AL día siguiente, el metro, los tranvías y los autobuses que se dirigían a Vincennes iban de bote en bote desde las siete de la mañana. En la avenida Daumesnil, taxis, coches de caballos y charabanes formaban interminables hileras, entre las que zigzagueaban los ciclistas, mientras en las aceras los peatones apretaban el paso… Albert y Pauline no eran conscientes de la curiosa imagen que ofrecían. Él caminaba con los ojos clavados en el suelo, como si estuviera enfadado o preocupado, mientras ella, con la cabeza alzada, caminaba sin dejar de contemplar el dirigible fijado por un cable que oscilaba lentamente sobre el campo de maniobras.
—¡Date prisa, tesoro! —urgía cariñosamente a Albert—. ¡Vamos a perdernos el principio!
Sin embargo, lo decía sin convicción, por decir algo. De todas formas, la multitud había tomado las tribunas al asalto.
—Pero bueno, ¡¿a qué hora ha llegado esta gente?! —exclamó, asombrada.
Ya se veían, perfectamente formadas, inmóviles y trémulas, como impacientes, las tropas especiales y la de las academias, las fuerzas coloniales y, tras ellas, la artillería y la caballería. Como no quedaba sitio más que bastante lejos, unos charlatanes muy avispados alquilaban cajas de madera para que los rezagados pudieran subirse y ver por encima del gentío. Los precios iban de uno a diez francos. Pauline consiguió dos por un franco cincuenta.
El sol ya se había alzado sobre Vincennes. Los colores de los vestidos de las mujeres y de los uniformes contrastaban con las negras levitas y los sombreros de copa de las autoridades. Seguramente sería cosa de la imaginación popular, pero los miembros de las clases dirigentes parecían muy preocupados. Y quizá lo estuvieran, al menos algunos, porque todos habían leído Le Gaulois y Le Petit Journal a primera hora. El asunto de los monumentos a los caídos había causado una conmoción general. Que se hubiera destapado justo el día de la fiesta nacional no parecía fruto del azar; era una señal, una especie de desafío. «¡Francia, injuriada!», titulaban unos, «¡Nuestros Gloriosos Muertos, insultados!», clamaban otros sin escatimar mayúsculas. Porque ya no cabía duda: una empresa que llevaba el ignominioso nombre de Recuerdo Patriótico había vendido cientos de monumentos antes de volatilizarse con lo recaudado. Se hablaba de un millón de francos, incluso de dos, pero nadie era capaz de cuantificar los daños. La rumorología se había apoderado del escándalo y, a la espera del desfile, la gente intercambiaba información salida de no se sabía dónde: sin duda, se trataba de «¡otra jugada de los boches!». No, afirmaban otros basándose en fuentes igual de fiables, pero lo seguro era que los estafadores habían huido con más diez millones.
—¡Diez millones! ¿Puedes creerlo? —le preguntó Pauline a Albert.
—A mí me parece una exageración —opinó Albert con una vocecilla tan baja que casi no se oyó ni él.
Como era costumbre en Francia se pedía que rodaran cabezas, pero también porque el gobierno estaba «salpicado». L’Humanité lo explicaba muy bien: «Puesto que la construcción de esos monumentos a los caídos requiere casi siempre la participación del Estado en forma de subvenciones, por lo demás ridículamente modestas, ¿puede alguien creer que ninguna autoridad se hallara al corriente?»
—De todas formas —dijo un hombre detrás de Pauline—, para dar un golpe así, hay que ser muy profesional.
La extorsión de fondos indignaba a todo el mundo, pero nadie podía evitar sentir cierta admiración. ¡Qué cara más dura!
—Es verdad —opinó Pauline—. Desde luego, son buenos, eso hay que reconocerlo.
A Albert no le llegaba la camisa al cuerpo.
—¿Qué te pasa, cielo? —le preguntó la chica, acariciándole la mejilla—. ¿Te aburres? ¿O es porque ver tantas tropas y oficiales te trae recuerdos? ¿Es eso?
—Sí —respondió Albert—, es eso.
Mientras sonaban los primeros acordes de Sambre-et-Meuse, tocado por la Guardia Republicana, y el general Berdoulat, que encabezaba el desfile, saludaba con su sable al mariscal Pétain, rodeado por un Estado Mayor de oficiales de alta graduación, Albert pensaba: ¡Diez millones de botín! ¡No te digo! Acabarán cortándome la cabeza por la décima parte de eso.
