«NO se encuentra muy bien», respondía Albert a todos los que en el Lutetia preguntaban preocupados por el señor Eugène. Hacía dos días que no se le veía, que no llamaba. Se habían acostumbrado a sus generosas propinas, les costaba renunciar a ellas.
Aunque Albert se negó a que avisaran al médico del hotel, éste se presentó. Entreabrió la puerta: está mejor, gracias, descansando. Y volvió a cerrar.
Édouard ni se encontraba mejor ni descansaba; vomitaba todo lo que ingería, su garganta emitía el mismo sonido que el soplillo de una fragua y la fiebre no le bajaba. Estaba tardando mucho en recuperarse. ¿Podría viajar?, se preguntaba Albert. ¿Cómo demonios había conseguido la heroína? No sabía si era una gran cantidad, no entendía de eso. ¿Y si no había bastante, si Édouard necesitaba más durante la travesía, que duraría varios días?, ¿cómo se las apañarían? Albert nunca había viajado en barco, temía marearse. Si no podía cuidar de su amigo, ¿quién lo haría?
Cuando no estaba durmiendo o vomitando lo poco que Albert conseguía hacerle comer, Édouard permanecía con los ojos fijos en el techo, sin moverse. No se levantaba más que para ir al baño, vigilado por Albert.
—No cierres la puerta con llave —le decía—. Así, si te pasa algo podré entrar a ayudarte.
Lo que faltaba, en el baño también. Albert no daba abasto.
Pasó el domingo entero cuidando de su amigo. Édouard estaba la mayor parte del tiempo tumbado, sudando a mares, presa de violentos espasmos seguidos de estertores. Albert iba y venía entre la habitación y el aseo con toallas húmedas, pedía caldos de carne, zumos de fruta, huevo batido con agua y azúcar… A media tarde, Édouard pidió una dosis de heroína.
—«Para aguantar» —escribió febrilmente.
Por debilidad, porque el estado de Édouard le preocupaba y la inminencia de la partida lo angustiaba, Albert aceptó, pero se arrepintió enseguida: no tenía la menor idea de cómo se hacía aquello. Una vez más, estaba jugando con fuego.
Aunque a causa de la excitación y el enorme cansancio Édouard se movía con torpeza, era evidente que estaba acostumbrado a aquello. Albert estaba descubriendo una nueva infidelidad, y se sintió herido. Aun así, ejerció de ayudante sosteniendo la jeringa, girando la ruedecilla junto a la mecha de estopa…
Aquello se parecía mucho a los inicios de su relación. La lujosa suite del hotel nada tenía que ver con el hospital militar donde dos años atrás Édouard había estado a punto de morir de septicemia mientras esperaba a que lo trasladaran a París, pero la cercanía de los dos hombres, los cuidados paternales que el primero prodigaba al segundo, la dependencia de Édouard, su profundo dolor, su desamparo, que con generosidad, torpeza y sentimiento de culpa Albert trataba de paliar, les traían a ambos recuerdos que no se sabe si resultaban reconfortantes o inquietantes. Era como si se hubiera cerrado un círculo, igual que si hubieran vuelto al punto de partida.
Inmediatamente después de la inyección, Édouard sufrió una sacudida, como si alguien le hubiera propinado un fuerte golpe en la espalda al tiempo que lo agarraba del pelo y le estiraba hacia atrás. Duró un instante. Luego se tumbó de lado, un recobrado bienestar se reflejó en sus facciones y se sumió en un plácido atontamiento. Albert se quedó con los brazos caídos mirándolo dormitar. Sentía su pesimismo a un paso de la victoria. Aparte de que nunca había creído en el éxito de la doble estafa al banco y los suscriptores de los monumentos, ni que en caso de lograrlo consiguieran huir de Francia, no se veía capaz de coger el tren a Marsella y luego hacer una travesía de varios días en barco, con un compañero en tal mal estado y sin llamar la atención. Por no hablar de Pauline, que seguía planteándole tremendos dilemas: ¿confesar? ¿Huir sin ella? ¿Perderla? La guerra había sido una prueba terrible, pero no era nada comparada con aquellos dos años de paz, que en determinados momentos adquirían visos de descenso a los infiernos. En ocasiones le entraban ganas de entregarse como prisionero y acabar de una vez.
No obstante, y como no había más remedio que actuar, al final de la tarde, aprovechando que Édouard dormía, Albert bajó a recepción y confirmó que el señor Larivière dejaría el hotel el 14 a mediodía.
—¿Cómo que lo «confirma»? —le preguntó el recepcionista.
