Madrid, diciembre de 1569. (Ocho años después)

Los alumnos salieron en Tropel. Eran jóvenes y no niños, pero corrían porque acababa de nevar. El maestro López de Hoyos, desde la ventana, meneó la cabeza en señal de desaprobación. Aunque los toleraba, porque eran buenos estudiantes, y también, a pesar de todo, los suyos eran los únicos Estudios de la Villa, enseñanza previa a la incorporación a la Universidad.

En la calle, un tullido apostado en una esquina cercana advirtió que López de Hoyos había apagado la última luz del aula. Seguramente, con ánimo de dirigirse desde el interior del edificio al otro lado de la manzana, donde con tan sólo atravesar un corral se encontraba la vivienda que le había asignado la villa.

El tullido se entretuvo viendo cómo aquellos jóvenes se provocaban con bolas de nieve, poniendo en jaque a otro, entre risas, a cuento de alguna muchacha.

Por fin, arrastrando su malformación, tuvo que atravesar aquella Troya y recibió un par de bolazos por los que maldijo, pero sin detenerse hasta llegar a un callejón cercano donde le esperaba alguien en un discreto coche de caballos.

—Ya debe de estar en el otro lado, don Juan —dijo a quien se ocultaba tras la cortina de la ventanilla.

—Bien. Pues será en cuanto anochezca. ¿Cuándo viste al correo?

—A la del alba, pero, perdonad la pregunta, ¿qué importa la hora?

—Porque cuando se recibe una carta de interés solemos entretenernos con ella e incluso llevarla encima. En cambio, si han transcurrido horas, puede que esté guardada en cualquier parte. Sólo es cuestión de buscar.

El tullido sonrió, la observación le pareció muy atinada.

La nieve se quebraba en el empedrado por los fríos de la noche, que comenzaban a helarla. Pero el grupo de hombres prefirió ir a pie, era la manera de no llamar la atención. El conjunto, en la oscuridad, dibujaba una forma siniestra sobre el fondo blanco del callejón, aunque eran alguaciles. La presencia de éstos en las solitarias calles de Madrid reconfortaba a cualquier hombre de bien. El trazado urbano mal iluminado, irregular y estrecho —en parte por su origen árabe— favorecía el encuentro con desalmados dispuestos a robar la bolsa, la vida o ambas. La capital del Imperio, que lo era tan sólo desde el año sesenta y uno del siglo, había crecido desordenadamente. Poco cuerpo para tan gran traje, decían algunos. Calles angostas y embarradas, casas de un piso y triste apariencia, construidas maliciosamente —para evitar la regalía de aposento—, y palacios que eran casonas sin mucha enjundia, con más voluntad de serlo que maneras.

Llegaron ante los Estudios y, ya con mayor sigilo, rodearon la calle, toda ella de casas bajas para no elevarse sobre un convento inmediato y no importunar la paz de las monjas, atisbándolas rezando o con sus quehaceres en el huerto y jardín.

Los alguaciles, como ladrón en la noche, buscaron esa secreta hora, intentando impedir que algún noctámbulo los viera. Fue entonces cuando, con gran habilidad y medido esfuerzo, violentaron la puerta de la escuela.

—Don Juan, ya.

Entraron como sombras.

—Encended un par de candiles, no más.

De no ser por las tímidas luminarias, entre la oscuridad, las ropas y las barbas canas habrían pasado por almas en penitencia. El severo estilo en el vestir de los hombres, impuesto por el propio Felipe II, había ensombrecido la Corte española donde las gorgueras blancas eran la única salvedad que alegraba las ropas.

El aula olía a humedad y a madera. Ese olor tan característico, que durante siglos perduró en las escuelas. Constaba de tres hileras de bancos y pupitres corridos, arropados por varios armarios de libros, además de la mesa del maestro López de Hoyos, y un amplio sillón de madera y cuero sobre el que, inevitablemente, roncaba a media mañana, para solaz de sus discípulos (todo aquello bien poca cosa, porque la ciudad tenía al emperador, pero Alcalá de Henares la universidad y los doctores).

Varios alguaciles revolvieron por la mesa.

—La tengo —dijo uno de ellos.

No fue difícil dar con la carta, colocada en el escritorio del maestro, encima de algunos pliegos y bajo una cruz de pie puesta como pisapapeles. Don Juan de Medina, jefe de alguaciles, leyó con voracidad. Al acabar de hacerlo, estrujó la hoja entre sus manos.

—Miguel de Cervantes está en Roma. Ese hijo de mala madre está en Roma.

—¿Y ahora? Porque hay una distancia grande —replicó uno de los alguaciles.

—Mi voluntad es mayor —sentenció Juan de Medina.