La Corte acogía ochocientos burdeles, y las damas de vida libre se contaban en tan gran número que en la ciudad podría haberse fundado la Hermandad del Santo Brial, que era como decir de la Santa Falda. Broma que gasta el mismo Cervantes en el Coloquio, poniéndola en boca de un poeta pobre, que ha preparado la historia de la citada Hermandad —confundiendo Grial con Brial—, y que, lógicamente, no halla príncipe o marqués que lo arrope, ni posibilidad de editarla.
El arrobo místico —iglesias y conventos se hallaban por doquier— parecía quedar pequeño comparado con las calenturas de otras partes no tan altas y nobles del cuerpo, y si no se encontraba galán para algún socorro inconfesable, se hallaba un acólito de la cohorte de Satanás para favorecer cualquier mal paso; siempre había candelabro para sostener una vela, como sucedió con dos jóvenes, según rezaba alguna crónica en ese mismo año de 1658, cuando en el Prado de Atocha tuvieron amores con dos demonios íncubos, que las contentaron tanto, pero con tanto desafuero, que las muchachas murieron en el mismo día con gran pérdida de sangre.
¿Exageración? La propia del momento, en el que todo era gran exceso y contradicción. A la mucha fe se contrapuso la gran sensualidad, el contento a través de los sentidos. Siendo el siglo de nuestras catástrofes y grandes bancarrotas, nunca hubo mejores fiestas en el Palacio del Buen Retiro para goce de aristócratas y monarquía. Un día toros, otros se corrían cañas, y todo se les iba en correr por aquí o por allí, de un disfrute en otro. El mismo Rey, un mujeriego, toda vez que aflojaba la entrepierna con alguna dama, se apretaba el alma, escribiendo a la monja de Ágreda con gran compunción por sus deslices, y achacando la tibieza de sus ejércitos y las grandes pérdidas para España a sus muchos pecados.
Era Madrid, pues, un revoltijo de beateríos, conventos y mancebías, lugares todos donde, de una u otra manera, ardía el corazón, virtud muy española, según los europeos que nos visitaban.
El beaterío al que se dirigía el padre Alonso quedaba realmente cerca. Era una casa, como dijo fray Juan, inmediata a San Ginés, donde se habían emparedado voluntariamente varias viudas y algunas doncellas que, no pudiendo entrar en religión, renunciaban al siglo, encerrándose para hacer oración y viviendo de diferentes quehaceres, que, en este caso, eran la pastelería (empanadillas y hojaldres de carne y pescado) y los bizcochos. Lo primero, con la supervisión de un director espiritual, fray Juan Martínez, y lo segundo también, que así estaba el fraile de gordo.
Aprovechando la primera luz de la mañana, las calles de alrededor cobraban vida muy pronto. Alonso había escogido ese momento para sustituir a fray Juan en la misa de siete. Primer paso para acercarse a las damas y en especial a la más joven de ellas, Ángeles Fonseca, quien se hacía llamar Ángeles de Nuestra Señora.
Ángeles rondaba los dieciocho años y decidió emparedarse hacía dos, al ser rechazado su ingreso en las carmelitas descalzas. Las razones para que esto pasara eran varias. La gran crisis económica de años anteriores y la decadencia de los reinos de España hizo que muchos, cargados de necesidad, buscaran la profesión religiosa como recurso. Aparecieron un sinnúmero de falsas vocaciones en busca de la sopa boba asegurada; entonces, las órdenes monacales se retrajeron, endureciendo los requisitos para ingresar.
Ésta era la razón, y no otra, por la que resultaba tan fácil encontrar en los conventos a los muy pudientes, no ya porque aportaran dineros, que también, sino porque teniéndolo se comprendía que la solución religiosa podía ser fruto de una sincera espiritualidad más que de la conveniencia.
En este contexto, especial importancia tuvo el problema de los conversos, la cuestión del estatuto de pureza de sangre, que en estos años se convertía en obsesión y requisito exigido, obligando a comprobar la ascendencia de varias generaciones, y garantizando así que la persona aspirante no era un cristiano nuevo o, despectivamente, marrano.
Ángeles de Nuestra Señora respondía al primero de los grupos mentados, el de quienes por su pobre condición se había quedado fuera de las enclaustraciones ordinarias, y optó por lo extraordinario, esta suerte de vida monacal. A su alrededor ocurrían grandes prodigios, el cielo parecía haberlas favorecido. Y se dice «haberlas» porque sus compañeras de beaterío se beneficiaron grandemente, encareciendo en algún maravedí los hojaldres, y dándole nombre a uno de sus bizcochos, que si ya dijo santa Teresa que Dios andaba entre pucheros, aquí se lo apuntaron, sacando al mercado unas rosquillas tontas de sabor, pero que en el precio parecían haberse pasado de listas. Esto, por supuesto, a espaldas del inquisidor Juan Martínez, que no lo habría aprobado.
