Roma, enero de 1570. (Un año después)

Pío V, el brillante Papa Ghislieri, elegido en el cónclave por unanimidad —sin olvidar las sutiles presiones del embajador español a favor de esa solución—, había llegado a Roma para traer el aire fresco de la honestidad, frente al nepotismo de su antecesor. Pues si cometió el error de excomulgar a la reina Isabel de Inglaterra llevándola a posiciones reformistas, en cambio, se empeñó en el cumplimiento de las normas del concilio de Trento y frenó el poder turco en el Mediterráneo cuando, en octubre de 1571, la Liga acorraló a la poderosísima flota musulmana en el golfo de Patrás.

Pero al Papa también le preocupaba renovar la curia. Así, envió un recado al jovencísimo monseñor Acquaviva, advirtiéndole que pronto recibiría de sus manos el capelo cardenalicio. Ghislieri tenía buen corazón, y lo que hacía, adelantándole una noticia tan extraordinaria, no era más que el regalo a un joven prelado, pues sabía que iba a celebrar la nueva con verdadero alborozo.

Y así fue. Pero la alegría se mudó en inquietud cuando recibió la visita de un querido amigo, mucho mayor que él, el cardenal Gaspar de Cervantes y Gaete.

Habían dejado entreabierta la puerta del despacho, quizá porque el joven sacerdote fue muy cuidadoso al seleccionar a sus criados y confiaba plenamente en ellos.

—Ya lo sé, don Gaspar, me lo contó el mismo Miguel, pero vos me lo ocultasteis.

—Es cierto, porque, sabiendo los hechos, jamás culpé al muchacho. El tal Antonio de Segura y varios de sus amigos le tendieron una trampa ante la explanada del Alcázar. ¿Conocéis Madrid?

—Claro, fui en nombre del Santo Padre para dar el pésame al Rey Felipe por la muerte de don Carlos.

—Se me olvidaba…, qué triste y oscuro suceso. Que de mala manera vivió y de peor murió.

—El Alcázar… —apuntó compasivo Acquaviva al anciano y desmemoriado Cardenal, que interrumpió un relato sobradamente conocido por el joven.

—¡Ah, sí! Pues en el Alcázar, creo que por un asunto de amores emboscaron a mi sobrino.

—Que no es menos hábil con la espada que con la pluma —señaló Acquaviva.

—¿Escribe? Sé que quería hacerlo, porque cuando falleció la malograda Isabel de Valois, ¡qué joven más dulce!, López de Hoyos recibió el encargo de preparar el libro sobre las exequias, y ahí publicó Miguel algún poema.

—Me lo recitó él mismo.

—Sabéis más que yo de ese truhán. Reconozco no haberlo leído. ¿Es bueno?

—Lo será, es un vino joven y hay que darle tiempo.

—Como a vos; me parece que el Santo Padre os ha adelantado las nuevas.

—Un hombre bueno, y aquí vivimos de regalo.

—Pero no he venido a felicitaros —dijo el Cardenal.

—¡Ah…!

—El embajador Juan de Zúñiga me adelanta otras noticias nada buenas para vuestra casa; Juan de Medina, el jefe de alguaciles encargado del caso de Miguel, envía a varios hombres; nuestro embajador de España tiene la certeza de que quieren dejar cerrado el asunto como sea.

—¿Qué es «como sea»? —preguntó Acquaviva.

—Como pudieren, pero sin descuidos ni blanduras.

—¿Tan importante resulta uno de mis camareros para la Justicia de Madrid?

—Al parecer ese Antonio de Segura tiene influencias en la Corte.

—Muchas han de ser.

Acquaviva anduvo por el amplio despacho, dando vueltas en actitud reflexiva.

—Aprecio al muchacho —añadió el joven prelado.

—¡Qué diré yo si es mi sobrino!

—Disculpadme, Eminencia, qué tontería, claro, ¿qué sugerís?

—Sacarlo de la casa, supongo.

—No quedará más remedio.

—El problema no es Miguel —añadió el Cardenal.

—Me tenéis desconcertado, bombardeáis mejor que el turco. Decidlo de una vez.

—También hay que sacar lo que guardamos.

—¿Eso? —preguntó Acquaviva enfatizando la palabra.

—Sí, eso. Teméis pronunciar su nombre, ¿verdad?

Speculum cordis…, es cierto. Está a buen recaudo, en una de las habitaciones de los sótanos.

—Roma no parece ahora un lugar seguro.

—Nunca lo fue, no sé por qué salir con esto, don Gaspar —replicó algo molesto, el joven.

—Juan de Medina, el jefe de alguaciles, ha hecho correr la especie de que los Cervantes no son cristianos viejos.

—¿No son? ¿Y vos no sois un Cervantes?

—Yo he tocado techo, habláis con un viejo cardenal, la cosa no va conmigo, por Dios. En todo caso, me corresponderá librar la batalla contra ese alguacil obsesivo y el tal Segura.

—Entiendo…, pero no veo el alcance del asunto.

—Estáis a punto de recibir el capelo cardenalicio, ciertos hermanos de religión acecharán esta casa en cuanto la Justicia de Madrid difunda que guardáis a un delincuente y converso.

—Los inquisidores…, carroñeros de Nuestro Señor. Siempre están ahí. Y lo peor, azuzados por esa fijación antijudaica, tan excesiva en los reinos del Rey Felipe —replicó con un gesto de indignación Acquaviva.

—Como veis, os puede resultar incómodo.

—Pero lo peor es lo otro, ¿verdad?

—Habéis comprendido. Esos dominicos no tardarán en aparecer; dada vuestra posición vendrán lisonjeros, pero no os fiéis. El colmo es que, si por una desgracia encontraran el libro… No me perdonaría un error así.

—No sucederá —dijo el joven prelado, al tiempo que hizo sonar una campanilla.

—Un refrigerio para don Gaspar.

De inmediato, llegaron varios sirvientes con bandejas repletas de dulces y dos jarras de vino. Acquaviva no quiso tomar nada. Estaba preocupado, taciturno. Volvió a dar vueltas por la habitación. Por fin, se sentó.

—Que salgan juntos.

—¿Cómo? —replicó el Cardenal, pues ahora era él quien no comprendía la intención de su joven interlocutor.

—Sí, alejar a Miguel de aquí es más fácil que quitarnos de encima a la congregación. Tengo la certeza de que intentarán molestarme y puede que se las apañen para meter las narices por toda la casa. No es asunto que me agrade comentar, pero, es cierto, ya lo hicieron en alguno de los palacios; oí que encontraron el acceso a lo más secreto por las alcantarillas. Así que será Miguel quien lo lleve lejos y lo esconda.

—¿Dónde? —preguntó don Gaspar.

—¿Y si fuera mejor no saberlo? Nuestro desconocimiento evitaría suspicacias, y el libro quedaría a salvo, al menos para otras generaciones.

—Tenéis razón, aunque me apena. ¡Todo es tan complicado! —se quejó el anciano.

—No veo que sea el momento para que el Speculum salga a la luz, máxime cuando parece tan necesario frenar al turco.

—Pues actuad como convenga.

—Entonces, hemos de ser rápidos; Miguel saldrá del palacio esta noche, se llevará el libro y lo esconderá —replicó Acquaviva.