Madrid, 25 de octubre de 1658. (Ochenta y ocho años después)

Venía envuelto en una especie de guardas de piel oscura y gastada, y cuidadosamente protegido por una fina cinta de cuero que rodeaba el citado ropaje y se anudaba en uno de sus lados, fortaleciéndolo con un sello de lacre sin impresión alguna. El padre Alonso de Grimón, médico jesuita del Colegio Imperial de Madrid, lo volteó varias veces, esperando encontrar en aquella guarnición algún signo que se refiriera al remitente.

—Pero ¿no has visto su rostro? —volvió a preguntar.

—Ya le he dicho que no —insistió el novicio—. Sólo aprecié que era mayor, pues su mano, al deslizarse entre el terciopelo de la cortina, me pareció huesuda y seca, y varón era porque, aunque habló en un tono deliberadamente bajo, pude advertirlo. Pero poco más. Discúlpeme Su Paternidad, la próxima vez intentaré ser más observador. Me pilló por sorpresa.

—¿No llevaba ningún distintivo el carruaje?

—Si los tuvo, quedaron bien disimulados.

—¿El cochero?

—Yo diría que de alquiler, porque vestía con cierto desaliño, a pesar de que pretendía aparentar dignidad.

—Repítemelo.

—¿Otra vez? Me dormí rezando, ya sabe Su Paternidad que a mí, por no sé qué maliciosa razón, la Oración para tener una buena muerte me da sueño.

—Buena no sé, pero te pillará descansado —ironizó Alonso—. Al grano.

—Pues eso, que me despertó el coche delante del Colegio, salí de la portería y ya vi el recado asomando por la ventanilla. Fue entonces cuando me dijo: «Para el padre Alonso, con presteza». Cogí el encargo, y el desconocido escondió la mano entre las cortinas. Sentí cómo golpeó el techo, y el cochero arrancó alejándose.

—Ya, ya, gracias.

El jesuita intentó romper la cinta de cuero con sus manos.

—Deje, le traigo algo. Ahora vuelvo.

—Pero no vayas rezando.

Solícito y sonriente por el fino humor del padre Alonso, el novicio regresó con una cuchilla que le entregó al sacerdote, quien, en la misma portería, abrió el paquete, sacando un sencillo libro de reciente edición: Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera del campo, a quien comúnmente llaman los perros de Mahudes.

En letra de un cuerpo menor se leía: Vulgarmente denominado «Coloquio de los perros». Por Miguel de Cervantes Saavedra. Y tras varias dedicatorias de rigor, podía leerse a pie de página: Impreso con licencia en Valencia, en casa de Patricio Ferrer, a costa de Pedro Yáñez, mercader. Año 1658.

Alonso volvió a guardarlo, sin que el joven estudiante quitara ojo al libro.

—¿Y no querría decir «para la librería del Colegio»?[3]

—¿Para ello tanto misterio? —replicó serio el novicio.

—Pero no me has respondido.

—Ya le he dicho que no y que me parecería inadecuado para regalar un libro. Se esconde quien hace mal y no quiere ser descubierto.

—Es una buena observación —le sonrió Alonso, mientras se alejaba para subir las escaleras hacia el primer piso.

—Padre Alonso —lo detuvo Tomás, que era como se llamaba el joven.

El jesuita se volvió.

—Es raro, ¿verdad?

—Sí, es poco menos que extraño —contestó el sacerdote.

—¿No estará en el índice? —añadió el novicio, suspicaz, refiriéndose al índice de libros prohibidos que editaba el Santo Oficio para listar las lecturas expurgadas y prohibidas.

—Mira que eres capcioso, Tomás. No, no me refería a eso. Lo que suma extrañeza al asunto es la fecha de la edición.

—No lo comprendo.

El padre Alonso anduvo sobre sus pasos para acercarse al estudiante, que aquel día hacía el turno de portería.

—Me sorprende que sea una edición tan nueva, porque siendo de este año, está claro que se ha adquirido en estos meses.

—Sigo sin entenderlo.

—Ve a la librería y busca el Coloquio más antiguo que se conserve. Luego dime la fecha.

Alonso, al contrario que el resto de los miembros de la Compañía de Jesús, tenía su habitación en el primer piso, que era, además, el de los alumnos internos y las aulas ordinarias, así como el de la librería del alumnado, diferente de la gran librería o biblioteca de la Compañía —la mejor de la Corte— en el piso bajo, junto a las habitaciones del profesorado y otras dependencias.

Volvió a desempaquetar la obra, hojeándola desde la primera a la última página. En efecto, era aquélla una edición sencilla y de correcta impresión, sin nada llamativo para un bibliófilo. Por lo precario de su edición, no incluía grabados, algo muy corriente en otras obras de la época, las cuales se editaban buscando la baratura, suprimiéndose lo superficial y reduciéndose los costes en el papel, que cuando se quería economizar era el de los monjes de El Paular (en la sierra madrileña) por ser de peor calidad.

Tan sólo una enigmática frase figuraba en uno de los márgenes de la obra, escrita con tinta y letra muy esmerada:

El jugar a juego descubierto ni es de utilidad ni de gusto.

Le pareció una cita del Oráculo Manual y Arte de Prudencia de otro destacado miembro de la Compañía, el conceptista Baltasar Gracián y Morales.

Tomás no tardó en llamar a su puerta.

—¿Da su permiso Su Paternidad?

—¿Mil seiscientos diez…? —preguntó el padre Alonso, como quien prueba suerte.

—Trece. Mil seiscientos trece —repuso el novicio—, al menos, ésa es la fecha de la edición más antigua de las Novelas ejemplares, entre las que se incluye el Coloquio de los perros.

—Y tendría sentido —añadió Alonso— que a título de donación, ya por su valor crematístico o simbólico, se le hiciera llegar una primera edición a un amante de los libros. Si es que alguno me tiene por tal.