Eran las ocho. Había quedado con Édouard en la estación de Lyon a las doce y media, porque el tren a Marsella salía a la una. Y Pauline se quedaría sola. Y él, sin Pauline. ¡Menuda ganancia!
A continuación, desfilaron los alumnos de la Escuela Politécnica, los cadetes de la Academia Militar de Saint-Cyr, con su penacho tricolor, la Guardia Republicana y el cuerpo de bomberos, tras los que venía la infantería, de azul horizonte, ovacionada por la multitud, que gritaba «¡Viva Francia!».
Cuando sonaron los gloriosos cañonazos disparados en los Inválidos, Édouard estaba delante del espejo. Hacía tiempo que le preocupaba el tono rojo carmín que habían adquirido las mucosas de su garganta. Se sentía cansado. La lectura de los periódicos matinales no le había producido la misma alegría que el día anterior. ¡Qué deprisa envejecían las emociones! ¡Y qué mal su garganta!
¿Qué aspecto tendría con el paso de los años? El agujero de su cara ocupaba el espacio destinado a las arrugas, salvo la frente. Se entretuvo pensando que las arrugas que no encontraran su sitio en las inexistentes mejillas o en torno a los inexistentes labios emigrarían a la frente, como esos ríos desviados de su cauce que buscando una salida toman el primer camino que encuentran. De viejo, no sería más que una frente tan llena de surcos como un campo de maniobras sobre un agujero carmesí.
Miró la hora. Las nueve. Y un cansancio increíble… La doncella le había dejado el traje colonial al completo sobre la cama. Yacía en ella cuan largo era, como un muerto despojado de su materia.
—¿Es así como lo quería? —le había preguntado la chica, insegura.
Aunque, tratándose de él, ya nadie se sorprendía de nada, aquella chaqueta con aquellas plumas verdes tan grandes cosidas a la espalda…
—¿Para salir… a la calle? —había murmurado, extrañada.
Por toda respuesta, Édouard le había puesto en la mano un billete arrugado.
—Entonces, ¿puedo decirle al botones que venga a buscar su baúl?
El equipaje saldría antes que él, sobre las once, para cargarlo en el tren. Édouard sólo se quedaría el petate, aquella reliquia, con sus escasas pertenencias. Las cosas importantes, siempre las llevaba Albert. Tengo miedo de que lo pierdas, decía.
Al pensar en su amigo se sintió mejor, incluso un poco orgulloso: por primera vez desde que se conocían, era como si él se hubiera convertido en el padre y Albert, en el hijo. Porque en el fondo, Albert, con sus miedos, sus pesadillas y sus ataques de pánico, no era más que un crío. Como Louise, que el día anterior había vuelto por sorpresa. ¡Qué alegría, verla!
La niña estaba sin aliento.
Un hombre había estado en el pasaje. Édouard se había inclinado hacia ella: a ver, cuéntame.
Está buscándoos, estuvo husmeando y haciendo preguntas, pero por supuesto no le dijimos nada. Iba solo. Sí, en taxi. Édouard le acarició la mejilla y le bordeó con el índice el contorno de los labios. Sí, eres un encanto, has hecho bien, pero ahora vete, es tarde. Le habría gustado besarla en la frente. Y a ella que lo hiciera. Louise se había encogido de hombros y, tras una breve vacilación, se había marchado.
Un hombre solo, en taxi… No era la policía. ¿Tal vez un reportero más espabilado que otros que había dado con el pasaje? ¿Y qué? Sin nombres, ¿qué iba a hacer? Ni aun con nombres. ¿Cómo se las apañaría para encontrar a Albert en el cuarto que alquilaba y a él allí? Además, el tren saldría en cuestión de horas.
Sólo un poco, se dijo. Esta mañana, nada de heroína, solamente una pizca de morfina. Debía estar despejado, dar las gracias al personal, despedirse del recepcionista, subir al taxi, llegar a la estación, encontrar el tren, esperar a Albert… Luego vendría la sorpresa que lo colmaría de alegría. Aunque Albert le había enseñado su billete, Édouard se había puesto a rebuscar y había encontrado los otros, expedidos a nombre del señor y la señora Évrard.
Así que había una chica… Hacía tiempo que lo sospechaba. Pero ¿por qué se andaba con tantos secretitos en ese tema? Un crío.
