Valfermoso (Guadalajara), 4 de noviembre de 1658

Acababa de llegar al monasterio de Valfermoso un distinguido caballero de la Orden de San Juan, que, después de entregar la misiva, esperaba de pie en la sala de visitas. En el aposento de la madre abadesa, una joven y nerviosa novicia se disponía a leer en alto la carta con la atenta mirada de ésta, que reposaba, tosiendo, junto a un brasero.

Muy querida madre, de nuevo otra carta, porque se me ha dicho de ciertas fiebres que os vienen de esos fríos alcarreños, y temo que también lo sean de vuestras mortificaciones. Es por ello que, con estas letras, os envío a mi mejor médico, el doctor Vidal de Quiñones y Baeza, que me acompañó en mis campañas militares y doy fe de que es bueno, que es poco partidario de las sangrías que tanto debilitan y sólo sirven en ciudad, donde los males se achacan a mil cosas menos a la torpeza del médico, pero en las guerras, si el cuerpo se debilita, los soldados se hacen inútiles. Que por una cosa así falleció don Juan de Austria —a quien Dios guarde—, y su médico militar bien se quejaba de la medicina de la Corte y de las muchas sangrías que lo debilitaron más de la cuenta y dieron con él en el camposanto.

El mío os verá y os medicará en lo conveniente; es mi entender que a Dios no puede servirle un cuerpo enfermo sino tibiamente, y que si la salud es lo más principal en un soldado, también lo será en una sierva de Dios, que está en milicia, aunque de otra forma.

Mis nuevas son, además, para deciros que os hice caso y visité a la madre abadesa de las Concepcionistas Franciscanas de Ágreda, María de Jesús de la Santísima Trinidad. Me preguntó mucho por vuestro estado, y os envía un relicario con el lignum crucis al que ella tiene mucha devoción. También os manda unos dulces de Almazán.

De la visita, sólo puedo decir que si se la tiene por mujer santa no es de gratis, nada más estar con ella no me hizo falta hablarle mucho, porque me pareció que leía en el corazón, y sabía lo que yo iba a decir y en qué momento, que no es poco. Y su caridad es tal que, diciendo verdades grandes y dolorosas a quien le pide consejo, no ofende, sino que reconforta y dan deseos de ser mejor, que ya es mucho en estos tiempos donde todos buscan lo suyo y lo de los demás, pero nada bueno.

Se me hace que, si en el siglo se apellidaba Coronel, es porque estaba señalada por Dios, pues en el consejo espiritual es más que capitana.

También os escribo con una inquietud diferente. Que tengáis a bien decirme cómo o a través de quién se os comunicó que el Speculum cordis podía ser encontrado en ese lugar de San Bartolomé, en el cañón de Río Lobos. Porque allí estuvieron mis freiles y se sacó nada, o a decir verdad, bien poco. Una arqueta vacía y una bendita cruz de los caballeros del Temple. Es también necesario para este negocio que aclaréis a vuestro hijo cómo supisteis lo de los portugueses, que ya es extraña casualidad que estuvieran por lo mismo y al mismo tiempo. Me sorprende, además, que no habiendo nada, dos órdenes estuviéramos avisadas. Muy diferente habría sido de bailarse lo buscado.

Por lo demás, me preocupa grandemente vuestro abatimiento, que me han llegado diferentes avisos, de vuestro padre confesor y el freile que os llevó las mantas. No sé qué deciros para contentaros. Alegraos, pues ya que no pudisteis desposaros con mi padre, el Rey en la Tierra, se os ha concedido el mejor don, desposaros con el Rey del Cielo.

Vuestro hijo amantísimo.

JUAN JOSÉ DE AUSTRIA