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ERA tan increíble que la señorita Raymond se había quedado pasmada. A decir verdad, desde que trabajaba para el alcalde de distrito nunca había pasado nada igual. Cruzar el despacho tres veces sin que la mirara, bueno, eso aún… Pero rodear tres veces su escritorio sin que le metiera la mano bajo la falda con el índice tieso…

Hacía días que Labourdin no era el de siempre: ojos vidriosos, labios caídos… La señorita Raymond podría haber ejecutado la danza de los siete velos, que él ni se habría dado cuenta. Estaba pálido y se movía pesadamente, como si temiera sufrir un ataque al corazón de un momento a otro. ¡Mejor!, se dijo la secretaria. Así revientes, cerdo. La repentina decadencia de su jefe era la primera satisfacción que tenía desde que la había contratado. Una auténtica bendición.

Labourdin se levantó, se puso la chaqueta lentamente, cogió el sombrero y salió del despacho sin decir nada. Un faldón de la camisa le salía del pantalón: uno de esos detalles que transforman a cualquier hombre en un zarrapastroso. Sus pesados andares recordaban los del buey camino del matadero.

En el palacete de los Péricourt le comunicaron que el señor no estaba.

—Lo esperaré… —anunció y, empujando la puerta del salón, se desplomó en el primer sofá con la mirada perdida.

En esa postura lo encontró Péricourt tres horas después.

—¿Qué hace usted aquí?

La llegada del banquero sumió al alcalde en la confusión.

—¡Ah! Presidente… presidente… —exclamó, tratando de levantarse.

Eso fue lo único que se dignó decir, convencido de que con repetir «presidente» estaba todo dicho y explicado.

Pese a lo mucho que lo exasperaba, Péricourt solía tratarlo con la paciencia de un santo. «Explíqueme eso», le decía a veces con un aguante que sólo se tiene con las vacas y los idiotas.

En cambio, ese día permaneció impasible, obligando a Labourdin a redoblar los esfuerzos para despegarse del sofá y explicarse: compréndalo, presidente, nada hacía suponer, usted mismo, estoy seguro, y todo el mundo, cómo imaginar algo así, etcétera.

Su anfitrión no interrumpió aquel torrente de palabras inútiles. De todas formas, ya no lo escuchaba. No merecía la pena. Aun así, Labourdin siguió lamentándose.

—¡Ese Jules d’Épremont no existe, figúrese, presidente! —exclamó casi con admiración—. Pero es lo que yo digo: ¿cómo puede no existir un miembro de la Academia que trabaja en las Américas? Porque esos esbozos, esos admirables dibujos, ese maravilloso proyecto, ¡serán obra de alguien, digo yo!

Llegado a esa fase, el alcalde necesitaba un revulsivo urgente, sin el cual su cerebro empezaría a dar vueltas y más vueltas. Y podía pasarse así horas.

—Bueno, pues no existe —resumió Péricourt.

—¡Exacto! —exclamó Labourdin, realmente contento de que lo comprendieran tan bien—. Y la dirección, rue du Louvre, cincuenta y dos, tampoco existe, ¡figúrese! ¿Sabe lo que es?

Silencio. Al alcalde del distrito, como a todos los cretinos, le encantaban las adivinanzas en cualquier circunstancia.

—¡Correos! ¡Una oficina de Correos! —bramó—. ¡No es un domicilio, sino un apartado de correos! —Estaba deslumbrado por la estratagema.

—Y se ha dado cuenta ahora…

Labourdin interpretó el reproche como un halago.

—¡Exactamente, presidente! No crea —dijo, alzando el índice para subrayar su agudeza—, tenía una leve sospecha. Desde luego, habíamos recibido el resguardo, una carta escrita a máquina que explicaba que el artista estaba en las Américas, y todos esos dibujos que le entregué; pero aun así… —Esbozó una mueca dubitativa, acompañada por un movimiento de cabeza, que debía expresar lo que las palabras no eran capaces: su enorme perspicacia.

