Ninguna de las personas a quienes deseo dar las gracias aquí tiene la menor responsabilidad respecto a las inexactitudes de esta novela «basada en hechos reales», de las que soy único culpable.
La estafa de los monumentos a los caídos es, que yo sepa, ficticia. La imaginé tras leer el famoso artículo de Antoine Prost sobre dichos monumentos[1]. Por el contrario, las malversaciones atribuidas a Henri d’Aulnay-Pradelle proceden en gran medida del «Escándalo de la exhumaciones militares» que estalló en 1922, descrito y analizado en dos excelentes trabajos de Béatrix Pau-Heyriès[2]. De modo que el primer hecho es real y el segundo, no, aunque podría haber sido al revés.
He leído numerosos trabajos de Annette Becker, Stéphane Audouin-Rouzeau, Jean-Jacques Becker y Fréderic Rousseau, cuyos análisis y enfoques me fueron de gran utilidad.
Por supuesto, mi deuda con Bruno Cabanes y su apasionante obra La Victoire endeuillée[3] es más específica.
Nos vemos allá arriba debe mucho a la literatura de ficción de la posguerra, de Henri Barbusse a Maurice Genevoix y de Jules Romains a Gabriel Chevallier. Dos novelas me fueron de especial utilidad: Le Réveil des morts[4], de Roland Dorgelès, y Le Retour d’Ulysse[5], de J. Valmy-Baysse.
No sé qué habría sido de mí sin los inestimables archivos de Gallica[6], las bases de datos Arcade y Merimée[7] del Ministerio de Cultura y, sobre todo, sin los bibliotecarios de la Biblioteca Nacional de Francia, a los que doy mis más sinceras gracias.
También estoy en deuda con Alain Choubard[8], cuyo apasionante censo de los monumentos a los caídos me fue de gran utilidad y al que agradezco su acogida y su ayuda.
Por supuesto, deben figurar en un lugar destacado quienes me apoyaron a lo largo de este trabajo: Jean-Claude Hanol, por sus primeras impresiones y su aliento; Véronique Girard, que con tanta amabilidad señala siempre lo esencial; Gérald Aubert, por sus muy atinadas lecturas, sus consejos y su amistad; y Thierry Billard, relector atento y generoso. Mis amigos Nathalie y Bernard Gensane, que no escatimaron su tiempo y cuyos análisis y observaciones son siempre tan fecundos, merecen, por supuesto, una mención muy especial. Igual que Pascaline.
A lo largo del texto tomé cosas prestadas aquí y allá de diversos autores: de Émile Ajar, Louis Aragon, Gérald Aubert, Michel Audiard, Homero, Honoré de Balzac, Ingmar Bergman, Georges Bernanos, Georges Brassens, Stephen Crane, Jean-Louis Curtis, Denis Diderot, Jean-Louis Ézine, Gabriel García Márquez, Victor Hugo, Kazuo Ishiguro, Carson McCullers, Jules Michelet, Antonio Muñoz Molina, Antoine-François Prévost, Marcel Proust, Patrick Rambaud, La Rochefoucauld y algunos otros.
Que consideren esos préstamos como otros tantos homenajes.
El personaje de Joseph Merlin, libremente inspirado en Cripure, y el de Antonapoulos, inspirado en el personaje homónimo, son sendas muestras de mi admiración por Louis Guilloux y Carson McCullers.
También debo expresar mi gratitud y mi reconocimiento al equipo de Albin Michel; habría que citar a todo el mundo, empezando por Pierre Scipion, a quien tanto debo.
Por último, se comprenderá que mi recuerdo más emocionado sea para el pobre Jean Blanchard, que de forma totalmente involuntaria me proporcionó el título de esta novela. Fue fusilado por abandono de la posición el 4 de diciembre de 1914 y rehabilitado el 29 de enero de 1921.
Vaya también ese recuerdo, de forma más general, a todos los muertos de la Gran Guerra, fuera cual fuese su nacionalidad.