Ágreda (Soria), 30 de octubre de 1658

Juan José de Austria había intentado hacer caso a su madre, Inés de Calderón y, para acercarse a su padre, el Rey, decidió conseguir el favor de la monja de Ágreda. Él era un hombre práctico y cargado de resolución, que creía más en el trato humano, y no en procedimientos torcidos y esquivos. En esto podría pensarse que pecaba de franqueza, aunque su mucha inteligencia sabía mantenerle en una actitud cauta. Nunca se entregaba totalmente. Quizá, porque su condición de bastardo le hacía saberse cuestionado y entre la nobleza producía sentimientos contradictorios. Era hijo del Rey, pero, a su vez, también de una plebeya y, lo que era peor, del teatro, que era como decir mujer de mala vida. Aunque Juan José había sabido convertir en virtud el defecto de su origen. Casi fue para él un regalo, ¿de qué sirve a un hombre tenerlo todo, si no logra nada por sí mismo? En cambio, al saber que constantemente estaba en tela de juicio, se sintió obligado a dar pasos certeros, golpes seguros, y a tomar decisiones prudentes, como bien demostró durante su azarosa vida. Y con el tiempo se supo que no fue más, ni alcanzó cotas más altas, porque se lo impidieron, no porque no lo valiera, ya que estaba muy por encima de sus contemporáneos, en una monarquía débil, cargada de vicios y que redondeó un período de decadencia poniendo a la cabeza del Estado a un auténtico símbolo de incapacidad, Carlos II el Hechizado.

Cuando ocurrieron los hechos, sor María de Jesús era ya una reconocida asesora espiritual de Felipe IV; éste mantuvo correspondencia con ella durante veintidós años, hasta el fallecimiento de la concepcionista franciscana en el mismo convento de Ágreda, en Soria, donde fue abadesa. El Rey le escribía cada quince días y, a veces, cuando le acuciaban sus muchos remordimientos de conciencia, intensificaba la correspondencia, esperando que la monja hiciera ante Dios lo que el monarca y la nobleza no hacían por España.

Ella se permitía ponerle las peras a cuarto, reprocharle sus excesos y su vida de regalo, advirtiéndole que para solicitar la ayuda del cielo en los asuntos del mundo, primero había que poner todos los medios humanos para resolver lo de aquí abajo, rodeándose de políticos eficaces, gestionando lo económico, y fortificando y manteniendo el ánimo de sus ejércitos, cada vez más menguados y peor pagados.

El Rey, en cambio, tenía una visión patrimonialista de sus reinos, creía que eran sus muchos pecados los que habían traído la desgracia a éstos. En algo no se equivocaba, porque si, obviamente, no eran sus faltas personales, sí era el descuido que generaba ese modo de vida en él y en sus hombres de Estado.

De todas maneras, con la modestia de corazón que favorece el sentirse pecador, el corrupto ámbito palaciego valoraba más a la abadesa de Ágreda que el entorno eclesial, muy presto, éste, a mandarle los inquisidores. Pero incluso el Santo Oficio de la Inquisición quedó impresionado ante la monja concepcionista, sus portentos y sus escritos.

A pesar de todo, el escollo era grande: la religiosa defendía la Inmaculada Concepción, que aún no era dogma, y precisamente, los inquisidores, dominicos en su mayoría, eran contrarios a éste.

Los milagros de la madre de Ágreda se iniciaron en 1620. Con apenas dieciocho años, en éxtasis se vio transportada a Méjico, y comenzó una larga serie de apariciones y prédicas —más de quinientas— en esas lejanas tierras. Todo sin salir de su austera celda del monasterio soriano. Hablaba en castellano, pero los indios la comprendían y oían en su propio idioma. Catequizaba a aldeas enteras y lo que es más, enviaba a los catecúmenos a las misiones franciscanas, indicándoles quiénes eran los misioneros y cómo llegar hasta ellos.

