Dar un paseo por los corredores y dependencias de los edificios del Santo Oficio no parecía imprescindible para resolver el caso, pero hallar los libros robados, o alguno de ellos en una de las celdas de algún secretario, o en el despacho de fray Juan Martínez (era un pensamiento malicioso del que no quiso privarse), podía allanar el camino de la investigación.
Las casas de la Inquisición llevaban pocos años construidas[13], por lo que su novedad las privaba de misterio. Feas y deslavazadas, como casi todos los edificios madrileños —que tanto escandalizaban a los viajeros de Francia y, sobre todo, a los italianos—, tenían un planteamiento funcional para acoger en sus habitaciones y sótanos la residencia del Inquisidor, oficinas, almacenes y cárceles.
Por otra parte, en Madrid se decía que toda la ciudad, entonces de diámetro muy reducido, estaba surcada de múltiples viajes subterráneos de agua y de túneles que se comunicaban. Y Alonso sabía que —como algo había de cierto— quien conociera esto también podría valerse de tales subterfugios y haber actuado impunemente, pues, en poco tiempo, habría estado libre de ser alcanzado. Por eso, el «paseo» por los distintos pasillos y salas de aquellos edificios tampoco lo tenía previsto como algo que aportara gran información. Había que tener suerte y, quizá, cierta desvergüenza para meterse donde no debía, así que pensó en Tomás, repuesto ya del mal trago ante la horrible escena que hubo de contemplar en la iglesia de Torres de la Alameda.
Esta vez optó por un coche de los que usaba la Compañía de Jesús para alguna necesidad. Pero antes quiso echar una ojeada al edificio del Colegio desde fuera.
—Tomás, me di cuenta, ayer miércoles, de que la ventana de mi cuarto estaba encajada, a medio cerrar y no casi abierta, como yo suelo hacer y la dejé antes de salir para Torres de la Alameda.
—¿Qué quiere decir?
—Que es un primer piso, ¿recuerdas cuando la semana pasada te pregunté si habías visto subir a alguien a mi cuarto? Estoy seguro de que quien fuera se coló en él desde la calle. Al salir, aún en el alféizar, pudo tirar hacia fuera y encajarla.
—¿Y los demás que pasaran por la calle? ¿Aplaudirían?
—Muy gracioso. Probablemente habrían aplaudido de no estar ocupados en otro espectáculo con más gancho.
—¡La pelea!
—Exacto.
—¿Cómo no nos dimos cuenta?
—¿Cómo que «cómo no nos dimos»? ¡Acabo de darme cuenta! ¿Te parece poco?
—¿Su Paternidad no ha equivocado la boca…? Perdone. —Se ruborizó el muchacho, que sólo pretendía halagarlo, pero recibió una expresión de incomodidad por el comentario.
—Darse cuenta de la trampa es difícil, pero crear el ingenio para subir al cuarto aún tiene más mérito. Vamos al coche.
—¿Y quiénes pudieron…?
—Los que estás pensando.
—Y un tercero, porque los que nos siguieron a Torres de la Alameda eran dos —advirtió Tomás.
Apenas se pusieron en camino, vio pasar a una de las jóvenes del beaterío hacia el Colegio Imperial. Le sorprendió porque, exceptuando a la tutora, directora, o como tuvieran gusto en llamarla —ya que era un título doméstico—, en el emparedamiento no tenían costumbre de salir de paseo si no había gran necesidad. Así que Alonso mandó parar e hizo que Tomás se acercara hasta ella.
La beata vestía toda de negro y estaba más envuelta que una tapada, con la intención, probable, de alejar al Maligno y cualquier malicioso deseo de los hombres con los que se cruzara. Pero estaba muy mal aconsejada porque, siendo tan fea como vio Tomás al dejar destapado el rostro, el novicio pensó que más le hubiera valido ir a cara descubierta, como antídoto contra la lujuria, en vez de creerse tentación, lo que era un pecado de vanidad y no signo de virtud.
Acertó el jesuita cuando pensó que la joven venía a buscarlo. A la muchacha le faltó tiempo para decirle que la santa se les moría. Ángeles de Nuestra Señora llevaba toda la noche con grandes ahogos y vomitando sangre, como si el alma fuera a soltársele.
Quisieron subir al coche a la recadera para hacerle el favor de que no regresara a pie. Pero ella, llena de fervor y de equivocada autoestima, temió que los favores pudieran ser otros; alegó que era regla de la casa no estar en sitios cerrados con hombres, exceptuando con un sacerdote (Tomás era novicio) y se alejó como alma que lleva el diablo.
Aún era muy temprano. No más de las seis y media o siete. Los madrugadores bebían aguardiente con letuario, confitura de corteza de naranja que precedía al almuerzo. Y se arrimaban a alguna de las fogatas con las que distraían el frío del otoño.