—Se le tiene por tal.

Y el novicio guardó silencio ante el jesuita, quien esperaba del muchacho que abundase en la reflexión.

—Voy comprendiendo —añadió Tomás—. Su Paternidad no ve la necesidad de misterio para algo normal como es una reedición tan última.

—Exacto.

—¿Desea algo más? Puedo ayudarle a ordenar.

—Te tocaba portería, ya te he dado asueto mandándote a la librería.

—Tiene razón.

—Otra cosa, cuando te tendió el libro, ¿oliste a perfume? Quiero decir, al descorrerse la cortina del coche y sacar la mano.

—Eso querría usted.

—¿Cómo? —preguntó Alonso endureciendo el gesto, aunque por frisar los cuarenta, por lo mucho vivido, su rigidez era fingida.

—¡Una broma, una broma! Poco bien le hace el clima de Castilla al humor de Su Paternidad.

Alonso se sonrió, cabeceando como quien no acaba de dar crédito a tanta desfachatez. Pero era grande la confianza que le tenía el muchacho.

—Espero que, cuando prediques en el Perú o en las Filipinas, uses la misma falta de vergüenza por el Evangelio.

—No es menor mi respeto hacia Su Paternidad que mi ligereza de lengua.

Se fue pontificando mientras levantaba el índice.

Y el sacerdote quedó con el libro entre las manos, satisfecha su curiosidad con respecto al año de la primera edición, pero grandemente extrañado por aquella teatral entrega del volumen. Tomás tenía mucha razón al comparar el regalo con la donación secreta de un libro que figurara entre los prohibidos.

Atardeció pronto sobre Madrid porque las nubes de la sierra de Guadarrama cubrieron su cielo de otoño, envolviendo la ciudad con una lluvia fina, estéril y molesta. La falta de luz le obligó a encender el velón del escritorio. En su cuarto, el padre Alonso ordenaba la mesa de trabajo intentando —de manera vicaria— poner orden en sus ideas.

Había colocado el mentado Coloquio en un estante, al lado de obras de Lope, de las Antigüedades judías de Flavio Josefo, La perspective curieuse de Jean-François Nicéron y De Obsidione Bredana del jesuita Hermann Hugo, donde se analizaba el asedio a Breda por Ambrosio Spínola, y que inmortalizó un contemporáneo, Velázquez, en el llamado Cuadro de las Lanzas. Todos los libros ordenados, o cabría decir apartados, no en razón de sus temas sino por ser las últimas obras que había adquirido. Resultaba, por lo tanto, un totum revolutum, que, a su vez, venía a descansar estantes abajo sobre la gran mesa en la que se amontonaban tarros de farmacia, correspondencia, puntas de flecha de los indígenas de sus días en misiones, algún resto fósil, volúmenes de medicina y otros sobre las lenguas nativas de Nueva España.

No tardó en olvidar el anecdótico regalo y, exceptuando su salida para oficiar en la capilla y una colación muy ligera, después de ordenar toda su papelería, continuó enfrascado entre escritos y diferentes lecturas. Y la luz de su cuarto, que daba a la populosa calle de Toledo, fue la última que se apagó en el Colegio.

Lo ocurrido en aquella madrugada habría conmocionado a la misma Roma de haberse sabido las circunstancias de tan funesto suceso. Pero a nadie convino, si bien cada quien habría aducido muy diferentes y encontradas razones, y todas necesarias para que fuera silenciado, o por lo menos, convenientemente disimulado.

Fray Nicolás, ayuda de cámara de don Diego de Arce y Reinoso —presidente de la Suprema Inquisición—, amaneció en hora muy temprana para avisar a Su Excelencia y acompañarlo hasta la capilla que los dominicos tenían en el Tribunal de Corte, en la parte reservada para residencia del Inquisidor General, junto a las oficinas y las cárceles. Enorme esquinazo de edificios, iniciado hacía escasamente ocho años, en la calle llamada, desde entonces, «Inquisición», y que, muchos años después, se denominaría de Isabel la Católica (junto a la Gran Vía de Madrid).

Fray Nicolás, con el alma domeñada por las múltiples mortificaciones, hubiera deseado maldecir el frío húmedo del edificio, que penetraba hasta los tuétanos y convertía cualquier cilicio en un regalo para distraer la mente frente a tan insana atmósfera.

Caminó rápido, exhalando un vaho que casi marcaba una línea por el estrecho y mal iluminado pasillo de los cuartos —arquitectura trazada sin mucho esmero— hasta llegar a la puerta, que golpeó delicadamente.

—Ave María purísima.

Esperó.

No oyó respuesta.

Volvió a insistir, levantando algo la voz y aumentando también en algo la intensidad de los golpes con los nudillos.

—¿Excelencia?

Y con la prerrogativa de intimidad que tienen los buenos sirvientes, optó por abrir la puerta. Pero la vio cerrada, lo que no era usual, ya que ese apartado lugar de la casa no lo transitaba nadie excepto el camarero y el Inquisidor. Buscó en su hábito y sacó la llave de la habitación.

Don Diego de Arce y Reinoso, vigésimo primer presidente de la Suprema Inquisición, estaba sentado en el sillón de tijera, junto a la mesa de escritorio de su austera celda. Inmóvil, parecía estar con el cuerpo levemente arqueado hacia fuera y la cabeza echada hacia atrás, sobre el asiento. Mucho más pálido que de costumbre, su perfil afilaba aún más la tan característica nariz aguileña. A simple vista, algún tipo de dolor lo había recostado, el mismo que le hacía tener la boca ligeramente entreabierta.

A un lado, en el suelo, entre la butaca y la mesa, había un charco de sangre.