Era un hombre alto, de rostro adusto, que había hecho la guerra y visto pasar un fragmento de metralla lo bastante cerca como para que se le hubiera llevado una oreja. Unos centímetros más, y se le habría quedado la misma cara que a Édouard. Pero no: él podía sujetarse la patilla derecha de las gafas a la cabeza con un trozo de cinta adhesiva cuyo color combinaba muy bien con el de las charreteras y que ocultaba la cicatriz del orificio por el que la metralla había penetrado en el cráneo. Albert pensó en el rumor según el cual algunos soldados seguían viviendo con la metralla que no les habían podido extraer del cerebro, pero nadie conocía en persona a ninguno de esos muertos andantes. Quizá el recepcionista fuera uno de ellos. En tal caso, no parecía demasiado afectado: había conservado intacta su capacidad para distinguir a la gente importante de la insignificante. Esbozó una imperceptible mueca. Pese a su impoluto traje y sus relucientes zapatos, Albert, dijera lo que dijese, era un hombre del pueblo, lo que tal vez se reconocía por sus ademanes, por determinado acento o por el respeto que no podía evitar mostrar ante los uniformes, aunque fuera el de recepcionista.
—Entonces, ¿el señor Eugène nos deja?
Albert lo confirmó. Así que su amigo no había avisado de que se iba… ¿Pensaba hacerlo, en realidad?
—«¡Claro que sí!» —escribió Édouard, interrogado al despertar. Trazaba letras temblorosas, pero legibles—. «¡Por supuesto! ¡El 14 nos vamos!»
—Pero no has preparado nada —repuso Albert—. Me refiero a la maleta, la ropa…
Édouard se dio un golpe en la frente: mira que soy idiota…
Con Albert casi nunca llevaba máscara. A veces el olor de su garganta, de estómago revuelto, era insoportable.
Con el paso de las horas, Édouard mejoró visiblemente. Empezó a alimentarse y, aunque las piernas no lo sostenían mucho, el lunes la mejoría parecía real y, en conjunto, tranquilizadora. Al irse, Albert estuvo a punto de incautarse de todo el material, la heroína y las últimas ampollas de morfina, pero comprendió que era una empresa difícil. Primero, porque su amigo no se lo permitiría, y segundo, porque no se sentía con fuerzas. Las pocas que le quedaban las invertiría por entero en esperar la partida, en contar las horas.
Como Édouard no había pensado en nada, fue a comprarle ropa al Bon Marché. Para asegurarse de escoger con buen gusto, consultó a un dependiente, un individuo de unos treinta años que lo miró de arriba abajo. Albert deseaba algo con estilo.
—¿Y en qué estilo había pensado?
El dependiente, al parecer muy interesado en la respuesta, se inclinó hacia Albert y lo miró a los ojos.
—Bueno, pues… —farfulló éste—. Con estilo, o sea…
—¿Sí?
Albert reflexionó. Siempre había creído que «con estilo» significaba eso, «con estilo». Señaló a su derecha, hacia un maniquí vestido por entero, de los zapatos al sombrero, abrigo incluido.
—Eso tiene estilo, creo yo…
—Ahora lo entiendo mejor —aseguró el dependiente.
Descolgó el conjunto con cuidado y lo extendió sobre el mostrador. Luego retrocedió un metro y lo contempló como si fuera la obra maestra de un famoso pintor.
—El caballero tiene muy buen gusto.
Después le recomendó más corbatas y camisas; Albert, vacilante, acabó por aceptarlo todo y después observó aliviado al dependiente mientras envolvía el vestuario completo.
—También necesitaría… un segundo conjunto —dijo entonces—. Para cuando lleguemos…
—Para cuando lleguen, muy bien —murmuró el dependiente acabando de atar el paquete—. Pero ¿para cuando lleguen adónde?
Albert no quería decirle el destino, de eso nada, al revés, había que disimular.
—Las colonias —declaró.
—Bien… —De pronto el hombre parecía muy interesado. Puede que en otros tiempos también él hubiera tenido sueños, proyectos—. Entonces, ¿un conjunto de qué tipo?
La idea que Albert tenía de las colonias era un batiburrillo de postales, fotos de revistas, cosas oídas aquí y allá…
—Algo que vaya bien para allí…
El dependiente frunció los labios con expresión cómplice: creo que tenemos justo lo que necesita. Pero esta vez nada de maniquí con el conjunto completo para hacerse una idea de cómo quedaba: mire esta chaqueta, toque la tela, ¿y estos pantalones?, nada más elegante y, al mismo tiempo, más práctico, y por supuesto, el sombrero…
—¿Usted cree? —se atrevió a preguntar Albert.
El dependiente se mostró tajante: el sombrero hace al hombre. Albert, que pensaba que eran los zapatos, compró lo que le proponían. El dependiente le dedicó una amplia sonrisa —¿porque se iba a las colonias, porque había comprado dos trajes completos?—, en la que, no obstante, Albert creyó percibir la astuta avidez que había percibido en algunos responsables del banco. No le gustó nada, y estuvo a punto de decírselo; pero no podía armar un escándalo allí, a dos pasos del hotel y a menos de dos días de su partida: no podía cometer un error que diera al traste con todos sus esfuerzos.
