El joven novicio llegó para avisarle de que le esperaba un coche. Alonso se puso en guardia. No era supersticioso ni estaba en contra de las nuevas costumbres, pero cada vez que subía a un coche pasaba algo importante y desagradable. En coche fue con Oyanguren hasta las casas del Tribunal de Corte, las de la Inquisición, en donde se encontró a su amigo Diego de Arce asesinado. En coche fue hasta Torres de la Alameda para ver la atrocidad que habían hecho con el párroco. En coche iba, otra vez, hacia las casas de la Inquisición, cuando se encontró con la muchacha del beaterío y ahí supo que a través de la estigmatizada se manifestaba alguna fuerza desconocida que quería hablar con él.
—Ya te he dicho que no lo he pedido, Tomás.
—Lo supongo, pero le espera.
—¿Cómo que lo supones? —Alonso creía que era una de esas salidas de tono, algo chulescas, del novicio.
—Que no puede haberlo pedido, porque trae el escudo de la Casa Real.
—¿Qué?
—Sí, y me han dicho: «Coche para el padre Alonso».
—¿Sin más?
—Y sin menos, ha sido un criado que se ha bajado del pescante.
—¿Va alguien dentro?
—No se ve.
El jesuita cogió su capa y su bonete, y salió del Colegio, acompañado por el curioso novicio, para el que casi todo parecía tener un punto de juego, o de emoción antes no vivida.
—¿Vienes a Palacio?
—No, no —respondió titubeando. Pero, rápidamente añadió el chiste—: Le acompaño a la puerta del coche para dar más empaque, que aquí también somos gente de calidad.
Subió al vehículo, que tenía las cortinas de terciopelo rojo echadas, y se encontró dentro a un sonriente Nithard.
—Hemos de reconocer que nuestro novicio tiene salidas para todo —dijo el alemán, en voz baja, refiriéndose a Tomás.
Alonso se limitó a sonreír mientras tendía la mano al sacerdote.
—Vamos a Palacio, padre Alonso.
—¡Ah!
Pero, antes de que el alemán golpeara con los nudillos el techo del carruaje para que se pusiera en marcha, lo contuvo.
—Espere, espere.
Sacó la cabeza de entre las cortinas de terciopelo y habló en voz baja a Tomás, que miraba embobado, a medio metro del coche, esperando Dios sabía qué.
—Tomás, dice Su Majestad que qué haces ahí, con cara de tonto.
El muchacho se ruborizó de golpe y comenzó a alejarse del coche sin atreverse a darle la espalda, e intentando hacer reverencias de respeto. Un comportamiento que resultaba torpe y muy ridículo. En su interior, Alonso y Nithard, que también miraba por un espacio que dejaban las cortinas, intentaban contener la risa.
—Muy bueno, padre Alonso, hace mucho que algo no me hacía reír tanto.
El coche ya estaba en marcha, pero a ambos se les había olvidado el cometido del viaje.
—Tampoco suelo reírme así. Es más, si cuenta que ha visto cómo se me saltaban las lágrimas, no lo van a creer —comentó Alonso.
—También me divierte eso —añadió Nithard—. Creo que ambos tenemos fama de «estirados». ¿Se dice de esa manera?
—Everardo, no me engañe —le reprendió sonriente—. Con creces me demostró, el otro día, que domina la lengua castellana —añadió.
—¿Cuándo?
—«Sancho, tente…» —comenzó a recitar Alonso, recordando el encuentro que tuvo con él en la biblioteca del Colegio.
El alemán hizo un gesto como de dudar de sí propio.
—Hago lo que puedo.
—Por cierto, ¿cuál es la razón de este rapto? —preguntó Alonso.
—Discúlpeme, se me pidió la máxima discreción. Alguien en Palacio quiere hablar con Su Paternidad.
—¿Oyanguren?
—No sabe nada de esto…
—Pero no vamos en dirección al Alcázar.
—En efecto. Se ha considerado más conveniente que la entrevista fuera en el Buen Retiro. ¿Ha estado alguna vez allí?
—No. Eso es para poderosos.
