Madrid, 9 de noviembre de 1658

Ante la necesidad de recabar información acerca del libro de Fernández de Avellaneda y la probable implicación de los dominicos en la escritura del texto, Alonso recurrió al único miembro de la Orden en quien tenía absoluta confianza. Dejó el Colegio y se encaminó a las casas de la Suprema. Atardecía, el invierno había llegado antes de tiempo y, durante todo el día una nieve lenta y copiosa que no había acabado de cuajar, convirtió las calles en un barrizal sucio por el trasiego de carros, coches y caminantes. A pesar de ello, decidió ir paseando para poder pensar.

Al llegar a la plaza de Santo Domingo, junto al convento inmediato a los edificios de la Inquisición, se apoyó en la fuente, con la vista centrada en la fachada del recinto y la certeza de que, tras sus muros, se escondía algún poderoso secreto que había dado al traste con la vida de su amigo y del párroco de Torres de la Alameda.

Temió que fray Nicolás hubiera pasado a ocupar alguna de las celdas del convento, lo que entonces limitaría la capacidad de acción del jesuita dentro de los edificios de la Suprema. Aun así, se dirigió a éstos con la débil esperanza de que no hubiera acontecido ningún cambio. Y así fue, allí seguía el fraile camarero. Su provincial, residente en el convento de la plaza, le había permitido quedarse, pese a que o precisamente porque en ese momento no tenía destino fijo. La decisión, sin lugar a dudas, pretendía favorecer la investigación del padre Alonso, y llegó —aunque el jesuita nunca lo supo— por una orden de Palacio, donde alguien muy importante alegó que al igual que la decisión de nombrar al Inquisidor General afectaba al monarca, también la de su ayuda de cámara podía ser decidida por él, y puesto que se vivía en el ínterin —porque el nombramiento del nuevo presidente de la Suprema, don Pascual de Aragón, aún no era oficial— era más conveniente dejar las cosas como estaban, no diera la casualidad de que el propio Rey solicitara a la Orden que fray Nicolás asumiera con el nuevo Inquisidor General una tarea semejante a la que desempeñaba con el anterior.

La excusa de Palacio no era baladí, pues, con frecuencia, era el fraile camarero quien en vida de don Diego se acercaba hasta el Alcázar para hablar con el monarca, llevando y trayendo recados del uno al otro. El presidente de la Suprema, pese a tener un carácter fuerte, había procurado estar a bien con Felipe IV, quien, con todo, supo domeñarlo.

La burocracia palaciega exigía de esta disponibilidad de las partes y de la fluidez de las comunicaciones en una Corte con un muy bien perfilado sistema de consultas y decisiones. El Inquisidor General proponía un nombre para el Consejo de la Suprema, el monarca lo nombraba y el otro lo designaba, por lo que no resultaba extraño que el mismo Rey hubiera pedido la suspensión de un nuevo destino para el camarero, pese a que no ocupara un cargo relevante, sino una simple función doméstica.

El Consejo de la Suprema Inquisición, con un Presidente-Inquisidor General, se nutría de diferentes personalidades. De esta suerte, Oyanguren, por ejemplo, pertenecía al citado Consejo, también en calidad de Secretario Real. A éste se sumaban doce consejeros, entre los que se contaba Juan Martínez, confesor del Rey y dominico (pues había un cupo de éstos y con carácter obligatorio, lo que dejaba en evidencia el poder de la Orden). Seguían dos relatores (especie de jueces, sobre los que caía el enorme peso de los cientos o miles de documentos y legajos), algún miembro de la Orden de Calatrava o de Santiago en calidad de alguaciles, y otros. Todos ellos, gentes en una posición de relevancia.

La importancia de los Consejos era grande, pero el intríngulis se hallaba, en parte, en la presencia de las mismas personas en diferentes órganos consultivos. De entre todos, el Consejo de Estado era de especial relevancia, y con suficiente entidad como para enfrentarse al Rey.

Cuando Alonso apareció en el Tribunal de Corte, fray Nicolás se alegró; en cierta manera, era como si le produjera la sensación de que don Diego seguía vivo y su amigo de la Compañía de Jesús venía de visita.

—Necesito su ayuda. Tenemos que hablar.

El dominico comprendió que lo discreto era buscar un lugar privado, y lo llevó a su celda, pasada la del fallecido don Diego, al fondo del pasillo, junto al refectorio.

—Debe decirme todo lo que sepa de cierto asunto, cuya relación con los crímenes desconozco, aunque es una vía que parece apuntarme don Diego con sus pistas.

