Alonso sacó el Coloquio de los perros de la estantería. El libro acababa de cobrar un nuevo valor, había dejado de ser una novela ejemplar de Cervantes para convertirse en un elemento que abría nuevas expectativas en torno al crimen del Inquisidor.
Don Diego sabía que la obra planteaba un conflicto, o habría que decir un juego, entre lo que las cosas eran y lo que parecían, que sería como decir lo verdadero frente a lo simplemente creíble, por eso la había escogido.
Miguel de Cervantes abrió la puerta a los muchos niveles de entendimiento en la lectura de un mismo asunto. Aquí lo había hecho con unos niños embrujados, Cipión y Berganza, hijos de la Montiela, una bruja que padeció las maldades de otra aún peor, la Camacha, quien convirtió a las criaturas en perros antes de nacer; hechizo que sólo se desharía —según contara otra bruja, la Cañizares— cuando el mundo se reordenara para bien de todos, o lo que era decir, que la maldición no se rompería nunca.
En el juego de apariencias y realidades, el escritor había recurrido a un hecho real, relatado en el Libro de los casos notables de la ciudad de Córdoba. Era el proceso en el último tercio del siglo XVI a unas brujas de Montilla, las Camachas, y, de ellas, a una muy principal, Leonor Rodríguez Camacha, de manera que hubo quien pensó que la citada Montiela del Coloquio no era sino una hermana.
Con el simbolismo del Coloquio de los perros, el Inquisidor apuntaba que los canes eran niños, como los frailes eran canes. O sea que los unos no pareciendo niños lo eran, y los otros no pareciendo perros también lo eran.
Quedaban orientadas las pesquisas hacia el interior de la Orden de Santo Domingo. Lo que no sabía nuestro jesuita era el porqué. Como tampoco tenía idea de a qué y por qué razón tuvo miedo su amigo el Inquisidor. Jamás se le pasó por la cabeza imaginar a tan poderoso señor en la Tierra con algún temor que no fuera el de Dios.
En esto llamaron a su puerta, alguien que estaba en la sala de visitas esperaba verle. Alonso dejó sus divagaciones y se aprestó a ir.
El padre Ignacio estaba con el recién llegado, dándole el pésame por el fallecimiento del Inquisidor General, pese a que el visitante, precisamente, estaba ahí para transmitírselo al padre Alonso. Era fray Juan Martínez, dominico consejero de la Suprema, mano derecha de don Diego y confesor del Rey. Alonso apenas lo trató años atrás y lo recordaba vagamente, de cuando conoció a don Diego de Arce. Aquel primer día le presentó al consejero. Entonces no se gustaron y habían procurado evitarse.
Cuando llegó el padre Alonso, el director del Colegio hizo las presentaciones de rigor, sin mucha gana, y deseando salir de la sala, dado que también tenía atravesados a los dominicos.
—He venido porque, aunque se me habla como al brazo derecho de Su Excelencia —que en gloria esté—, Su Paternidad era su mejor amigo, así me lo dijo en repetidas ocasiones; de absoluta confianza. Aquí estoy, pues, para darle personalmente el pésame, bien creo que siente su muerte aún más que yo. —Al fraile se le empañaron los ojos.
—Don Diego me honraba con su amistad, pero Su Reverencia me honra y honra a don Diego con su actitud, porque veo un sincero aprecio hacia su persona.
—He tenido noticia de los pormenores y estoy horrorizado.
Alonso sintió curiosidad. Sabiendo que el fraile era confesor del monarca, quiso comprobar si había sido el mismo Rey quien le puso al corriente.
—Me alegra saber que nuestro señor, don Felipe, le ha puesto al tanto.
—No, no. Apenas he estado a solas con Su Majestad; entre mi regreso, porque me encontraba en Valladolid cuando ocurrió esta tragedia, las reuniones en el Consejo y los funerales, no he parado en Palacio. Concelebré una misa con el padre Juan Everardo, quien supo lo del crimen por doña Mariana, la Reina.
Otra vez el alemán, pensó Alonso. Sin seguridad en sus imprecisas sospechas, comenzaba a intuir que, detrás del suceso, había un enredo de intereses que se le escapaban.
—Aunque no he venido únicamente para darle el pésame. Perdóneme, pero me he tomado una libertad que sólo se la habría tomado su querido amigo don Diego.
Y guardó silencio, como esperando el consentimiento del jesuita para proseguir.
—Por favor, siga.
—En nombre de la Suprema, vengo a encomendarle un asunto.
Alonso asintió, con cierta impaciencia.
—No sé si estará al tanto de que en el pasadizo de San Ginés hay un beaterío desde hace poco tiempo. Inmediatas a la parroquia del mismo nombre, se han emparedado varias señoras a las que veo en confesión. Quiero que las visite, conocerá a la más joven. Necesitaría que como médico me diera su parecer sobre ciertas heridas que le salen en el cuerpo.
—Me tendrá a su disposición, como siempre me tuvo el Santo Oficio en vida de don Diego.
—Se lo agradezco, créame si le digo que el asunto me excede, o será que encontrándonos algunos clérigos en bajuras tan mundanas, perdemos la altura de lo divino.
Al jesuita le gustó que un confesor real hablara así.