Don Diego tenía los ojos abiertos, aunque Su Excelencia no dormía. Su mirada parecía haberse perdido en la oscuridad del techo del cuarto, y los ojos mostraban un aspecto vidrioso que fray Nicolás pudo contemplar muy de cerca, en otro tiempo, cuando siendo crío fue testigo del fallecimiento de su propio padre. Lo supo bien nada más observarlos. Parecía como si les faltara el alma, suerte de espejo vacío en donde nadie podría mirarse ni ser visto desde el otro lado. Por un momento se sintió, otra vez, el niño de entonces. Y en el hombre al que sirvió y que ya no estaba, pese a ganarle el camarero en años, rememoró al padre ausente.

Don Diego había sostenido en sus manos un libro en el que se veía marcada una frase bordeada con tinta. Último esfuerzo que debió de realizar el clérigo, ya que, estando la tinta aún fresca, soltó el libro en el regazo, manchando levemente la blanca camisa de dormir.

Fue al poner el volumen sobre el escritorio cuando el camarero vio que tenía clavado un fino estilete en un costado, a la altura del hígado.

En un primer momento no supo qué hacer. Quiso avisar a los demás hermanos, pero precisamente quien le interesaba, que era fray Juan, brazo derecho de don Diego y confesor del Rey, se hallaba camino de Valladolid, y no en la casa, en la que sólo había una hueste de secretarios jóvenes y probablemente imprudentes que habrían hecho correr como la pólvora la noticia del fallecimiento. Y bien sabía fray Nicolás que don Diego era también un altísimo personaje político y la discreción se hacía imprescindible. Aunque sacerdote, no era el camarero hombre de muchas lecturas, sino de habilidades, pero había oído que, incluso, estando muerto, Rodrigo Díaz de Vivar ganó alguna batalla a lomos de su corcel.

Era impensable para fray Nicolás dejarlo con aquella expresión vacía, por lo que le cerró los ojos e intentó recogerle los brazos que mostraban ya cierta rigidez. Con todo esto, notó también el frío del cuerpo, que llevaba unas horas sin vida.

Salió de la celda cerrándola con llave. Dio orden de que don Diego no fuera molestado, y abandonó precipitadamente el edificio.

Pero no se encaminó hacia el convento de Santo Domingo, sino que, calle adelante, por la de la Encarnación, inmediata al Tribunal, avanzó hacia la Explanada del Alcázar, donde tras dar señas de quién era, se adentró en el imponente edificio por una puerta que había bajo la Torre del Reloj, junto a la tapia. Y, una vez dentro, se llegó a otra, más pequeña, acceso para discretos, que fray Nicolás ya había utilizado en alguna ocasión para llevar o traer recados de importancia.

Subió las escaleras, sudoroso y con paso apretado, y fue recorriendo pasillos hasta las habitaciones de despacho del monarca, sobre el Patio de los Emperadores, donde sí debió de dar cuenta a la guardia, cuando le franqueó el paso, y a don Luis de Oyanguren, secretario del Rey, quien le preguntó por la naturaleza de la visita en hora tan temprana. Fray Nicolás le habló al oído. El cortesano mudó el rostro y, en aras de la discreción, le hizo pasar a una pequeña sala.

El Secretario corrió hacia el oratorio privado en donde el Rey, don Felipe —un hombre alto, entrado en los cincuenta, de apariencia grave, lento y señorial en los movimientos, muy aprendidos y ya connaturales—, escuchaba atentamente la misa. Oyanguren procedió como fray Nicolás, acercándose al oído del monarca para hablarle muy quedo. El Rey, sin más preámbulos se santiguó, se puso de pie, se arrodilló, volvió a arrodillarse junto a la puerta y salió del recinto hacia la salita, no sin sorpresa e incomodidad del sacerdote que oficiaba, quien, por la expresión, se diría que en la celebración era el todo y no la parte.

—¿Quién lo sabe? —preguntó el Rey con gesto preocupado.

—Vos…, vuestro Secretario y yo, Majestad.

—Está bien, vuelve a casa y dile a los demás que don Diego está indispuesto.

—Ya lo he hecho.

—Eso es sabio. Ahora…

El cuarto Felipe de los Austria guardó silencio. Miró al techo, pensativo, como si contemplara los putti que adornaban algo parecido a un Triunfo de San Hermenegildo y parecían entretenerse observándoles.

—… Ve al Colegio Imperial y busca al padre Alonso de Grimón, que es algo más que un buen médico y fue muy querido por don Diego. Dile que yo le he pedido que vaya a ver a su amigo. Lo acompañarás hasta la celda de Su Excelencia, y sólo en la habitación le harás ver la importancia de la situación.

El dominico, reconfortado por el apoyo del Rey, se dispuso a cumplir el cometido. A pesar de la gravedad del protocolo, salió de la pequeña sala con toda la premura que exigía la situación. Pero estando ya por el pasillo, el monarca se asomó y volvió a hablarle.

—¿Qué libro dices que tenía entre las manos?

—Un Quijote, Majestad.

Fray Nicolás, con la mucha rapidez con la que llegó hasta el Alcázar, salió de él, camino del Colegio Imperial, cuando don Luis de Oyanguren lo alcanzó jadeante. Fue cosa del Rey, aunque muy del último momento, que al religioso se le acercara en coche al Colegio de los jesuitas. Desconocía que los pies de fray Nicolás estaban más prontos que un Aquiles y, entre que esperaba y subía al carruaje, ya habría llegado. Pero la idea era buena, si el fraile llegaba cansado y con el rostro demudado por el disgusto —y esto ya lo llevaba—, habría suscitado habladurías. Todos sabían que era la sombra del Inquisidor General.

Aun así, cuando se acercó el coche al Colegio, la propia calidad del vehículo dejó a todos advertidos de la importancia de la visita, que esta vez escondía en su interior al mismo Luis de Oyanguren.

