Apenas era perceptible, en cambio, él lo notó al entrar en el cuarto. Otro quizá no lo hubiera advertido, porque, en apariencia, todo estaba igual que cuando salió: los tarros con los especímenes en alcohol, el instrumental médico perfectamente colocado, el libro de notas y los papeles que reposaban bajo el rudimentario microscopio, la cantidad de volúmenes en las estanterías, sobre la amplia mesa de trabajo, incluso el arcón con la ropa. Pero se dio cuenta de que alguien había entrado en la habitación y buscado algo.
La cámara era estrecha y alargada, aunque el espacio estaba muy aprovechado. A la izquierda, iluminada por un gran ventanal, se hallaba la zona de estudio; una amplia mesa de trabajo además de la librería, un sillón y dos grandes arcones, con los que viajó desde Nueva España.
De la pared colgaban varias láminas. La que suscitaba mayor interés representaba un cuerpo humano diseccionado según las consideraciones de Vesalio, el autor de De corporis humani fabrica, primer anatomista moderno. En otro lado, colgaba una reproducción de un plano de Madrid, no el de Texeira, sino más antiguo, de mala impresión, arropada por varios dibujos a tinta, la mayoría realizados por él mismo en Nueva España. Eran escenas de indígenas o motivos de zoología y botánica.
Al otro lado, separado por una cortina de paño rojo que frecuentemente estaba recogida, podía verse el catre, otro arcón para la ropa, un reclinatorio y una cruz frente a éste, colgada en la pared. En esta parte, excepto el crucifijo, las paredes estaban desnudas, para no distraerse en la oración y conciliar antes el sueño.
Muy ocasionalmente usaba disciplinas, pero solían estar en el arcón de la ropa, porque en la Compañía no eran recomendadas y por consideración a los alumnos que entraran en su cuarto. Consideración, porque los había que no creían en la necesidad de tales soluciones o, incluso, se sentían agobiados, imaginando que éstas se utilizaban hasta caer exhaustos los penitentes. No obstante, cuando se hablaba del asunto en las aulas, Alonso siempre argumentaba que todos los grupos humanos usaban maneras de endurecerse. Las utilizaron durante toda la historia de la humanidad los cazadores, al esforzarse en largos viajes por los bosques, a veces durante días, hasta obtener la presa anhelada; las utilizaban los atletas griegos cuando se imponían enormes esfuerzos para educar el cuerpo; los militares, para estar preparados en la batalla, se acostumbraban a vigilias, pruebas de fuerza, duras jornadas a pie o a caballo, y ejercitación con las armas.
Incluso bromeaba con la vestimenta del siglo. Los varones, con tal de tener el bigote rizado, buscaban una y otra solución con las bigoteras —todas incómodas y que no facilitaban el buen dormir—, y las mujeres gastaban terribles chapines de suela de corcho, por no hablar de la manera de vestir con ese incómodo guardainfante, verdadero encierro entre aros de alambre para esconder tripas abultadas a causa de las relaciones ilícitas.
¿No eran las modas de todos los tiempos disciplinas para servir al dios de la vanidad? ¿Por qué escandalizarse cuando el religioso las usaba de manera medida para acostumbrar a su cuerpo a reclamar lo justo o lo mínimo? Los alumnos, pese a resistirse, siempre acababan aceptando estos razonamientos.
Desde que Alonso resolvió en Nueva España el caso del «crimen del oidor», cuando de regreso se le solicitó en la Corte para una nueva investigación, adoptó el buen hábito que ya adquiriera en Méjico. Como se sabía espiado, entre todas las cosas de su cuarto o su despacho que tuvieran interés para quienes lo acechaban, colocaba algo, deliberadamente, con un aparente descuido. Podía ser un tintero sobre unos documentos, papeles con alguna de las esquinas sobresaliendo de la mesa, o algo así. Al regresar, aunque todo pareciera igual, miraba el montón de papeles, las esquinas de éstos y la ubicación del tintreo, y si advertía que tenían una posición diferente, percibía si alguien había estado husmeando, moviendo aquello. El sistema resultaba infalible, porque la tendencia de un buscador —para que no se note su actividad— una vez a ha acabado con sus pesquisas es poner orden, y puede que mejor de lo que estuviera todo. Ese «mejor» es lo que, precisamente, lo delataba.
