Con luz del día, Alonso se acercó a la librería y sin desordenarla revisó algunos de los tomos, al azar. Y aunque dicen que la casualidad es hermana de la buena suerte, habría que pensar que el acierto de Alonso estuvo más en su manera de afrontar los problemas y su método de trabajo. Tenía un proceder parecido al de los felinos, que dan vueltas, sigilosos, esperando la ocasión para lanzarse sobre su presa, aunque, en él, la ronda en torno al asunto se combinaba con ese ejercicio de quietud interior, antes mentado. En resumen, que se encontró en las manos con otro Coloquio de los perros. Recordó el suyo y la misteriosa manera en la que lo recibió y lo asoció a la frase marcada en el Quijote.
—¿Qué título tiene el libro?
—Coloquio de los perros.
Al menos, ésa parecía ser la respuesta. A una entrega misteriosa de un volumen de Miguel de Cervantes, sucedía un crimen con un mensaje críptico del fallecido, utilizando otra obra del mismo autor. Cabía pues sospechar que había una relación, por lo pronto, aparente.
El problema, que no era pequeño, estribaba de momento en saber qué se habría querido decir con aquella criptografía.
Aunque la resolución del enigma parecía estar bien encauzada, o eso intuyó. También recordó que, en la obra que él recibió en el Colegio Imperial, había una cita de Gracián, extraída del Oráculo Manual y Arte de Prudencia, escrita a mano:
El jugar a juego descubierto ni es de utilidad ni de gusto.
Comparando esa escritura, no era difícil comprobar si se trataba de la misma letra que la de algunas hojas y billetes con asuntos pendientes y notas para sermones del escritorio de don Diego. Pero, sabiendo que alguien quiso entrar la noche anterior en la celda, el jesuita no se atrevió a dejarla para ir por el libro, por lo que la habitación tuviera de interés que él aún no hubiera visto.
Llamó a fray Nicolás y le pidió que se acercara al Colegio, para que, una vez allí, buscara a Tomás, el novicio, y éste subiera a su cuarto y le facilitara el Coloquio.
Una ingenuidad, pues, conociendo a Tomás, era de suponer que el joven no sólo bajaría el libro, sino que se empeñaría en llevarlo de propio. Y suerte que fray Nicolás, a pesar de sus años, tenía unas buenas piernas, pues el otro volaba y, de ser por él, se habría metido en el Tribunal de Corte buscando a un jesuita —o sea, como mentar el diablo— que estaba no sabía bien dónde.
Exceptuando la entrañable amistad entre don Diego de Arce y el padre Alonso de Grimón, dominicos y jesuitas se repelían como el agua y el aceite, con la particularidad de que eran los de Santo Domingo quienes siempre quisieron ser el aceite, pues hasta que llegaran los Borbones, los dominicos fueron los confesores de la realeza. Situación de privilegio y motivo de soberbia, ya que nada puede halagar más a un hombre que el oír en confesión las miserias de otros, máxime si son Reyes.
Y había más. La Compañía de Jesús en la que abundaban hombres de gran inteligencia, destinados a servir a la Iglesia en puestos de relevancia y a disponer de todos los medios humanos —ciencias, técnicas y artes al servicio de la fe—, aprovechaba su independencia con respecto al Santo Oficio, pues sólo daba cuentas al Papa y disponía de esta libertad para ejercer una mayor tolerancia con los judaizantes, prostitutas, herejes y toda esa suerte de pecadores, que los estrictos predicadores de Santo Domingo consideraban un mal para la Cristiandad. Se acusaba a los jesuitas de tener manga ancha a la hora de otorgar el perdón en confesión y de no denunciar a la Suprema a quienes fueran relapsos. Y había casos tan notables como el del padre Vieira, jesuita portugués, que en estos momentos estaba en Brasil para quitarse de encima a los inquisidores del vecino reino, quienes lo persiguieron por tener una visión absolutamente contraria a la del Tribunal en lo referente a conversos y judíos. Actitud realmente avanzada en ese tiempo.
El novicio, empeñado en llevar el Coloquio en propia mano, se negaba a dejárselo al dominico, mientras que éste insistía en entregarlo él, persiguiéndole por la calle de Toledo. Así fueron hasta la plaza Mayor, para llegar a la del convento de Santo Domingo, y desde allí hasta la calle de la Inquisición, en una discusión que divertía a los transeúntes, viendo al viejo predicador tirar del libro y al joven jesuita retenerlo con más gana, lo que parecía —si sabía verse en el libro un símbolo del poder— alegoría viviente de lo que comenzaba a pasar en la Corte entre ambas religiones.