Se puso la inyección. La sensación de bienestar fue inmediata. Se sentía tranquilo, ligero… Había tenido cuidado con la dosis. Se tumbó en la cama y se pasó el índice alrededor del agujero de la cara. Mi traje colonial y yo somos como dos muertos tendidos uno al lado del otro, uno vacío y el otro hueco.
A excepción de las cotizaciones en Bolsa, que estudiaba concienzudamente mañana y tarde, y algún que otro artículo económico, Péricourt no leía el periódico. Los leían en su lugar, le redactaban resúmenes y le señalaban las noticias importantes. No había querido romper la norma.
En el vestíbulo, en una mesita de servicio, había visto el titular del Gaulois. Idioteces. Hacía días que sabía que el escándalo era inminente; no necesitaba leer la prensa para adivinar lo que decían.
Su yerno había ido a la caza para nada, y demasiado tarde. Aunque tal vez no, puesto que ahora estaban frente a frente.
Péricourt no hizo preguntas, se limitó a entrelazar las manos sobre el escritorio. Esperaría el tiempo necesario, pero no preguntaría. En cambio podía darle una información suculenta.
—He hablado por teléfono con el ministro de las Pensiones en relación con su asunto.
Henri no se había imaginado la conversación de esa manera, aunque bien mirado daba igual. Lo importante era verse absuelto.
—Me ha confirmado que es serio —prosiguió Péricourt—. Me ha dado algunos detalles… Muy serio, diría yo.
Henri estaba intrigado. ¿Qué intentaba el viejo, subir la apuesta, negociar sobre lo que tenía que darle a cambio?
—He encontrado a su hombre —le soltó.
—¿Quién es?
La pregunta le había salido fulminada. Buena señal.
—¿Y qué dice su amigo el ministro de ese asunto mío tan «serio»?
Los dos dejaron que se hiciera el silencio.
—Que tiene difícil arreglo. ¿Qué quiere usted? Los informes han estado circulando, ya no es un secreto…
Para Henri era impensable renunciar, y más ahora. Vendería su piel al precio que hiciera falta.
—Que el arreglo sea difícil no significa que sea imposible.
—¿Dónde está ese hombre? —le preguntó su suegro.
—En París. De momento. —Henri se calló y se miró las uñas.
—¿Está seguro de que es él?
—Totalmente.
Henri había pasado la velada en el bar del Lutetia. Por un momento, había dudado si avisar a Madeleine; pero no merecía la pena: ella nunca se preocupaba de dónde estaba.
La primera información se la había proporcionado el barman: allí no se hablaba más que del tal señor Eugène, que había llegado hacía quince días. Su presencia lo eclipsaba todo, las últimas noticias, las celebraciones del Catorce de Julio… Aquel hombre monopolizaba la atención general. Y se había ganado la inquina del barman: «¡Imagínese! No da propinas más que a la gente a la que ve, así que, cuando pide champán, se la da a quien se lo lleva, y al que se lo ha preparado, nada de nada, es un patán, si quiere mi opinión. Bueno, espero que no sea usted uno de sus amigos… ¡Ah, y también se habla mucho de la niña! Pero no viene por aquí, el bar no es sitio para críos.»
En pie desde las siete, Henri pasó la mañana sonsacando al personal: al botones que le llevó el desayuno, a la doncella… También pidió los periódicos para tener así ocasión de preguntarle a alguien más. Y todo encajaba. Realmente era un cliente muy poco discreto. Seguro de su impunidad.
La niña que había estado allí la tarde anterior se correspondía punto por punto con la cría a la que había seguido. E iba a ver a un solo cliente, siempre el mismo.
—Se va de París —dijo Henri.
—¿Con qué destino? —le preguntó su suegro.
—En mi opinión va a abandonar el país. A mediodía. —Henri dejó que la información produjera el deseado efecto y añadió—: A este menda le parece que luego será difícil encontrarlo.
Este menda… Sólo alguien de su calaña podía usar semejante expresión. Curiosamente, y aunque no fuera demasiado estricto en cuestiones de vocabulario, aquella vulgaridad en boca del hombre al que había entregado la mano de su hija escandalizó a Péricourt.
Por la calle pasó una banda militar, lo que los obligó a guardar silencio. Debía de haber una pequeña multitud siguiendo a los músicos, porque se oían chillidos infantiles, petardos…
Cuando volvió la calma, Péricourt decidió abreviar.
—Intervendré ante el ministro y…
—¿Cuándo?