En este comercio entre lo divino y lo humano se andaban nuestras beatas cuando las conoció el padre Alonso. Después de la misa recibió un agasajo con el que se desayunaron muy alegremente, incluso Ángeles de Nuestra Señora, que no hacía ascos a la bizcochada, y parecía comer por todos los coros angélicos que clasificara el Pseudo Dionisio Areopagita. Lo insólito era que la joven tenía un cuerpo tan menguado que parecía el espíritu de la golosina.
Era viernes, y como le había vaticinado fray Juan, el portento no se hizo esperar. Sólo dio cuartel a la santa para medio terminar un segundo tazón de chocolate. Estaba en ello tan ricamente cuando vino a darle un vahído y se cayó al suelo, tiesa como una mojama.
—Ora pro nobis —dijo doña Ana, la tutora de la casa.
A lo que todas, en un latín muy estropeado y falto de oportunidad, respondieron:
—Ne nos manducas in tentationem.
Que parecía que iban a comerse niños, en vez del ne nos inducas in tentationem, que es lo que querían decir.
Pero he aquí que la santa se recompuso, como si nada, y pidió otro tazón, donde comenzó a mojar bizcochos con naturalidad, como si lo otro no hubiera ido con ella. Aunque no hubo llegado a la mitad, cuando volvió a quedarse tiesa, esta vez metiendo las narices en el desayuno.
—Ora pro nobis —repitió doña Ana.
—Ne nos manducas in tentationem —respondieron las otras.
El padre Alonso, con gran perplejidad, máxime porque lo habían sentado junto al prodigio, pensó que estaba en la casa del disparate y ya no sabía si rebañar su tazón o a la santa, toda untada de chocolate. Se dijo para sí que fray Juan le estaba gastando una inexplicable broma.
Pero luego desanduvo sus conclusiones. Era consciente de que si, en vez del latinajo, aquellas mujeres hubieran respondido en román paladino, o lo que era lo mismo, en un castellano claro, habría parecido menos chistoso. Y si al primer desmayo la hubieran retirado, se habría actuado con el pudor con el que había de llevarse estas situaciones.
Lo asombroso del caso, visto aquel espectáculo, fue que la joven, al volver en sí y limpiarse el rostro, habló como una mujer mayor y más sensata de lo que era (que a tenor de lo visto, cualquier tanto ya parecía mucho).
—Venga, padre Alonso, voy a retirarme y querría que estuviera a mi lado.
Se hizo acostar, no diciendo nada en toda la mañana hasta que tuvo un dolor que pareció romperla. Se le abrieron unos puntos de sangre en las palmas de las manos y en la frente, se le puso la tez blanca y antes del mediodía tuvo un copioso sangrado.
El padre Alonso intentaba observar como médico, con frialdad. Anduvo secándole la frente para limpiarle el sudor, que se mezclaba con los puntos de sangre, pequeñas incisiones surgidas sin que la joven se tocara o se rascara. Comprobó un notable cambio de temperatura en su cuerpo. Si al principio era un sudor muy frío, después de varias convulsiones padeció una fuerte calentura y enrojecimiento, que asustó a sus compañeras de emparedamiento.
Así estuvo más de dos horas, cuando, agotada, vino a quedarse dormida. Pero Alonso decidió acompañarla y fue una cosa oportuna porque pudo presenciar que repitió un sangrado más abundante, teniendo las palmas abiertas y reposadas. Y sintió un dolor tan intenso que la despertó.
Lo que más le interesó al médico fue comprobar el agrandamiento —de un centímetro de diámetro— de las heridas de las palmas, sin que interviniera ningún agente humano.
Menguada la hemorragia, decidió vendarla.
El jesuita regresó al Colegio a la hora de la comida y lo hizo ajeno a todo lo que le rodeaba. Estaba conmocionado. Su primera intención, imbuido de ese naciente y tímido espíritu científico que se abría paso en Europa y con el que se identificaba, era —sin atentar contra su fe— buscar una explicación racional a los fenómenos de esa categoría. Pero había vivido los hechos y debía doblegarse a ellos. Sólo tenía una objeción: la ubicación de los estigmas en las palmas de las manos no le parecía que respondiera a las marcas de la crucifixión.
