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LO que ocurrió a partir del 13 de julio podría figurar en el programa de las escuelas de artificieros y desactivadores de minas como un excelente ejemplo de situación explosiva de encendido progresivo.

A las seis y media de esa mañana, cuando apareció Le Petit Journal, aún no era más que un prudente suelto, aunque en primera página. El titular aventuraba únicamente una hipótesis, pero muy prometedora:

FALSOS MONUMENTOS A LOS CAÍDOS…

¿Se avecina un escándalo nacional?

Sólo treinta líneas, pero entre «La conferencia de Spa se prolonga sin resultados», el balance de la guerra: «Europa ha perdido 35 millones de hombres» y el mísero «Programa de festividades del Catorce de Julio», del que todo el mundo estaba cansado de oír que no se parecería en nada a la fiesta nacional precedente, lógicamente, que sería insuperable, la información atrajo las miradas.

¿Qué decía el artículo? Nada. En ello residía su fuerza: dejaba el campo libre al imaginario colectivo. No se daba ninguna información, pero se sugería que «quizá» algunos municipios «habrían» encargado monumentos a los caídos a una empresa «de la que podría temerse» que sólo fuera una «empresa fantasma». Más prudencia, imposible.

Henri d’Aulnay-Pradelle fue de los primeros en leerlo. Acababa de bajar del taxi y, mientras esperaba a que abrieran la imprenta (aún no eran las siete de la mañana), compró Le Petit Journal, vio el suelto y sintió tanta rabia que tuvo que contenerse para no arrojarlo al suelo. Leyó, releyó y sopesó cada palabra. Aún le quedaba un poco de tiempo, lo que lo tranquilizó. Pero no demasiado, lo que duplicó su rabia.

Un trabajador con mono metió la llave en el cerrojo de la puerta de la imprenta. Henri ya estaba pisándole los talones: buenos días. Le tendió el catálogo del Recuerdo Patriótico: ustedes lo imprimieron, quiénes son sus clientes. Pero no era el jefe.

—Mire, ya viene. Ahí lo tiene.

Un hombre de unos treinta años, con pinta de antiguo encargado que se casó con la dueña, con una fiambrera en una mano y Le Petit Journal enrollado en la otra. No obstante, Henri aún tenía una oportunidad, no lo había abierto. Impresionaba a esos hombres porque todo en él dejaba traslucir al «señor», el tipo de cliente exigente y rico que no se fijaba en el precio. Así que cuando le preguntó si podía hablar con él, el ex encargado se limitó a responder ¡cómo no! y, mientras los tipógrafos, los impresores y los cajistas iniciaban la jornada laboral, le indicó la puerta acristalada del despacho donde recibía a los clientes.

Los empleados los miraban con disimulo. Henri se volvió para que no lo vieran, sacó doscientos francos sin decir nada y los dejó sobre la mesa.

Los trabajadores sólo habían visto al cliente, que actuaba con normalidad, de espaldas, y además se había ido enseguida. La conversación no había durado mucho, mala señal, no había hecho ningún pedido. Sin embargo, el jefe se acercó a ellos con una expresión satisfecha que los sorprendió, pues no le gustaba perder un encargo. No podía creérselo, le habían dado cuatrocientos francos, y sólo por explicarle a aquel señor que no sabía el nombre del cliente, un individuo de estatura mediana, nervioso, inquieto, diría él, agitado, que había pagado en dinero contante y sonante la mitad del pedido y el resto un día antes de la entrega, que él no sabía dónde se había hecho, porque los paquetes los había recogido un recadero, un forzudo que tiraba de un carretón con su único brazo.

—Vive por aquí.

Eso era cuanto había averiguado Henri. El impresor no conocía al recadero personalmente, pero no era la primera vez que lo veía; no es que hoy en día ser manco tuviera nada de particular, pero no había muchos que trabajaran tirando de un carretón.

—Puede que no exactamente por aquí —había puntualizado el hombre—. Quiero decir que a lo mejor no es del barrio, pero vive cerca…

Eran las siete y cuarto.

En el vestíbulo, Labourdin, jadeante, exánime, al borde de la apoplejía, se plantó delante del señor Péricourt.