—En cuanto usted me haya dicho lo que quiero saber.
—Se llama, o se hace llamar, Eugène Larivière. Se aloja en el Lutetia…
Convenía redondear la información, pagarle mejor al viejo. Henri entró en detalles: las extravagancias de aquel vividor, las orquestas de cámara, las máscaras para que nunca le vieran la cara, las colosales propinas… Decían que se drogaba. La tarde anterior, la doncella había visto un traje colonial… Y había un baúl.
—¿Cómo que plumas? —lo interrumpió su suegro.
—Sí. Verdes. Como alas.
Péricourt se había formado su propia idea del estafador a partir de lo que sabía sobre ese tipo de malhechores, y no se parecía en nada al retrato de su yerno. Henri comprendió que su suegro no se lo creía.
—Vive a todo tren, gasta el dinero a espuertas y tiene una generosidad extrañísima.
Bien dicho. Hablar de dinero colocaba de nuevo al viejo en su terreno. Dejémonos de orquestas y alas de ángel, y centrémonos en la pasta. Alguien que roba y gasta: algo comprensible para un hombre como su suegro.
—¿Lo ha visto?
¡Ay, eso sí que había sido una lástima! ¿Qué contestaba? Había estado en la planta, sabía el número de la suite, la 40, al principio le habían entrado ganas de verle la cara, quizá ya que estaba solo incluso de atraparlo. Nada más fácil: llamaba a la puerta, el tipo abría y caía redondo al suelo. Después un cinturón alrededor de las muñecas… Pero ¿y después?
¿Qué quería el señor Péricourt exactamente? ¿Entregárselo a la policía? Como el viejo no había revelado nada sobre sus intenciones, Henri se había vuelto al bulevar Courcelles.
—Deja el Lutetia a mediodía —repitió—. Está a tiempo de hacer que lo detengan.
A Péricourt eso no se le había pasado por la cabeza. Había querido encontrar a aquel hombre por motivos personales. Incluso habría preferido ayudarlo a huir antes que compartirlo con nadie. Le venían a la mente imágenes de una detención espectacular, de una interminable instrucción, de un juicio…
—Bien.
A su modo de ver, la conversación había acabado, pero Henri no se movía. Al contrario; descruzó las piernas y volvió a cruzarlas para dar a entender que no tenía ninguna prisa, que pensaba obtener entonces lo que se había ganado y que no se iría sin nada.
Péricourt descolgó el auricular, pidió a la operadora que lo pusiera con el ministro de las Pensiones, en su casa, en el ministerio, donde estuviera, porque era urgente y necesitaba hablar con él. Tuvieron que esperar sumidos en un incómodo silencio.
Por fin, sonó el teléfono.
—Bien. Que me llame inmediatamente después —dijo con calma Péricourt—. Sí, muy urgente. —Y se volvió hacia Henri—. El ministro está en el desfile de Vincennes. Llegará a casa dentro de una hora.
Henri no podía soportar la idea de quedarse allí ese tiempo o más. Se levantó. Ambos hombres, que nunca se estrechaban la mano, se midieron con la mirada una vez más y se separaron.
Péricourt oyó los pasos de su yerno al alejarse; luego, se sentó de nuevo, se volvió y miró por la ventana: el cielo era de un azul impoluto.
Entretanto, Henri se preguntaba si debía ir a ver a Madeleine.
Va, sí, por una vez no pasaba nada.
Sonaron las trompetas, la caballería levantó toneladas de polvo, después pasaron las enormes piezas tiradas por cañones de la artillería pesada, seguidas de ametralladoras y cañones mecanizados que parecían fortines rodantes y de carros de combate. Y se acabó. Eran las diez. El desfile había dejado una extraña sensación de plenitud y vacío a la vez, como la que se siente cuando acaban unos fuegos artificiales. La muchedumbre se volvió a casa lentamente, casi en silencio, salvo los niños, contentos de poder correr al fin.
Mientras caminaban, Pauline se colgó del brazo de Albert.
—¿Dónde encontraremos un taxi? —preguntó él con voz inexpresiva.
Tenían que pasar por la casa de huéspedes, donde Pauline se cambiaría antes de ir a trabajar.
—¡Bah, ya hemos gastado bastante! —dijo ella—. Cojamos el metro. Tenemos bastante tiempo, ¿no?
Péricourt esperaba la llamada del ministro. Cuando sonó el teléfono, eran casi las once.