Salió del carruaje fray Nicolás, quien se topó con Tomás, ahora cargado de libros y libretas, camino de la sala de estudio. Pero el muchacho no quitó ojo al coche, que no al fraile; en todas las épocas, subir en buenos vehículos ha sido muy apetecido, aunque por lo inconveniente que resultara, a veces, más parecía muestra de ostentación que de inteligencia, y tan verdad era como que ya se formaban atascos en la calle Mayor, desde la Puerta de Guadalajara y antes, hasta la plaza de la Villa y los aledaños de la Explanada del Alcázar.

Cuando el padre Alonso vio al dominico intuyó algo. Le extrañó que le interrumpiera su lección de anatomía, pero no preguntó. Que el Rey lo requiriera para visitar a don Diego ya era razón suficiente para ir sin rechistar; aunque el hecho de que la visita la pidiera el monarca no auguraba nada bueno. Al menos, era una petición tan extraordinaria que sobraban preguntas y, siendo médico, lo que imaginó era que su amigo el Inquisidor se hallaba en un mal trance.

Alonso dejó a los alumnos estudiando y salió del Colegio.

Fray Nicolás, dentro del coche, presentó al de Oyanguren con las mínimas formalidades que daban el poco espacio y la gran preocupación del asunto. El jesuita no hizo preguntas al Secretario. Educado en la discreción —era médico y sacerdote—, se malició que muy grave debía de ser la cuestión, si el propio Rey enviaba a su hombre de más confianza. Sólo se cruzaron miradas, y el de Oyanguren, cuyo natural era callado, pero profundo, sólo con el gesto supo decirle que la cosa era extrema. Tan claro lo sintió el padre Alonso que desvió la mirada del Secretario para ensimismarse, preocupado, y no dando crédito a lo que pensaba.

El camarero abrió la celda del Inquisidor, seguido por el padre Alonso y el enviado real. El primer pronto fue percibir el tufo del brasero a los pies del camastro, en el centro de la habitación. Ésta se hallaba en la planta baja de ese cuerpo de edificios del Tribunal, y era pequeña. Tenía una única ventana junto a la cabecera de la cama pero apenas se utilizaba por los rigores del otoño, aunque favorecía al cuarto con una luz cicatera y menguada, por la mucha madera de su tosca fábrica y la pequeñez del patio al que se abría.

A un lado de la puerta y en el lugar opuesto al camastro, había un mueble librería que estaba atestado de volúmenes, junto a un bargueño toscano con adornos de mármol, pequeños grutescos, y tres estatuillas de asunto religioso en hornacinas; más grande la central, representando a la Virgen María, en sustitución, seguramente, de algún dios mitológico.

El bargueño, con estilizadas columnas corintias al lado de cada hornacina, se coronaba con una balaustrada sobre la que descansaban algunas tallas, aspecto éste que hacía recordar a la Basílica palladiana en Vicenza. Junto a él había un arcón, también italiano, de evocaciones clasicistas.

En las desnudas paredes, exceptuando un gran crucifijo, el único adorno era una vanitas de Antonio de Pereda, un bodegón con calavera, tan del gusto del siglo, que tenía muy presente la fragilidad de la condición humana y la relatividad de los placeres.

Al otro lado de la puerta estaba el escritorio de cajones y tapa abatible —algo pasado de moda—, y la butaca con respaldo y brazos tapizados en rojo. Pero ésta se hallaba ladeada, pues miraba hacia la habitación y no a la mesa. Sobre ella parecía dormir el Inquisidor General. Aunque el charco de sangre hizo comprender al padre Alonso que su amigo estaba muerto.

Luis de Oyanguren se santiguó con gesto de piedad y, muy en su oficio de guardador de secretos, apartó levemente al jesuita para cerrar la puerta de la celda, garantizando así la discreción que pedía el momento.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Alonso a fray Nicolás.

—No lo sé. Abrí esta mañana. Venía a despertarlo. Di en la puerta, lo llamé. Me extrañó su silencio y entré; abrí con mi llave, pues la puerta, no sé el porqué, estaba cerrada. Lo encontré muerto, el charco de sangre…

—No toquen nada —dijo Alonso, mirando a Luis de Oyanguren y al fraile.

Se acercó al cadáver y realizó una primera inspección ocular.

—¿Estaba exactamente así cuando lo encontró?

—No, no… —El fraile pareció disculparse—. Tenía ese libro en el regazo —señaló hacia la mesa—, había estado leyendo, supongo, cuando entraron y lo…

El jesuita evitó que el camarero ahondara en su dolor, haciendo un amable gesto para que no siguiera. Tomó el volumen, era una edición del Quijote de Miguel de Cervantes. Lo abrió al azar, lo hojeó y volvió a cerrarlo dejándolo en la mesa.

—Una mano cogía el libro —siguió justificándose el dominico—, mientras que la otra estaba caída, fuera del reposabrazos. También tenía los ojos…

—Comprendo.

Fray Nicolás, en el siglo de la teatralidad y la apariencia, no podía consentir que el presidente de la Suprema, uno de los hombres más respetados y, para muchos, el más temido, fuera visto en una actitud que no estuviera acorde con su dignidad.

Los brazos del dominico, con la puesta en escena de su camarero, yacían ahora sobre el regazo, por lo que Alonso intentó moverlos para recuperar la postura inicial, algo que ya impedía el rigor de la muerte. Desistió.

—¿A qué hora entró para despertarlo?

—Como está algo delicado, no sigue…, quiero decir, no seguía rigurosamente el ritmo de oraciones en la capilla. Aun así, me pidió que lo despertara antes del alba, eran las cinco y media.

—¿Fue entonces cuando le cambió la postura de los brazos?

—Sí.

—¿Qué hora es? —preguntó Alonso.

