El padre Nithard se marchó de la biblioteca con el mismo sigilo con el que había llegado. Y con igual presteza, Alonso recompuso el orden de los libros, no sin tener un ojo en la puerta, pues lo poco que hablaban el alemán y él ya le parecía de gran aviso para tenerlo a distancia.
A Alonso le intranquilizó la cita de Lope. Ante todo, le chocó la habilidad de su interlocutor para hacerse con el libro adecuado, es decir, para escoger rápidamente un volumen a tono con la conversación, y hallar en él —de memoria— las frases convenientes para espetárselas. O fue casualidad. Pero en cuanto estuvo solo, buscó rápidamente en la obra de teatro hasta encontrar el lugar de donde había sacado la cita. Y, tal y como imaginaba, Nithard no había alterado un ápice el texto.
Por otra parte, era verdad que Alonso tenía «amistades con criados», ya que fray Nicolás había sido ayuda de cámara, es decir, criado de don Diego. Y en poco le iba la diferencia a Oyanguren, el Secretario del Rey, por lo que ambos tenían de guardadores de secretos y de servidores en las cosas más dispares e íntimas, aunque uno fuera de lego (que no lo era) y el otro de licenciado.
Pero de todo, lo que más le inquietó fue lo de los «pleitos con poderosos»; era como si también supiera de la implicación de los dominicos, quienes sí eran auténticamente poderosos.
Todo esto lo entretuvo mucho, pues, aunque Lope fuera de lenguaje llano, Alonso dio en leerse enteramente El mejor alcalde, el Rey, además de recomponer la librería, por lo que aún andaba sin encontrar el volumen que le permitiera avanzar en sus pesquisas.
La solución le llegó como por casualidad.
Estaba intranquilo, pensando si había sido una buena o mala idea andar como un trilero, cambiando libros de sitio a toda velocidad, cada vez que alguien entraba. Con tal solución no podía concentrarse, aunque tampoco debía dejarlos por el orden auténtico, para que nadie pudiera tener acceso a las claves de la biblioteca, si es que las había.
Volvió a oír pasos, esta vez en tropel. Eran los estudiantes más jóvenes del Noviciado de San Bernardo. Se habían acercado con no sabía qué excusa, que sería la propia de los que quieren salir huyendo de su reclusión en una mala mañana. Vuelta otra vez a desordenar precipitadamente los libros. Hasta que se encontró leyendo el título de otra obra cervantina:
Ocho entremeses nuevos nunca representados.
¡Ése era el libro que faltaba! Y en el título estaba la llave, tan claramente, que el Inquisidor —según estaba anotado en la lista de Alonso— se vio obligado a separarlo, colocándolo sobre otros volúmenes, fuera de la alineación de los libros.
Pero ¿qué indujo a pensar así al padre Alonso? ¿Por qué razón creyó que ésa era la obra que debía ocupar el espacio vacío, entre los dos tomos de la Breve noticia?
No se resistió y, antes de colocarla donde consideraba, la hojeó rápidamente. Con eso se afirmó en lo que creía, y se dio cuenta de que no había errado. Tenía la seguridad de que el libro que faltase también guardaría un mensaje dentro, algún texto subrayado. Buscó y acertó.
Era costumbre que cada autor de la época procurara ponerse bajo la tutela de algún poderoso. Por ejemplo, Lope encontró el apoyo de Lorenzo de Cárdenas, conde de La Puebla; Gracián, el del príncipe Baltasar Carlos; y aquí, Miguel de Cervantes dedicaba la obra a Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos y comendador de la Orden de Alcántara. En la dedicatoria al conde, en donde el escritor se quejaba de cómo era imitada su obra, don Diego había marcado otra frase:
… no se ocupan sino en obras grandes.
Pero el jesuita, en vez de pretender la inmediata resolución del nuevo enigma, colocó el libro en la estantería y, sonriendo, se sentó a contemplar la obviedad.
¿Cómo no se había dado cuenta de que el espacio comprendido entre los dos tomos del calendario era simplemente un espacio entre meses? El libro de Miguel de Cervantes debía ocupar ese lugar, el que había entre los dos volúmenes que hablaban de los calendarios aztecas. Entre meses como eran: atlacahualo, tozoztontli… El texto por colocar no era otro que los Ocho entremeses nuevos nunca representados de Miguel de Cervantes.
Tomás entró en la biblioteca. Esta vez, sorprendió al jesuita, a quien no le dio tiempo a disimular el orden de los libros.
—Ya he preparado los caballos.
—¿«Los caballos»?
—Creí que yo también iba. Soy de al lado, de Mejorada del Rey[10]. Y si sale ahora, tiene que hacer noche…, además, le pedí permiso al padre director, dormirá en mi casa. Dará una alegría a mis padres.
—No has olvidado un detalle, ¿eh? —repuso irónico.
Y partió camino de Mejorada con el persistente Tomás, auténtico pozo de recursos y argumentos insospechados para salirse con la suya.
