Cañón de Río Lobos (Soria), 28 de octubre de 1658

El paraje, solitario y recogido, se conformaba por un gran roquedal de cierta altura, que abrazaba y protegía a una recoleta ermita románica en el corazón de la montaña. Era, o así se consideraba, la entrada a un sinuoso cañón, que apenas hollaba el hombre.

Hacía días que cuatro jinetes acamparon junto a uno de los farallones. Lo hicieron con tiempo suficiente frente a sus adversarios. Tres jornadas de antelación, para ser exactos. Y trabajaron según habían planeado. Excavaron con premura, aunque sin hallar nada, a pesar de que llevaban marcados los diferentes lugares en los que debían buscar. Finalizado el estéril ejercicio, intentaron dejar la tierra como si no se hubiera aireado, lo que no era fácil.

Levantaron el campamento y, con las primeras luces del alba del cuarto día, se apostaron a una distancia prudencial, de manera que la vista alcanzaba cómodamente la ermita —que antes fue iglesia templaria—, así como la pared rocosa del fondo, sobre la que se abría una enorme gruta, la Cueva Grande, cuya boca tenía considerable altura. Fenómeno natural que a la vista de los esquemáticos dibujos y signos rojizos en un lado de sus paredes, en otro tiempo fue abrigo de hombres.

La pequeña iglesia, conocida como ermita de San Bartolomé, había formado parte del cúmulo de bienes y encomiendas que tuvieron los caballeros del Temple en Soria. Pasó, por último, a manos del comendador García de Montemayor, que la vendió al obispo de Osma. Era un tiempo inmediato a la gran desolación de la Orden, en el que urgía deshacerse de propiedades y hacer acopio de dineros.

Los jinetes habían buscado metódicamente, tal y como se previo.

Primero en el templo, aunque ése no fuera el lugar avisado, sino la gruta. Levantaron la losa que tenía una suerte de cruz, situada en el centro del eje de la planta de cruz latina del edificio[6], el lugar al que apuntaba el sol desde el rosetón el 24 de junio, día de San Juan. Luego buscaron en la gruta misma. Esto fue con la amanecida del día segundo, en donde se las vieron con una manada de lobos que rondaron el lugar. A los jinetes les pareció un buen presagio.

El lobo era el animal guardián de los fallecidos en algunas culturas. Cuando un pudiente moría en la Italia etrusca, por ejemplo, se le acompañaba de una estatua del animal con la esperanza de que éste lo protegiera y condujera al más allá. Incluso la Loba Capitolina, amamantando a las figuras de Rómulo y Remo (incorporadas durante el Renacimiento), inicialmente también era una imagen apotropaica, protectora de una tumba.

El templo del cañón de Río Lobos tenía en sus canecillos (las cabezas de las vigas) imágenes de este animal, por lo que el lugar, para el iniciado, parecía ser una puerta a otro estado de conciencia, el mismo estado que simbolizaba la talla del enigmático san Bartolomé, quien presidía el altar, con una piel bajo el brazo y venciendo al diablo. Quiere la tradición que el santo fuera desollado vivo y aun así no falleciera. Lo que vendría a representar el cambio espiritual, la transformación y el ascenso a un estado superior.

Los jinetes, tras excavar y buscar con ahínco, perdieron la esperanza de hallar algo. Les quedaba el consuelo de que se habían adelantado a los otros, a quienes ahora esperaban, confiados en que si aquéllos lo hallaban, irían sobre ellos, como los mismos buitres leonados o las águilas reales caían sobre sus presas desde las crestas del cañón.

Por fin, los esperados llegaron. No entraron en la iglesia, sino que fueron directamente a la Cueva Grande. Sólo eran tres y ellos, cuatro, por lo que la empresa se vaticinaba fácil.

A caballo sobre sus monturas aguardaron a que la suerte o la mejor calidad de sus planos pusieran el trofeo en sus manos. Silenciosos y acechantes, embozados en sus capas oscuras, se colocaron disimulados tras unos enebros.

Por fin, notaron cómo alguno de los excavadores gesticuló con alborozo y dijo algo que en la lejanía no se entendió. En eso, el más joven de los jinetes hizo ademán de avanzar su montura hacia el sitio, pero otro compañero lo frenó con un gesto del brazo.

Aquéllos habían encontrado algo que sacaron de la gruta y llevaron al exterior. Era una arqueta que depositaron en el suelo. Uno de los buscadores desenvainó su vizcaína y se preparó para forzar el cierre. Entonces, el mismo jinete que antes dio la orden para que se contuvieran los otros tres avanzó al galope para caer sobre los excavadores. Sus compañeros hicieron lo mismo. El polvo levantado y el ruido de caballos hizo que los descubridores del cofre reaccionaran, pero no sabían si correr con él o intentar una fuga desesperada y de vacío. Dos de ellos, los más jóvenes, se apresuraron a por sus espadas, que habían dejado con las monturas. A ésos no se les dio cuartel.

Toda vez que se liquidó el asunto, los jinetes se apoderaron de la arqueta y se alejaron del lugar.