Esta vez la «trampa» estaba en el libro de notas y las hojas bajo el microscopio, porque las tres primeras cuartillas se hallaban levemente separadas del resto, formando abanico, y el microscopio las pisaba más próximo al ángulo inferior derecho de éstas. Por el contrario, ahora estaba más centrado, y las hojas con un amontonamiento algo diferente. También notó que habían estado tocando los libros. Y revolviendo en su arcón de la ropa, donde guardó el arma del crimen y la camisa de dormir. Había una gota de sangre fresca en ésta, que ya la tenía seca. Quien metió la mano, sin saber que ahí guardaba el afilado estilete, debió de pincharse con él.
Salió del cuarto y buscó a Tomás, a quien encontró en la planta baja con el padre Antonio, el ecónomo. Una vez que se lo llevó a un aparte, le habló:
—¿Has entrado en mi cuarto?
—¿Cuándo? Si apenas llevamos una hora en la casa.
—Ahora. Al volver, me han entretenido unos alumnos en las cocheras y al subir me he dado cuenta de que alguien ha estado tocando mis cosas.
—No se me ocurriría entrar en el cuarto de Su Paternidad si no me lo pide.
—¿No has visto subir a nadie?
—A muchos. Es la planta de los dormitorios de los estudiantes y hay aulas. Habrá sido cualquier alumno.
Alonso no se atrevió a preguntarle si había visto subir a Nithard, porque era como acusarlo, así que dio un giro a la situación.
—Ah, otra cosa… Sé que me buscaba el padre Nithard, no lo habrás visto, ¿verdad? ¿Está abajo?
—Me parece que no.
—¿Subió?
Sabía que la pregunta era prácticamente innecesaria porque, de haber sido el alemán, no habría esperado al último momento para entrar en la habitación, con Alonso en la casa.
—Ni subir ni bajar. De todas maneras con el revuelo que se había formado en la calle, la verdad, creo que todos estábamos más al tanto de la pendencia que de las escaleras.
—¿Qué pendencia?
—Su Paternidad ha debido de ser el único que no se ha enterado. Casi se matan dos a cuchilladas. Algo de faldas, seguro.
—Ven a mi cuarto. Tengo que hacerte otro encargo.
Una vez allí, Alonso sacó la lista de libros y copió algunos títulos de la del Inquisidor en otra hoja.
—Tráemelos, no quiero que me vean bajar tan a menudo a la biblioteca de profesores.
—¿Quién ha podido ser? —repuso Tomás.
—Sé tanto como tú —dijo sin atreverse a culpar a Nithard, pues no se lo quitaba de la cabeza.
—A lo mejor fue algún alumno que quisiera buscar las notas de los exámenes, o algo así. Es muy probable.
—Sí, lo es.
Una vez que Tomás regresó con los libros solicitados, Alonso los colocó en la mesa de trabajo, según el orden que tenían en el armario de la biblioteca del dominico. A los anteriores añadió nuevas obras. Tres en latín: Scholastica commentaria del predicador Domingo Bañez, Satyrae cum commentariis de Persio Flaco y una Eneida. Y varias en castellano: Fuenteovejuna de Lope de Vega, seguida de un espacio holgado, otra edición del Quijote, un índice de libros prohibidos por la Inquisición española y El caballero de Olmedo. Pero era la obra de Francisco de Monteser, no la de Lope de Vega.
Le chocó encontrar esas en latín. Revisó página a página los Scholastica y no encontró nada anotado, ni marcado. Tampoco en las otras dos. Volvió a consultar la lista y comprobó que los textos en latín se agrupaban de tres en tres, pues detrás de las castellanas aparecían otras tres latinas más y, luego, una en castellano, una primera parte del Quijote de Cervantes, seguido de otras tres en latín…
Los escritos en castellano no parecían responder a un orden lógico. Ni múltiplos, tampoco series repetidas, o una simple progresión que se alternara entre las series de tres, por ejemplo: 4 (en castellano), 3 (en latín), 5 (en castellano), 3 (en latín), 6 (en castellano), etc.
O 3 (en castellano), 3 (en latín), 6 (en castellano), 3 (en latín), 9 (en castellano), etc.
