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HENRI d’Aulnay-Pradelle entró en la gran oficina de Correos de la rue du Louvre mediada la tarde y eligió un banco desde el que podía observar las hileras de casillas que cubrían la pared, no muy lejos de la monumental escalera que conducía al primer piso.

La casilla número 52 estaba a unos quince metros de donde se encontraba. Fingió concentrarse en la lectura del periódico, pero no tardó en comprender que no podía seguir allí mucho rato. Lo más probable era que antes de abrir el casillero los timadores echaran un vistazo alrededor para comprobar que no hubiera nada anormal y, seguramente, no pasaban a esas horas, sino más bien por la mañana. En definitiva, ahora que estaba allí era presa del peor de sus miedos: a esas alturas, los estafadores corrían más riesgos presentándose a recoger los últimos pagos que cogiendo un tren rumbo a la otra punta de Europa o un barco a África.

No aparecerían.

Y él disponía de muy poco tiempo.

Esa idea lo desmoralizó por completo.

Abandonado por sus empleados, traicionado por sus socios, aborrecido por su suegro, rechazado por su mujer, sin ninguna escapatoria ante la catástrofe que se avecinaba… Había pasado los peores tres días de su vida hasta aquella llamada in extremis, aquel mensajero que había ido a buscarlo con urgencia, aquella frase garabateada en una tarjeta de visita de Marcel Péricourt: «Venga a verme de inmediato.»

Había tardado lo que se tarda en coger un taxi y llegar al bulevar de Courcelles. Una vez allí, se cruzó con Madeleine en el primer piso… Ésta seguía sonriendo como una bendita, le recordaba a una oca a punto de poner. Ni siquiera parecía acordarse de que dos días antes lo había dejado en la estacada con toda frialdad.

—¡Ah, querido! ¿Así que te han encontrado?

Como si estuviera aliviada. Mala pécora. Había mandado al mensajero a buscarlo hasta a la cama de Mathilde de Beausergent. A saber cómo se había enterado.

—¡Espero que no te hayan interrumpido antes del orgasmo! —le soltó y, como pasó junto a ella sin responderle, añadió—: ¡Ah, sí, vas a ver a papá! ¿Cosas de hombres, otra vez? Sois penosos…

Después había cruzado las manos sobre el vientre y había vuelto a su actividad favorita, que consistía en adivinar si eran los pies, los codos o los puños los que le hacían aquellos bultos. Aquella criaturita rebullía como un pez. A Madeleine le encantaba hablar con él.

A medida que pasaba el tiempo, que innumerables clientes se sucedían ante las ventanillas y se abrían todos los casilleros menos el que vigilaba, Henri cambió de postura, de banco y hasta de piso: subió a donde se podía fumar sin perder de vista la planta baja. La inacción le crispaba los nervios, pero ¿que otra cosa podía hacer? Se puso a maldecir otra vez al viejo, por cuya culpa estaba allí cruzado de brazos, impotente. Lo había encontrado muy desmejorado. Aquel hombre se moría de pie; el agotamiento se reflejaba en todo su cuerpo, en los hombros caídos, en las violáceas ojeras… Hacía tiempo que Péricourt daba signos de debilidad, pero últimamente parecía haber empeorado. En el club comentaban que desde el desmayo, el pasado noviembre, ya no era el mismo. Cuando le nombraban a Marcel Péricourt, el doctor Blanche, que era la imperturbabilidad personificada, bajaba los ojos: con eso estaba todo dicho. Y señal inequívoca: en la Bolsa algunas acciones del grupo Péricourt se habían vendido a la baja. Luego habían vuelto a subir, pero de todas formas…

Que él estuviera arruinado cuando aquel carcamal estirara la pata, o sea, demasiado tarde, era intolerable. Si la palmara ahora en vez de dentro de seis meses o un año, al menos… Sí, el testamento era irrevocable, como el contrato matrimonial, pero Henri seguía teniendo una confianza ciega en su capacidad para conseguir lo que quisiera de las mujeres, talento que sólo le había fallado con la suya (¡el colmo!). Pero si era necesario echaría mano de sus reservas y se llevaría al huerto a Madeleine. Tendría su parte de la fortuna del viejo, palabra de soldado. Qué desastre… Había querido ganar demasiado, o demasiado deprisa… Sin embargo, ahora daba igual; de nada servía remover el pasado. Henri era un hombre de acción, no un quejica.

—Está usted metido en un buen lío —le había dicho el viejo cuando Henri se había sentado ante él con la tarjeta de visita en la que le ordenaba presentarse todavía en la mano.

Henri no rechistó, porque era verdad. Con la acusación de soborno a un funcionario, lo que aún habría tenido solución —los problemillas de los cementerios— se había convertido en un obstáculo prácticamente insalvable.

Prácticamente. Es decir, no del todo.

Entretanto, si Péricourt lo llamaba, si se rebajaba a convocarlo, si había llegado a mandar que lo buscaran en la cama de una de sus amantes, era señal de que tenía una apremiante necesidad de él.