En Nueva España fue testigo de un suceso insólito que ahora le venía a la memoria. Era Viernes Santo, le avisaron de una de las aldeas de la sierra para que se desplazara allí con urgencia. Días antes, un bandido había entrado en un poblado y cometido varios crímenes y otras bellaquerías contra mujeres y niños, atrocidades de tal catadura que no son adorno para este relato. Pero este canalla se convirtió a la fe católica, unos decían que gracias a un misionero franciscano, otros a la aparición de la Virgen, y los menos, aunque muy documentados, lo achacaban a la prodigiosa aparición de cierta religiosa, muy serena y bella, y que en todo parecía ser la joven María de Jesús de Ágreda.
Como fuere, aconteció que el criminal se sintió tan cambiado que quiso pagar por sus muchos pecados, y no encontrando alguacil o cualquier otra justicia, llegado el Viernes Santo pidió ser crucificado a la manera de Nuestro Señor y convenció a los allegados de sus víctimas para que le prestaran ayuda porque quería estar clavado de pies y manos hasta la Pascua de Resurrección.
Así se hizo, y el padre Alonso pudo comprobar las consecuencias, ya que se trasladó a caballo hasta el lugar, después de que alguien, compadecido, fuera en su busca al ver que el crucificado moría desangrado.
Ya en el sitio, horas después de que hubiera sido clavado a la cruz, se encontró con que habían bajado del madero al penitente y lo habían acomodado en un lecho para que muriera con más reposo. Sus manos y pies habían sido atravesados por grandes clavos que agujereaban las palmas y los empeines, y con el paso de las horas, el excesivo peso del cuerpo hizo que las palmas no soportaran aquello y se fueran desgarrando, hasta dividir cada mano en dos partes, viniéndose el cuerpo abajo, que para mayor daño quedó sujeto de los pies, de manera muy inconveniente.
La trágica crucifixión del penitente, aunque no restituyó ninguna vida robada, sirvió para que el asesino tuviera conformidad al morir, los testigos sintieran piedad, y el padre Alonso, médico anatomista, comprobara que las palmas no soportaban el peso del cuerpo de un crucificado.
En cambio, prácticamente, todo el arte de las iglesias europeas había alimentado la idea contraria. La Crucifixión y La Resurrección del Retablo de Isenheim, obra cumbre de Matthias Grünewald, que el padre Alonso había conocido en un anterior viaje por el centro de Europa, mostraba los signos de la Pasión en las palmas de las manos. Y en Italia o España, las muestras también eran abundantes.
Se le ocurrió que el espaldarazo a una investigación sobre la estigmatizada podía dárselo el estudio de las marcas de los clavos de la crucifixión en la famosa Sábana Santa de Turín. Pero como no era el caso realizar un viaje a Italia —y sus preocupaciones eran otras y más graves, como el asesinato del Inquisidor—, recordó las copias que habían circulado por la Cristiandad; una en Santiago del Estero, en Argentina, en manos de los propios jesuitas, y otra que nunca fue a ver, cerca de Madrid.
En el portón del Colegio abordó a Tomás, que suplía al portero.
—¿De dónde eres, Tomás?
—De Madrid, padre. Creí que lo sabía.
—Puede, pero es de esos detalles que uno olvida si no hay una razón para retenerlos o no se asocia a algo concreto, como el acento regional.
—De Madrid, de Mejorada del Rey.
—¿Y recuerdas haber oído hablar de una copia de la Sábana Santa?
—Ha dado con el hombre idóneo —le interrumpió.
Alonso se sonrió.
—A ver, «monseñor» —le replicó con guasa.
—Porque esa tela, quiero decir —se azoró algo e intentó hablar con respeto del asunto—, esa santa tela está al lado de mi pueblo, en Torres de la Alameda.
—¡Eso es, Torres de la Alameda! Para mañana que me preparen una montura y alguna vitualla para viajar.
—No se preocupe, pero ahora, no se me vaya. Mañana tocan caballos…, hoy bacalaos. Le espera un pez muy gordo, creo que donde las visitas de postín. —E hizo un gesto cómplice, indicando hacia una sala del Colegio, destinada a la visita de personalidades.
—Ah…, ahora iré.
El ensimismamiento le había impedido ver cómo toda la calle se hallaba abordada de caballerías y jinetes con los blasones de la Casa Real, que generaban no poca expectación. En el Colegio estaba Luis de Oyanguren, el Secretario del Rey. Y andaba dando vueltas por la sala, golpeando sus guantes contra la palma desnuda.
Todos los jesuitas sabían el porqué de su inesperada visita, al menos, suponían que el asunto no era otro que la extraña muerte del Inquisidor.
El padre Juan Everardo Nithard, al saber de la llegada del Secretario, se acercó a la sala para saludarle, excusándose con que deseaba hacerle la espera más entretenida.
—Se lo agradezco, pero no es menester —replicó el de Oyanguren—. Bastante es que venga sin avisar, para que, además, importune a Sus Paternidades en sus diferentes obligaciones.