—¡Presidente, presidente…! —exclamó, sin dar siquiera los buenos días—. ¡Quiero que sepa que no he tenido nada que ver! —Y le tendió Le Petit Journal como si quemara—. ¡Qué desastre, presidente! Pero le doy mi palabra…

Como si su palabra hubiera valido algo alguna vez.

Estaba al borde de las lágrimas.

Péricourt cogió el periódico y fue a encerrarse en su despacho. Labourdin se quedó en el vestíbulo sin saber qué hacer: ¿se iba?, ¿podía ayudar? Pero se acordó de que el presidente solía decirle: «Sobre todo, Labourdin, nunca tome la iniciativa, espere a que alguien le diga…»

Y eso hizo: se instaló en el salón, donde un momento después apareció la criada, la misma a la que le había pellizcado las tetas no hacía mucho, la morenita aquella tan excitante, que a distancia le preguntó si deseaba algo.

—Café —dijo Labourdin, rendido.

No tenía ánimos para nada.

Péricourt releyó el artículo. El escándalo estallaría esa tarde, mañana… Se levantó y arrojó el periódico sobre el escritorio sin encolerizarse: era demasiado tarde. Cada mala noticia parecía empequeñecerlo un centímetro: con los hombros caídos, se le doblaba la espalda, encogía…

Al sentarse ante el escritorio, vio el periódico del revés. La chispa que había hecho saltar aquel artículo bastaría para encender la mecha, se dijo.

Y tenía razón: en cuanto habían leído el suelto de sus colegas del Petit Journal, los reporteros del Gaulois, el Intransigeant, el Temps y el Écho de Paris habían corrido hacia un taxi para ir a hablar con sus contactos. Ante sus preguntas, la administración permaneció muda, señal de que había gato encerrado. Todos se pusieron en pie de guerra, con la certeza de que, cuando se declarara el fuego, la recompensa se la llevarían quienes estuvieran en primera línea.

El día anterior, cuando había abierto la lujosa caja del Bon Marché, apartado el papel de seda y visto el increíble conjunto que le había comprado Albert, Édouard había gritado de alegría. Le encantó en cuanto lo vio. Había un pantalón corto hasta las rodillas color caqui, una camisa beige, un cinturón con flecos, como los que llevaban los cowboys en las ilustraciones, unos calcetines altos color marfil, una chaqueta marrón clara, unas botas militares de lona y un sombrero de ala enorme, que al parecer te protegía de un temible sol. Y bolsillos por todos lados, era la monda. ¡Un traje de safari para un baile de disfraces! Sólo le faltaban el fusil de un metro y la cartuchera para convertirse en todo un Tartarín. Se lo puso enseguida y rugió de contento delante del espejo.

Con tan estrambótica vestimenta lo encontró el camarero del hotel que le llevó el pedido: un limón, champán y sopa de verduras.

Y aún la llevaba cuando se puso la inyección de morfina. Ignoraba qué efecto tenía la sucesión morfina-heroína-morfina, quizá catastrófico, pero de momento lo que sentía era bienestar, relajación, calma.

Se volvió hacia el baúl de viaje, el modelo Trotamundos, y después abrió la ventana de par en par. Sentía auténtica pasión por el cielo de la Île-de-France, que en su opinión no debía de tener muchos rivales. Siempre le había gustado París, sólo había abandonado la ciudad para ir a la guerra y no imaginaba vivir en ningún otro sitio. Tampoco hoy, qué curioso. Debía de ser efecto de las drogas: nada es del todo real ni del todo cierto. Lo que ves no es exactamente la realidad, tus ideas son volátiles, vives en un sueño, en una historia que no es del todo la tuya.

Y el mañana no existe.

Aunque esos días no tenía la cabeza para esas cosas, Albert se quedó completamente embobado. Y no era para menos: Pauline sentada en la cama, con aquel vientre tan liso convergiendo en un ombligo con unas arruguillas deliciosas, aquellos pechos perfectamente redondos, blancos como la nieve, con unas areolas de un color rosa tan delicado que daba ganas de llorar, y la crucecita de oro buscando su sitio, mareada… Un espectáculo tanto más cautivador por su gran naturalidad: Pauline estaba distraída, con el pelo todavía revuelto, porque hacía un rato había saltado sobre Albert en la cama exclamando «¡Es la guerra!» y, más valiente que nadie, lo había atacado de frente, se le había subido encima y no había tardado mucho en conseguir que él entregara las armas, vencido y satisfecho de la derrota.