—Deben de ser las ocho y media, más o menos —replicó el de Oyanguren, recordando el tiempo transcurrido desde que vio la hora en su reloj de despacho, en el Alcázar.

—Los signos del rigor mortis comienzan a mostrarse en hombros y brazos, aproximadamente, a las nueve horas del fallecimiento. Esto hace suponer que pudo fallecer hacia las once y media de la noche de ayer —aseveró intentando, de nuevo, mover los brazos del muerto.

Le resultó imposible hacerlo, pero notó una leve línea de tinta sobre la camisa de dormir, casi escondida por las manos.

—Cuando se le amortaje quiero esta prenda.

—Así se hará —respondió el camarero.

La camisa también había acumulado una importante cantidad de sangre, que había caído junto a la nalga derecha. El reguero llevaba hasta un fino estilete clavado por debajo de las costillas.

—Ayúdenme a quitarle la ropa —solicitó el padre Alonso.

No sin dificultad lo desnudaron, y pudo comprobar cómo las nalgas y codos presentaban signos de lividez cadavérica.

Livor mortis —dijo—, la sangre se acumula al haber perdido la vitalidad el organismo. Falleció sentado, por eso se ven las manchas oscuras en las nalgas y las otras partes.

—También pudieron sentarlo inmediatamente después de muerto —observó el Secretario del Rey.

—¿Para qué? Si no es indiscreción —preguntó el ayuda de cámara.

—Es una buena observación. Pero ¿por qué no plantearnos, entonces, la otra posibilidad? —dijo Alonso.

—¿Cuál? —preguntó Oyanguren.

—Que se sentó él mismo. Una vez que el asesino cumplió su cometido, o creyó haberlo cumplido, lo normal es que abandonase el lugar del crimen con cierta precipitación, quizá sin verificar su muerte.

Alonso se alejó levemente del cuerpo y caminó pensativo por la habitación.

Había otras manchas de sangre por el suelo y éstas suscitaron un mayor interés del investigador. Eran varias líneas de pequeñas gotas de sangre seca con forma levemente abolsada, una punta más estrecha y afinada, y un mayor volumen redondeado en la parte contraria. Característica propia de las gotas caídas en movimiento, que dejan la parte apuntada señalando el lugar al que se ha dirigido el herido y la bolsa indicando el sitio de donde viene. Éstas marcaban un recorrido desde la butaca hasta el armario librería, al otro lado de la habitación, y desde allí a la butaca. Pero era un goteo de muy igual tamaño y espaciado con una distancia repetida, lo que hacía imaginar que no era el resultado de una pelea, ya que de haber sido así, la sangre del herido habría salpicado de una forma irregular.

—La regularidad de este goteado no es propia de un movimiento violento. Por alguna extraña razón, don Diego caminó de un lado a otro, con la lentitud que le obligaba la herida.

El jesuita analizó el estilete que le habían clavado en el costado derecho. Por su largura y la inclinación con la que se le introdujo —muy escogida—, parecía haberle perforado el hígado. Pero esto no pudo saberse, ya que se deseó pasar sobre el asunto con mucha rapidez, aunque las pesquisas posteriores se mantuvieran.

Fue la mano del Rey la que impidió una autopsia —práctica ya usual en la época— pese a saber de sobra que el padre Alonso, por su condición de reputado anatomista, era la persona más autorizada para realizarla.

Alonso, con cuidado, colocó el arma homicida sobre un pañuelo, encima de la mesa de escritorio.

Intentó recapacitar. Pensó que, quizás, hubiera alguna pista en el bargueño, repleto de pequeños cajones. Lo revisó buscando algún billete con cualquier anotación, o incluso un doble fondo que escondiera un secreto. Pero no había más que medallas, un crucifijo, rosarios, varios escapularios y un cilicio; signos de una vida cargada de austeridad.

Volvió a acercarse al cadáver. Los escapularios le habían hecho caer en la cuenta del colgante que llevaba el muerto y que pendía de su cuello, junto a un crucifijo. Un fino cordón sujetaba una bolsita de piel que abrió. Dejó caer el contenido en la palma de su mano. Rodó una pequeña piedra gris, para extrañeza del dominico, que hizo gesto de no comprender ni haber participado nunca de ese misterio. Luis de Oyanguren también se acercó, intrigado por el asunto.

Alonso se sonrió con un deje de amargura.

—Una piedra de bezoar. Don Diego temía ser envenenado.

—Había oído hablar de las piedras de leche que llevan las comadronas, pero no de éstas —apuntó Oyanguren.

—En cambio —aseveró el jesuita—, a mí se me ha hecho traer unas cuantas desde Nueva España, las pidieron de vicuña y de otros animales que denominan llamas y son naturales del Perú.

—¿Hacen servicio? —preguntó el Secretario del Rey, algo escéptico.

—Para mí —replicó—, el que la imaginación quiera darle. No son más que piedras que se forman en algunas vísceras. Pero sí supe que cierto sacerdote, cooperador de Teresa de Jesús, llevaba una de éstas consigo, temiendo ser envenenado. Cuentan que cambian de color en contacto con algunos venenos.

Alonso se acercó hasta la ventana.

—¿Estaba abierta?

—No, y menos por la noche —repuso el dominico—. Ya ve el frío que hace en esta casa. Esas rejas a ras de suelo —señaló lo que se veía al otro lado del patio, a través del cristal— son de algunos calabozos. Las ventanas de arriba son de despachos y dependencias de administración. La puerta de ese otro lado da a unos almacenes.

Hechas las primeras averiguaciones, el Secretario se acercó al Alcázar, evitando a don Luis de Haro, el Valido, que aunque andaba de acá para allá, y algo amoscado con el de Oyanguren, pues lo esquivaba con un «luego, luego», no tuvo parte ni conocimiento en el asunto. Un proceder que habría sido imposible en otro tiempo, cuando estuvo el Conde Duque, quien ejercía un férreo control de todo quehacer y poseía un carácter mucho más fuerte y obstinado que el de Haro.