El viaje era largo —o todo lo largo que en aquella época podía parecer un desplazamiento a los alrededores de la capital—, aunque la idea inicial del jesuita era hospedarse en la misma parroquia de la Asunción de Torres de la Alameda, ya que iba en calidad de comisionado por el Santo Oficio.
Salieron hasta la calle Mayor y luego, Alcalá abajo, hacia el camino del mismo nombre, que entonces arrancaba a partir de la también llamada Puerta de Alcalá.
Ya en las afueras, y por haber galopado a mata caballo, se detuvieron para dar un respiro a las monturas, pasado el Palacio del Buen Retiro, junto al camino de Vicálvaro. Fue cuando Tomás, muy en su papel de auxiliar, advirtió del peligro.
—No es por preocupar a Su Paternidad, pero llevamos escolta.
Alonso se volvió y miró hacia el fondo del camino, donde se veía a dos jinetes apostados, que parecían esperar a que ellos reiniciaran la marcha.
—¿Ves quiénes son?
—Embozados. No los reconocería ni santa Lucía cuando el Señor le restituyó la vista.
—¿Eh?
—Un decir, padre Alonso, un decir. Cuando ya en los cielos la santa recibió de nuevo sus ojos, además de la visión beatífica.
Alonso le había mirado con reprobación, aunque en el fondo le divirtiera el insolente desparpajo del novicio, que a veces le recordaba a los pícaros de la capital.
Entrada la noche, y sin que pudieran distinguir si aún eran seguidos, llegaron a Mejorada del Rey. Un pueblo de pocas casas en el que las contraventanas cerradas para evitar el frío apenas permitían sugerir una tímida luz en el interior, para acompañar a la única visible en toda la localidad, la que iluminaba una imagen de la Virgen en una hornacina de la plaza, muy próxima a un abrevadero. Era un farolillo de aceite con más buena voluntad que eficacia, debatiéndose contra el viento, que entrado por las juntas del cristal hacía por apagarlo.
Alonso y Tomás desmontaron para dar holganza a los caballos y que bebieran algo. Pero el ruido de las espuelas en el único empedrado, que era el de la plaza, hizo que alguien, tímidamente, entreabriera una puerta con tardío disimulo, pues se le vio apagar un candil. Tomás, como conocía al vecindario, adivinó la cabeza que se escondía en la oscuridad y alzó la voz.
—¡Leandro, soy Tomás el de los panaderos!
—¡Con Dios! —replicó el otro, ya tranquilo, antes de cerrar.
Era muy tarde, pero un hijo siempre vuelve a tiempo. La emoción de aquella llegada, tan de improviso, fue incontenible para los padres del novicio. Y aunque dormían pronto para levantarse antes y hacer el pan, allí se festejó como si fueran bodas. Y con el alborozo se levantaron otros vecinos, y se cenó dos veces, con largueza.
Ajeno a todo, aunque sin olvidar una caritativa cortesía ante los agasajos, la única preocupación de Alonso era salir con la oscuridad para localizar a quienes los seguían. Bien que se hallaba a la mesa y las viandas, su mente rondaba por los trigales, imaginando una hoguera y a dos embozados.
Con los postres, que fueron unas natillas y un mostillo sacados de la fresquera y dignos del mejor banquete en la ínsula de Sancho Panza, Alonso —como el escudero— se privó de aquellos manjares, aunque por propia voluntad, alegando que debía retirarse un algo en oración. Salió de la casa y fue en busca de los jinetes que había llevado a la espalda.
No le resultó difícil encontrarlos porque la noche se puso muy fría pero con buena luna, y los desconocidos, que prefirieron quedar fuera del pueblo para no delatarse, hubieron de encender una hoguera, hacia la que se dirigió el jesuita, usando de toda la astucia de sus tiempos como misionero en tierras más inhóspitas que éstas del Jarama y el Henares.
Pero aquéllos, quienes fueran, parecían muy profesionales. En todo el tiempo no hablaron, tampoco bebieron vino, sino que comieron algo y esperaron el sueño. Y durante ese trance, que fue largo, tampoco se quitaron el embozo, que parecía negro. Ocultaba sus cabezas y oscurecía los rostros. De las armas, de las que iban bien servidos, ni que decir tiene, se mantuvieron con ellas sin mostrar la menor incomodidad por cargarlas.
Casi sin dormir, porque el horno se encendía en plena madrugada, Alonso y Tomás partieron. Llevaba el novicio tanta carga de bizcochada: galleta, mantecadas, obleas y suspiros, que parecía iban a hacer las Américas.
Como aún no clareaba, pensaron que darían esquinazo a los jinetes, pero la más tibia luz de la mañana los mostró detrás, a prudente distancia. Así hasta la llegada al destino, donde se esfumaron.
