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CON los últimos ingresos, la cuenta bancaria del Recuerdo Patriótico arrojaba un saldo positivo de ciento setenta y seis mil francos. Albert hizo un cálculo rápido. Había que hilar fino, no proceder con retiradas demasiado grandes; pero aquel banco tenía tal volumen de negocio que no era raro que en un solo día se movieran siete u ocho millones y que las cajas, alimentadas por un número impresionante de tiendas y grandes almacenes parisinos, vieran pasar a diario flujos de cuatrocientos a quinientos mil francos, a veces más.

Desde finales de junio, Albert ya no sabía ni quién era.

Por la mañana, entre un acceso de náusea y otro, y ya tan cansado como después de un ataque a una posición alemana, iba a trabajar en un estado cercano al colapso. No le habría sorprendido que por la noche la justicia hubiera levantado un cadalso ante las puertas del banco para guillotinarlo sin juicio ante el personal en pleno, con el señor Péricourt a la cabeza.

Luego pasaba la jornada envuelto en un brumoso atontamiento, al que llegaban las voces con enorme retraso. Para que te oyera había que atravesar el muro de su angustia. Albert te miraba como si le hubieras lanzado el chorro de una manguera. «¿Eh? ¿Qué?», eran siempre sus primeras palabras. Pero ya lo conocían, nadie le daba importancia.

Por la mañana, ingresaba en la cuenta del Recuerdo Patriótico los anticipos llegados el día anterior e intentaba extraer del hirviente vapor que le inundaba el cerebro la cifra que retiraría en metálico. Después, cuando empezaba el relevo de los cajeros para la pausa de la comida, aprovechaba la transición en cada caja para sacar el dinero, firmando con mano febril Jules d’Épremont, como si el cliente se hubiera presentado en el banco a la hora de comer. A medida que efectuaba las retiradas metía los billetes en la cartera, que iba abultándose hasta que al comienzo de la tarde era cuatro veces más gruesa que por la mañana.

En dos ocasiones, una al oír que lo llamaba un compañero cuando se dirigía hacia la puerta giratoria, y otra porque le había parecido percibir cierta mirada recelosa en un cliente, había empezado a orinarse en los pantalones y tenido que coger un taxi para volver a casa.

Otras veces, asomaba la cabeza y echaba un vistazo a la acera antes de salir, para asegurarse de que el cadalso que no habían instalado por la noche no se alzaba ante la estación de metro, pues nunca se sabe.

En la cartera, que la mayoría de empleados usaba para llevar el almuerzo, Albert transportaba esa tarde noventa y nueve mil francos en billetes grandes. ¿Por qué no cien mil? Por algún motivo supersticioso, dirá usted; pues no, nada de eso: cuestión de elegancia. Era un asunto de estética, estética de contable, claro —hay que relativizar—, pero de estética al cabo, porque con aquella suma el Recuerdo Patriótico podía enorgullecerse de haber estafado 1.111.000 francos. A Albert, todos aquellos «1» seguidos le parecían bonitos. Así pues, habían sobrepasado ampliamente el mínimo fijado por Édouard; pero encima, a título más personal, para Albert ése era un día de victoria. Estábamos a 10 de julio, sábado, y había pedido un permiso extraordinario de cuatro días con motivo de la fiesta nacional; sin embargo, como cuando el banco volviera a abrir el 15 él estaría previsiblemente en el barco con destino a Trípoli, aquél había sido su último día en la entidad. Al igual que el 1918, cuando el armisticio, salir vivo de aquella aventura lo dejó pasmado. Cualquier otro se habría creído invulnerable. Pero él no conseguía imaginarse sobreviviendo por segunda vez; por mucho que se acercara el momento del embarque para las colonias, no acaba de creérselo.

—¡Hasta la semana que viene, señor Maillard!

—¿Eh? ¿Qué? ¡Ah, sí! Adiós…

Puesto que seguía vivo y el famoso millón estaba conseguido e incluso superado, se preguntaba si no sería más sensato cambiar los billetes de tren y barco y adelantar la partida. Sin embargo, respecto a esa cuestión estaba aún más indeciso que respecto a las demás.

Irse, sí, cuanto antes, en ese mismo instante si hubiera sido posible… Pero ¿y Pauline?

Había intentado hablarle de ello cien veces, y renunciado a hacerlo otras tantas. Pauline era maravillosa, satén por fuera y terciopelo por dentro, ¡y lista como ella sola! Pero era de esas chicas humildes con talante de burguesas. La boda vestida de blanco, el piso, tres niños, quizá cuatro… Ése era su horizonte. Si sólo hubiera dependido de él, una vida sencilla y tranquila con Pauline y unos cuantos niños, por qué no cuatro, no le habría disgustado, y seguir trabajando en el banco tampoco. Aunque, ahora que era un estafador redomado y pronto, si Dios quería, a escala internacional, esa perspectiva se desvanecía, y con ella, Pauline, la boda, los niños, el piso y el banco. Sólo quedaba una solución: contárselo todo, convencerla para que se marchara con él dentro de cuatro días con un millón de francos en billetes grandes en una maleta, un amigo con la cara partida en dos como una sandía y la mitad de la policía francesa pisándoles los talones.