El Rey fue informado de todos los aspectos y de la manera de hacer del padre Alonso. Pero con los datos, don Felipe no preguntó. Dijo comprender que no parecía un asesinato con un motivo claro y no quiso hablar más. Sólo pidió que se informara al Valido, una vez que el cadáver estuviera amortajado. Don Luis de Haro, entonces, debería dar las instrucciones precisas para que se prepararan las exequias, como correspondía a una altísima personalidad de uno de los más importantes Consejos de los reinos.

Aquella misma tarde se preparó el cadáver y quedó metido en su mortaja, el hábito de la Orden de Predicadores de Santo Domingo de Guzmán. Vino bien la presencia del médico jesuita, conocedor de los mejores óleos para disimular la herida y la corrupción de la muerte. Tenía que parecer que el Inquisidor General falleció por designio de Dios y no del diablo. Lo que hizo suponer al padre Alonso que uno de los que más sabía del misterio era el propio Rey.

En cambio, también el Rey dejó recado para que prosiguiera discretamente con su investigación, y lo tuviera enterado.

El padre Alonso de Grimón regresó al Colegio Imperial derrotado por el dolor. El padre Ignacio, su Superior y director del Colegio, pasó a su cuarto para darle el pésame. Se declararía luto y se oficiarían misas en la iglesia del Colegio y en el Noviciado de la calle de San Bernardo.

Pero Alonso estaba ausente, ajeno a las observaciones del Superior. Cuando éste llamó a la puerta, sólo tuvo buen cuidado de guardar la prenda manchada de sangre y el arma del crimen que se llevó de la celda. Por lo demás, intentó ser amable y le siguió la corriente. Estaba deseando quedarse solo. Se daban cita en él los sentimientos más dispares: recuerdos, preguntas, temores. Mientras, el voluntarioso director hablaba y hablaba y hablaba.

Alonso conoció al Inquisidor años antes, cuando un terrible suceso conmocionó a la Corte, el asesinato de un aristócrata y la inculpación del crimen a un sacerdote secular. Entonces, don Diego de Arce requirió los servicios del jesuita, al que precedía una merecida fama como pesquisidor en la investigación de un crimen anterior, ocurrido en Nueva España. Pese a la clara enemistad entre ambas religiones, dominicos y jesuitas, se produjo una extraña alquimia que, uniendo opuestos, creó esa indestructible amalgama que es la verdadera amistad.

Ahora el muerto no era otro que su buen amigo el temido presidente de la Suprema Inquisición.

El secretario Oyanguren y Alonso coincidieron en que, con toda probabilidad, don Diego debió de levantarse herido, yendo y viniendo varias veces de la butaca al mueble librería. Pero ahora, reconsiderando esa opinión, le parecía un disparate. ¿Para qué tanto trajín?

En esas dudas andaba la mente del padre Alonso. En cambio, el Superior había pasado de considerar la gravedad del óbito a hablarle de otros asuntos de menor interés, como el derroche que suponía para la monarquía tener tantos frentes abiertos contra todo enemigo: franceses, ingleses, portugueses… Y pasaba a ponderar la conveniencia de olvidar las tensiones con Portugal, aunque en apariencia esto desbaratara los planes de la Corona.

Alonso asentía con la cabeza para seguirle cortésmente la corriente, pero gastó ese tiempo en abrir y cerrar el tomo del Quijote que se trajo de la celda del Inquisidor. El mismo libro con el que murió. Lo hojeaba de manera aparentemente despreocupada, hasta que, casualmente, se topó con una frase bordeada con tinta.

¿Qué título tiene el libro?

Correspondía al capítulo sesenta y dos de la segunda parte, cuando en Barcelona, después de la aventura con la cabeza parlante, el hidalgo cervantino salió a pasear y fue a parar a un taller de imprenta en el que entró con el ánimo de satisfacer su curiosidad de lector empedernido. Allí, un oficial le presentaba a un escritor que acababa de traducir un libro toscano, de ahí la pregunta de don Quijote a lo que el traductor respondía: «Le Bagatelle», que venía a decir en castellano «Los juguetes».

Y si Alonso parecía estar distraído mientras que el padre Ignacio había pasado a imaginar un pacto con Portugal y el fin de esa guerra de escaramuzas, ahora el Superior había dejado la Península y ya se las veía en las Indias, combatiendo contra los piratas ingleses para recuperar Jamaica.

—El libro… —dijo para sí el padre Alonso, intentando encontrar una explicación a la pregunta marcada.

—¿Perdón? —se extrañó el Superior—. ¿Está bien Su Paternidad?

—Discúlpeme, no es mi mejor momento —confesó.

—Lo comprendo. La culpa es mía, no he considerado su dolor.

—No, no, es sólo que…

—Le dejo, si me necesita, o quiere charlar…

—Gracias.

Pero, según abría la puerta del cuarto, el padre Ignacio se giró y sonriendo, con cierta fatuidad le preguntó:

—Porque, Su Paternidad, ¿qué opina de lo de los piratas?

—Estupendos —replicó, para salir del paso y sin pensar lo que decía.

El padre Ignacio no importunó a Alonso en lo restante de la tarde.

¿Qué título tiene el libro?

A solas, procedió a escribir, repetidamente, la misma frase señalada en el texto, con la esperanza de que llegara un atisbo de luz. Y por un descuido se manchó de tinta, y entonces recordó.