Por fin, vencido, el ayuda de cámara del Inquisidor aceptó de mala manera que el muchacho llegara hasta la casa y, en ella, hasta la celda. Pero supo hacerlo, pues para que comprendiera el porqué del encono, ya en el pasillo de la residencia, con un aquel de malicia, señaló la puerta y dijo al joven:
—Ahí está don Alonso. En la celda de don Diego de Arce, que en gloria esté.
Y como el Cid después de muerto desbarató a las huestes musulmanas, al novicio le dio un tembleque; había visto a don Diego cómo presidía un auto de fe en la plaza Mayor, en un solio que quedaba tan alto y tan por encima del Rey, que era como decir «después de Dios, el Inquisidor».
Un miedo atávico lo poseyó. Pero la juventud tiene a los hombres prontos y cambiantes en sus decisiones, y así como había dado un paso hacia atrás ante la puerta, en dos que echó adelante se metió en el cuarto, sin tiempo para un Ave María purísima.
Alonso no contaba con él y, por el gesto, mostró una gran desaprobación que, sobre todo, azoró al pobre dominico. El novicio, con una tenue sonrisa, le tendió el libro, esperando que con eso se relajara la tensión. Pero el jesuita, con sequedad, se lo quitó de las manos y sólo hizo un gesto de cabeza como dejándolo por imposible.
Tomás siguió ahí de pie, esperando ser puesto al día para intervenir en el asunto. Fray Nicolás, muy avergonzado, no sabía dónde meterse.
Por fin, el padre Alonso miró al muchacho a los ojos y le sonrió, con la poquedad con que lo hacía, que le pareció mucha al joven.
—Vuelve al Colegio, ya te contaré. Pero tú no has estado aquí.
Con el Coloquio abierto a la altura del texto caligrafiado, Alonso comparó otras líneas del Inquisidor que había por la mesa. La cita de Gracián estaba escrita en una redondilla muy clara y vistosa, que se parecía poco a las demás (seguramente con la intención de que fuera bien comprendido lo que se decía). Pero fue seleccionando algunas letras, aisladamente, para cotejarlas en diferentes textos; la «a», por ejemplo, conservaba un rabillo de la misma medida en todos los escritos, al igual se observaba en la «e». Parecía contenerse en las vocales, mientras que las consonantes no estaban exentas de barroco esteticismo.
Pacientemente, fue descubriendo pequeños detalles que revelaban cómo había ciertos rasgos que se repetían en las mismas letras, tanto en los escritos realizados de prisa, y poco legibles, como despacio y muy claros. No le cupo la menor duda. Aquel misterioso donante de esa edición reciente del Coloquio de los perros era don Diego.
Consideró que lo más conveniente era hacer una relación minuciosa de las obras que el Inquisidor conservó en su librería. Tenía miedo de que desapareciera alguna.
En esto ocupó el resto de la mañana. Pero era un trabajo que le parecía incompleto, aunque fuera imprescindible. ¿De qué servía anotar cada obra, por si era substraída alguna, cuando con la que pudiera desaparecer, podría perderse la posibilidad de comprobar una posible pista, dejada por don Diego antes de morir? Porque cada vez le resultaba más patente que, en ese lenguaje velado, los libros iban a tener importancia.
Pensó en aquello porque se sentó junto a la librería, y las extrañas hileras de gotas de sangre le recordaban la hipótesis planteada: que don Diego anduvo, en repetidas ocasiones, desde el escritorio a ese mueble, pese a hallarse malherido.
Decidió ampliar su plan con una estrategia mejor: ordenó a fray Nicolás que, además de cerrar la celda con llave durante su ausencia, no dejara de vigilar el cuarto, sabiendo de los intentos que hizo el desconocido de la noche anterior para entrar en la celda, y que aquél disponía de llave.
Regresó al Colegio Imperial, donde buscó al padre ecónomo y le solicitó una suma de dinero para libros que consideraba conveniente incorporar a la biblioteca del Colegio. Esto estaba exento de toda sospecha, pues Alonso era un reconocido erudito entre sus compañeros y, por lo tanto, pese a no corresponderle esa responsabilidad, sí decidía muchas compras de libros.
Luego buscó a Tomás y, dándole una copia de la lista de las obras del Inquisidor, le encargó que comprara una parte. Él, a su vez, se preocupó de adquirir el resto. Como eran libros de uso ordinario, y podríamos decir que de moda, ambos los consiguieron a lo largo del día, en las tiendas de la plaza de Santa Cruz y en otras.
Por la tarde, Alonso citó al novicio jesuita en la residencia dominica. Una vez en la celda, y con la ayuda de fray Nicolás, que vigilaba el pasillo, cambiaron los volúmenes de don Diego por los comprados, dejándolos incluso en el mismo orden. Y cuando acabaron esto, Alonso y Tomás regresaron al Colegio Imperial, entregando los comprobantes de los pagos y depositando los libros del Inquisidor en la amplia librería de profesores, suficientemente disimulados, como para que pasaran inadvertidos entre muchas de las importantes adquisiciones literarias de la Compañía.