El carruaje recorrió el prado de San Jerónimo, y rebasó la entrada de la Torrecilla y la fuente del Caño Dorado para adentrarse en la tapia hasta la plaza de los Oficios y la principal. Espacio de edificios cuadrangulares, comunicados por grandes pasadizos para coches, a la manera de los de la plaza Mayor. Nithard detuvo el vehículo, e hizo bajar al médico, pensando que el recorrido a pie le sería más grato.
—Me tiene en ascuas.
—Todo llega —respondió Nithard, misterioso. Y se adentraron en otro jardín, atravesando un inmenso portón.
—Si no venimos a ver al de Oyanguren, me parece que va a ser al Valido, don Luis de Haro.
—Frío, frío… Hoy no está Su Paternidad muy inspirado.
—¿Entonces? ¿La Reina?
—Caliente.
Detrás de un parterre, de pie y de espaldas, junto a una fuente central, un caballero parecía contemplar el agua. Alonso lo vio.
—¡No puede ser! —exclamó en voz baja.
—Es —repuso Nithard.
El caballero se giró. Alonso, sin saber bien qué hacer, se detuvo con una inesperada sensación de desvalimiento. Miró a su lado, buscando la ayuda de Nithard, pero éste ya no estaba. Pensó que cuando volviera a verle lo maldeciría por dejarlo ahí, ante el mismo Felipe IV, quien de lejos, antes de pedirle que se le acercara, pareció analizarlo. Alonso se descubrió. El Rey le hizo una seña con la mano y se sentó en uno de los bancos de piedra. Le señaló el sitio, a su lado, para que se sentara. Alonso hizo una leve inclinación, los nervios le habían traicionado, y pensaba que Nithard —quien se revelaba como otro malvado bromista— también.
—Acérquese, padre.
—Majestad…
—Venía acompañado.
Alonso, que tenía muy a gala defender a sus hermanos de religión, improvisó.
—Se…, se ha sentido, creo que… indispuesto, Majestad.
—No sé por qué había pensado que el indispuesto era usted —comentó el monarca sonriéndole—. Pero siéntese a mi lado. No es la primera vez que hago venir aquí a alguien. Le extrañará el lugar, aunque es seguro. Estoy rodeado de un estricto protocolo: cada paso, cada gesto está medido. Incluso la manera de moverme. Pero eso es algo que pese a que podrá leerse en los libros para magnificarme, nunca será del todo cierto. Todos tenemos secretos. Así que cuando quiero hablar con alguien a solas, como en este caso con Su Paternidad, uso vías indirectas. Se lo dije a mi esposa, doña Mariana, ésta se lo comunicó al reverendo Nithard y él le trajo. Por eso se ha esfumado. Éste es el mejor sitio. Un jardín de los muchos que hay en un enorme palacio, lejos del Alcázar. ¿Le ha gustado?
—Mucho, mucho, Majestad. Es muy… majestuoso.
—Casi todo es efímero, ladrillo.
—También hay grandeza en lo efímero.
—A veces me reunía aquí con don Diego. Y me reía con él, ¿recuerda lo del alumbrado portugués y sus devotos que se repartían los calzones?
El Rey rompió a reír.
—¿Cómo sabéis que don Diego me lo contó?
—Al igual que le contaría otras cosas. —El Rey hizo una pausa—. Sólo tengo… tres amigos: don Ramiro, duque de Medina de las Torres, sor María de Jesús, don Diego de Arce, que en gloria esté, y si me apura, don Diego, mi pintor. Cuatro, y un tropel de aduladores. Supongo que les pasa a todos en mi situación.
—Supongo, Majestad.
—He tenido fama de juerguista, ¿no es verdad?
La respuesta era difícil para el padre Alonso. Le empezaba a parecer que aquella reunión tenía más de confesión que de otra cosa, así que intentó ser consecuente con su condición de sacerdote.
—Mucha, vos lo sabéis.
—Pensará que le estoy sometiendo a una prueba para ver la sinceridad con la que me responde. Todos tratarían de justificarme, usted no lo hace, como tampoco lo hacía don Diego.