Despejó su amplia mesa de trabajo, cerró la habitación para no ser interrumpido ni que se viera en qué se hallaba, y rescató de su escondite el camisón del Inquisidor. La sangre estaba totalmente seca y había endurecido la parte de tela manchada, que se mostraba oscurecida y con una textura como almidonada. Lo extendió sobre la mesa. Entonces contrastó la forma de la marca de tinta en el Quijote con la que había a la altura del regazo en la camisa de dormir. Eran idénticas, aunque en la tela, lógicamente, al estamparse aparecía invertida.

Ya tenía algo claro, el Inquisidor señaló aquello antes de morir, y todo apuntaba a la posibilidad de que fuera lo último que hizo. Aún con la tinta húmeda soltó el libro, que dejó caer sobre sí. Un espasmo de dolor, probablemente muy intenso, le hizo abrir las manos y arquear el cuerpo hacia adelante, echando la cabeza hacia atrás. En ese arqueamiento facilitó el acercamiento del paño del camisón hacia la hoja entintada, ambos con direcciones encontradas, y la tinta se estampó.

Esto ratificaba que las hileras de sangre del suelo eran algo anterior al subrayado.

El para qué realizó ese subrayado seguía pareciéndole un absoluto enigma.

Alonso se acomodó en su sillón de despacho y dejó reposar su mente. Estaba cansado por la intensidad de la jornada y el enorme sufrimiento que le había causado la muerte de su amigo. Ahora los recuerdos se agolpaban como visitantes inoportunos.

Don Diego había sido un gran conversador, cualidad que favorecía una amplia cultura humanista. No fueron muchas las ocasiones en las que tuvieron la posibilidad de entretener el tiempo charlando, pero en los momentos más señalados del año, como la Navidad o la Pascua Florida, el Inquisidor sentaba a su mesa al jesuita.

Alonso se sonrió recordando la última vez que comieron, cuando el dominico le leyó una copia de la correspondencia del obispo Juan de la Sal al duque de Medinasidonia. Un suceso de 1616, en donde el dignatario eclesial pormenorizaba las andanzas de cierto portugués, el padre Francisco Méndez, con fama de santo (y luego de alumbrado), del que sus devotas y devotos se repartían y besaban trozos de su ropa interior. La misiva narraba la inquietud de uno de los seguidores, al que le había tocado en prenda la zona menos limpia de esa ropa, y así imploraba: «Señores, denme reliquia de mejor parte».

¡Cómo rieron durante aquella sobremesa! Con tan exagerada incontinencia, que suscitaron el interés de los criados de la casa, arremolinados junto a la puerta del comedor, unos contagiados de la risa y otros sorprendidos, si no fascinados, al ver que un personaje tan principal y tan temido en todas las Españas, adoptase una actitud del pueblo llano, tan humana.

La mancha de sangre de la camisa de dormir de don Diego le hizo retornar a la realidad.

¿Qué título tiene el libro?

Volvió a pensar. Y se respondió con la primera idea que le vino a la mente: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Que le pareció como no decir nada, pues nada aclaraba. En cambio, sí presumió que la pregunta respondía a una clave, aunque no entendía el porqué. Una llave para desentrañar el enigma de su muerte.

Decidió volver a la celda del Inquisidor. Le facilitó el acceso fray Nicolás, quien, siguiendo instrucciones del secretario Oyanguren, debía estar solícito para ayudar al jesuita en cuanto necesitara.

Era tarde, y tanto en el Colegio como en la residencia del Tribunal de Corte habían cenado y todos se hallaban recogidos. Aunque no hubiera sido así pensó que nadie podía haberle visto entrar porque la habitación del Inquisidor y la de su ayuda de cámara se encontraban al otro lado del refectorio, separadas de las demás celdas.

En el suelo seguían los restos de sangre.

—No lo he fregado —dijo el camarero, disculpándose.

—Mejor, quiero todo igual. A veces, la noche alumbra las ideas. Me quedaré en la celda y todo sea que quiera marcharme de madrugada, así que para no andar templando gaitas, ciérreme desde fuera. Hasta maitines.

—Como quiera. Puedo pasarle una manta más, para el catre.

—No, quiero todo como estaba anoche.

—Así está ahora.

—Supongo que no es fácil saberlo —añadió Alonso—, pero ¿podemos tener la seguridad acerca de quiénes anduvieron ayer por la noche por este edificio?

—Querrá decir «los edificios», porque todos se comunican, la residencia…, o sea, el convento, los despachos, tribunales y cárceles. Toda una manzana.

—Con algún gusano —sentenció irónico Alonso, refiriéndose al asesino.

—Pero que si ayer estuvo, hoy puede que no. Ésa es la dificultad —replicó el fraile.

—¿Qué me dice de las cárceles? Porque habiendo condenados es tener el delito en casa.

—También he pensado hoy en ello. Acaso, alguna oculta venganza.

—¿Son seguras?

—Para nada.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que no se dice. Que le faltan llaves a demasiadas puertas y a otras, rejas, lo que es peor. Sin contar con los agujeros que hacen los presos, que no son pocos.

—¿Y pueden llegarse hasta esta parte?

—Eso es mucho decir.

—Eso pienso yo. Pero debía preguntarlo.

—La verdad siempre es compleja y, a veces, incomprensible. Hay quien entró en esta casa y en algún lado purga miserablemente sus delitos desde que se construyera el primer calabozo. Pero, créame, más fuerza tiene la imaginación que la verdad. Que los que pueden, aún presos, hacen venir a su cocinero, y los más tienen despensa con tocino, aunque sólo sea para convencer de que no son marranos.

El fraile dominico salió de la celda y, una vez fuera, echó la llave. En ese momento, Alonso reaccionó y aporreó la puerta.

—¡Fray Nicolás, fray Nicolás!

Éste volvió a abrir.

—¿Quiere la manta?

—No es eso. La puerta de la celda estaba cerrada cuando se encontró el cadáver, ¿verdad?

—Así es.

—Es decir, don Diego tenía una llave.

—Siempre la tuvo.

