En el monasterio de Tomar, sede de la Orden de los Caballeros de Cristo, los freiles, aún en Capítulo, mantenían una encendida discusión.
Frey Sebastián, uno de los hermanos más ancianos y próximos a la Casa de Braganza, se levantó airado.
—Mi pregunta es clara, de cumplir la parte más oscura de lo pactado, exceptuando los bienes a los que se nos hace acreedores, ¿hasta qué punto vale la pena el Speculum cordis? Ello, sin reparar en que hemos sido engañados en Río Lobos, y don Antonio Pimentel debe darnos más de una explicación. Por otra parte, ¿no tendremos que endurecer nuestras condiciones a tenor del engaño en tierras de Soria?
En la sala se creó un murmullo que rápidamente quedó aplacado al levantarse el Maestre.
—Hermanos, nunca he creído que el Speculum cordis sea el diario de las excavaciones bajo el Templo de Salomón, en Tierra Santa, ni que dé razón de tesoro alguno. Viendo que dos de los nuestros han muerto —cuando se suponía que iban en misión secreta y con garantías—, propongo, pues, rescindir nuestro compromiso con el duque de Medina de las Torres, y que don Antonio Pimentel sea retenido en el monasterio hasta que se reciba una compensación por el daño causado.
Cuando varios freiles se apostaron tras la puerta de la sala capitular para impedirle la huida, Pimentel pensó en echar mano a la espada, pero era un hombre templado y se contuvo. Muy por el contrario, hizo un gesto amable, abriendo los brazos, como quien muestra estar dispuesto a lo que hiciera falta, con tal de llegar a un acuerdo.
Pero los freiles habían abordado un asunto de máximo interés. Por primera vez en años, se sometía a discusión el valor de la obra perdida y, en consecuencia, su necesidad. Otro anciano caballero se levantó para hablar.
—Se dijo que Jacques de Molay escribió esas líneas en su cautiverio, antes de ser quemado. No sabemos si el Speculum cordis esconde la auténtica razón por la que se disolvió la santa Orden. Y éste es el más serio argumento para que, una vez empezada esta búsqueda, no paremos aquí. Los nuevos freiles, que secretamente mandamos a Soria en busca de información, deberían hablar.
Se levantó un hermano más joven.
—Encontramos a un aldeano, de Ucero. Reconoció haber acompañado a nuestros enviados hasta la Cueva Grande, junto a la ermita de San Bartolomé. Allí, como experto hombre del campo, advirtió que el suelo había sido removido, y muy recientemente. Pero, los nuestros, aunque creyeron su palabra, decidieron seguir adelante. Puede que se confiaran. Al parecer, incluso tuvieron suerte y encontraron una arqueta antigua con esmaltes. Se hizo gran fiesta y griterío…
—Un error haber mandado a hermanos tan jóvenes —se quejó el más anciano.
El que explicaba prosiguió.
—… Y cayeron sobre ellos cuatro embozados, antes de que pudieran abrir la arqueta. Cuatro contra dos, pues el castellano corrió.
—¿Y cómo salvó la vida? —volvió a preguntar el anciano.
—Porque dijo que era de Ucero.
—No parece razón suficiente.
El Maestre intervino.
—Pero, en cambio, dice mucho del comportamiento de los agresores.
Y el anciano completó el pensamiento del Superior.
—Por supuesto. No eran ladrones. De serlo, no habrían perdonado la vida al aldeano.
Se hizo un silencio en la sala. Pimentel, que no conocía los pormenores del caso, comprendió que en la Corte, en Madrid, alguien había tendido una trampa al duque. Intentaba pensar rápidamente, componiendo el rompecabezas, para comprender quién o quienes se ocultaban detrás de la agresión a los portugueses. El Maestre se dirigió hacia un lado de la sala, donde se hallaba Pimentel, custodiado por dos de los caballeros.
—Don Antonio Pimentel seguramente tendrá una explicación que nos satisfaga. Si no eran ladrones, ¿eran enviados de la Corte?
—Caballeros —replicó Pimentel, sin subir la voz, mirando a todos los congregados—. Si así fuera, ¿qué sentido tiene que yo estuviera aquí, esta madrugada, poniendo en riesgo mi regreso y mi vida? Al menos, sí puedo garantizar que no los envió don Ramiro y que, si es como se cuenta, el ataque se hizo con tal secreto que no me parece cosa de Palacio. Os recuerdo que don Ramiro, duque de Medina de las Torres, es miembro muy destacado del Consejo de Guerra.
—¿Habría que pensar —preguntó otra vez el más anciano— en alguna Orden militar? El respeto por la vida del campesino y la coincidencia con la intención de nuestros freiles así me lo indica.
—El caso es que otros están en lo mismo —añadió el Maestre.