Estaban puestos «de cualquier manera». Pero en la obra inmediata del segundo bloque en castellano, que era Fuenteovejuna, volvió a encontrar otra marca que bordeaba unos versos:
(…) sus locos desatinos escribieron,
y con nombre de aquel que aborrecían,
impresos por el mundo los envían.
Lo que le hizo suponer —aunque todavía no lo comprobó— que todas las series de libros en latín estaban ordenadas de tres en tres, precisamente, por no responder a la necesidad; sólo las castellanas eran las que el Inquisidor utilizó para dejar las pistas. Las latinas, simplemente, cumplían una función de «relleno».
El texto de Fuenteovejuna era parte de un parlamento en el que el licenciado Leonelo, refiriéndose a la impresión de libros, comentaba a Barrildo la aparición de obras apócrifas. Aunque, en verdad, era una queja del propio Lope de Vega, cansado de que algunos utilizaran su nombre para vender más, ya que la autoría del Fénix de las letras españolas garantizaba la excelencia y el éxito de cualquier obra.
Alonso unió este texto al que encontró anteriormente, reseñado en los Entremeses de Cervantes:
No se ocupan sino en grandes obras.
Sus locos desatinos escribieron,
y con el nombre de aquel que aborrecían
impresos por el mundo los envían.
Sin duda, le pareció que aquellas líneas se habían marcado para llamar la atención sobre una gran obra apócrifa, pero, recordando lo que había visto en la celda de don Diego, no encontró ninguna atribuida a Lope que pudiera dar razón de aquel texto.
Revisó nuevamente la lista y halló la clave. Detrás de una primera parte del Quijote cervantino, aislado entre tres obras latinas y seguido de otras, también en latín, se hallaba un Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras. Compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas.
¡El Quijote apócrifo!
Alonso comprendió ahora la razón por la cual aparecía Fuenteovejuna, dejando un espacio holgado, al lado del Quijote de Miguel de Cervantes. En ese lugar, el jesuita debía colocar el de Fernández de Avellaneda. Además, de manera inteligente, don Diego había reforzado la pista, al situar en la librería, después de la primera parte aislada del Quijote cervantino, la segunda apócrifa.
Un apócrifo ocupado en una gran obra («no se ocupan sino en grandes obras»), la figura de don Quijote y su continuación con la clara voluntad de suplantar la posible segunda parte de Cervantes («y con el nombre de aquel que aborrecían impresos por el mundo los envían»).
El jesuita revisó hoja por hoja el libro de Fernández de Avellaneda en busca de una nueva señal, una frase, una palabra o una simple indicación. Pero no encontró nada.
No se extrañó, no todos los textos en castellano que había en la librería y que él llevaba revisados tenían algo escrito. De hecho, sus dos tomos acerca del calendario mejicano eran, en sí, las pistas para que se colocara entre ambos un libro de entremeses.
Situó el de Avellaneda inmediato a Fuenteovejuna, y buscó en el Quijote de Cervantes. Tampoco encontró nada. Pero el ver los dos Quijotes juntos y recordar que el mismo Inquisidor había fallecido con el auténtico en sus manos, le hizo pensar que había avanzado algo en tan enigmático recorrido.
Alonso recordó su época de estudiante y cómo, entonces, se decía que el tal Fernández de Avellaneda era dominico. A lo sumo, se habló de algún rencor oculto y de que Miguel de Cervantes no escribía con demasiada reverencia en cuestiones de religión. Para algunos esto era suficiente argumento, aunque al padre Alonso ese esfuerzo siempre le pareció excesivo para tan poca afrenta.
Hojeó la obra apócrifa de Fernández de Avellaneda, aparecida un año antes de que Cervantes diera a la luz su segunda parte. En ella, el imitador pretendía no dar demasiada importancia al hecho de que fuera falsa y alegaba que otros muchos escritos habían tenido sus continuadores. Ridiculizaba con ferocidad a Cervantes, recordándole la incapacidad de su mano izquierda, le llamaba cornudo y festejaba que con su segunda parte apócrifa, el alcalaíno perdiera mucho dinero, pues le fastidiaba la continuación prevista.
Era un texto que el jesuita conocía y, aunque no lo tenía por leído, como culto licenciado, sabía que, en el de Fernández de Avellaneda, el hidalgo manchego perdía su capacidad para fascinar al lector o, lo que era peor, no la conseguía en sus muchas líneas. El personaje, redimido y recuperado para los cuerdos, se convertía en un ser opaco, sin el brillo de la locura. Desamorado y penitente, sin los desafueros de Sierra Morena. Un vulgar hidalgo que espera la muerte, con un Sancho Panza desgranando latines de monaguillo.