¿De qué se trataba, por qué se veía obligado a recurrir a alguien cuyo nombre no podía pronunciar sin desprecio? Henri no tenía la menor idea; lo único que sabía era que estaba allí, en el despacho del viejo, sentado, no de pie, y que no lo había solicitado él. Asomaba una luz, un destello de esperanza. Henri no preguntó nada.

—Sin mí, sus problemas son insolubles.

El orgullo hizo que Henri cometiera un primer error: se permitió una leve mueca de escepticismo. Péricourt reaccionó con una furia que su yerno no le conocía:

—¡Está usted acabado! —bramó—. ¿Me oye? ¡Acabado! ¡Con lo que lleva a cuestas, el Estado se lo quitará todo, los bienes, la reputación, todo! ¡Y no levantará cabeza! ¡Acabará en la cárcel!

Henri era de esos hombres que, tras un grave error táctico, pueden dar muestra de una enorme intuición. Se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡Quédese ahí! —le gritó su suegro.

Sin la menor vacilación, el capitán Pradelle dio media vuelta, cruzó el despacho a zancadas, plantó las manos en el escritorio de su suegro y se inclinó hacia él.

—Entonces, deje de joderme —masculló—. Usted me necesita. No sé para qué, pero que quede claro: me pida lo que me pida, mis condiciones no cambiarán. ¿El ministro es cosa suya? Muy bien: intervenga ante él y consiga que arroje a la basura cuanto me incrimina. No quiero que haya ningún cargo contra mí.

Volvió a sentarse en el sillón y cruzó las piernas, como si estuviera en el Jockey esperando a que el mayordomo le trajera la copa de aguardiente añejo. En su situación, cualquier otro habría temblado mientras se preguntaba qué iban a pedirle a cambio. Él no. Después de imaginarse durante tres días el desastre hacia el que se encaminaba, estaba dispuesto a cualquier cosa. Dígame a quién hay que matar.

Péricourt tuvo que contárselo todo: el encargo del monumento conmemorativo, la estafa a escala nacional de la que, no obstante, la víctima más importante, la más conocida, sería seguramente él… Henri tuvo la delicadeza de no sonreír. E intuyó lo que su suegro iba a pedirle.

—El escándalo es inminente —aseguró Marcel Péricourt—. Si la policía los detiene antes de que se den a la fuga, todos se arrojarán sobre ellos, la justicia, la prensa, las asociaciones de familiares y excombatientes… Eso no deber ocurrir. Encuéntrelos.

—¿Qué piensa hacer con ellos?

—No es asunto suyo.

Henri tuvo la certeza de que ni su propio suegro lo sabía. Pero no, no era asunto suyo.

—¿Por qué yo? —preguntó, arrepintiéndose al instante.

—Para encontrar a esos sinvergüenzas se requiere a alguien de la misma calaña.

Henri encajó el golpe. Péricourt lamentó haberlo insultado, pero no por haberse excedido, sino porque podía resultar contraproducente.

—Además, el tiempo apremia —añadió en tono más conciliador—. Es cuestión de horas. Y no tengo a nadie más a mano.

Hacia las diez, después de cambiar de sitio una docena de veces, tuvo que rendirse a la evidencia: la táctica de esperar en la oficina de Correos no funcionaría. Al menos, ese día. Y a saber si habría otro.

¿Qué opciones tenía, aparte de esperar la hipotética llegada de los titulares del apartado 52? ¿La imprenta que se había encargado del catálogo?

—No vaya allí —le había dicho Péricourt—. Tendría que hacer preguntas y, si llega a correrse la voz de que alguien está interesado por esa imprenta e investigan a sus clientes, llegarán hasta la empresa y la estafa, y estallará el escándalo.

Descartada la imprenta, sólo quedaba el banco.

El Recuerdo Patriótico había recibido pagos de su clientes, pero para saber en qué banco se había ingresado el dinero recaudado se requería tiempo, autorizaciones, cosas de las que Henri carecía.

Estaba igual que al principio: la oficina de Correos o nada.

Fiel a su carácter, optó por desobedecer. Pese a la prohibición de Péricourt, decidió tomar un taxi a la rue des Abbesses y presentarse en la Imprenta Rondot.

En el taxi hojeó una vez más el catálogo que le había pasado su suegro, cuya reacción sobrepasaba la del aguerrido hombre de negocios víctima de una estafa. Había convertido el asunto en una cuestión personal. Así que ¿de qué se trataba?

Perdieron un buen rato en un atasco en la rue de Clignancourt. Henri cerró el catálogo un tanto sorprendido. Iba tras la pista de unos estafadores curtidos, de una banda organizada y experimentada, frente a la que tenía pocas posibilidades, porque disponía de escasa información y aún menos tiempo. No pudo evitar sentir cierta admiración por la ingeniosidad del timo. El catálogo era casi una obra maestra. Si no hubiera estado tan obsesionado por un resultado del que dependía su vida, habría sonreído. En cambio, se juró que si se trataba de su pellejo o el de ellos, les lloverían granadas, ráfagas de ametralladora o gas mostaza, lo que hiciera falta. Como le dejaran la menor rendija por la que colarse, haría una carnicería. Sintió que sus abdominales y sus pectorales se endurecían y sus labios se apretaban…

Eso es, pensó. Dadme un oportunidad entre diez mil, y estáis muertos.