—Los crímenes…, sí, ya me he enterado del de Torres de la Alameda. Me parece diabólico. He oído que el señor Arzobispo ha ordenado que se celebren varios actos de desagravio en el templo.

—Tomás, el novicio, lleva días indispuesto. La escena del crimen le conmocionó. Había que entrar avisado. De hecho, algún corchete también cayó desmayado.

—Dios nos libre de una muerte así —añadió, santiguándose, el dominico.

—Intento saber lo máximo del Quijote de Fernández de Avellaneda, y el papel de la Orden en todo aquello. Su Paternidad ha vivido siempre en la Corte, y por tener más edad…

El fraile guardó silencio y se sonrió, pensativo.

—Siéntese, padre Alonso.

Fray Nicolás se acomodó sobre el catre de su celda y Alonso hizo lo propio en una pequeña silla de enea de la austera habitación. El dominico siguió hablando.

—Jamás pensé que alguien, alguna vez, me preguntara por esta cuestión.

—Si quiere, no lo molesto —replicó el jesuita con forzada cortesía.

—No, por Dios, no es eso, sólo que…, bueno, nunca pensé que pudiera ser útil.

—¿Quiere decir que puede ayudarme?

Fray Nicolás, encogiéndose de hombros, hizo un gesto de desdén hacia lo poco que sabía del asunto.

—La primera parte del Quijote de Miguel de Cervantes llevaba algunos años publicada. Yo era un jovencito, aún no había recibido las órdenes mayores, que quizá nunca merecí, pues reconozco ser como un lego en muchas cuestiones. Fue en el mismo convento de Santo Domingo. Siempre he sido, en el fondo, ya le digo, un pobre asistente, y entonces lo era del provincial de la Orden. Cierta tarde, éste recibió una visita de Roma, un italiano con fuerte acento. Venía de parte de nuestro Padre General. Muy nervioso. Recuerdo que muy nervioso. Me hizo cerrar la puerta del despacho. No sé por qué no me hicieron salir. Mi gesto de muchacho apocado, supongo. Claro que, en realidad, yo no sabía qué se traían entre manos. «¿Seguro que ese Cervantes lo tiene?», dijo mi Provincial. «Hemos seguido todas las pistas hasta dar con el origen», replicó el italiano. «¿Cómo fue?», preguntó mi Superior. «La Orden, hace años, visitó a monseñor Acquaviva, al parecer, por otra cuestión. El tal Miguel de Cervantes iba a ser detenido por oficiales de Justicia enviados de Madrid, había un asunto criminal por medio. Pero además, se sospechaba de su limpieza de sangre, así que varios hermanos visitaron, de improviso, la casa. Era de noche. Acquaviva quiso darles largas y se extrañaron, pensando que ocultaba algo. Rodearon el palacio, las alcantarillas… Uno de los nuestros se topó con Cervantes en su huida. Forcejearon, en ese momento, al joven prófugo se le cayó algo al suelo. Era un libro. Quedó abierto, y nuestro hermano pudo ver el título». «¿Era el libro?», preguntó el Provincial matizando la palabra.

«Sí», repuso el italiano. «Pero Miguel de Cervantes ganaba en juventud al religioso y lo derribó golpeándolo; cogió aquel tomo y emprendió una veloz huida». «¡Lo tiene él, lo tiene él!», gritaba, conmocionado el hermano dominico. Casualmente ese fraile, cuando era joven estuvo al servicio de Pablo IV y supo del peligro de la obra, aunque nunca la encontraron en los anaqueles vaticanos. «Es como suponíamos», replicó mi Provincial. «Fray Juan Blanco de la Paz siempre ha estado diciendo la verdad».

—¿Quién era ese fray Juan Blanco? —preguntó Alonso, lleno de interés.

—En la orden continuamente se habló de la obsesión de ese hermano nuestro, compañero de Miguel de Cervantes en su cautiverio de Argel. El padre Blanco de la Paz sostuvo hasta el momento de su muerte que Miguel de Cervantes conservaba la obra maldita, que él la había visto y había llegado a hojearla. Y que el joven Cervantes se jactaba de que un día la sacaría a la luz y la utilizaría burlando a la Inquisición.

—Ahora recuerdo —comentó Alonso—. También se hablaba en mis años de noviciado de cierto Blanco de la Paz como posible autor de la obra de Fernández de Avellaneda.