—No es ninguna molestia. Venga, le gustará ver algo.
Y casi obligó al Secretario a que lo siguiera a la gran biblioteca del Colegio, en donde, entre los muebles de tanta librería, colgaba un magnífico óleo —no excesivamente trabajado—, en el que podía observarse a varios hombres en los jardines de lo que parecía ser una casa de campo.
—¿Reconocéis la mano?
—He de confesaros que no, sólo la caridad. No me parece malo.
—Y no lo es —respondió ufano Nithard—. Es una donación de don Diego Rodríguez de Silva, de Velázquez. Lo pintó en su primera visita a Roma, cuando se hallaba en Villa Médici; hace poco que lo regaló al Colegio.
—Un portento ese don Diego —asintió el Secretario.
—Lástima sus muchas ocupaciones; desde que le han nombrado Aposentador de Palacio, hay quien piensa que su obra ha menguado —advirtió Nithard.
—Discúlpeme si le digo que eso son habladurías. Por lo pronto, todos sabemos que los muchos problemas económicos de la monarquía hacen que tengamos dificultades para cobrar, incluso en Palacio. No siempre llegan todos los dineros cuando se quiere, sino cuando se puede. Y eso también obliga a un pintor como don Diego a buscar más de una fuente de ingresos.
—Quizá tengáis razón y sea lo que le ha hecho esforzarse tanto para que lo nombraran caballero de la Orden de Alcántara. Que ahora andan a ver si cumple los requisitos.
—Querrá decir Santiago.
—Perdón, no sé qué dije.
—Dijo Alcántara.
—Claro…, Santiago, qué tontería. Ya sabemos que es de la baja nobleza; en realidad, sus mayores méritos están en sus manos, y la de Alcántara sólo está reservada para los aristócratas como vos, por ejemplo.
El comentario referente al trabajo con las manos, peyorativo en la sociedad de la época, le pareció un disparo certero contra el pintor. Pero Luis de Oyanguren, sobre todo, tuvo la sensación de que el alemán pretendía tirarle de la lengua, aunque no acababa de captar la razón.
—No se preocupe, comprendí a qué se refería.
—Lo supongo —continuó Nithard—. Por cierto, tengo entendido que la de Alcántara hace demasiado tiempo que no celebra Capítulo General.
El padre Alonso apareció como agua de mayo, Oyanguren comenzaba a cansarse del tono inquisitivo del alemán, quien se retiró discretamente, alegando otra vez, con cierto cinismo, que confiaba haberle hecho más agradable la espera.
—¡Agradable! —comentó Oyanguren con sorna al padre Alonso—. Habría sido un excelente dominico. Parece que no pregunta, pero sonsaca todo.
—Habilidades de confesor —respondió Alonso, sonriente e intentando quitarle importancia.
—Claro…, confesor real.
—¿Quiso saber mucho? Ahora soy yo el indiscreto, disculpadme.
—Creo que sí, pero tampoco sé qué era lo que le interesaba. Juraría que me trajo para ver el cuadro, aunque con la intención de sacarme alguna información. ¡Acabó preguntándome por el Capítulo General de la Orden de Alcántara!
—Ya sabéis, don Luis, que cuando se busca conocer algo sin que se note, lo que más interesa es lo último que se pregunta.
—Y sutilezas no le faltan, lleva demasiados años valiéndose de la idea de que es un pobre alemán que no conoce la Corte. Pero, a lo nuestro, he venido de improviso, porque Su Majestad quería saber qué tal van sus pesquisas.
—Aún es pronto para decirle lo que pienso.
—Lo sé, no obstante me preguntará y querrá saber algo.
—Decidle que no quiero precipitarme, porque la trama parece complicada. Cuando me quedé por la noche en la celda de don Diego, alguien quiso entrar y forcejeó con la puerta, creyendo que no había nadie y sin saber que la cerradura estaba obstruida.
—Ese «alguien» y de noche, con el Tribunal de Corte cerrado, sólo podría ser un dominico.
—De eso estoy seguro.
—Un dominico que buscaba algo…, o que quiso hacerle creer que ahí había algo que buscar.
—Hiláis muy fino —replicó Alonso interesado—. Pero si fuera así, ¿quién pudo ser?
—Fray Nicolás, o al menos alguien y fray Nicolás. Porque supongo que Su Paternidad se encerró con su anuencia.
—Así es, ¿y creéis que el camarero podría engañarme?
—¿Usted lo cree? —le devolvió la pregunta el Secretario.
—No, ese hombre acumula más lealtad que ambos juntos —aseveró Alonso.