—Pero aun así ¿pagó? —le espetó Péricourt, glacial.

—Pero… pero… pero… ¿cómo puede preguntarme eso? ¡Por supuesto que pagamos, presidente! —Él era un hombre formal—. ¡Sin anticipo, no había encargo! ¡Y sin encargo, no había monumento! ¡No se podía hacer otra cosa! ¡Abonamos el adelanto al Recuerdo Patriótico, qué remedio!

Y, uniendo acción y palabra, se sacó del bolsillo una especie de folleto. Péricourt se lo arrancó de las manos y lo hojeó nerviosamente. Labourdin no le dejó ni hacer la pregunta que tenía en los labios.

—¡Esa empresa no existe! —aulló—. Es una empresa… —De pronto, se interrumpió. Se le había olvidado la palabra, y eso que llevaba dos días sin parar de darle vueltas—. Es una empresa… —repitió, porque se había percatado de que su cerebro funcionaba un poco como el motor de un coche: unos cuantos golpes de manivela y, a veces, volvía a arrancar—. ¡Fantasma! ¡Exacto, fantasma! —Sonrió enseñando todos los dientes, orgulloso de haber superado aquella adversidad lingüística.

Péricourt seguía hojeando el delgado catálogo.

—Pero éstos son modelos fabricados en serie… —dijo.

—Pues… sí —se limitó a responder el alcalde, que no sabía adónde quería ir a parar el presidente.

—Nosotros encargamos una obra original, ¿no, Labourdin?

—¡Ayyyyyy! —gritó Labourdin, que había olvidado aquella pregunta, pero recordaba haber preparado la respuesta—. ¡Exacto, presidente! ¡Muy original, diría yo! Es que, sabe usted, el señor Jules d’Épremont, miembro de la Academia, es autor a la vez de modelos en serie y de obras «a medida», por llamarlas de alguna forma. ¡Ese hombre sabe hacer de todo! —En ese instante, se acordó de que estaba hablando de un personaje puramente ficticio—. Bueno, sabía hacer de todo —puntualizó, bajando la voz, como si se tratara de un artista fallecido y, por tanto, incapaz de cumplir un encargo.

Hojeando el catálogo y observando los modelos que ofrecía, Péricourt se hizo una idea de las proporciones de la estafa: nacionales.

Sería un tremendo escándalo.

Sin hacer caso de Labourdin, que se subía los pantalones con ambas manos, dio media vuelta, volvió a su despacho y se enfrentó a la evidencia de su fracaso.

A su alrededor, los dibujos enmarcados, los esbozos, las diferentes vistas de su monumento gritaban su humillación.

Lo que más lo indignaba no era el dinero que se había gastado, ni siquiera el hecho de que, siendo quien era, se hubiera dejado timar; no, era que se hubieran burlado de su dolor. De su dinero y su reputación, tenía un pase; le sobraba de lo uno y de lo otro, y el mundo de los negocios le había enseñado que la rabia es muy mala consejera. Pero ridiculizar su pena equivalía a despreciar la muerte de su hijo. Como había hecho él mismo en otros tiempos. En lugar de reparar todo el daño causado a Édouard, aquel monumento a los caídos acababa de agravarlo. La ansiada expiación adquiría tintes grotescos.

El catálogo del Recuerdo Patriótico presentaba una gama de artículos fabricados en serie con una atractiva oferta. ¿Cuántos monumentos fantasma se habrían vendido? ¿Cuántas familias habrían aportado dinero para aquellas quimeras? ¿Cuántos municipios se habrían dejado robar, víctimas de su propia ingenuidad? Era repugnante que alguien tuviera la audacia, que tuviera simplemente la idea de estafar a tanta pobre gente.