Si Mejorada era pequeño, Torres de la Alameda no iba a la zaga en menudencia. Del conjunto de casas destacaba la reducida iglesia de planta basilical con un esbelto chapitel de pizarra, tan característico del Madrid del XVII. Poseía en su interior varios relicarios, entre los que se contaba un lignum crucis, trozo de madera de la cruz del Gólgota, que, a poco que se pensase, había que reconocer como falso (pues de contabilizarse todos los trozos en la Cristiandad, se habría podido repoblar el suelo de Tierra Santa). No era lo mismo con el sudario, que se aceptaba como imitación, aunque «santificada» en 1620, cuando el 3 de mayo de ese año, el paño, que era copia, estuvo en contacto con el auténtico. Santificación muy relativa, esta del contacto y con connotaciones casi mágicas, dado que equivaldría a decir que por estar algo (el lienzo que envolvió a Cristo) cerca de un bien (Cristo mismo), inmediatamente el contacto con éste haría partícipe de este bien. Asunto para el que había que hacer un esfuerzo de la voluntad, porque, en buena ley, tanto la copia como el respetable original no tenían otro valor que el histórico.
Pero el objeto de la visita no era poner en tela de juicio si ese lienzo, que con mucho detalle imitaba al verdadero, había recibido algo de la bondad divina, sino comprobar en dónde tenía la marca de los clavos.
El párroco de la Asunción se desvivió con el jesuita y el novicio; permitió que la misa mayor, que era la de doce, la celebrase Alonso con Tomás de acólito. Estaba entusiasmado por la visita, no porque el jesuita fuera comisionado del Santo Oficio —algo que, en verdad, era de mucho respeto—, sino porque le satisfizo en gran manera que un hombre de ciencia lo visitara.
Le enseñó la pequeñez de sus posesiones. El recoleto altar barroco y el recinto, de no más de ciento veinte metros, casi el tamaño de una ermita.
Al campanario se subía por una estrecha escalera de caracol. Una vez arriba, Alonso y Tomás, cantando loas de las bellezas del lugar y la amplitud de las vistas, con grande disimulo otearon a uno y otro lado, insistentemente, hasta encontrar a los embozados a la entrada del pueblo.
Al recorrido siguió un desayuno con torreznos, «poca cosa», decía el párroco que se puso como el Quico. Luego, llegó lo que interesaba.
Cerró la puerta del templo y sacó un lujoso cofre que guardaba en la sacristía, tras lo cual encendió algunas velas de la iglesia, y sólo cuando consideró que la luz interior ya era buena, extendió el lienzo sobre el altar, dejando que algunas partes desplegadas cayeran a uno y otro lado, dado el tamaño de la tela.
Cuando el anciano sacerdote de la Asunción les mostró el lienzo, sintieron una especial emoción, aun sabiendo que no era la original.
Representaba a un hombre alto, de complexión atlética y, aproximadamente, unos treinta años. La impronta grisácea, pese a que era una copia pintada, incluía marcas de tumefacciones y heridas en muy diferentes partes del cuerpo, lo que hacía suponer que el sujeto había padecido golpes e incisiones muy pronunciadas y repetidas.
Su rostro dejaba ver una zona sin barba, como si ésta hubiera sido brutalmente arrancada, además de haber sufrido la lacerante tortura de un casco de espinas que le habría cubierto la totalidad de la cabeza.
—¿Se ha dado cuenta de las marcas de los latigazos, padre Alonso? Oblicuas y a ambos lados, como si hubiera sido flagelado en dos direcciones y muy repetidas veces —advirtió el novicio.
—A la manera romana —le aclaró el jesuita—, pues excedían las cuarenta heridas que solían infligir los hebreos. Los romanos fustigaban sin límite.
El párroco, embobado por los conocimientos de que hacían gala, quiso aportar una nota culta:
—Miren aquí —dijo—, los hombros están magullados por haber cargado el patibulum, palo transversal en donde fueron clavados los brazos.
Pero, de entre todo, al padre Alonso le interesaron especialmente las marcas de las muñecas, lo que le recordó el caso del asesino crucificado en Nueva España, cuyas palmas se desgarraron por el peso. En cambio, este crucificado lo estaba por un lugar que parecía sostener el cuerpo, aspecto que validaba aún más el carácter testimonial del lienzo.
Al día siguiente, durante el viaje de regreso al Colegio Imperial, les extrañó no ver a los jinetes. Tomás quiso creer que quienes les persiguieron eran ladrones, los cuales, viendo cómo entraban en la iglesia de la Asunción, pensaron que era el destino de los viajeros y desistieron de su propósito marchándose. Alonso, por el contrario, no las tenía todas consigo. ¿Era lógico que después de pisarles los talones durante tantos kilómetros cejaran en su empeño, si éste era el robo? ¿Tenía sentido que perdieran la ocasión de abordarlos antes de llegar a Torres de la Alameda? Y ¿por qué razón no esperaron y lo hicieron durante el regreso, si durante la ida fueron capaces de acampar en Mejorada y esperar a que reemprendieran el viaje?
La verdad la supo dos días después.