—Os olvidáis de vuestro confesor, fray Juan Martínez.
—Por supuesto que no. Es distinto. No es mi amigo, a él le hablo como un pecador.
—No sé qué decir, Majestad.
—Relájese, no quiero hablarle como a un sacerdote —el Rey hizo una larga pausa—. A veces, en algunos lechos, en los momentos de mayor intimidad es donde de verdad he encontrado sinceridad. Cuando el cuerpo queda arrebatado, en ese estado, es imposible la mentira o la adulación, ¿puede entenderme?
—Creo comprender lo que queréis decirme.
—No intento justificarme, pero es una observación muy sincera, a veces se la hice a don Diego.
Alonso no se atrevió a preguntar qué le respondía el Inquisidor, pero el Rey leyó la pregunta en su gesto.
—Sí. Se limitaba a guardar silencio. No le gustaba lo que hacía, pero también compartía conmigo esa terrible sensación de soledad. Como yo, sólo tenía tres amigos.
—¿Tres?
—Su Paternidad, fray Nicolás y yo.
Ambos se quedaron callados otro rato. El chorro de agua de la fuente rompía en el estanque suavizando el triste silencio; pensaban en el amigo muerto. Felipe volvió a hablar.
—¿Qué sabe de los asesinatos?
—Algún dominico está detrás.
—¿Sólo?
—¿Perdón?
—Que si sólo algún dominico.
—Eso me pregunto, Majestad.
—¿Sabe que don Diego temía su muerte?
—Sí.
—La temía y la esperaba —añadió el Rey—, se sentía atrapado.
—Lo sé, pero me cuesta aceptarlo.
Felipe se volvió hacia su interlocutor y le miró a los ojos.
—Hay jaulas de oro, padre.
—Supongo, Majestad.
—¿Conoce el Artificio de Juanelo?
—Subía el agua a Toledo, desde el río. No sé si sigue haciéndolo. Lo construyó un relojero e ingeniero italiano, traído por vuestro bisabuelo.
—Veo que está documentado, y dígame, una vez que el Artificio funciona, ¿qué es más importante, éste o Juanelo? De igual manera, el Santo Oficio es un gran aparato, si no es con Juanelo, será con otro, pero funcionará mientras el río lleve agua.
—Eso creo yo.
—¿Piensa que el Rey debe comentar los resultados de esta investigación con terceros?
—Su Majestad, nuestro señor, está en su derecho de hacerlo, si lo considera beneficioso para este negocio.
—¿Y a quién?
—Al señor de Haro, vuestro Valido, a vuestro secretario el señor de Oyanguren, a quien desee.
El Rey volvió a mirarle a los ojos y le sonrió. Alonso rectificó con media sonrisa.
—Entiendo que no debéis, señor.
—Esa respuesta está mejor, mucho mejor —añadió Felipe.
—¿Puedo preguntaros algo, Majestad?
—Claro, le he hecho llamar para eso, padre Alonso.
—No os comprendo.
—Su Paternidad tiene muchas dudas y pocos confidentes. Dispare.
Alonso, algo desconcertado por la agudeza del monarca, respiró hondo.
—¿Os habló vuestro señor padre de fray Luis de Aliaga?
—No hizo falta, lo conocí yo. Mi padre, únicamente, me previno.
—Lo tenía como confesor, además de Inquisidor General. ¿Cómo es que os previno?
—Cristo tuvo a Judas como compañero.
—¿Tuvo que ver con el Quijote de Avellaneda?
—Era dominico, maño y radicalmente contrario a la obra de Cervantes. Parece, pues, que sí. Pero esperaba que la pregunta fuera por qué se escribió el Quijote de Avellaneda.
—Supongo que eso lo sabré cuando haya encontrado el otro libro. Sé que estuvo en manos de Cervantes.
—«El otro» —repitió el Rey con gesto taciturno.
—Tan importante es, ¿verdad? —preguntó Alonso—. Creo que don Diego trata de acercarme hasta él, a través de diferentes pistas en su biblioteca.