Uno de los rumores de mayor peso en su etapa de estudiante era que, detrás del seudónimo de Fernández de Avellaneda, se escondía Lope de Vega. Las pistas se hallaban en las justificaciones que escribió el autor del apócrifo en el prólogo, aludiendo a unas supuestas ofensas en la primera parte del Quijote.
Alonso buscó esas líneas.
(…) pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras, y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo, y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar[11].
Conocía bien el Quijote de Cervantes, tomó el inmediato de la librería y lo abrió por el prólogo de la segunda parte, en donde Cervantes replicaba.
(…) no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa[12].
Contrastando ambos textos, se dio cuenta de que en el apócrifo, el escritor que se escondía bajo el seudónimo, reconocía la existencia de varios ofendidos por Cervantes («el ofender a mí, y particularmente a quien…»). E imaginó que, con probabilidad, todos tenían un nexo en común: el Santo Oficio, tarea de dominicos, aunque también pertenecía a éste Lope de Vega.
Se preguntó el jesuita si la puesta en marcha de ese Quijote apócrifo se debió a una trama dominica. Porque también recordó otros nombres. Era natural que en su etapa de novicio tales cuestiones suscitaran interés, por no decir morbo. Motivo de tardes de tertulia. En el ámbito universitario había circulado una lista de posibles autores contrarios a Cervantes, causantes de ese apócrifo. Bien que nunca se aclaró el asunto. Recordó a un Alonso Fernández, predicador de Plasencia. Y no olvidó a otro, Luis de Aliaga, también dominico. Éste, sobre todos, era el centro de la diana, porque años antes, el tal Aliaga nada menos que había sido Inquisidor General, cuando Alonso y sus compañeros eran muy niños.
Sin ánimo de mucho seguir, porque aquello más parecía entretenerlo en recuerdos de juventud que centrarlo en las pesquisas, decidió hojear el siguiente tomo, el índice de libros prohibidos. Estaba formado por una larga lista de obras censuradas en su totalidad o parcialmente, algunas de las cuales se permitía leer, siempre y cuando se omitieran ciertas líneas o se añadieran otras. El volumen, de gran tamaño, las seriaba por orden alfabético.
Alonso tuvo la paciencia de leer cada título y, muy pronto, en el grupo de libros de la «c» encontró una sorpresa.
Censura orientalis ecclesiae a Stanislao Socolovio ex graeco in lat. conv.: Dilingae, vel Colon., 1582.
Centuria epistolar, theologicar. ad Jo. Chuvebel: Bipont, 1597.
Centurion (D. Adán), marqués de Estepa. Su obra intit.: Información por la historia del Sacro Monte de Granada: Granada, 1632.
Ceporinus (Jacob), tigur. phílol. calv. zuingl.: 1cl.
Cenitius (Joan), Berlin, haeret.: Id. Pero se perm. con expurgac. su obra: Electorum Brandenburgers. Effigies, eorumque res gestae: Berlini, 1628.
Cervantes (Miguel de). En su segunda parte del Don Quijote, cap. 36, al medio, bórrese: «las obras de caridad que se hacen flojamente no tienen mérito, ni valen nada».
Tras la expurgación en el Quijote —que ya era conocida— y delante de otros libros, el Inquisidor había escrito a mano, en letra muy menuda, para que cupiera:
Cervantes (Miguel de). Primera y segunda parte del Don Quijote. En su totalidad.
Pero ¿qué misterio entrañaba el Quijote de Cervantes, como para que el Inquisidor lo colocara íntegro en el índice? Se imaginaba que podría tener una importancia fundamental para aclarar las muertes. En cambio, le parecía prácticamente imposible, a simple vista, establecer alguna conjetura.
Dándole vueltas al asunto, tan sólo le vino a la mente otro dato chocante, objeto de tantas tertulias de noviciado: Miguel de Cervantes Saavedra, como bien pudo verse en la edición príncipe de su Quijote, no solicitó la pertinente licencia eclesiástica, no pasó la censura. Una actitud arriesgada, extraña e inusual en su momento, y visto con ojos nuevos, misteriosa.