—¡Ay, mi querido amigo, lo siento…!
Pero la voz del ministro no era la de alguien que lo sentía. Hacía días que temía aquella llamada y estaba sorprendido de que aún no se hubiera producido: lógicamente, tarde o temprano Péricourt acabaría interviniendo en favor de su yerno.
Y sería sumamente embarazoso: le debía mucho al banquero, pero esta vez no podía hacer nada. El asunto de los cementerios se le había escapado de las manos; hasta el Presidente del Consejo estaba conmocionado: qué quería que hiciera ahora…
—Es en relación con mi yerno… —empezó a decir Péricourt.
—¡Ah, amigo mío, qué lamentable…!
—¿Grave?
—Gravísimo. Hay inculpación.
—¿Ah, sí? ¿Hasta ese punto?
—¡Pues sí! Manipulación de licitaciones del Estado, encubrimiento de fraude, robo, tráfico, tentativa de soborno… ¡Más grave imposible!
—Bien.
—¿Cómo que bien? —preguntó el ministro, desconcertado.
—Sólo quería conocer la magnitud del desastre.
—Enorme, mi querido Péricourt, escándalo asegurado. ¡Sin contar lo que se nos viene encima en estos momentos! Admitirá usted que con ese asunto de los monumentos a los caídos estamos atravesando un período funesto… Así que, compréndalo, pensé en intervenir por su yerno, pero…
—¡No haga nada!
El ministro no daba crédito a sus oídos. ¿Nada?
—Quería informarme, eso es todo —repitió Péricourt—. Tengo medidas que tomar respecto a mi hija, pero en lo que respecta al señor d’Aulnay-Pradelle, que la justicia haga su trabajo. Es lo mejor. —Y añadió estas palabras cargadas de significado—: Lo mejor para todos.
Al ministro, salir tan fácilmente del apuro le pareció un milagro.
Péricourt colgó. La condena de su yerno, que acababa de pronunciar sin la menor vacilación, sólo le inspiró una idea: ¿debo advertir a Madeleine enseguida?
Consulto su reloj. Lo haría más tarde.
Pidió el coche.
—Sin chófer, yo conduciré.
A las once y media, Pauline seguía inmersa en la euforia del desfile, la música, las explosiones, los rugidos de los motores… Acababan de llegar a la pensión.
—¡Hay que ver! —exclamó, quitándose el sombrero—. ¡Pedir un franco por una mísera caja de madera!
Albert estaba inmóvil en el centro de la habitación.
—Pero bueno, ¿te encuentras mal, cielo? ¡Estás blanco como la pared!
—Soy yo —murmuró.
Se sentó en la cama y se quedó mirándola, rígido.
Ya estaba, había confesado, aunque no sabía qué pensar de aquella súbita decisión ni qué añadir. Las palabras habían salido de su boca sin su intervención. Como si hablara otro.
Pauline lo miró con el sombrero todavía en la mano.
—¿Cómo que eres tú?
Albert parecía enfermo. Pauline fue a colgar el abrigo y volvió a su lado. Estaba blanco como el papel. Claro que estaba enfermo. Le puso la mano en la frente. Lo que ella decía: tenía fiebre.
—¿Has cogido frío?
—Me voy, Pauline, me marcho —dijo él con el rostro descompuesto.
El malentendido sobre su salud no duró un segundo más.
—¿Te vas? —replicó ella al borde de las lágrimas—. ¿Cómo que te vas? ¿Me dejas?
Albert recogió el periódico que seguía al pie de la cama, doblado por la página del artículo sobre el escándalo de los monumentos, y se lo tendió.
—Soy yo —repitió.
Ella necesitó unos segundos para comprender. Luego se mordió el puño.
—Dios mío…
Albert se levantó, abrió un cajón de la cómoda, cogió los billetes de la compañía marítima y le entregó el suyo.
—¿Quieres venir conmigo?
Los ojos de Pauline estaban tan fijos como las bolitas de cristal de los maniquíes de cera. Con la boca abierta, miró los billetes y después el periódico sin salir de su estupefacción.
—Dios mío… —repetía.
Albert hizo lo único que podía hacerse. Se levantó, se agachó, sacó la maleta de debajo de la cama, la dejó sobre la colcha y la abrió. Rebosaba de billetes grandes en gruesos fajos.
Pauline soltó un gritito.