—Entonces aún no lo ha encontrado.
—No.
—Lo suponía. Por eso le he hecho venir. Pero Su Paternidad necesita que un buen amigo le pida cautela.
—Estoy algo perplejo, señor.
—¿Por lo de «amigo»? Padre Alonso, al menos teníamos uno en común.
—Eso es verdad.
—Y nos lo han matado… El libro que debe encontrar se atribuye a Jacques de Molay.
—¿Un texto templario? ¿Escrito por el último Gran Maestre del Temple? ¿Eso es lo que tanto preocupó a los dominicos?
—No lo imaginaba, ¿verdad? —preguntó el monarca.
—No. Soy como una mula que sólo ve el camino que tiene delante, avanzo, pero no sé hacia dónde. Don Diego se ha cuidado de no dejar un camino fácil.
—Porque hay varios que sospechaban que lo había encontrado y querían recuperarlo.
—¿Varios?
—Y con intereses contrarios.
—¿Qué dice ese libro, Majestad?
—Yo tampoco lo sé. Espero que muy pronto me lo explique usted, padre. A nuestro buen amigo, don Diego, no le dio tiempo.
Felipe se levantó e hizo lo propio el sacerdote.
—¿Ha probado el chocolate que me preparan aquí?
—Yo… No…
—¿Cómo es que el Rey va a invitar a chocolate a un simple jesuita del Colegio Imperial? ¿Es eso? Dígame, ¿por qué cree que Nithard regresa al Colegio después de la hora de la merienda? ¿No se ha dado cuenta? A las personas así, en los tenderetes de los mercados, creo que las llaman… zampabollos —dijo bajando el tono de voz.
Alonso se sonrió.
Don Antonio Pimentel de Prado había viajado toda la noche. Su coche salió de Madrid con los caballos al galope, y al galope cambió de postas con los animales extenuados. Iba camino del monasterio de Tomar, en Portugal, y había partido secretamente, de ahí la nocturnidad, desde el palacio del duque de Medina de las Torres.
Don Antonio había servido a la Corona española, cuando, pocos años antes, apoyó a la reina Cristina de Suecia, con la cual tuvo un idilio que cambió la vida de la joven nórdica. Porque la atractiva Cristina acabó convirtiéndose al catolicismo, dejando la monarquía en manos de su primo. Algo que celebraron sus vasallos, pues la reina era pródiga con sus allegados y, en cambio, presionaba en exceso a los súbditos con gravámenes. Cristina marchó a Roma, donde quiso retirarse a vivir, ya sin su amado diplomático español.
La gravedad de la situación exigía aquel veloz viaje. El duque de Medina de las Torres había sido informado de los últimos movimientos de sus posibles aliados, los Caballeros de la Orden de Cristo, quienes estaban desconcertados y molestos con lo ocurrido en el cañón de Río Lobos. Se suponía que cuando fueron en busca del libro oculto no iban a encontrarse con nadie.
Desde 1619 no se había celebrado ningún Capítulo General de la Orden, hasta ahora que, en el citado monasterio del Cristo de Tomar, se debatía la posible ayuda a los reinos de Felipe IV, en contra de la Casa de Braganza. Ellos, herederos en Portugal de los bienes y el prestigio de los extintos caballeros del Temple, ofrecían ahora la posibilidad de facilitar la reincorporación de Portugal a la Corona española. ¿A cambio de qué? De la recuperación del Speculum cordis y un alto número de encomiendas en Portugal, Brasil y Extremo Oriente.
Se habló de acabar con la vida del monarca Alfonso VI, un adolescente con sus facultades psíquicas alteradas, amparado en su madre, la regente doña Luisa de Guzmán. Esta dama, noble española de la casa de Medinasidonia, casó con el duque de Braganza a instancias del Conde-Duque de Olivares, para amainar la disidencia antiespañola. Un recurso que sirvió de muy poco, pues, en 1640, el Duque y padre del anormal Alfonso, subió al trono de Portugal.