Los frailes, extrañados por las conversiones masivas, pidieron datos de quién les había hecho llegar, pensando, en principio, que era obra de la Virgen. Pero al recibir detalles de las ropas que llevaba la aparición, en especial del manto azul celeste con la toca negra y el hábito blanco, supusieron que podría ser la madre Luisa Carrión de la Ascensión, clarisa española con fama de santa. Aunque todos los indígenas insistían en un detalle: quien los catequizaba era una bella y joven muchacha. Comprendieron los religiosos que la de Carrión no podía ser, pues ya andaba por los sesenta. Fue entonces, cuando cayeron en la cuenta: la monjita de Ágreda, con sus arrobos místicos y múltiples prodigios, podía ser la evangelizadora.

Años después de aquellos sucesos, en 1630, el custodio de Méjico, fray Alonso de Benavides, viajó a España. Una de las razones era desentrañar el misterio. Fue a Ágreda con el provincial Sebastián Marcilla y el confesor de la monja. La pretensión era que diera todos los detalles de lo que sabía de aquellos sucesos. Y la religiosa pormenorizó la geografía, las aldeas, la distancia entre éstas y las misiones franciscanas, las características de sus gentes y sus costumbres, así como los detalles de las misiones. Los frailes quedaron impresionados.

Al regresar a Méjico, el padre Benavides llevó consigo un óleo de la concepcionista, pintado a propósito. Los indios, llenos de fervor, reconocieron en la pintura la imagen de quien se les aparecía.

Pero nada de esto libró a la monja de hallarse en entredicho, aun con el apoyo del propio Felipe IV. Cayeron sobre ella quienes eran contrarios al dogma de la Inmaculada y se leyó con enormes prejuicios su Mística ciudad de Dios (sobre la que pesó la acusación de excesiva sensualidad en algunas de sus páginas).

Juan José sabía que no iba a encontrarse con una mujer normal y que en ese siglo en el que en lo tocante a milagrería había un amplio muestrario en cada sitio, la monja de Ágreda era diferente.

La abadesa contaba ya cincuenta y seis años. Era una mujer pequeña, de apariencia débil y carácter grave, aunque voluntariosa. A pesar de la edad, las muchas mortificaciones a las que se sometía rebasaban lo imaginable. Solía dormir sobre madera o en el suelo, y se decía que era frecuente que descansara escasas horas al día; tres de cada jornada las dedicaba a meditar, simultaneando este tiempo con la mortificación, como cargar una pesada cruz llevándola de rodillas. Además, ayunaba tres días por semana.

—Reverenda Madre, vengo como un hijo devotísimo de la Iglesia y de Su Majestad el Rey.

—He seguido la trayectoria de Su Serenidad, señor don Juan, y lleváis una carrera de éxitos que os engrandece.

—Lo agradezco, pero estoy aquí para pedirle un discreto favor. Que interceda por mí, ante mi señor padre. Es verdad que me llena de honores, pero rechaza verme. Temo que sea porque doña Mariana aún me quiere más lejos que la fallecida Isabel de Borbón.

—Ya —replicó la abadesa, evitando emitir un juicio.

—Reverenda Madre, un hijo no sólo quiere reconocimientos y títulos, sino leer en los ojos de su padre lo que otros le dicen que aquél siente. Comentan que gano batallas y apaciguo reinos, porque anhelo un poder que se me niega, pero…

—Lo sé —le interrumpió la abadesa—. Únicamente buscáis el aprecio de vuestro padre.

—Y hace por no verme, que así llevo años. —Al endurecido militar se le empañaron, levemente, los ojos.

—Es muy santo que a los hombres nos sean concedidos todos los bienes de la Tierra y, en cambio, nuestra alma sólo se conforte con el amor de un padre. Me acordaba de Nuestro Señor tentado por el diablo, que le ofrecía todo el poder del mundo, cuando él, en cambio, sólo quería hacer lo que debiera como hijo.

—He venido para rogarle que incline a mi padre, el Rey, hacia mí. Él quiso que entrara en religión, no en vano, por él soy Prior de San Juan. Escogí el ejercicio de las armas para mostrarle que podía serle útil.

—Volved tranquilo a Consuegra. El Rey os llamará a su lado.