Es decir, imposible.

O bien irse solo.

Porque pedirle consejo a Édouard era como hablar con la pared. En el fondo, aunque lo quería muchísimo, y por motivos tan diversos como contradictorios, opinaba que Édouard era bastante egoísta.

Pasaba a verlo cada dos días, después de haber puesto a buen recaudo el dinero de la jornada y antes de encontrarse con Pauline. Como ahora el piso del pasaje Pers estaba desocupado, no había considerado prudente dejar allí la fortuna de la que dependía su futuro. Buscó una solución; habría podido alquilar una caja de seguridad en un banco, pero no se fiaba mucho, así que optó por la consigna de la estación de Saint-Lazare.

Cada tarde, sacaba la maleta, se encerraba en el lavabo de la cantina para guardar los ingresos del día y volvía a entregársela al encargado de la consigna. Se hacía pasar por un viajante de comercio. De fajas y corsés, lo primero que se le ocurrió. Los encargados le lanzaban miraditas cómplices, a las que respondía con un modesto ademán, que como es lógico no hacía más que aumentar su reputación. Por si había que marcharse a toda prisa, también había dejado en la consigna un enorme sombrerero con el cuadro de la cabeza de caballo de Édouard, cuyo cristal no había llegado a cambiar, y encima, envuelta en papel de seda, la máscara de caballo. Si se veían obligados a huir precipitadamente, sabía que primero dejaría la maleta con los billetes que aquella caja.

Al salir de la estación, antes de ir al encuentro de Pauline, Albert hacía un alto en el Lutetia, lo que lo sumía en un estado de nervios espantoso. Mira que elegir un hotel de lujo para pasar inadvertido…

—«No te preocupes» —había escrito Édouard—. «Cuanto más visible es algo, menos se ve. ¡Fíjate en Jules d’Épremont! Nadie lo ha visto nunca, y sin embargo todo el mundo confía en él.» —Y había soltado una de aquellas carcajadas equinas que ponían los pelos de punta.

Al principio, Albert había contado las semanas, luego los días… Pero ahora, desde que con la identidad de Eugène Larivière, falsa pero legal, Édouard había trasladado el escenario de sus excentricidades a un hotel de lujo, contaba las horas e incluso los minutos que los separaban de la partida, fijada para el 14 de julio, en el tren que salía de París en dirección a Marsella a las 13 horas y les permitiría embarcarse al día siguiente en el SS D’Artagnan, de la Compañía de Mensajería Marítima, con destino a Trípoli.

Tres billetes.

Esa tarde, sus últimos minutos en las entrañas del banco habían sido tan laboriosos como un parto. Cada paso le había costado un triunfo, hasta que por fin se había visto fuera. ¿Debía creérselo? El tiempo era espléndido, la cartera, pesada. A la derecha, ningún cadalso; a la izquierda, ninguna pareja de la gendarmería.

Únicamente, la menuda figura de Louise en la otra acera.

Se quedó desconcertado, como cuando te cruzas con un tendero al que siempre has visto detrás del mostrador: lo reconoces, pero tienes una sensación extraña. Louise nunca había ido a buscarlo. Mientras cruzaba a toda prisa, Albert se preguntó cómo habría averiguado la dirección del banco. Pero aquella cría se pasaba el tiempo escuchándolos; seguro que sabía un montón sobre sus negocios.

—Édouard… —dijo la niña—. ¡Tienes que venir enseguida!

—¿Cómo? ¿Édouard? ¿Qué le pasa?

Por toda respuesta, Louise levantó la mano y paró un taxi.

—Al hotel Lutetia.

En el coche, Albert dejó la cartera entre sus pies. Louise miraba al frente, como si fuera ella la que condujera. Por suerte para Albert, esa tarde Pauline trabajaba, no acabaría pronto y, como al día siguiente empezaba temprano, dormiría en «su casa». Para una criada, eso quería decir en casa ajena.

—Pero, a ver… —dijo Albert al cabo de un instante—. ¿Qué le pasa a Édou…? —En ese momento, su mirada se cruzó con la del taxista en el retrovisor—. ¿Qué le pasa a Eugène? —rectificó.

La cara de Louise era impenetrable, como la de una madre o una esposa angustiada. Se volvió hacia él y extendió las manos. Tenía los ojos húmedos.

—Parece que esté muerto.

Albert y Louise cruzaron el vestíbulo del hotel con un paso que confiaban fuera normal. Pero de normal, nada. El ascensorista fingió que no advertía su nerviosismo; era joven, pero muy profesional.

Édouard se hallaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama y las piernas extendidas. En muy mal estado, pero no muerto. Louise reaccionó con su habitual sangre fría. Como la habitación apestaba a vómito, abrió las ventanas una tras otra y usó como bayetas todas las toallas que encontró en el aseo.

Albert se arrodilló e inclinó hacia su amigo.

—¿Qué te pasa, grandullón? ¿No estás bien?