—Eso me pareció a mí, y me alegra que coincidamos. Lo que quiere decir que, a espaldas de fray Nicolás, alguien de la casa lo intentó, pensando que podía acceder a la habitación —argumentó Oyanguren.
—Es lo más probable.
—¿Qué puedo decirle a Su Majestad?
—Dadle largas.
El de Oyanguren dijo irse con el firme propósito de —sin faltar a la fidelidad a su monarca— no pormenorizar en detalles acerca de los dominicos. Así que el Secretario, cuando informara al Rey, no mentaría el asunto de la puerta, y sólo se reafirmaría en la idea de la complejidad de la trama y la dificultad que entrañaba esclarecerla.
Alonso se encerró en su habitación, decidido a centrarse en el misterio de los libros, para aprovechar el tiempo hasta el viaje del día siguiente. Porque empezó a sospechar que la clave del asesinato estaba en la librería del Inquisidor. Al menos, eso inducía a pensar el número de regueros de sangre y las dos marcas encontradas en los libros, que le hacían imaginar al moribundo seleccionando textos o escribiendo en ellos.
En El Quijote con el que falleció el Inquisidor encontró otra frase, aunque ésta, a medio señalar. Decía así:
Mucho sabéis, mucho podéis y mucho mal hacéis.
Le extrañó la señal incompleta. Pensó que, tal vez don Diego, por alguna desconocida razón, sobre la marcha cambió de parecer y decidió no utilizar esa frase. La explicación la encontró con un golpe de inspiración. Recurrió a la lista de libros del dominico, la que trasladó al Colegio. Y vio que el fallecido poseía diferentes ediciones de ese mismo texto, repartidas en distintos puntos de las estanterías. Iniciando el listado (y encabezando los títulos de la librería), había un ejemplar de la edición príncipe de la segunda parte del Quijote. Alonso fue a la biblioteca donde estaba el tomo y buscó la frase. Ésa sí estaba totalmente marcada.
Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis[7].
Poseía una diferencia conocida sólo por los eruditos: el «más» de la edición primera se había rectificado en otras ediciones por un «mal», según el criterio de algunos impresores, considerando que aquello otro era una errata.
Pensó que el matiz no era una nota culta del Inquisidor, máxime estando herido de muerte, sino que podía responder a la intención de decir al investigador algo muy concreto. Don Diego no tendría interés en sugerir el mal que se hacía, era obvio: habían atentado contra su vida. Sino en advertir que hacían mucho más, que hacían otras muchas cosas de esa calaña. Por eso, al comenzar a marcar el texto y ver que no era el deseado, dejó de hacerlo.
Se trataba, pues, de descubrir qué era eso otro que hacían. Y quiénes. Aunque el «quiénes» parecía estar contestado con el Coloquio, si daba por buena la conclusión de que eran los dominicos aquellos que estaban detrás de la muerte del Inquisidor General.
Disponía de los libros y revisando todos, creía que encontraría el nombre del asesino de su amigo.
Consultó la lista para verificar cuál era el texto siguiente en la biblioteca. Se sonrió. Había olvidado que, haciéndola, se topó con una obra que el propio Alonso había escrito años atrás: los dos tomos de la Breve noticia sobre tonalpohualli y xihuitl o calendarios de los indios de Nueva España. Considerando que lo que había hecho el fraile predicador era utilizar textos diferentes, Alonso no descartó que en cualquier libro, incluso escrito por él, hubiera una marca, un texto añadido, algo.
Hojeó meticulosamente su tratado, pero no encontró nada. A su lado, según la lista, aparecían tres obras en latín y, seguido, reposaba en un holgado espacio (porque sí anotó que el espacio era amplio) Fuenteovejuna de Lope de Vega, apoyándose en otra edición del Quijote y otras castellanas.
La decepción le hizo plantearse otra hipótesis de trabajo, que hubiese claves no sólo en los libros, sino en el propio orden de éstos, que don Diego no hubiera querido poner seguidos los que debiera utilizarse. Así le cayó la noche, enfrascado en la búsqueda de algo que ahora, atascado, no lograba dilucidar. Y así, también, fue vencido por el sueño.
Lo despertó el frío de la calle. Como médico se había habituado a extraños procedimientos para conservar la salud. Entre ellos, además del gusto por el baño (lo que hacía que Tomás, el novicio, lo apodara cariñosamente «Bacalao», por hallarse siempre en remojo), procuraba ventilar constantemente su cuarto, pues el aire enrarecido le parecía una peligrosa fuente de enfermedades. Había dejado abierto el amplio ventanal de la habitación, y un golpe de aire fresco le dio en el rostro, despertándolo.