Péricourt no era un hombre lo bastante generoso como para sentirse próximo a unas víctimas que suponía numerosas, ni deseoso de acudir en su ayuda. No pensaba más que en él, en su propia desgracia, en su propio hijo, en su propio caso. Sobre todo sufría porque ya nunca podría convertirse en el padre que no había sabido ser. Pero de forma aún más egoísta, se sentía vejado como si lo hubieran timado personalmente: quienes habían pagado por aquellos modelos habían sido víctimas de un engaño colectivo, mientras que él, con su encargo de un monumento de encargo, se sentía objeto de una extorsión individual.

Aquella derrota hería enormemente su orgullo.

Deshecho, asqueado, se sentó a su escritorio y volvió a abrir el catálogo, que había estrujado sin darse cuenta. Leyó con atención la larga carta que el estafador dirigía a los alcaldes de pueblos y ciudades. Palabras astutas, tranquilizadoras, y qué oficial sonaba todo… Se detuvo un instante en el argumento que probablemente había asegurado el éxito del engaño, aquella oferta excepcional, muy atractiva para los presupuestos reducidos, una auténtica ganga. Y aquella fecha del 14 de julio, tan simbólica…

Alzó la cabeza, alargó la mano y consultó el calendario.

Los estafadores dejaban poco tiempo a los clientes para reaccionar o comprobar con quién trataban. Si habían recibido un resguardo expedido en la debida forma a cambio de su pedido, no tenían motivos para inquietarse antes de 14 de julio, día en que terminaba la supuesta oferta. Estaban a 12. Sólo era cuestión de un par de días. Puesto que no se hablaba de ellos, con toda seguridad los estafadores esperarían hasta cobrar los últimos anticipos antes de huir. En cuanto a los clientes, pronto los más sensatos o los más suspicaces tratarían de comprobar que no habían pecado de exceso de confianza.

¿Qué pasaría entonces?

Estallaría el escándalo. Al cabo de uno o dos días, a lo sumo tres. Puede que no fuera más que cuestión de horas.

¿Y después?

Los periódicos pondrían el grito en el cielo, la policía andaría de cabeza, los diputados, indignados en nombre de la nación, harían alarde de su patriotismo…

—Chorradas —refunfuñó Péricourt.

Y aunque encontraran a esos canallas y los detuvieran, pasarían… ¿qué?, ¿tres, cuatro años de instrucción, más el juicio? Para entonces, todos se habrían calmado.

Incluso yo, se dijo.

Esa idea no lo tranquilizó: el mañana no contaba, era hoy cuando sufría.

Cerró el catálogo y lo alisó con la mano.

Cuando los detuvieran (si eso ocurría), Jules d’Épremont y sus cómplices dejarían de ser individuos. Se convertirían en un fenómeno de actualidad, en una curiosidad, como lo había sido el famoso asesino Raoul Villain, como empezaba a serlo Landrú.

Entregados a la ira general, los culpables ya no pertenecerían a sus víctimas. ¿Y a quién podría odiar él cuando aquellos bandidos fueran propiedad pública?

Y lo que era peor, su nombre resonaría en medio de aquel proceso. Si por desgracia había sido el único en encargar una obra original, sería el único del que dirían: ¡Mirad a ése, pagó cien mil francos y se quedó con un palmo de narices! Sólo de pensarlo le hervía la sangre: a ojos de todos, pasaría por un primo, por un pardillo. Él, Marcel Péricourt, el empresario de éxito, el temido banquero, se había dejado engañar en toda regla por unos estafadores de poca monta.

Le faltaban las palabras.

El amor propio herido lo cegó.

Le ocurrió algo misterioso y definitivo: quería ante sí a los hombres que habían cometido aquel crimen como pocas veces había querido algo, con una pasión desesperada. No sabía lo que haría con ellos, pero los quería ante sí, punto.

Eran unos canallas. Una banda organizada. ¿Habrían huido ya del país? Quizá no.

¿Podría encontrarlos antes que la policía?

Era mediodía.

Tiró del cordón y ordenó que llamaran a su yerno. Que viniera. Que dejara lo que estuviera haciendo.