No habían tenido muchos días como aquél, en los que pudieran quedarse en la cama. No había pasado más que dos o tres veces. En casa de los Péricourt, Pauline solía cumplir unos horarios imposibles; pero no ese día. Oficialmente, Albert estaba «de permiso». «El banco nos da un día más de fiesta por el Catorce de Julio», le había explicado. Si Pauline no se hubiera pasado la vida trabajando como criada para todo, la habría sorprendido que un banco diera algo, pero, al no ser así, le pareció que aquel gesto honraba a sus jefes.

Albert había bajado a comprar unos bollos de leche y el periódico. Las caseras les dejaban tener un hornillo, pero «sólo para las bebidas calientes», de modo que podían prepararse café.

Pauline, como su madre la trajo al mundo y reluciente por el esfuerzo desplegado en la guerra, se bebía el café mientras se informaba de las celebraciones del día siguiente. Había doblado el periódico entero para leer el programa.

—«Adorno e iluminación de los principales monumentos y edificios públicos.» Qué bonito va a ser…

Albert estaba acabando de afeitarse. A ella le gustaban los hombres con bigote (en esa época, tampoco los había de otro tipo), pero odiaba las mejillas ásperas. Eso rasca, decía.

—Habrá que ir temprano —opinó sin alzar la cabeza del periódico—. El desfile empieza a las ocho, y Vincennes no está a la vuelta de la esquina…

Desde el espejo, Albert la observaba, hermosa como una ninfa y con una juventud insultante. Iremos al desfile, pensó, y luego ella se marchará a trabajar y yo la dejaré para siempre.

—¡En los Inválidos y en el monte Valérien dispararán salvas de artillería! —anunció, dando un sorbo al café.

Ella se pondría a buscarlo, iría allí, preguntaría, no, nadie había visto al señor Maillard… Nunca lo entendería, sentiría una enorme pena, pensaría en cientos de motivos para aquella repentina desaparición, se negaría a creer que él le hubiera mentido, no, imposible, la explicación tenía que ser más romántica, Albert habría sido víctima de un secuestro o lo habrían asesinado en algún sitio y habrían arrojado su cuerpo, que nunca aparecería, al Sena, por supuesto. Pauline se quedaría desconsolada.

—¡Jo, qué suerte la mía! —exclamó la chica—. «A las trece horas, representaciones gratuitas en los siguientes teatros: Opéra, Comédie-Française, Opéra-Comique, Odéon, Théatre de la Porte-Saint-Martin…» ¡A la una, justo cuando entro a trabajar!

A Albert le gustaba aquella historia en que desaparecía misteriosamente; le permitía interpretar un papel mudo y romántico muy distinto al real, tan censurable.

—¡«Y baile en la place de la Nation»! ¡Vaya por Dios! Acabo el servicio a las diez y media… Cuando queramos llegar casi habrá terminado… —dijo, aunque sin tristeza.

Viéndola sentada en la cama, devorando bollos, se preguntó: ¿era mujer para quedarse desconsolada? No, bastaba ver aquellos magníficos pechos, aquella boca golosa, aquel sueño hecho carne… Pensar que iba a hacerle daño, pero que se le pasaría al poco tiempo, lo tranquilizó, aunque lo hizo abstraerse un instante en aquella idea: era un hombre del que te consolabas.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto Pauline—. ¡Qué barbaridad! ¡Qué vergüenza!

Albert, al volverse, se cortó en la barbilla.

—¿El qué? —preguntó.

Buscó la toalla: los cortes en la barbilla sangraban que no veas… ¿Tenía piedra de alumbre, por lo menos?

—Pero ¿puedes creerlo? Alguien ha vendido monumentos a los caídos… —Levantó la cabeza: no daba crédito—. ¡Monumentos «falsos»!

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Albert volviéndose hacia la cama.