Cuántas veces el padre Alonso había defendido que el sueño era una fuente de conocimientos, difícilmente explicables —y no necesariamente sobrenaturales—, pero que, en ocasiones, podían favorecer frente a lo cotidiano. Esa noche lo constató.
Había soñado que su cámara era un amplio espacio abovedado, semejante al techo de una alta iglesia; eso le parecía al jesuita, aunque no había altar, ni crucifijo, tan sólo una bóveda central con un óculo abierto en lo más alto. En el sueño, él se hallaba leyendo un libro, cuyo contenido le tenía absorto. Por ello no se daba cuenta de que, de uno de sus muchos frascos en los que conservaba animales en alcohol, una serpiente cobraba vida, rompía el sello que la mantenía encerrada y salía del recipiente, desplegando unas enormes alas cubiertas de un colorido plumaje; tras revolotear por el techo, descendía para escapar por entre dos tomos de su estantería de libros, los que comprendían la Breve noticia sobre tonalpohualli y xihuitl o calendarios de los indios de Nueva España.
Alonso, por fin, levantaba la vista del libro, pero no veía nada. Entonces, varios putti, esos angelotes que adornaban palacios e iglesias en pinturas al fresco, y que en aquel sueño rodeaban el óculo de la bóveda, cobraban vida y, riéndose de él, repetían una y otra vez:
Ac venti ruutt qua porta data et terras turbine perflant.
«Y los vientos se abalanzan por donde se les ha dado puerta y soplan en torbellino sobre las tierras».
Él corría al lugar por el que la serpiente alada se había deslizado; veía que, en efecto, había un hueco entre los libros, pero una fuerte bocanada de viento entraba por ese espacio, haciendo que se volaran todas las hojas que tenía en la mesa.
Era el aire frío de la noche. Cerró la ventana, recogió algún papel que se había caído e hizo lo mismo que en otras ocasiones: escribió cuanto recordaba de lo soñado.
Aquel latín de los putti le era familiar. Aunque en ese momento no llegó a recordar que las dos frases pertenecían al primer libro de la Eneida[8]. Días después caería en la cuenta de que correspondían al momento del relato en el que Eolo lanza los vientos contra Eneas, a instancias de la vengativa Juno.
Lo demás le resultaba confuso y temió que el alto techo, abovedado con un óculo, quisiera simbolizar su auténtico templo interior, donde adquiría el conocimiento y, en cierta manera, se acercaba a la divinidad. Lo temió, porque le hubiera gustado ver algún símbolo de la fe católica. En cambio, a lo sumo, se encontró con unos irreverentes angelotes que parecían reprocharle algo, utilizando la Eneida. Pero Alonso sabía que el lenguaje de los sueños era algo extraordinario y aún muy desconocido.
Le preocupaba la serpiente. Recordó haber leído en Nueva España el Libro de la interpretación de los sueños de Artemidoro de Daldis. Entre los griegos era creencia común que estos reptiles guardaban los bienes de los templos, de la misma manera que la serpiente Ladón estaba enroscada en torno al árbol de las manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides, para proteger sus frutos por orden de Hera.
Pero sabía que en el símbolo de la serpiente había una ambivalencia que al pueblo llano no se le sugería en el púlpito, fundamentalmente, por miedo a cualquier mala interpretación. También representaba el conocimiento.
Al sacerdote, por su formación y sus convicciones, le pesaba más la idea de la serpiente bíblica que otra, así que se decidió por lo que le pareció la vía más adecuada para reposarse, la oración. Pero casi se durmió, y no hizo más que entrar en un duermevela cuando, de nuevo, oyó en su mente las risas de los putti y una voz infantil que gritó:
¿Mach titlatin?
Se desveló sobresaltado, aunque en apenas fracciones de segundo, comprendió, lo que acababa de oír era náuhatl.
Pese a que fuera fruto de una ensoñación, su daimon interior, la mente dormida, la imaginación o como quisiera decirse, le reprochaba en la lengua de Nueva España su incapacidad para comprender, preguntándole: «¿Acaso hemos de hablar?». Es decir, si necesitaba que le mostraran la verdad más claramente. Y en la pregunta, hecha en náhuatl, estaba implícita la respuesta. La serpiente emplumada no era otro que el dios Quetzalcoatl. Había soñado con un símbolo azteca. Por eso, el reptil alado se deslizaba entre los dos libros del calendario mejicano. Y aunque para el franciscano Bernardino de Sahagún y los demás misioneros que llegaron a Indias aquello podía representar al diablo, alguien explicó a Alonso en Nueva España que, para los nativos, Quetzalcoatl también era un símbolo de la capacidad de trascendencia del ser humano, de ahí que a la vez fuera un reptil y un ser alado, es decir, capaz de superar el mal y ascender. Un símbolo de la posibilidad de alcanzar el auténtico conocimiento.