La nueva reina, muy pronto, se puso de parte de su esposo y del independentismo de los portugueses. Y ahora, en la viudedad, bregaba con un hijo díscolo (habituado a malas compañías, como la de Antonio Conti, cuya intimidad resultaba excesiva), además de enfrentarse con las diferentes facciones de Palacio, hasta el punto de tener que reunirse a escondidas y a deshora con sus incondicionales, en lo que se llamó la «Junta nocturna».
Antes del Capítulo General se había hablado de respetar la vida de doña Luisa. La misma Casa de Medinasidonia, que tuvo una filtración de las maniobras de los freiles de Tomar, era quien presionaba para que, a lo sumo, si no se prestaba a un fácil acuerdo con España, fuera confinada en un convento. Pero, en todo caso, el brazo ejecutor iba a ser, secretamente, la Orden de Cristo, que acallando su talante independentista, recuperaba para los herederos del Temple un texto enigmático y valiosísimo, además de recibir las prebendas mencionadas.
Pero ¿cómo llegó a oídos de los portugueses que debían buscar el libro en el cañón de Río Lobos? Cuando el monarca español comunicó a su Valido, don Luis de Haro, que sabía dónde podía encontrarse la obra templaria —antes de que éste supiera de la determinación real de comunicárselo a su hijo don Juan José, para que los de la Orden de San Juan la encontraran—, el duque de Medina de las Torres se enteró de la noticia a través de alguno de sus hombres en el Alcázar. El duque tenía sus propios informadores y muchos valedores, y se sirvió de aquéllos para comunicar a la Orden de Cristo dónde estaba el libro con el ánimo de que lo hallaran antes.
La intención de don Ramiro, Duque de Medina de las Torres y miembro del Consejo de Estado y del de Guerra no era mala: buscar la complicidad de los caballeros de Cristo para hallar la paz entre España y Portugal. Comunicar lo del libro era una deferencia hacia los portugueses.
La importancia del duque en los Consejos era muy grande. Como su capacidad de persuasión. No sin razón, había recriminado al Rey muy duramente, y en varias ocasiones, por mantener una incómoda guerra de desgaste con Portugal, ya que unos y otros se centraban en inútiles ataques fronterizos; pero, a la larga, vaciaban las arcas y acababan con las vidas de los mal pagados ejércitos españoles.
En este asunto, el Rey no quería oír la palabra paz. Únicamente buscaba el sometimiento de Portugal, su espina en el corazón. Así que don Ramiro procedía como un cordial enemigo real.
Cuando Felipe, a su vez, fue informado por uno de sus espías acerca de la treta del de Medina de las Torres, es decir, cuando supo que éste se disponía a avisar a los caballeros de la Orden de Cristo para que fueran a Río Lobos, le dejó hacer. Se imaginó que pretendía algún tipo de acuerdo a cambio de la anhelada pacificación. Le dejó seguir su plan hasta el final, pero se lo fastidió propiciando que los de San Juan tendieran una trampa a los portugueses.
El de Medina de las Torres, incluso, había previsto la posibilidad de que se diera la pacificación sin que la regente perdiera su condición. Los de Tomar deberían desembarazarse del anormal don Alfonso, y el heredero, el infante don Pedro, quedaría emplazado para casarse con la infanta española Margarita Teresa de Austria, aún de siete años. De esta manera, nuevamente, se intentaría sujetar la Corona de Braganza a la española. Por supuesto, el precio seguía siendo alto para Portugal, que debería ceder colonias de ultramar, algunas de las cuales pasarían a manos de la Orden de Cristo.
Felipe IV, simplemente, se adelantó a su consejero logrando que los del Priorato de San Juan llegaran antes al cañón y acabaran con los portugueses enviados. Haciendo esto, se garantizaba la indignación de los de Cristo, que se encontraron engañados y con dos de sus mejores hombres asesinados. Por eso celebraban Capítulo, pues si antes pareció no hacer falta al verse que todos estaban de acuerdo en apoyar al monarca español, ahora, en el seno de la Orden, había surgido la discordia.
La tarea de Pimentel, hábil diplomático, era calmar los ánimos, aunque no podía ofrecer nada a cambio.