—¡Sí, monumentos que no existen! —respondió ella, inclinada sobre el periódico—. ¡Cuidado, cariño mío, estás sangrando! Vas a ponerlo todo perdido…

—¡Déjame ver, déjame ver!

—Pero, cariñito…

Ella soltó el periódico, muy conmovida por la reacción de su Albert. Lo comprendía. Había hecho la guerra y perdido a compañeros, así que no era de extrañar que enterarse de que había gente que cometía semejantes estafas lo indignara… Pero ¿hasta tal punto? Le limpió la barbilla, que seguía sangrando, mientras él leía y releía el breve artículo.

—Vamos, cariñín, tranquilízate… No merece la pena ponerse así…

Henri se pasó el día dando vueltas por el distrito. Le habían dicho que en la rue Lamarck vivía un recadero, en el número 13 o en el 16, no estaban seguros. Pero nada, ni en un sitio ni en el otro. Henri no hacía más que coger taxis. Alguien creía que un tipo con un carretón hacía recados en lo alto de la rue Caulaincourt; pero era un local antiguo, ahora cerrado.

Entró en el café de la esquina. Eran las diez de la mañana. ¿Un tipo que tira de un carretón con un solo brazo? ¿Un recadero, dice usted? No, no le sonaba a nadie. Bajó la calle por la acera de los pares y, si hacía falta, volvería a subirla por la de los impares y recorrería todas y cada una de las calles del barrio, pero lo encontraría.

—¿Con un solo brazo? No debe de ser nada fácil tirar del carro… ¿Está seguro?

Hacia las once, Henri tomó la rue Damrémont, donde le habían asegurado que el carbonero de la esquina con la rue Ordener tenía un carretón. Lo que nadie había sabido decirle era cuántos brazos. Tardó más de una hora en recorrer la calle. Pero en la esquina del cementerio del Norte, encontró a un obrero que se mostró muy seguro.

—¡Pues claro que lo conozco! —exclamó—. ¡Es un tipo muy curioso! Vive en la rue Duhesme, en el cuarenta y cuatro. Lo sé porque es vecino de un primo mío.

Pero el número 44 de la rue Duhesme no existía, era un solar en construcción, y por allí nadie supo decirle dónde vivía ahora aquel hombre, que además seguía teniendo los dos brazos.

Albert entró en tromba en la suite del Lutetia.

—¡Mira, mira, lee! —gritaba, agitando el arrugado periódico antes los ojos de Édouard, que intentaba despertarse.

¡Durmiendo a las once de la mañana!, se dijo Albert. Pero al ver la jeringuilla y la ampolla vacía en la mesilla de noche, comprendió que la somnolencia de su amigo no tenía mucho que ver con la hora. Después de dos años de amistad, Albert tenía suficiente experiencia para distinguir de un vistazo las tomas suaves de las dañinas. Por la forma en que Édouard se desperezaba, comprendió que esta vez se trataba de una dosis leve, de las que permitían neutralizar los efectos más destructivos de la abstinencia. De todas formas, ¿cuántas dosis había tomado, cuántas veces se había pinchado después de la ingente toma que tanto los había asustado a Louise y a él?

—¿Estás bien? —le preguntó, inquieto.

¿Por qué llevaba el conjunto que le había comprado en el Bon Marché, si era para las colonias? En París desentonaba, resultaba más bien ridículo.

Pero no le preguntó. Lo urgente, lo apremiante era el periódico.

—¡Lee!

Édouard se incorporó, leyó, acabó de despertarse y arrojó el periódico al aire aullando «¡Aaarrrggg!», lo que en su idioma era un grito de júbilo.

—Pero ¿no te das cuenta? —farfulló Albert—. ¡Lo saben todo! ¡Nos encontrarán!

Édouard saltó de la cama, se acercó a la gran mesa redonda, cogió la botella de champán de la cubitera y se vertió una cantidad fenomenal en la garganta. ¡Qué ruido hacía! De pronto empezó a toser y se cogió el vientre con ambas manos, aunque seguía bailando y aullando: «¡Aaarrrggg!»

Igual que en algunos matrimonios, a veces los dos amigos intercambiaban los papeles. Édouard, al reparar en la angustia de Albert, cogió el gran cuaderno de conversación.