No acababa de encontrar una explicación al sueño, pese a que comprendió que la serpiente aludía a un conocimiento que le faltaba, que se le escapaba por esa rendija de la librería. Un descuido tal, que si no lo subsanaba, naufragaría en su investigación acerca del crimen, como los compañeros de Eneas naufragaron en manos del Céfiro y el Euro.
Intentó darle vueltas al asunto, pero sólo lo desentrañó a la mañana siguiente.
Muy temprano, fue a la biblioteca del Colegio, reunió los tomos de don Diego, los cuales estaban disimulados entre los varios miles de volúmenes que conservaba la Compañía en el recinto, y aprovechó alguno de los recodos vacíos de la sala para ordenarlos metódicamente, según la lista que elaboró en la celda del Inquisidor.
Una vez colocadas todas las obras, y gracias a la imagen de aquel Quetzalcoatl —dios del viento— que se deslizaba entre los dos volúmenes de la Breve noticia, Alonso recordó cómo en el mueble de la celda de don Diego había cierto espacio entre esos libros y que, por descuido, no lo había contemplado.
Si el reptil representaba el conocimiento, ¿querría decir que el espacio podía ocuparlo otro libro? Intuyó que los hados le habían favorecido con el sueño de la noche anterior porque don Diego era lo suficientemente sutil o precavido como para no haber dejado aclarado el misterio a simple vista.
Por otra parte, las pistas estaban pensadas para el padre Alonso, pues el Inquisidor no ignoraba que, dada la magnitud del drama que se avecinaba —su propia muerte a manos de un asesino—, el monarca iba a solicitar los servicios del jesuita.
De manera que, desde el orden de los libros, hasta las notas que había dejado o las pistas naturales, como el reguero de gotas de sangre entre el despacho y la librería de la celda, todo formaba parte de la puesta en escena que facilitaba la víctima e iba a necesitar el investigador para desentrañar el misterio.
Alonso se planteó la posibilidad de colocar cada uno de los restantes volúmenes del dominico en ese reducido espacio que más o menos recordó y calculó; el libro que no cupiera por ser muy voluminoso lo descartaría e iría limitando opciones.
La idea no era mala ni complicada. La librería personal del Inquisidor no alcanzaba a poseer un par de cientos de volúmenes (nada mal para la época, considerando que, además, el fraile disponía de los de la gran biblioteca del convento de Santo Domingo y la del propio Tribunal). Pero no había empezado a colocar la Diana de Montemayor, cuando se desencantó con su propia solución. Simplemente porque estimó que la talla intelectual del Inquisidor y su gusto gracianesco por no jugar «a juego descubierto» le habrían llevado a aderezar el secreto de manera más inteligente.
Se replanteó de nuevo la situación y recapituló con respecto a lo soñado la noche anterior.
Era consciente de que su cálculo acerca del libro que tendría que haber, entre los dos de la Breve noticia, era fruto de un simple sueño. Soñó que se le escapaba el conocimiento entre los dos tomos y, también, soñó que por ello naufragaba su investigación. Considerando esto, habría sido un disparate imaginar que don Diego contaba con que el jesuita tuviera en cuenta, de antemano, esa información onírica; así que el espacio reducido en el que parecía caber un libro podría atribuirse a una simple casualidad, y entonces, toda divagación sería inútil. O podría responder a la intención por parte del Inquisidor de no facilitar la investigación, por miedo a otros que también estaban interesados en ésta. Es decir, Alonso pensó que don Diego, tal vez, quitara el libro que debía estar ahí, y contara con la inteligencia del jesuita para reponerlo.
Descartando la casualidad, intentó avanzar por la vía de la causalidad. En verdad necesitaba encontrar un sentido a ese relativo espacio libre entre los dos tomos. Dio por supuesto que ahí debía estar un libro —era una hipótesis de trabajo—, y se aprestó a buscarlo.
Los textos mentados (la Breve noticia) se los había regalado a don Diego hacía menos de un año. Estaban editados en Nueva España y formaban parte de los muchos trabajos de investigación histórica y antropológica del jesuita, quien, además de ser un reputado conocedor del náhuatl clásico, conocía bien alguna variante dialectal como la de Guadalajara.
De alguna manera, tan exóticas obras no dejaban de ser una nota sobresaliente y disonante en ese concierto de literatura renacentista y barroca que componían las estanterías del Inquisidor. También, por esa misma razón, y por estar situadas tan en primer lugar, como el conjunto no mostraba un orden alfabético, por materias, o de algún otro tipo, el jesuita tuvo el pálpito de que estaban descolocadas, deliberadamente, para ser vistas y, probablemente, para ser utilizadas en la investigación.