De este modo, se garantizaba dos cosas: una, que si alguien hiciera un nuevo intento por entrar en la celda del difunto y llevarse una obra, no peligrarían los auténticos tomos, además de quedar engañado el usurpador. Otra, que podría saberse si alguien, en vez de llevarse algún libro, los hubiera estado tocando, pues la lista del jesuita no sólo respetaba escrupulosamente el orden de los volúmenes de la librería del Inquisidor, sino que incluso contemplaba otros detalles, como el descuido que a veces se comete colocando algún libro con el lomo hacia el interior de la estantería (y el canto hacia afuera). A esto se añadía si aparecía invertido, es decir, con el lomo hacia afuera, pero boca abajo, o con el lomo hacia adentro y boca abajo. Todas las variables posibles. Sobra decir que también anotó si alguna obra sobresalía en exceso, frente a otras mejor colocadas, o si otra reposaba sobre varios libros, por encima de una de las hileras.
Regresó tarde al Colegio y durante la cena pidió al padre Ignacio que, por unas semanas al menos, se le dispensara de las clases.
—Imaginé que me lo pediría, por supuesto tiene mi autorización y mi ayuda, si la necesita.
—¿Lo imaginó?
—Sí, cuando me comentó el padre Juan Everardo que se le había encomendado a Su Paternidad algo bastante delicado, relacionado con la muerte del Inquisidor.
Alonso no dijo nada, pero le molestó que el alemán hubiera hablado más de la cuenta.
El padre Juan Everado Nithard llegó a España cuando doña Mariana de Austria vino para casarse con su tío Felipe IV. Se traía a su propio confesor, que había sido preceptor de la joven y de sus hermanos Fernando y Leopoldo. Este Nithard, un jesuita de Falkenstein que rondaba los cincuenta y dos años, tenía apariencia de persona recta y de gran recato, por lo que le extrañó, aún más, que un comentario hecho por la Reina fuera ahora del dominio de toda la Compañía, muy en contra de la voluntad del monarca, que era la de mantener la máxima discreción con el asunto.
Tomás, que andaba cerca (también por indicación del padre Ignacio) y oyó lo que pudo, percibió el fastidio de Alonso y lo incomprensible de la situación.
—Le acompaño al cuarto —le dijo el joven.
Alonso iba callado. ¿A qué podía responder que un hombre tenido por prudente anduviera contando aquello, sabiendo lo preocupado que estaba el Rey en que se silenciara el crimen?
Tomás quiso romper el fuego y distraer al sacerdote dándole alguna conversación.
—Perdone que fuera hasta las casas de la Suprema.
Alonso no quería hablar, barruntaba que iba a invadirle una agresiva indignación hacia sus hermanos de religión y prefería estar callado.
—No crea —insistió el novicio—, no soy muy partidario de meterme en las cosas ni en las casas de nadie. Y menos todavía en la de esos perros del señor.
El jesuita se detuvo en seco.
—¿Qué has dicho?
—Perdóneme, no quería hablar mal, soy un bocazas.
—¿Que qué has dicho?
Insistió como si aquello hubiera sido un revulsivo.
—Pero, si así se llaman a sí mismos. Canes del Señor. Domini canes, guardianes del rebaño —se justificó Tomás, muy acalorado.
Ahora Alonso sí que regaló al joven una franca sonrisa, de las que no eran frecuentes en él. ¿Cómo no había caído antes? Era tan obvio, tenía la respuesta tan en sus narices, que no la supo ver. Empezaba a comprender que el juego de mensajes velados del Inquisidor era brillante, propio de un genio imaginativo y sutil. Y lo que era mejor, las piezas comenzaban a encajar. Todo empezaba a tener algún sentido. El Coloquio de los perros era una alusión velada, pero muy eficiente, del presidente de la Suprema con respecto a su propia congregación. Era una referencia al quehacer de la Orden, cuya primera intención era la predicación y la discusión con los herejes para llevarlos a la fe a través de la razón. La Orden de Hermanos Predicadores, fundada por el español santo Domingo de Guzmán en 1215, indujo a Alberto Magno, Tomás de Aquino, el maestro Eckhart y muchos otros a desarrollar una importante labor docente y de predicación, realizando grandes aportaciones a la historia del pensamiento europeo.
Pero también nutrió de sus filas a los tribunales de la Inquisición. La «Santa Predicación» contra los cátaros franceses, llamados albigenses por ser la ciudad de Albi uno de los grandes focos, fue capitaneada por los hombres de Domingo de Guzmán, quienes se enfrentaron con gran eficacia y relativa piedad a los «bonshomes», los «hombres buenos» —como se denominaba en occitano a estos cristianos—, que casi lograron crear una Iglesia francesa, de espaldas a Roma.