Madrid, 3 de noviembre de 1658. (Dos días después)

Varios vehículos negros, como augurando un mal presagio, se detuvieron en la calle de Toledo, junto al portón del Colegio. Por la gravedad de los gestos y el porte de quienes descendieron, se supo, de inmediato, que eran oficiales de Justicia con algún desagradable cometido. Buscaban al padre Alonso, a quien rogaron que los acompañara de regreso a Torres de la Alameda. También solicitaron la presencia de Tomás, si era quien había estado con él en su viaje al pueblo.

A pesar de la premura que mostraban, todo se hizo con exquisita corrección, pues se supo, por el ama del cura de la Asunción, que el jesuita fue a la iglesia en calidad de comisionado del Santo Oficio, con la intención de ver el lienzo de la Pasión.

Un alcalde del crimen les rogó que subieran a uno de los coches que esperaba junto al Colegio. Viajaron solos, por lo que nadie les dijo qué se iban a encontrar en el pueblo. Aunque Alonso intuyó una desgracia, cuando, al pasar por Mejorada del Rey, vio a unos campesinos en la plaza con aspecto serio, y notó que mantuvieron la misma gravedad al observar, en silencio, el paso de la comitiva camino del pueblo inmediato.

—Han matado al párroco —advirtió Alonso.

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé, pero lo han matado.

Si en Mejorada se encontró alguna gente en la plaza, cuando llegaron a Torres de la Alameda, el pueblo entero estaba junto a la iglesia de La Asunción. Las mujeres lloraban. Los hombres observaban cabizbajos. El templo tenía la puerta entornada, flanqueada por varios corchetes que impedían el paso a los posibles curiosos. Aunque nadie hacía por entrar.

En el interior, el retablo barroco mostraba un espectáculo que sólo hubiera podido concebir una mente monstruosa.

La estructura descansaba sobre cuatro columnas salomónicas, que ayudaban a segmentar el espacio en tres calles. A su vez, se dividía en dos pisos, exceptuando el banco inferior, en el que aparecían representadas varias figuras de bulto redondo con los evangelistas y la Pasión de Cristo. Las calles laterales mostraban la vida de la Virgen María, y se había reservado el primer piso del retablo para una talla, también de la Virgen, que venía a descansar sobre el sagrario. En el centro del segundo piso, la Trinidad se enseñoreaba majestuosa sobre el resto de la obra, pero, la talla de la Virgen que debía estar bajo ella, había sido retirada y llevada a la sacristía, al parecer con cuidado, porque no mostraba desperfectos.

En su lugar, pendía el cuerpo crucificado del párroco amordazado. Lo habían clavado por las muñecas a uno y otro lado, en cada una de las columnas helicoidales.

Nada más ver aquel horrendo espectáculo, Tomás se desplomó perdiendo el conocimiento. Tuvieron que sacarlo del lugar.

El asesino, o los asesinos —pues tenía que ser trabajo de más de un hombre— no habían robado nada, y dado el aspecto sacrílego del caso, como el alcalde del crimen tenía necesidad de informar al Santo Oficio, estimó que era conveniente la presencia del padre Alonso, quien acababa de visitar al fallecido.

Sobre el cuello de la víctima de aquel espanto habían colgado una tabla, y en ella había una leyenda escrita con su propia sangre:

Fiant aures tuae intendentes.

El alcalde del crimen se acercó al jesuita que, notablemente afectado, intentaba disimular la conmoción.

—Esto es lo que hay, padre Alonso.

—Es atroz.

—Por las características se pensó en personar al Santo Oficio y, casualmente, como Su Paternidad —que es familiar—, estuvo con este pobre hombre…

—Así es.

—¿Tiene idea de quién haya podido hacerlo?

Alonso evitó hablar de los dos jinetes que lo siguieron.

—Nunca había visto al párroco. Excepto el otro día, claro. Me acerqué porque necesitaba estudiar el lienzo.

—¡Ah! Tuve la suerte de contemplarlo un Viernes Santo, es cuando se expone —comentó el alcalde del crimen.

—¿Han verificado el estado de la tela?

—Tiene razón, aún no se ha procedido.

El funcionario dio órdenes, y varios corchetes realizaron la misma operación que el párroco hiciera dos días antes. Encendieron el máximo de velones, pero, como no podía utilizarse el altar, ya que el cadáver pendía sobre él, desplegaron el lienzo encima de unos bancos sin respaldo. Alonso, repasándolo con la vista, observó que no presentaba ninguna irregularidad con respecto a la vez anterior.

—Que yo recuerde, está igual.

—Algo es algo —replicó el otro, queriendo darse ánimos.

—¿Y los demás elementos del templo? ¿Objetos de liturgia, tallas…?

—No falta nada. Eso dice el ama del fallecido.