—«¡No te preocupes! ¡NOS VAMOS

Realmente, pensó Albert, no tiene el menor sentido de la responsabilidad.

—Pero ¡lee, por amor de Dios!

Édouard se santiguó varias veces. Le encantaba esa gansada.

—«¡No saben NADA!» —escribió en el cuaderno.

Albert vaciló, pero hubo de admitirlo: el suelto era muy vago.

—Puede ser —concedió—. Aunque el tiempo juega en nuestra contra.

Antes de la guerra, en la Cipale, el velódromo de Vincennes, había visto a los ciclistas persiguiéndose de tal modo que ya no se sabía quién iba delante de quién; el público estaba electrizado. Ahora quienes tenían que correr eran Édouard y él, si querían escapar de las fauces del lobo.

—Tenemos que irnos, ¿a qué esperamos?

Llevaba semanas repitiéndoselo. ¿Por qué esperar? Édouard ya tenía el millón que quería, ¿entonces?

—«Estamos esperando el barco.»

Era obvio, y, sin embargo, a Albert no se le había ocurrido: aunque salieran de inmediato hacia Marsella, la nave no zarparía hasta dentro de dos días.

—¡Cambiemos los billetes, vayamos a otro sitio…! —propuso.

—«Para llamar la atención…» —objetó Édouard.

Era sintético, pero evidente. En un momento en que la policía estaría buscándolos y los periódicos no hablarían de otra cosa, ¿podía decirle Albert al empleado de la compañía marítima tranquilamente: «Pensaba irme a Trípoli, pero si hay un barco para Conakry un poco antes me vendría mejor. Y mire, le pagaré la diferencia en metálico»?

Por no hablar de Pauline…

De pronto, palideció.

¿Y si le contaba la verdad y ella, escandalizada, lo denunciaba? «¡Qué barbaridad! —había dicho—. ¡Qué vergüenza!»

De pronto, en aquella suite se hizo el silencio. Albert se sentía acorralado.

Édouard le rodeó los hombros con un brazo cariñosamente y lo atrajo hacia él.

Pobre Albert, parecía decir.

El dueño de la imprenta de la rue des Abbesses había aprovechado la pausa del mediodía para hojear el periódico. Mientras calentaba la fiambrera y se fumaba un cigarrillo, leyó el suelto. Y se quedó petrificado.

Primero el caballero que había aparecido nada más abrir la imprenta, y ahora el periódico… Virgen santa… Aquel asunto podía dañar mucho la reputación de su empresa, pues el catálogo lo habían impreso ellos… Ahora los relacionarían con aquellos sinvergüenzas, los considerarían cómplices… Aplastó el cigarrillo en el cenicero, apagó el hornillo, se puso la chaqueta y llamó a su encargado: tenía que marcharse, y como al día siguiente era fiesta, pues hasta el jueves.

Por su parte, Henri, incansable, irritable, irascible, seguía saltando de taxi en taxi y formulaba preguntas cada vez más bruscas y recibiendo respuestas cada vez más parcas. De modo que acabó haciendo el enorme esfuerzo de suavizar el tono. Hacia las dos de la tarde recorrió la rue du Poteau y, después, regresó a la rue Lamarck, pasando por las de Orsel, Letort, en las que repartió propinas de diez, de veinte francos, y Mont-Cenis, donde le dio treinta a una mujer que le dijo muy convencida que el hombre al que buscaba se llamaba Pajol y vivía en la rue Coysevoux. Pero ¡qué va! Eran las tres y media de la tarde.

Entretanto, el artículo del Petit Journal había iniciado su lenta labor de zapa. Se cruzaban llamadas: ¿Has leído el periódico? A primera hora de la tarde algunos lectores de provincias empezaron a telefonear a las redacciones explicando que habían aportado dinero para un monumento y se preguntaban si, al hablar de víctimas, se referían a ellos.

