Pablo IV, avergonzado por las tropelías y barbaridades de su sobrino Cario Carafa, Secretario de Estado, ordenó que fuera expulsado de Roma. Pero como nunca se cumplió la expulsión, meses después de aquella decisión, tras el fallecimiento de Giampietro Carafa —en agosto de 1559—, los romanos estallaron en tumultos. El resentimiento por culpa de la arbitrariedad y nepotismo de quien decía representar al Creador en la Tierra, hizo que los más decididos corrieran al Capitolio y decapitaran la enorme estatua del Papa, haciéndola rodar por las calles hasta hundirla en el Tíber. Otros la emprendieron con los edificios inquisitoriales. Y aunque la historia oficial culpó al populacho de estos desmanes, el siguiente Papa, Pío IV, vino a dar la razón a los romanos con un hecho contundente: ordenó que Cario Carafa fuera estrangulado en Sant’Angelo.
Esto pudo suponer un cambio en la actitud del bibliotecario, confiado en la probable restitución de los libros requisados por los inquisidores. Pero, por si acaso, el padre Guareschi decidió no devolver a los anaqueles vaticanos la obra rescatada por su secretario. La razón era muy simple, no lograba comprender cómo el obsesivo afán de protección de la fe podía llevar a una institución de la Iglesia a secuestrar y, muy probablemente, destruir obras conservadas en la misma casa del Papa. Era su propia biblioteca, aquella a la que nunca accederían los fieles. Y aunque éste lo hubiera tolerado, o incluso deseado, le parecía tan contrario al buen juicio y a la propia verdad que casi le producía rubor.
El bibliotecario se enfrentó a un sentimiento nuevo que no ahuyentó, aunque le pareció pecaminoso. Era una profunda satisfacción al ocultar la obra en cuestión. Tenía la absoluta certeza de que, en algún momento, cuando conviniera, debería ser leída por otros, ser conocida por la Cristiandad.
El padre Guareschi sabía demasiadas cosas, por eso, en principio, y de manera cautelar, callaba, como calla el médico una enfermedad vergonzosa a cualquiera que no sea el enfermo, o como calla el abogado el delito del cliente a quien debe defender. Él era el guardián de los documentos, se sabía responsable de éstos, y su prudencia era lo que había convertido la biblioteca en tan valioso legado. Confiaba en que, tiempo después, cuando Dios se apiadara de las torpezas y veleidades de sus hijos, muchas cosas podrían saberse sin que hubiera escándalos, con la suficiente madurez como para aceptar dónde estaba el error y dónde la verdad.
Con la discreción de un eficaz archivero, había puesto a buen recaudo el entramado de correspondencia y documentos curiales.
Guareschi ocultaba celosamente cartas que podían demostrar la falsedad de la famosa Donación de Constantino aparecida en el siglo VIII y rechazada por reyes e incluso clérigos, al considerarla éstos un ardid del papado para hacerse con el poder temporal. Otorgada al Papa Silvestre I por el emperador en el siglo IV, constaba de dos partes, la Confesión y la Donación. En la primera, Constantino reconocía haber sido catequizado por Silvestre, quien curó milagrosamente su lepra. En la Donación otorgaba al Papa extensos poderes sobre los demás patriarcas y obispos, cediéndole posesiones y derechos que lo igualaban al propio emperador[2].
Incluso conocía la falsedad de las Decretales Pseudoisidorianas elaboradas en el siglo IX con el mismo fin por un sacerdote franco al servicio del Papa Nicolás I. Pero, bien pensado, ¿era el momento de andar removiendo aquello? Además, en todo caso, hubiera servido para fortalecer a los protestantes que ganaban posiciones en Europa. Y aunque tras este asunto latían importantes cuestiones teológicas, le parecía de mayor conveniencia que no salieran a la luz armas arrojadizas, pues iban a enturbiar más las agrias polémicas en las que se debatía la Iglesia.
Por otra parte, no temía la desaparición de tales documentos, que eran necesarios para el papado. La ventaja estaba en que las pruebas de las falsedades se hallaban implícitas en los mismos textos (por ejemplo, Constantino nunca tuvo lepra), así que sólo cabía esperar que el tiempo, la madurez de las naciones y de su propia Iglesia acabaran sacando a la luz todas aquellas mentiras que cubrían a la sede de Pedro de tinieblas y escondida vergüenza.
Puede comprenderse que el padre Guareschi fuera, aunque católico fiel, soterrado erasmista. Con Erasmo de Rotterdam creía en el reformismo de las costumbres y las instituciones religiosas. Repudiaba que en nombre de Dios se incitara a la guerra, ponía en tela de juicio el monacato…
En definitiva, el viejo bibliotecario vaticano supo ver el peligro que representaba que unos cuantos hombres, en nombre de la verdad, intentaran privar a otros del conocimiento. Y escondió el preciado Speculum cordis para que no fuera destruido.