Formulaba una pregunta retórica para cumplir con sus funciones de familiar, pese a que ya se había dado cuenta de que el sagrario estaba abierto, y cuidadosamente depositado su contenido en una hornacina de la sacristía. Por ello, infirió que los asesinos eran gente de religión. Pero no quiso hacer comentario alguno.

—¿Y las reliquias?

—Están todas. Hemos descartado que hubiera un fin sacrílego, todo está en orden. Si a esta monstruosidad puede llamársele así.

—¿Su Señoría no entiende como fin sacrílego matar a un sacerdote de esta manera y en un sitio sagrado? —preguntó Alonso con un aquel de indignación.

—Discúlpeme, Su Paternidad. Espero que no tenga en cuenta mi torpeza, por caridad —repuso muy preocupado el funcionario de Justicia, dándose cuenta de que aquella afirmación ante un representante de la Suprema podía buscarle muchas complicaciones.

—Sea, sea, no se preocupe.

El jesuita pretendía parecer muy en su papel. Él también era consciente de que los asesinos no habían actuado con una intención sacrílega, y barruntaba que los tiros iban por otro lado.

El alcalde del crimen, más tranquilo, se acercó hacia el cadáver, que había dejado a sus pies, sobre el altar y en el suelo, un enorme charco de sangre; la piel mostraba el color de la cera, levemente verdoso, y las moscas, ajenas a cualquier precepto, comenzaban a pulular en torno al desgraciado. El funcionario intentó espantarlas y uno de los corchetes se acercó solícito para sustituirlo. Libre de tan ingrata actividad, que además levantaba los malos olores de la descomposición cadavérica, se dirigió hacia el jesuita, señalando el cartel que colgaba del cuello del párroco.

—¿Sabe lo que pone?

—Es latín.

—Eso lo sé, pero me refiero, si podría traducirlo.

—Quiere decir estén atentos tus oídos. Del salmo ciento veintinueve, De profundis.

—¿Y sabe a qué puede referirse?

—No tengo ni idea —mintió Alonso.

—A mí me parece una advertencia.

—No sé —volvió a mentir.

Estaba seguro de que era una advertencia y, a tenor de lo que les aconteció durante el viaje, hacía días, cuando fueron seguidos por los embozados, pensó que el aviso era para él. Pero había viajado hasta ese pueblo para analizar algo relacionado con los estigmas de Ángeles. Nada que ver con su otra investigación. Por eso sentía una enorme frustración, no acababa de comprender qué necesidad había de cometer un crimen tan horrendo, en la persona de un humilde párroco ocupado en ilustrarle sobre algo tan ajeno.

Se quedó pensativo mirando la mordaza, y el funcionario se dio cuenta.

—¿Qué está pensando, padre?

—Miraba la mordaza.

—Seguramente se la pusieron para que no se le oyera gritar durante la horrible agonía.

—Hay que suponerlo —respondió el jesuita, que también se preguntaba si aquello era otro signo para que él descifrara, una velada amenaza, una cruel invitación al silencio. Su silencio.

Presentía que estaba en juego algo muy importante. Algo que se sentía compelido a desentrañar con urgencia. En cambio, quienes acechaban querían advertirle de la manera más impactante para que no fuera muy lejos en sus disquisiciones.

—Tengo que levantar un atestado. ¿Qué me sugiere que escriba? —preguntó el alcalde del crimen.

—Lo que es: asesinato sacrílego en la venerable persona del párroco de la Asunción de Torres de la Alameda.

—¿Y los causantes?

—Ponga… «herejes».

—¿Quizá mejor «conversos» o «marranos»?

—Sea razonables, si mañana se descubre que quien lo hizo era un loco de este pueblo, o un vecino de aquí al lado, nadie le cuestionará si se apostilla que, además, era hereje. Pero bastante obsesión se vive en estos reinos con el asunto de la limpieza de sangre, como para echar más leña al fuego y aumentar el soterrado malestar que causa. Apuesto lo que sea a que, si se investigaran los verdaderos antecedentes de quienes estamos en este recinto, habría más de una sorpresa. Que entre moros y judíos, en esta península, pocos se salvan del mortero.

—¿Mortero?

—Sí, hombre, que estamos todos muy mezclados.

—Ah… No le falta razón.

Alonso quería proceder como un simple familiar de la Inquisición, actuando «de oficio», sin cargar las tintas. Ante todo, le convenía que no se desvelaran sus sospechas. Pensaba que quienes perpetraron aquello eran creyentes e, incluso, profesaban en alguna religión; algo que, por otra parte, no iba a comprender el alcalde del crimen, al no tener conocimiento del asesinato del Inquisidor, ni parte en la investigación. Y como aquel horrendo suceso a cualquiera le parecería sacrílego, encontró conveniente liquidarlo con ese calificativo.

En puridad, pensaba como solían hacer los jesuitas, con una visión cristiana rigorista a la hora del análisis, pero exenta de fanatismo.