Compró también un baúl de cuero color pardo, un juego de dos maletas, una de las cuales serviría para llevar el dinero, y un sombrerero nuevo para su cabeza de caballo; pidió que se lo mandaran todo al hotel Lutetia.
Por último, adquirió una caja muy bonita, muy femenina, donde metió cuarenta mil francos. Antes de volver junto a Édouard, se pasó por la oficina de Correos de la rue de Sèvres para enviársela a la señora Belmont con una nota en la que precisaba que aquel dinero era para Louise, «para cuando sea mayor», y que Édouard y él contaban con ella a fin de que «lo invierta convenientemente hasta que la niña tenga edad de administrarlo».
Cuando se la entregaron, Édouard miró la ropa y asintió satisfecho, incluso alzó el pulgar: bravo, perfecto. Ya lo sabía yo, se dijo Albert, le trae sin cuidado. Y se fue a ver a Pauline.
En el taxi repasó su breve discurso y acabó de reafirmarse en la excelente decisión de contarle la verdad, porque ya no había escapatoria: estaban a 12 de julio, se marcharía el 14, si seguía con vida; ahora o nunca. Aquel propósito tenía bastante de autosugestión, porque en su fuero interno se sabía incapaz de semejante confesión.
Había meditado mucho sobre las razones que le habían impedido decidirse hasta entonces. Todas se resumían en una cuestión moral que le parecía insuperable.
Pauline era una chica de clase humilde empapada de catecismo, hija de un peón y una obrera. Nada más puntilloso en cuestiones de virtud y honestidad que esa categoría de pobres.
Le pareció más guapa que nunca. Le había comprado un sombrero que realzaba la gracia de su ovalado rostro y su luminosa y enternecedora sonrisa.
Al ver incómodo a Albert, aún más callado que de costumbre, todo el rato a punto de decir algo que al final se guardaba, Pauline se dio cuenta de que estaban viviendo uno de los momentos más delicados de su relación. No le cabía duda: quería pedirle matrimonio, pero no se atrevía. Albert no es simplemente tímido, pensaba, sino un poco cagueta. Un encanto, y más bueno que el pan, pero tienes que arrancarle las cosas con sacacorchos, si no, puedes quedarte esperando hasta el día del Juicio.
De momento, a ella le divertían sus titubeos; se sentía deseada y no lamentaba haber cedido a sus avances ni a sus propias ganas. Aunque se hacía la tonta, estaba segura de que aquello iba en serio. Desde hacía varios días, ver torturarse a Albert le producía un placer que le costaba disimular.
—En realidad, Pauline —le dijo esa noche sin ir más lejos (estaban cenando en un pequeño restaurante de la rue du Commerce)—, no acabo de estar a gusto en el banco, ¿sabes? A veces me pregunto si no debería intentar algo distinto…
Es verdad, se dijo ella, estas cosas no se las plantea uno si tiene tres o cuatro hijos. Hay que atreverse cuando se es joven.
—¿Ah, sí? —respondió Pauline distraídamente, mirando al camarero que les traía los entrantes—. ¿Como qué?
—Pues… no sé… Yo… —Parecía haber pensado mucho en la pregunta y nada en la respuesta—. Una tienda, quizá —apuntó Albert.
Pauline enrojeció. Una tienda… El no va más. Ya lo estaba viendo… «Pauline Maillard, artículos de moda y adornos de París.»
—Bah… —respondió—. ¿Una tienda de qué, a ver?
O sin apuntar tan alto: «Casa Maillard. Ultramarinos, mercería, vinos y licores.»
—Pues…
Le pasa a menudo, pensó Pauline, él sigue su idea, pero la idea no lo sigue a él…
—Tal vez no exactamente una tienda… Una empresa, más bien.
Para ella, que sólo entendía lo que veía, el concepto de empresa estaba mucho menos claro.
—¿Una empresa de qué?
—Había pensado en maderas exóticas.
Pauline se quedó paralizada. El puerro a la vinagreta se balanceó en el tenedor, a unos centímetros de sus labios.
—¿Y eso para qué sirve?
Albert dio marcha atrás rápidamente.
—O tal vez vainilla, café, cacao, cosas así…
Asintió muy seria, como solía hacer cuando no entendía nada; pero «Pauline Maillard, vainilla y cacao»… No, la verdad es que no la convencía mucho. Ni sabía a quién podía interesar.
—Sólo es una idea… —dijo Albert, comprendiendo que no iba por buen camino.
Y así, saltando de una cosa a otra y tropezando en sus propios razonamientos, se alejó de su propósito y acabó renunciando a él. Pauline se le escapaba, y él se lo reprochaba amargamente. Le daban ganas de levantarse, de irse, de esconderse bajo tierra.
Bajo tierra, Dios mío…
Siempre volvíamos a lo mismo.