—El tren sale hacia Marsella dentro de una hora —le explicó Albert.
Disponía de tres segundos para elegir entre ser rica o seguir como criada.
Sólo necesitó uno.
Por supuesto, había influido lo de la maleta llena de dinero, pero curiosamente lo que había inclinado la balanza habían sido los billetes donde se leía en azul: «Cabina de primera clase.» Lo que eso representaba…
Cerró la maleta de un manotazo y corrió a ponerse el abrigo.
Para Péricourt la aventura del monumento había terminado. No sabía por qué se dirigía al Lutetia; no tenía intención de entrar, ni de ver a aquel individuo o hablar con él. Tampoco de denunciarlo o de impedir que huyera. Por primera vez en su vida aceptaba la derrota.
Porque era indiscutible que lo habían vencido.
Por raro que pareciera, casi se sentía aliviado. Perder era algo humano.
Y además, aquello era un final, y él necesitaba uno.
Se dirigía al hotel del mismo modo que habría firmado al pie de un reconocimiento de deuda, porque es una muestra de coraje necesaria y no se puede hacer otra cosa.
No era una guardia de honor —en un hotel de lujo, las cosas no se hacían así—, pero se asemejaba mucho: todo el personal que había atendido al señor Eugène lo esperaba en el vestíbulo. Salió del ascensor gritando como un loco, enfundado en la chaqueta colonial, con las alas de ángel hechas con plumeros a la espalda —ahora se veía claramente.
No llevaba una de aquellas estrambóticas máscaras con que hasta entonces había regocijado al personal del hotel, sino la de «hombre normal», inexpresiva pero muy realista. La misma con la que había llegado.
Seguramente no volverían a ver nada igual. El recepcionista lamentó no haber llamado a un fotógrafo. El señor Eugène, más señor que nunca, repartía billetes, billetes grandes, a todo el mundo —«¡Gracias, señor Eugène, hasta pronto!»—, como un santo sus bendiciones: quizá, de ahí lo de las alas. Pero ¿por qué verdes?, se preguntaban algunos.
Unas alas… Qué idiotez, se decía Péricourt, recordando la conversación con su yerno. Circulaba por un bulevar Saint-Germain con poco tráfico, apenas unos cuantos automóviles y coches de caballos. Hacía un día estupendo. Su yerno había hablado de «excentricidades»; además de las alas, había mencionado también unas orquestas, ¿no? Al fin comprendía que su alivio se debía al hecho de haber perdido una batalla que no podía ganar, porque ni aquel mundo ni aquel adversario eran los suyos. No se puede luchar contra algo que no se comprende.
Lo que no se comprende simplemente hay que aceptarlo, habrían podido filosofar los empleados del hotel Lutetia mientras se guardaban en el bolsillo las bendiciones del señor Eugène, que con el petate a la espalda y sin dejar de gritar, avanzaba a grandes zancadas, rodillas en alto, hacia las puertas abiertas de par en par ante el bulevar.
Péricourt podía haberse evitado incluso el desplazamiento. ¿Por qué se había impuesto esa ridícula obligación? Bah, más valía volverse, se dijo. Como ya estaba en el bulevar Raspail, pasaría de largo ante el hotel, tomaría por la primera calle a la derecha y regresaría a casa. Y sanseacabó. Aquella decisión fue una liberación.
El recepcionista del Lutetia también estaba deseando que aquella comedia llegara a su fin: los demás clientes consideraban el carnaval del vestíbulo «de muy mal gusto». Y aquella lluvia de dinero convertía a los empleados en mendigos, era indecente, ¡que se fuera de una vez!
El señor Eugène debió de notar algo, porque de pronto se detuvo como un animal que intuye la presencia de un depredador. Su inestable postura contrastaba con la impasibilidad de la máscara, de facciones fijas, como paralizadas.
De repente extendió el brazo y, señalando la esquina del vestíbulo donde una empleada acababa de desempolvar las mesitas bajas, soltó un grito alto y claro «¡Aaarrrggg!» y echó a correr hacia la mujer, que al ver que aquel hombre de rostro pétreo y atuendo colonial se abalanzaba sobre ella agitando sus grandes alas verdes, se llevó un susto de muerte. «¡Qué miedo pasé, Dios mío! ¡Y cómo nos reímos después! Lo que quería era la escoba. ¿La escoba? Como lo oye.» En efecto, el señor Eugène la agarró, se la echó al hombro como si fuera una larga carabina y empezó a marcar el paso, marcial y renqueante, sin dejar de chillar, al ritmo de una música silenciosa que todos los presentes tenían la sensación de oír.