Alonso oyó pasos. Alguien había entrado en la biblioteca y avanzaba despacio hacia donde él se encontraba. Con toda la rapidez que pudo, cambió el orden de algunos de los tomos del Inquisidor e intercaló obras de estantes aledaños para desbaratar lo hecho.
—¿No interrumpo?
Era la voz de Nithard. La penumbra del fondo de la sala impedía reconocerlo, aunque la luz proyectada por la puerta delineaba una figura alta y muy delgada. Al padre Alonso le pareció que aquella silueta tenía un algo de siniestro, pero era un prejuicio por culpa de la oscuridad.
Los ademanes del padre Juan Everardo Nithard eran los de un hombre educado en la cortesía palaciega, discreto, sutil, silencioso en extremo.
Alonso acababa de sentarse. Urgía improvisar.
—Ma huallauh, ma haulcalaqui, ca yehuatl in nicchia in ye macuil ye matlac[9].
—Perdón, ¿cómo dice?
—Que tome asiento, le esperaba.
—No puedo creerlo —replicó, sonriente, Nithard—. Ni yo sabía que entraría.
—No puede ni debe creerlo —bromeó Alonso—. Me vine aquí a repasar conocimientos de náhuatl; con el paso del tiempo, sin practicarlo, como no hable con Dios, Nuestro Señor, se me va a olvidar.
—No habría escogido mejor interlocutor.
—Padre Nithard, seamos sinceros, para practicar náhuatl con el Creador, habría de ser un muy místico varón o…
—O esperar a que le responda en el Juicio Final —replicó con sorna el alemán.
—Y para entonces, ¿a quién interesará el náhuatl? Máxime si conocemos por especie, sin necesidad de las palabras.
Ambos se echaron a reír.
—De verdad, ¿qué me dijo?
—Nada de particular, citaba una frase de un relato de Bernardino de Sahagún.
—Extraños pueblos los de las Indias Occidentales —comentó reflexivo Nithard.
—Todo es acostumbrarse.
—Y veo que sabe hacerlo. No en vano, muchos le envidian en la Corte. La cultura de Su Paternidad es amplia y se nota que saca partido del lugar en el que está.
—Si se me envidia, procuraré cojear.
—Querría comprenderle, pero…
—No ha llegado a conocer al padre Fajardo. Ahora está en las Filipinas.
—Sí, he oído mentarlo.
—Pues Fajardo, compañero de noviciado, cojeaba, es decir, cojea. Comenzó a hacerlo por un accidente, tuvo una mala caída de un caballo. Pero, además, según le convenga, exagera su cojera.
—Y ¿cuál es la razón, que creo, ya alcanzo a adivinar?
—Seguramente, la que ha pensado. El padre Fajardo es un sacerdote muy brillante y, pese a su discreción, siempre destaca. Un día le vi entrar en una sala de reunión y cojeaba en exceso. Me acerqué a su oído y le dije: «Fajardo, ¿te duele otra vez la pierna?» «No —me dijo—, les duele a ellos la envidia, pero si me ven cojear no me envidiarán tanto». ¿Comprende? «Es un hombre brillante, lástima que sea algo cojo», dijo con aire apenado.
—Bueno… no diré que le envidio, para que no se parta algo, pero muestra una gran cultura y conoce el alma humana. Yo, en cambio, no tengo su humanismo… Le dejo, supongo que tantas ocupaciones como pesquisidor son complejas, y requieren tiempo para pensar.
Alonso se limitó a sonreír. El padre Nithard abordaba un asunto acerca del cual, para bien o para mal, él no pensaba hablar.
Nithard, como por casualidad, tomó uno de los libros de la estantería, lo contempló sin abrirlo y se lo entregó. Pero antes de salir de la librería se detuvo recortándose, nuevamente, su silueta en la oscuridad. Se volvió y dijo:
Sancho, tente;
que siempre es consejo sabio,
ni pleitos con poderosos,
ni amistades con criados.
—¿Miguel de Cervantes? —preguntó Alonso, aceptando el juego.
—Lope de Vega…
Desde su lugar señaló hacia la obra que le acababa de dar.
—… El mejor alcalde, el Rey. Es el comentario que hace Pelayo, el personaje del villano al protagonista, Sancho, cuando éste se indigna y quiere proceder contra Tello, que desprecia la carta del monarca. Acto segundo.
Según salía, Alonso lo llamó.
—¡Padre Everardo!
Éste volvió a detenerse en la penumbra.
—¿Sí?
—Creí que no conocía a nuestros autores, así que…
—¿Sí? —volvió a decir el alemán con un cierto laconismo, muy propio.
—Pues que…, cuando le vea, ¡por Dios, cojee!