Después de la conversación con fray Nicolás, y de la certeza acerca de la oculta autoría de los dominicos con respecto al Quijote apócrifo, el padre Alonso tenía previsto que su próxima tarea de despacho sería estudiar la obra de Avellaneda. Pero decir que podía hacerlo con tranquilidad sería no atenerse a la verdad, ya que, después de la conversación con doña Ana en el beaterío, quedó profundamente impresionado e inquieto.
Le obsesionaba la idea de la supuesta voz del Inquisidor manifestándose a través de la joven mística. ¿Era una fantasía de Ángeles de Nuestra Señora? A todas luces, la muchacha no parecía ajustarse al perfil de ese tipo de visionarias. Él mismo la había visto vomitar sangre y al reconocerla la encontró tan débil que temió por su vida.
Por otra parte, ¿qué habría logrado con tal engaño? Otra posibilidad era que lo dicho fuera un invento de doña Ana. Pero, ¿qué sentido tenía que inventara tal cosa? De ser así, era un juego peligroso, porque imaginar esas falsedades, fácilmente atribuibles al diablo, era alertar a los inquisidores. No en balde, Alonso tenía entrada en el beaterío en calidad de médico y de familiar del Santo Oficio, y por otra parte, el confesor de las beatas era fray Juan Martínez, nada menos que uno de los consejeros de la Suprema, además de confesor del Rey.
Cavilando, se le puso a tiro de mosquete la persona del dominico. ¿Y si urdió algún maquiavélico plan en el que tuviera parte doña Ana o incluso la muchacha? Aun imaginando que fuera así, fray Juan debía suponer que cualquier sacerdote no daría un paso en falso ante la supuesta voz del Inquisidor en las condiciones en las que se manifestó. Incluso, como medida de precaución, podría solicitar la intervención de un exorcista, lo que complicaría el asunto, si detrás de la treta había una segunda intención.
No obstante, se planteó cuál podría ser esa otra intención. Sólo eran suposiciones, pero ¿y si fray Juan era quien estaba tras el misterioso libro que escondió Miguel de Cervantes? Porque los asesinos del párroco de Torres de la Alameda —por el cuidado que tuvieron al sacar el Santísimo del sagrario y llevarlo a la sacristía, antes de perpetrar el horrendo crimen— mostraron un comportamiento propio de gentes de religión (aunque muy mal entendida). ¿Eran enviados por el consejero de la Suprema?
Nuevamente intentó ceñirse a los hechos, para que la imaginación, «la loca de la casa», que diría Teresa de Jesús, no le hiciera alguna mala pasada. Aceptar que aquello había ocurrido era enfrentarse a una posibilidad que no le agradaba. La aparición del alma del Inquisidor, manifestándose a través de la muchacha, la consideraba como una posibilidad muy remota, porque la manera de comunicarse los difuntos, según la doctrina de la Iglesia, recogía las apariciones, los sueños, las inspiraciones, aunque quien tuviera tales percepciones no supiera siempre el origen. Pero no era usual que el cuerpo humano hera medio, médium, de una manifestación sobrenatural o preternatural, dado que —de alguna manera— era una anulación de la voluntad y el entendimiento de quien servía de puente.
Lo aceptable era que Dios o un alma bienaventurada hubiera comunicado algo a la joven, y ésta, a su vez, se lo hubiese transmitido al padre Alonso. En cambio, la voz sirviéndose del cuerpo de la muchacha —con la libertad anulada—, no sólo era algo sospechoso, sino que podía tener un origen diabólico.
Si don Diego le había dejado pistas, ¿para qué una manifestación tan cuestionable? ¿O quizá pensaba que Alonso, devoto hombre de Iglesia, iba a entrar al asunto como quien hablaba con un compañero de cuarto? Además, ¿no vivió una experiencia atípica con aquel sueño, cargado de símbolos, a través de los cuales comprendió que faltaba un libro entre los dos de la Breve noticia? ¿Por qué razón don Diego no se le aparecía en sueños para hablarle? Las hagiografías estaban llenas de casos así, y de éstos incluso hablaba la tradición de la Iglesia; alguien se aparecía en sueños o en estado de duermevela del receptor para pedir a éste oraciones, su propio perdón o, incluso, explicar dónde guardó un documento en vida.
Decidió que, de momento, no comunicaría nada a doña Ana, no diría nada a Ángeles para que no se asustara, y tampoco diría nada a fray Juan Martínez, porque podía darse el caso de que, inquieto por la cuestión —no ha de olvidarse que él era el padre espiritual de la joven, al igual que de las otras damas—, solicitara, inmediatamente, la intervención de un exorcista, asunto que, sólo por la tensión que implicaba, podía consumir totalmente a la muchacha, incapaz de soportarlo.
Como escogió no salir del Colegio, retomó alguna de sus clases de anatomía, la asignatura de moda. Su decisión fue tan del gusto del alumnado que lo vitoreó al entrar en el aula, y hubo quien lanzó su gorro al aire. En cierta manera, quiso quedarse para descansar. Tenía pendiente echar una ojeada a los edificios de la Inquisición, pero lo pospuso —para fastidio de Tomás—, porque le venía ocurriendo que cada vez que hacía un plan, éste se torcía u otro se interponía.