—¿Sabe dónde está?

—En el bargueño… Pero tiene razón Su Paternidad, cuando miramos en el mueble me di cuenta de que no estaba. Me extrañó. Tiene importancia, ¿verdad?

—Refuerza mi hipótesis. Alguno o algunos entran. Él los conoce, no sospecha. Lo matan, o creen que lo han hecho, y para asegurarse la huida, cogen la llave y cierran por fuera.

—Entonces don Diego no pudo pedir ayuda.

—Así parece. Excepto por la ventana, pero no la abrió.

—No, la encontré cerrada. ¿Y por qué no lo hizo? —se lamentó compungido el dominico.

—Porque no habría servido de nada —repuso Alonso.

—Quizá sí, alguna ventana del lado derecho del edificio da a un dormitorio.

—Dudo que durante la noche se abra esa ventana a la que se refiere.

—¿Por qué?

El jesuita abrió la del cuarto, entrando una brisa fría.

—Espere —dijo.

Y se oyeron diferentes lamentos que provenían de la sordidez de los calabozos.

—Ya comprendo —reflexionó entristecido el fraile—. Aunque hubiera pedido ayuda…

—Su súplica se habría confundido con la de cualquier convicto en los sótanos.

—¡Ha muerto solo! —rompió a llorar el dominico.

Alonso le puso la mano en el hombro y lo cimbreó.

—Se equivoca con el enfoque, fray Nicolás. Sospecho que, sabiéndose encerrado y herido de muerte, quiso invertir su agonía en algo que he de descubrir y que tiene que ver con esta librería.

Una vez que se quedó solo y que fray Nicolás hubo cerrado con llave, Alonso cegó la cerradura por dentro con un pequeño trozo de tela para que nadie pudiera entrar. Y se sentó en la butaca del Inquisidor, tal y como el camarero dijo haberlo encontrado. La mano izquierda en el regazo y reposando sobre el Quijote (pues creyó necesario llevarlo a la celda), y la derecha caída fuera del reposabrazos.

Permaneció así un buen tiempo, en silencio, intentando aquietar su mente. Había oído acerca de las ideas de un tal Molinos y, aunque no las compartía en su totalidad, aprobaba la importancia de la quietud mental que éste pregonaba, el más absoluto acallamiento, estimando que, con esa especie de laxitud, se podía hacer la luz.

Y en esa tranquilidad, como a la espera, aunque sin desear que nada llegara, le vino la imagen de una pluma. Miró hacia la mesa: el tintero, el albayalde molido para secar la tinta, los pliegos, un devocionario, el crucifijo… Dirigió la vista al suelo y confirmó su sospecha: muy cerca de su mano caída, fuera del reposabrazos, apenas perceptible al ser del color de las baldosas (la mala iluminación de la vela tampoco ayudaba), estaba la pluma con la que don Diego marcó la frase.

No le quedó ninguna duda de que tal y como había sospechado, lo último que hizo su amigo de la orden de predicadores fue marcar aquella pregunta; inmediatamente expiró, dejando caer el libro sobre sí, y el cálamo al suelo.

En éstas estaba, cuando por fin, le venció el sueño. Durmió lo suficiente para que la vela se consumiera, pero lo despertó el sonido de la puerta cuando alguien, creyendo que la habitación estaba vacía, forcejeó con la llave e hizo, insistentemente, por entrar.

Sobresaltado en la densa oscuridad del cuarto, Alonso se vio sumido en una profunda inquietud. Le embargó una inevitable sensación de incapacidad, de indefensión. Contuvo la respiración en esa especie de acto reflejo que siempre se da cuando permanecemos expectantes, esperando o temiendo algo. Al despertar de golpe, durante unos instantes tardó en ubicarse. Estaba a oscuras y sentado en un sillón que no le pareció el suyo. Durante esos segundos oyó el esfuerzo denodado de quien se empeñaba en entrar; era una situación extraña. De pronto, con hiriente lucidez recordó que se hallaba en la misma butaca donde habían encontrado asesinado al Inquisidor y que horas antes, él mismo se había encargado de cegar la cerradura de la celda. Sintió miedo. No pudo menos que agarrarse —crispadamente y con el hálito en suspenso— a cada uno de los brazos del asiento. Y esperar el implacable peligro.

Exaudi nos, Domine[4] —musitó para sí, mientras un sudor frío impregnaba la palma de sus manos.

Por fin, quien forzaba la cerradura cejó en su empeño. Alonso, entonces, respiró dejándose caer sobre el respaldo de la butaca e intentando calmarse. Aunque por la excitación no pudo conciliar el sueño. Se limitó a esperar que tocaran a maitines y que su cómplice en el asunto abriera la improvisada cárcel.

Consideró que quien hizo el intento de entrar buscaba algo, aunque, aparentemente, era muy poco lo que había en la celda.

Por otra parte, el asesino del Inquisidor no vio el texto marcado de aquel Quijote. De ser así acaso se lo habría llevado, si era que aquello servía para esclarecer la misteriosa muerte. Pero la reconsideración de las conclusiones de la noche anterior, es decir, la creencia en que el Inquisidor marcó la frase una vez herido, e instantes antes de fallecer, le hizo suponer que quien intentó entrar no buscaba ese libro, sino alguna otra cosa, un documento, o quizás otro libro, pues había cantidad en la celda.

Finalmente, a tientas, porque aún no había clareado, desbloqueó la cerradura y esperó la llegada del camarero.

—Anoche intentaron entrar —le comentó a fray Nicolás, cuando éste abrió la celda.

—Lo sé, oí pasos.

—¿Son frecuentes?

—No, porque el hermano portero cierra y no se tiene prevista ninguna necesidad de vigilia. En este lado del edificio, todos somos frailes. Incluso él se va dormir. Aunque dice que lleva años sin pegar ojo.