simple párroco de aldea?

Aunque nuestro jesuita buscaba algo más que meras suposiciones. Hasta ahora, lo que había hecho era acercarse al asunto, rondar una verdad. Cervantes bien pudo esconder su obsesión por el Speculum cordis bajo el manto de la locura quijotesca por los libros de caballerías. Pero ¿el novelista utilizó el mismo recurso para encubrir todas las otras claves templarias?

La respuesta le llegó en forma de grabado, en uno de los libros dedicados al Temple, seleccionados por el padre Ignacio. ¡Bendita mano la del Superior!

Lo representado era un sello. Rodeada por una leyenda, se veía la figura de dos caballeros montados en el mismo corcel. Misterioso símbolo templario conocido por toda la Cristiandad de su tiempo.

Al verlo, inmediatamente recordó una de las aventuras más representativas de don Quijote y Sancho Panza, cuando ambos, en la segunda parte del libro, montaron sobre Clavileño para viajar a las estrellas. Y aún tuvo más suerte, pues encontró una ilustración de este asunto en una de las ediciones del Quijote; así pudo contrastarla con el sello templario.

Hasta ahora, era la más clara señal. No fue advertida por los lectores en tiempos de Cervantes, y si lo fue por sus perseguidores dominicos, tal vez se sintieron incapaces de hacer algo contra esa segunda parte, en la que pudieron ver una sutil burla al aparato inquisitorial.

Alonso imaginó que, en cierto modo, después del fracaso editorial del Quijote de Fernández de Avellaneda, publicado en 1614 (el año anterior a la segunda parte del de Cervantes), el Santo Oficio se replegó temporalmente a sus cuarteles de invierno. El hidalgo manchego ganó en fama con su segunda y muy demoledora aparición. Por lo tanto, resultaba más difícil vencer al escritor, quien, como había demostrado, era un pluma mejor dotada y más convincente que la de sus enemigos.

Metido en estas cábalas, el pesquisidor intentó imaginarse las diferentes variables que se habrían planteado los inquisidores: cabía la posibilidad de acabar con la vida de Cervantes, pero ello no permitiría recuperar el temido y valorado Speculum cordis. Otro recurso era el uso de los mecanismos de tortura inquisitoriales para que el heroico combatiente de Lepanto confesara el paradero del libro, pero ¿y si había preparado una obra destinada a aparecer en el caso de que fuera asesinado, y ésta resultara aún más sutil y difícil de derribar?

A pesar de todo, comprendió la estrategia de los dominicos: les quedaba un consuelo, mientras el escritor estuviera vivo, tenían la certeza de que el libro perseguido estaría en sus manos; tarde o temprano podrían recuperarlo. En cambio, si acababan con él, sin que confesara dónde estaba, perderían definitivamente la pista del Speculum.

Le vino a la memoria que Miguel de Cervantes estuvo dos veces excomulgado antes de acabar la primera parte del Quijote, siempre por razones banales, y se preguntó si alguna de esas excomuniones, o ambas, tuvieron que ver con estas cuestiones pese a que se adujeran otras razones. Si pudo haber un reiterado intento de presionarle.

Volvió a poner su atención sobre los grabados. Con la imagen templaria de los dos caballeros sobre el mismo corcel, leyó el texto cervantino referente al viaje sobre el caballo mágico.

Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería poner en detrimento su valentía. Y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija que fácilmente se rodeaba; y como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco, pintada o tejida, en algún romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y acomodándose lo mejor que pudo en las ancas…[36]

Quijote y Sancho iban con los ojos tapados, porque todo era una divertida burla de los anfitriones del hidalgo, quienes les hicieron creer que Malambruno, gigante y malvado encantador, le daba cita en el espacio sideral para calmar su ira, enfrentándose en combate con él.

Hidalgo y escudero creyeron volar por los aires en el mismo rocín. Y fue tan sentido y vivido el dislate que Sancho imaginó que llegaron hasta la constelación de las Pléyades. Aunque el jesuita advirtió que en este capítulo, don Quijote, un loco-cuerdo, reconoció no haber visto nada y quedar muy extrañado de todo.

El sacerdote buscó más datos acerca del simbolismo del jinete sobre la grupa. Sabía que el caballo podía representar el viaje mismo, desde lo terrenal hasta lo espiritual, es decir, que podía interpretarse como símbolo de trascendencia. Esta dualidad de caballeros sobre un mismo corcel, como hombre de religión sabía que aparecía reflejada en el Apocalipsis con el jinete llamado Fiel y Verídico[37], que —se decía— representaba la doble naturaleza de Cristo.

No se resistió. Cogió el libro que incluía el grabado y el Quijote, y salió emocionado hacia el despacho del padre Ignacio. Éste entraba por la puerta, recién llegado del Noviciado. Alonso entró tras él, sin llamar y sin darle tiempo a que se quitara el bonete, y puso sobre la mesa los dos libros, con las páginas abiertas por sendos grabados.

—Aquí está —dijo, ufano, señalando el de Clavileño.

—¿El Speculum? —preguntó escéptico, aunque con interés.

—No, el símbolo más obvio, compare.

Con su mano, guió la vista del Superior hacia el grabado templario.

—Tiene razón, padre Alonso. ¡Y siempre ha estado ahí!

—Para ocultar algo, no hay nada mejor que mostrarlo.

—Cierto —repuso el padre Ignacio, pensativo.

—Don Quijote y Sancho en un viaje para enfrentarse contra las potencias del Mal, como los caballeros del Temple —le recordó el padre Alonso.

—Para así librar a la Dueña Dolorida y las otras mujeres de aquellas barbas que les crecieron con los hechizos de Malambruno —completó el comentario su Superior.

Alonso se quedó pensativo.

—¿Y bien? —le preguntó.

—Acabo de caer en la cuenta de otra cosa. En el hermafroditismo de las mujeres barbudas. En sus falsas barbas. Parece como si Cervantes hubiera yuxtapuesto otro mensaje velado. Recuerde que la idea de los dos caballeros templarios sobre un mismo corcel fue una excelente «prueba» para los acusadores del Temple, que quisieron ver una muestra de la homosexualidad oculta de los caballeros. La más grave acusación que soportaron.

—Y la más fácil. ¿Cómo se les ocurrió pensar que una institución tan poderosa y llena de secretos fuera a pasear en medallas, sellos o besantes un símbolo con tan obscena intención?

—Se me ocurre que puede no ser una casualidad, que la escena de Clavileño con don Quijote y Sancho se dé en ese entorno de falsas mujeres barbudas, de falso hermafroditismo. Como si Cervantes quisiera dejar constancia de su opinión: que era falsa la homosexualidad de la que se les acusaba.