En el Petit Journal sacaron un mapa de Francia y comenzaron a clavar alfileres de colores en los pueblos y las ciudades desde donde les llegaban las llamadas: telefoneaban de Alsacia, Borgoña, Bretaña, el Franco Condado, Saint-Vizier-de-Pierlat, Villefranche, Pontier-sur-Garonne e incluso desde un instituto de enseñanza media de Orleans…

Por fin, a las cinco, un ayuntamiento (hasta entonces, ninguno había querido responder; todos los concejales estaban como Labourdin, castañeteando los dientes) accedió a darles el nombre y la dirección del Recuerdo Patriótico, junto con los de la imprenta.

Los reporteros se plantaron ante el número 52 de la rue du Louvre, y estupefactos constataron que allí no había ninguna empresa. Salieron disparados hacia la rue des Abbesses. El primero que llegó, a las siete y media, se encontró la puerta cerrada.

Cuando aparecieron los periódicos vespertinos, no se disponía de mucha más información, pero lo que se sabía bastaba para mostrarse más explícito que por la mañana.

Había hechos innegables:

UNOS MERCACHIFLES VENDEN FALSOS MONUMENTOS A LOS CAÍDOS

Se desconoce el alcance de la estafa

Todavía quedaban unas horas para trabajar, hacer y contestar llamadas, preguntar… Los diarios de la noche pudieron ser categóricos:

MONUMENTOS: ¡LA MEMORIA DE NUESTROS HÉROES, PISOTEADA!

Miles de suscriptores anónimos, estafados por ventajistas sin escrúpulos

——

ESCANDALOSA VENTA DE FALSOS MONUMENTOS A LOS CAÍDOS

¿Cuántas víctimas?

——

¡LA VERGÜENZA DE LOS PROFANADORES DE LA MEMORIA!

Una banda muy organizada ha vendido centenares de monumentos imaginarios a los caídos

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EL ESCÁNDALO DE LOS MONUMENTOS A LOS CAÍDOS

A la espera de las explicaciones del gobierno

El botones que subió los periódicos que había pedido el señor Eugène lo encontró ataviado de colono de pies a cabeza. Y con plumas.

—¿Cómo que plumas? —le preguntaron en cuanto salió del ascensor.

—Pues, nada, eso… —explicó el chico muy despacio para prolongar el suspense—. Plumas.

Sujetaba los cincuenta francos que le habían dado de propina. Los demás no le quitaban ojo al billete, pero aquella historia de las plumas los intrigaba.

—En la espalda, como si fueran las alas de un ángel. Dos plumas grandes verdes. Muy grandes. —Aunque los otros trataban de imaginárselo, no era fácil—. Para mí que ha destrozado unos plumeros, ha pegado las plumas unas a otras y se las ha puesto —añadió el botones.

Si el botones suscitaba la envidia de los demás, no era sólo por la historia de las plumas, sino también porque se había embolsado cincuenta francos, justo cuando el rumor de que el señor Eugène se iba al día siguiente a mediodía había corrido como la pólvora. Cada cual pensaba en lo que perdería: clientes como aquél aparecen una vez en la vida, ¡si es que aparecen! Todos y cada uno de ellos calculaban mentalmente lo que había ganado tal compañero o tal otro. Deberían haber hecho un fondo común, refunfuñó alguien. En las miradas se percibía la envidia, el resquemor… ¿Cuántos encargos haría el señor Eugène antes desaparecer no se sabía dónde? ¿Y a quién encargaría los recados?

Entretanto, Édouard leía los periódicos con voracidad. ¡Volvemos a ser héroes!, se repetía.

Albert debía de estar haciendo lo mismo, pero pensando algo muy distinto.

Ahora los periódicos conocían la existencia del Recuerdo Patriótico. Por mucho que se indignaran, reconocían su astucia y su audacia («unos estafadores fuera de lo común»), aunque la expresaran escandalizándose. Quedaba por realizar un inventario de la estafa. Para ello habrían tenido que acudir al banco, aunque ¿a quién iban a encontrar que les abriera las oficinas y consultara los libros de registro? El día 15 la policía estaría preparada desde el amanecer, pero Albert y él ya se encontrarían lejos.

Lejos, se repitió Édouard. Antes de que los periódicos y las fuerzas del orden lleguen hasta Eugène Larivière y Louis Évrard, dos soldados desaparecidos en 1918… nos habrá dado tiempo a visitar todo Oriente Medio.