Después de la clase, ya en su cámara, se adentró en la lectura de Fernández de Avellaneda. Necesitaba ver por sí mismo lo que ya conoció por otros, que la obra era el resultado de una o varias manos de la Orden de Santo Domingo.
Le pareció un texto muy bien escrito, con gracia e inteligencia. Respetable contrario de Cervantes, por así decirlo, aunque sin su hondura ni su encanto, ni sus encantamientos. Era de gran calidad y, en adelante, lo tuvo por obra muy principal, pero el de Miguel de Cervantes siguió pareciéndole el mejor.
Se trataba de centrar la investigación sobre los autores del apócrifo. En definitiva, de delimitar posibilidades. Y como recordó que alguno de los supuestos escritores que se barajaban era aragonés, optó por hacer una investigación de las características del lenguaje utilizado en el libro: modismos, giros, maneras propias de Aragón. Alonso tuvo una buena idea, la de pedir ayuda a su Superior, el padre Ignacio Armijo, quien además de docto latinista era zaragozano. Le explicó que, de momento, no podía darle más detalles, pero que aquello aportaría luz sobre los crímenes. Al padre director le apasionó prestar su ayuda con algo tan a su alcance y de aquella gravedad. Ambos se encerraron en su despacho, mucho más amplio y cómodo que el cuarto de Alonso.
Quien marcaba el camino era el dispuesto Superior, muy en su papel. Había sugerido que Alonso leyera en alto diferentes textos escogidos al azar. Y él, según veía la conveniencia, bien tomaba una nota que luego ponderaban, bien detenía la lectura, aunque de manera muy impulsiva, con un «quieto parao» tan impropio de un académico, pero que daba una pincelada de humor al tedioso trabajo.
Le habían dedicado a esa lectura tantas horas, desde el día anterior, que encontraron buenas pruebas de lo que buscaban.
El supuesto Fernández de Avellaneda hacía un uso muy frecuente de la preposición «tras», como cuando decía:
Comenzó Sancho tras esto a llorar[14]…
Propuso tras esto irse al religioso convento[15]…
… y tras tener bellaquísima cara[16]…
Además, abundaban las supresiones de artículos como en:
… a quien después de cena mandaron salir…»[17].
O la presencia de palabras como «repapo», muy usadas en Aragón, y expresiones como «en oyéndole», «en viéndolo».
El Superior, por fin, detuvo la lectura y buscó en algunos capítulos las alusiones geográficas referidas a la región. Leyó en silencio durante un buen rato.
—No me cabe la menor duda; aunque hubiera más de una mano, aquí se ve la de alguien que conoce muy bien Zaragoza.
—Y a tenor de alguno de los textos leídos, también Alcalá de Henares —añadió Alonso.
—En efecto, lo que nos lleva a concluir…
—Que, como reza en la cubierta del libro, estudió en esa universidad, es licenciado —aseveró el médico.
—Supongo que le habré sido útil, padre Alonso.
—Hay algo más. Le rogaría que me ayudara a buscar signos de religiosidad en la obra. Necesito saber…
—Si el autor del apócrifo era fraile —interrumpió la frase el director.
—Eso es —repuso sonriendo.
—No se extrañe de mi familiaridad con el asunto. Cuando era joven también me interesé. Supongo que como todos los estudiantes. Era un fascinante tema de debate en las tertulias entre universitarios. Y déjeme recordar… —El sacerdote pasó varias páginas y por fin se detuvo.
—Escuche esto —prosiguió—: «¿Piensa que el hombre ha de tener tanta memoria como el misal?»[18]. Es una frase de Sancho Panza.
—Ya me he dado cuenta —replicó Alonso—, Sancho parece un viejo monaguillo que, además, suelta latinajos y se queja de los luteranos.
—No sé si las ha anotado, ¿cuántas alusiones ha encontrado referidas a la Orden de Santo Domingo? —preguntó el Superior.
—Con eso da en el clavo, padre Ignacio. No lo apunté, pero recuerdo algunas.
—También yo, y lo más importante: de manera elogiosa, con gran respeto; es una de las cosas que sugiere que la obra podría ser de un fraile dominico. De hecho…
—Y abunda en alusiones al santo rosario.
—En efecto. Me ha leído el pensamiento. Un compañero de noviciado tuvo el gusto de buscar el número de veces que aparecía el rosario en esta obra. No recuerdo bien…
—¿Aproximadamente?
—Veinte, treinta… tengo memoria de que nos parecieron muchas.
—No olvidemos que santo Domingo creó el rosario para que su oración ayudara en la conversión de los albigenses; eso tengo entendido —añadió Alonso.
—Pero, dígame Su Paternidad, ¿qué relación puede tener esta obra con los crímenes?
—La verdad… aún no lo sé.