Y así, con paso militar y balanceando las grandes alas verdes, fue como cruzó la puerta del hotel y se plantó en la acera, bañada por el sol.
Al volverse hacia la izquierda vio un coche que se acercaba rápidamente a la esquina del bulevar. Lanzando la escoba al aire, salió corriendo.
Péricourt acababa de acelerar cuando divisó la pequeña multitud congregada ante el hotel; justo estaba pasando por delante de la entrada en el instante en que Édouard echó a correr. Contra lo que pueda suponerse, lo que vio no fue un ángel que volaba hacia él, porque con aquella pierna rígida Édouard no llegó a despegar del suelo: se plantó en mitad de la calzada y, mirando al cielo, abrió los brazos de par en par ante el vehículo que se acercaba e intentó elevarse en el aire, pero ahí acabó todo.
O casi.
Péricourt no habría podido detenerse. Pero sí frenar. Paralizado por la sorprendente aparición surgida de la nada —no el ángel con atuendo colonial, sino el rostro de Édouard, de su hijo, intacto, inmóvil, pétreo, como una máscara mortuoria cuyos rasgados ojos expresaban una inmensa sorpresa—, fue incapaz de reaccionar.
El vehículo embistió al joven de lleno.
Se oyó un ruido sordo, lúgubre.
Y entonces, el ángel voló realmente.
Salió despedido por los aires. Aunque fue un vuelo muy poco elegante, como el de un avión envuelto en llamas, por un fugaz instante todo el mundo vio con claridad al joven con el cuerpo arqueado, la mirada fija en el cielo y los brazos muy abiertos, igual que en una ascensión. Después, cayó y se estrelló contra el suelo, golpeando violentamente con la cabeza el bordillo de la acera. Y eso fue todo.
Albert y Pauline subieron al tren justo antes de las doce. Fueron los primeros viajeros en ocupar sus asientos. Ella lo acribilló a preguntas, a las que él respondió con toda sencillez.
Contada por Albert, la historia te desarmaba.
De vez en cuando, Pauline lanzaba una ojeada a la maleta, que había colocado en el portaequipajes, frente a ella.
Por su parte, Albert abrazaba celosamente el gran sombrerero que contenía la cabeza de caballo.
—Pero, a ver, ¿quién es tu amigo? —le susurró Pauline, que empezaba a impacientarse.
—Pues un amigo… —murmuró él, evasivo.
No tenía bastante energía para describirlo. Ya lo vería cuando llegara. No quería que se asustara, que saliera huyendo, que lo abandonara ahora, porque se había quedado sin fuerzas. Estaba reventado. Tras la confesión, Pauline se había encargado de todo: del taxi, la estación, los billetes, el mozo de equipajes, los revisores… Si hubiera podido, Albert se habría dormido allí mismo, al momento.
Entretanto, el tiempo iba pasando.
Subieron otros viajeros y el tren empezó a llenarse con un ajetreo de maletas y bolsos aupados por las ventanillas, gritos de niños, nervios por la partida, despedidas de los amigos, la pareja, los padres, recomendaciones, búsqueda de asiento, mira, es aquí, ¿me permite?…
Albert, que había bajado la ventanilla y estaba asomado mirando hacia la cola del tren, parecía un perro que espera impaciente la llegada de su amo.
La gente lo empujaba al pasar por el pasillo, de lado, porque estorbaba. El compartimento se llenó. Sólo quedaba un asiento vacío, el de su amigo, que seguía sin aparecer.
Mucho antes de la hora de salida, Albert comprendió que Édouard no llegaría. Sintió una pena inmensa.
Pauline se dio cuenta, se acurrucó junto a él, le cogió la mano y la retuvo entre las suyas.
Cuando los revisores empezaron a recorrer el andén gritando que el tren estaba a punto de partir y había que alejarse de los vagones, Albert agachó la cabeza y lloró desconsolado.
Tenía el corazón destrozado.
«Albert quiso irse a las colonias —contaría más adelante la señora Maillard—. Bueno, me parece muy bien. Pero si hace como aquí y empieza a lloriquear delante de los indígenas, no llegará muy lejos, se lo digo yo. Pero en fin, Albert es Albert. ¡Qué se le va a hacer, él es así!»