Las hojas de periódico alfombraban el suelo, como antaño las páginas del catálogo del Recuerdo Patriótico recién impreso.

De repente, Édouard se sintió cansado. Y con calor. Después de haberse pinchado, en el momento de volver a la realidad solían darle súbitos sofocos.

Se quitó la chaqueta colonial. Las alas de ángel se soltaron y cayeron al suelo.

El recadero se hacía llamar Coco. Para compensar el brazo perdido en Verdún se había hecho un arnés especial que se pasaba por delante del pecho y alrededor de los hombros e iba unido a una vara fijada a la parte delantera del carretón. Los mutilados, en especial quienes sólo contaban con los subsidios del Estado, habían tenido que aguzar el ingenio: se veían veteranos sin piernas en cochecitos muy imaginativos, artilugios caseros de madera, hierro o cuero en sustitución de manos, pies… El país contaba con excombatientes la mar de creativos, lástima que la mayoría estuvieran en paro.

Bueno, pues al tal Coco, obligado por el arnés a tirar del carretón con la cabeza agachada y el cuerpo un poco torcido, lo que aún lo asemejaba más a un caballo de tiro o un buey, Henri lo encontró en la esquina de la rue Carpeaux con la rue Marcadet. Agotado tras haberse pasado el día de un lado a otro y rastreando todo el distrito, en cuanto vio al recadero, Pradelle, que se había gastado una fortuna en falsas pistas, comprendió que le había tocado el gran premio. Pocas veces se había sentido tan eufórico.

En torno al asunto de los monumentos, tan importante para el viejo Péricourt, se iba a armar la de Dios es Cristo (Henri había leído el periódico de la noche), pero él estaba en condiciones de ganarles por la mano a todos y llevarle al vejestorio suficiente información como para que se dignara hacer la prometida llamada al ministro, que lo absolvería de sus pecados.

Henri quedaría más limpio que la nieve, se beneficiaría de una nueva virginidad, podría empezar de cero, sin olvidar lo que ya había ganado: la reconstrucción íntegra de la Sallevière y una cuenta en el banco que seguía aspirando los fondos del Estado como una bomba de succión. Había echado el resto en aquel asunto, así que, ahora que tenía la sartén por el mango, iban a enterarse de quién era él.

Metió la mano en el bolsillo donde llevaba los billetes de cincuenta francos, pero cuando Coco levantó la cabeza, la metió en el otro, el de los billetes de veinte y las monedas, porque con un poco de calderilla conseguiría el mismo resultado. La agitó dentro del pantalón para hacer sonar la chatarra y formuló su pregunta. Ese lote de catálogos que recogió en la rue des Abbesses… Ah, sí, dijo Coco. ¿Adónde lo llevó? Cuatro francos. Henri los dejó en la mano del recadero, que se deshizo en agradecimientos.

De nada, pensó Henri, ya en el taxi camino del pasaje Pers.

La gran casa, con la valla de madera a un lado como le había descrito Coco, apareció al otro lado de la ventanilla. Vaya si me acuerdo: tuve que acercar el carretón al pie de la escalera; ya había ido una vez, a llevar un asiento… ¿Cómo lo llamaban ellos? Bueno, un asiento, de eso hace mucho, meses y meses, pero entonces me ayudó uno de los dos, en cambio, con los dichosos catálogos de… de no sé qué… Coco no sabía leer muy bien; por eso tiraba de un carretón.

Henri le dice al taxista espéreme aquí, tendiéndole un billete de diez francos. El hombre se pone muy contento: el tiempo que quiera, excelencia.

Pradelle abre la valla y entra en el patio. Ya está al pie de la escalera. Mira hacia arriba; nadie a la vista. Decide arriesgarse y sube con cautela, dispuesto a todo. ¡Ah, cuánto le gustaría tener una granada en esos momentos! Pero no hace falta; empuja la puerta: el piso está vacío. Desierto, más bien. Se nota en el polvo, en la vajilla… No es desorden, sino el peculiar abandono de una vivienda desocupada.