En el beaterío, con el alba, había celebrado misa uno de los predicadores del convento de Santo Domingo y cuando llegó el jesuita ya estaban todas las damas en torno a la cama de Ángeles, en una habitación mal dispuesta y peor ventilada. Alonso, viendo aquello, ordenó que salieran del cuarto, excepto Tomás, la tutora y él. La enferma parecía hallarse semiinconsciente, después de horas aciagas en las que nada le favoreció la mala higiene del lugar.
Los golpes de tos y ahogos se intensificaban por el sahumerio que las demás mujeres, en su ignorancia, habían dispuesto en la habitación. Así estaba la virtuosa, que se moría, y en uno de los ahogos se quedó tiesa. El médico reaccionó rápidamente haciendo que Tomás abriera la puerta y la ventana de par en par al tiempo que él sacaba del cuarto el brasero y un incensario.
Ya con algo de aire, y tras palmearle la espalda, la joven rompió a toser, volviendo en sí. El padre Alonso ordenó a doña Ana que dejaran todo lo que estaban haciendo para que, con ellos fuera del cuarto, lavaran a la joven de pies a cabeza, incluidas las heridas, pues tenía a medio cerrar los estigmas, desde la frente hasta el empeine de los pies, y las moscas no entendían de teologías.
Tomás vivía el asunto con sorpresa y no exento de tensión. Le gustaba ver al padre Alonso actuando como médico y, aunque en otras ocasiones bromeara porque usara tanta agua para lavarse —costumbre traída de Nueva España—, esta vez apreció la decisión.
Tardaron en fregar a la santa, porque las damas no eran peritos en agua clara, así que Alonso y Tomás se recrearon en las cocinas, que era de lo que vivían las del emparedamiento: pasteles de hojaldre, de carne y escabeches, huevos de faltriquera, quesadillas, buñuelos y manjar blanco, entre otros varios preparados que adornaban las mesas, por los que aquel beaterío había logrado, para su sustento, un envidiable servicio que les permitía vivir holgadamente. Y de no ser por ciertos ayunos a los que se sometían y que les reconducían el cuerpo, parecería que pensaban ganar el cielo con engordes.
Por fin, las damas dejaron al padre Alonso y a Tomás con la joven en la alcoba. Recién lavada, sin la toca, con el cabello suelto, y el camisón blanco y limpio, a sus hermanas les resultó mucho más tratable, pero a los dos hombres, realmente bonita aunque cargada de tristeza.
—No siempre hace falta la piscina de Siloé, el agua de Madrid también hace milagros —dijo Alonso en voz baja al muchacho.
Se acercaron al pie de la cama y el sacerdote se sentó junto a Ángeles.
—¿Cómo estamos?
—Muy cansada…, cansada de todo, padre.
—A veces, el camino parece una noche oscura —repuso Alonso.
—Oscura y fría.
La joven rompió a llorar desconsoladamente.
—No quiero esto, padre. No quiero sufrir más. No lo aguanto.
—Dios no siempre quiere nuestro sufrimiento, hija. Somos nosotros quienes lo creemos así.
—Me quiero morir —repuso Ángeles.
El jesuita no dijo nada. Se limitó a hacerle una leve caricia en la mejilla, lo que sorprendió a Tomás, quien interpretaba la actitud ignaciana ante las mujeres con la rigidez de la juventud y la inexperiencia, que hace que los discípulos quieran enmendar la plana a los maestros. El joven recordaba las palabras del fundador: debía tenerse precaución ante las mujeres «aun cuando tengan el aspecto de santas o realmente lo sean y, sobre todo, cuando sean mozas, o bellas…», lo que parecía una indicación al caso.
—A veces me quiero morir, padre —insistió la joven.
El novicio se dio cuenta de que después de la caricia, el «me quiero morir» la joven acababa de rectificarlo por ese «a veces».
—Yo, en tu lugar, si me flaquearan las fuerzas, también querría morirme —añadió el jesuita.
—¿No va a regañarme por lo que he dicho? —preguntó extrañada Ángeles.
—He venido como sacerdote, no como juez, ¿te parece mal?
La chica sonrió.
Tomás escuchaba y observaba con asombro. El padre Alonso había acariciado a una joven muy bonita, vestida con un camisón de dormir. Bien es verdad que era una prenda muy pudorosa, porque cubría las mangas hasta las muñecas y se ajustaba con tanta intención al cuello, que no dejaba salir ni el más delgado pecado venial. Aun con eso, al novicio le pareció muy arriesgado y contrario a las exigencias de virtud. Para colmo acababa de quitar importancia al deseo de morir.
Pero había arrancado una sonrisa a una muchacha casi moribunda y desesperada.
—¿Cuándo hiciste tu última comida?
—Comencé el ayuno hace tres días.
—¿Te autorizó fray Juan?
Ella negó, meneando la cabeza.
—Así que ayunando… ¡Quién lo diría! —bromeó Alonso—, la otra vez que nos vimos parecías dispuesta a zamparte toda la despensa del Alcázar.