—Tanto no sé —respondió el fraile—, pero sí que en aquella reunión se temió por el futuro de la Iglesia, de la fe católica, y se habló de hacer algo para contrarrestar la posible salida a la luz de una segunda parte del Quijote cervantino y, sobre todo, de la publicación de esa obra perseguida.

—«La obra, la obra», pero ¿de qué estamos hablando, qué contiene ese libro?

—No tengo ni idea, padre Alonso, y si se mencionó, no lo recuerdo. Comprenda lo poco que puedo hacer con el paso de los años; atar cabos, sólo atar cabos. Míreme, soy un anciano. Don Diego, paradójicamente, tenía un camarero que le rebasaba en edad. ¡A veces me vienen recuerdos tan claros de mi infancia! Pero, en general, mi memoria flaquea. Sólo supongo que aquello podía ser perjudicial para nuestra madre la Iglesia. Probablemente, la obra de ese Fernández de Avellaneda fuera el intento de frenar un daño. Aunque…, no me haga mucho caso.

—Es posible que Cervantes utilizara ese misterioso libro para la elaboración de su Quijote. Eso explicaría que don Diego lo situara en el Índice —reflexionó el jesuita.

—Discúlpeme, padre Alonso, no sé de qué me habla.

—Don Diego, con su puño y letra, ha situado en el Índice de libros prohibidos el Quijote de Cervantes. No para que fuera expurgado y se suprimiera, o alterara un párrafo. Eso ya se hizo y, de hecho, así consta. Yo me refiero a que don Diego ha incluido la totalidad de la obra, «primera y segunda parte». Es la última pista que he encontrado, y supongo que tiene que ver con ese extraño y perseguido volumen que tuvo en sus manos Miguel de Cervantes. Imagino que al incluir el Quijote en la lista de libros prohibidos pretendía alertarme acerca de la amenaza que supone para algunos. ¿Para quién? ¿Por qué, realmente? Ni idea.

—¿Por eso lo mataron?

—Tampoco lo sé. No descarto que Su Excelencia quiera llevarme hasta esa obra desaparecida de la que me habla si tiene la envergadura que dice y si la encontró. Comienzo a pensar que la de Fernández de Avellaneda es un eslabón, una pista más.

—Dígame algo, padre Alonso. Como Sancho Panza, soy corto de entendederas, o se me secan con los años, pero si mi buen padre don Diego era el Inquisidor General, presidente de la Suprema, puede que el hombre más temido y respetado después del Rey, y para algunos más que él, suponiendo que supiera de ese libro, ¿por qué razón matarlo?

—Es… la pregunta.

En ese momento, oyeron cómo caía algo metálico al suelo del pasillo. Ambos, al unísono, saltaron de sus asientos y se dirigieron hacia la puerta, que abrió el dominico rápidamente, con tiempo suficiente para ver cómo, en la penumbra, una sombra se perdía atravesando el refectorio. Alonso se agachó a recoger el objeto. Era una llave.

—Quedamos en que se llevaron la llave de la celda de don Diego, ¿verdad?

Se dirigieron hacia la celda, que abrieron con la misma llave. Una vez dentro, comprobaron que alguien había vaciado los estantes de la librería del Inquisidor. Alonso se sonrió con aire malévolo.

—Vaya, parece que otro ha pensado como yo, y ha querido apropiarse de los libros.

El fraile dominico le dirigió una mirada con expresión cómplice, tenía la sensación de que Alonso había triunfado contra un plan inicuo —al menos parcialmente— al haber sustituido los libros del Inquisidor por volúmenes idénticos. Y él también se sentía partícipe del éxito, al conocer la artimaña y haberla amparado, vigilando mientras se hacía el cambio.

—¿Cree que quien corría por el pasillo ha sido el culpable? —preguntó fray Nicolás—. A lo mejor debí correr tras él.

—Tranquilícese, Su Paternidad, no es ése el procedimiento. Quien se ha llevado los libros puede que no sepa la razón. Será un recadero. Además, por el pasillo entraría para abrir y ayudar a sacarlos, pero los volúmenes salieron por la ventana —dijo señalándola.

Una hoja estaba abierta y sobre la nieve, impoluta, se veían marcadas un buen número de pisadas que iban y venían hasta una pequeña puerta al otro lado del patio.

—¿Adonde da esa puerta?

—Hay almacenes, y comunica con los calabozos, las celdas de algunos frailes… Toda la manzana puede recorrerse desde dentro.

—No creo yo que la Suprema quiera entretener el tiempo de sus presos con literaturas. Mañana o pasado estaré otra vez aquí; vendrá bien conocer los entresijos de estos edificios.