De pronto, un ruido a su espalda. Se vuelve, se precipita hacia la puerta… Unos golpes secos, chas, chas, chas, las pisadas de una niña que baja la escalera a toda prisa y se escabulle. Sólo le da tiempo a verla por detrás… ¿Cuántos años tiene? Ni idea, él no entiende de niños…

Pone el piso patas arriba, lo arroja todo al suelo… Nada, ningún papel, pero sí un catálogo del Recuerdo Patriótico bajo una pata del armario para que no cojee…

Henri sonríe. Su amnistía está a la vuelta de la esquina.

Baja la escalera de cuatro en cuatro, vuelve a abrir la valla y sube por la calle hasta la puerta de la casa. Llama una, dos, tres veces, estrujando el catálogo, poniéndose nervioso, cada vez más, hasta que al fin la puerta se abre y aparece una mujer de edad indeterminada, triste como un funeral, muda. Henri le enseña el folleto y señala hacia el edificio del fondo del patio. Busco a los inquilinos, le dice, y saca dinero. Esta vez no es a Coco a quien tiene delante; intuye que es mejor enseñar un billete de cincuenta. La mujer lo mira, pero ni siquiera extiende la mano, como si no entendiera. Pero Henri está seguro: lo ha entendido. Repite la pregunta.

Y de nuevo, discretos, los mismos ruidos, chas, chas, chas. A lo lejos, a su derecha, la niña echa a correr hacia el final de la calle.

Henri sonríe a la mujer sin edad, sin voz, sin mirada, un ectoplasma: no importa, gracias. Se guarda el billete, que por hoy ya está bien de gastar, y regresa al taxi. Y ahora, ¿adónde quiere ir su excelencia?

A cien metros de allí, en la rue Ramey, hay coches de caballos y taxis. Se ve que la mocosa está acostumbrada: le dice algo al taxista y le enseña el dinero, a ver, no es muy normal que una cría de su edad pida un taxi, a uno le entran dudas, aunque no duran mucho, porque la pequeña lleva dinero y una carrera es una carrera, anda, guapa, sube. La niña entra y el taxi arranca.

Rue Caulaincourt, place de Clichy, Saint-Lazare, rodean la Madeleine… Todo está adornado para el Catorce de Julio. En su calidad de héroe nacional, Henri se siente aludido. En el puente de la Concorde piensa en los Inválidos, allí cerca, donde mañana dispararán salvas de cañón. Pero no hay que perder de vista el taxi de la cría, que se mete en el bulevar Saint-Germain y luego toma la rue des Saints-Pères. Henri se aplaude mentalmente: me apuesto lo que sea a que la mocosa va al Lutetia.

Muchas gracias, excelencia. Henri se ha gastado en el taxi el doble de lo que le ha dado a Coco: cuando estás contento no cuentas el dinero.

La niña viene a menudo, no cabe duda: lo que tarda en pagar la carrera y ya está en la acera, donde el portero la saluda con una inclinación de cabeza. Henri reflexiona unos instantes.

Dos opciones.

Esperar a la mocosa, pescarla en cuanto salga, llevársela de allí, arrancarle la piel a tiras detrás de cualquier puerta cochera, averiguar lo que quiere saber y arrojar los restos al Sena. A los peces les encantará la carne tierna.

La otra: entrar e informarse.

Entra.

—¿El señor…? —le pregunta el recepcionista.

—D’Aulnay-Pradelle. —Le tiende una tarjeta de visita—. No he reservado…

El hombre coge la tarjeta. Henri separa las manos en un gesto entre impotente y apurado, pero también cómplice, el del individuo al que van a hacerle un gran favor, pero sabe ser agradecido y lo demuestra por adelantado. Para el recepcionista sólo los buenos clientes tienen esa actitud tan elegante, tan… Entiéndase, los clientes ricos. Estamos en el Lutetia.

—No creo que haya ninguna dificultad, señor… —dice, y mirando la tarjeta—: señor d’Aulnay-Pradelle. Veamos… ¿Habitación o suite?

Entre un aristócrata y un lacayo, siempre hay lugar para el entendimiento.

—Suite —responde Henri.

Evidentemente. El recepcionista babea —para sus adentros: es un profesional— y se guarda los cincuenta francos.