Ángeles rompió a reír, y Alonso se levantó de su lado y fue en busca de doña Ana. La encontró en el pasillo, junto a las cocinas.
—Doña Ana, por prescripción médica, quedan prohibidos los ayunos para la hermana Ángeles. Prepárenle algo frugal, para que el cuerpo se habitúe. Y mañana… ¿qué es lo que más le gusta?
—Los torreznos, padre.
—Mañana, torreznos.
—Su Paternidad querrá decir pasado, que mañana es viernes.
—Tiene razón, entonces… póngale pescado y torreznos.
La mujer se quedó pasmada.
—Vigilia… —insistió.
—Torreznos —repitió.
Y ante la estupefacción de la rectora de la casa, le aclaró:
—Doña Ana, hablo en calidad de médico, está que se muere por culpa de la debilidad; pero si quiere que lo haga en calidad de representante de Cristo, recuerde sus palabras: «no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre». Torreznos. ¿O es que en esta casa no hay cristianos viejos y se evita el cerdo? —preguntó con malicia a la rectora.
—Dios nos libre. Mañana, la cría comerá torreznos.
—¿Y qué menos, doña Ana? —añadió indignado.
Mientras tanto, Tomás y Ángeles de Nuestra Señora habían quedado en silencio, mirándose. Era la primera vez que ambos estaban juntos, a solas con alguien del sexo contrario, en tan inadecuada situación. Ella, una renunciante a la vida ordinaria, y él un novicio de la Compañía de Jesús que esgrimiera tantos argumentos contra el trato femenino. Pero no era algo que se le hubiera escapado al padre Alonso. Dejó a los dos a propósito, porque sabía que para curar el alma del maligno deseo de la muerte más valía que se encontraran frente a frente dos jóvenes, que eran la vida.
Tomás no habló. Sólo la miraba; y ella, aunque casta (o como escribiera Fernández de Avellaneda en su Quijote: «doncella, pero recogida»), dejó aflorar una sonrisa tenue, que fue abriéndose como una flor nueva. Y él se llenó de rubor, al punto de apartar la mirada.
Entonces, por casualidad, el novicio centró su vista en una de las manos de la muchacha, lacerada por el estigma de la Crucifixión, y se entretuvo en la irregularidad de la herida a medio cerrar. Hizo una leve mueca de desagrado, no por lo que veía, sino porque aquello le trajo a la imaginación al párroco de Torres de la Alameda, crucificado entre las dos columnas del retablo. Ángeles captó el gesto y, creyendo que en algo iba con ella, pudorosamente escondió sus manos bajo las sábanas.
—Me las vendará luego el padre Alonso —dijo a modo de disculpa.
Tomás tragó saliva y sólo fue capaz de devolverle una sonrisa; aguantó el tipo para no ruborizarse otra vez, o eso creyó, aunque ella sí percibió la rojez de sus mejillas.
Ambos sintieron un silencio intenso, como si las dos almas hubieran querido rozarse.
—Si no…, no me molestaban las manos. Al revés —dijo tímidamente el muchacho.
—¿Al revés?
—Son muy blancas… como las de Nuestra Señora.
Y Ángeles se ruborizó. Pero volvió a descubrirlas.
Fuera, la tutora apartó de la puerta de las cocinas al padre Alonso.
—Debo contarle algo, padre. Le mandé llamar, pero no sólo porque la hermana Ángeles se muriera, que casi. Anoche, estando yo con ella, y después de descomponérsele el cuerpo, quedó como ida.
—¿Y…?
—Y le surgió una voz de hombre, que me dio mucho temor.
—¿Habló dormida con voz de hombre?
—Algo así.
—¿Qué pasó?
—La voz dijo que quería hablar con Su Paternidad.
—¿Conmigo?
—Eso dijo.
—¿Y usted qué hizo?
—Nada, ¿qué iba a hacer? Rocié la cama con agua bendita.
—¿Y respondió a la voz?
—Ni se me ocurrió, que me santigüé varias veces, y anduve rezando al lado de la hermana toda la noche.
—Hizo lo correcto. ¿Dijo algo más la voz?
—Sí, que no hacía falta agua bendita, que era don Diego de Arce y Reinoso, que estaba con Dios.
De regreso hacia el Colegio Imperial, Alonso y Tomás iban silenciosos, el uno por lo que acababa de escuchar, que era algo inquietante, no lo esperaba y no le gustó que ocurriera. El otro, porque nunca, hasta ese día, había sentido en su piel la sonrisa de una muchacha. Fue Tomás quien rompió el fuego.
—Muy callados, ¿no?
—Sí.
—¿Le preocupa algo a Su Paternidad? —volvió a insistir.
—Supongo que nada que no tenga solución.
—Habrá que seguir muy de cerca la evolución de Ángeles.
—¿Qué es eso de «habrá que seguir muy de cerca»?
—Que debemos volver en cuanto podamos.
—¿Que «debemos»?
—Siempre le acompaño, padre, ¿o no?
Alonso se sonrió.