Édouard balanceaba la cabeza y abría y cerraba los ojos espasmódicamente. No llevaba máscara; el agujero de su rostro exhalaba un hedor pútrido tan intenso que Albert no tuvo más remedio que retroceder. Luego tomó aire, cogió a su amigo por las axilas y consiguió acostarlo en la cama. Con un tipo que en lugar de boca y mandíbulas tiene un agujero, no hay forma de saber cómo darle palmaditas en la cara. Lo obligó a abrir los ojos.

—¿Me oyes? —le preguntaba Albert—. Dime, ¿me oyes?

Como no obtuvo respuesta, decidió tomar medidas drásticas. Se levantó, corrió al baño y llenó un vaso de agua.

Cuando se volvió para regresar a la habitación, se llevó tal susto que se le cayó el vaso y, mareado, tuvo que sentarse en el suelo.

Colgada de la puerta del baño, como una bata de un colgador, había una máscara.

Un rostro masculino. El de Édouard Péricourt. El verdadero Édouard. El de otros tiempos, perfectamente reproducido. Sólo le faltaban los ojos.

Albert perdió la conciencia de dónde se encontraba. Estaba en la trinchera, a unos pasos de los peldaños de madera, con los correajes puestos. Todos los muchachos están allí, en fila, tensos como cuerdas de arco, preparados para correr hacia la cota 113. Un poco más allá, el teniente Pradelle observa las líneas enemigas con los prismáticos. Delante de Albert está Berry, y delante de éste, un chico al que apenas ha tratado, Péricourt, que se vuelve y le sonríe. Una sonrisa luminosa. A Albert le recuerda a un crío a punto de hacer una travesura. Cuando quiere sonreírle a su vez, Péricourt ya se ha dado la vuelta.

Era el mismo rostro que esa tarde tenía ante sí, salvo por la sonrisa. Albert estaba petrificado. Como es lógico, no había vuelto a verlo excepto en sueños, y ahí estaba, emergiendo de la puerta, como si Édouard fuera a aparecer entero, cual fantasma. La sucesión de imágenes se desencadenó: los dos soldados muertos de un tiro por la espalda, el ataque a la cota 113, el teniente Pradelle embistiéndolo salvajemente con el hombro, el agujero del obús, la ola de tierra a punto de sepultarlo…

Albert gritó.

Louise apareció en la puerta, asustada.

Albert negó con la cabeza, abrió el grifo, se lavó la cara, llenó de nuevo el vaso y, sin mirar la máscara, regresó a la habitación y vertió toda el agua en la garganta de su amigo, que de pronto se alzó apoyándose en los codos y empezó a toser como un poseso, igual que debió de toser el propio Albert al volver a la vida.

Le inclinó el torso hacia delante por si vomitaba de nuevo, pero no, aunque la tos le duró un buen rato. Édouard había vuelto en sí, pero estaba agotado a juzgar por sus ojeras y la laxitud de su cuerpo, que se desplomó otra vez. Albert escuchó su respiración, que le pareció normal. Aunque Louise estaba presente, desnudó a su compañero y lo tapó con la sábana. La cama era tan ancha que pudo acomodarse junto a él y se puso una almohada en la espalda; la niña se sentó al otro lado.

Se quedaron allí, quietos como sujetalibros, cada uno sujetando una mano de Édouard, que se durmió con un inquietante ruido gutural.

Desde donde estaban veían la gran mesa redonda que ocupaba el centro de la suite, sobre la que reposaban la larga y fina jeringuilla, el limón cortado, una hoja de papel con restos de polvo marrón, semejante a tierra, y el chisquero, cuya anudada y curva mecha parecía una coma junto a una palabra.

Al pie de la mesa, el torniquete de goma.

Permanecieron en silencio, absortos en sus pensamientos. Albert no era experto en la materia, pero los polvos se parecían mucho a los que le habían ofrecido alguna vez cuando buscaba morfina. Era la siguiente etapa: la heroína. Édouard ni siquiera había necesitado intermediario para conseguirla…

Entonces ¿para qué sirvo?, se preguntó, por curioso que parezca, como si lamentara no haber tenido que encargarse también de aquello.

¿Desde cuándo se inyectaba heroína? Albert se encontraba en la situación de esos padres desbordados que no se han dado cuenta de nada y de repente deben enfrentarse a los hechos consumados.

A cuatro días del viaje.

De todas formas, ¿qué más daba cuatro días antes que después?

—¿Os iréis? —preguntó Louise en tono pensativo y lejano.

Su cabecita había seguido el mismo recorrido que la de Albert, que respondió con un silencio. Era un «sí».

—¿Cuándo? —quiso saber la niña, que seguía sin mirarlo.

Él no respondió. Eso quería decir «pronto».

Así que Louise se volvió hacia Édouard y, extendiendo el índice, hizo lo mismo que el primer día: recorrió absorta la enorme herida, la carne tumefacta y rojiza, como una mucosa al descubierto… Después se levantó, se puso el abrigo, volvió junto a la cama, esta vez por el lado de Albert, se inclinó hacia él y le dio un largo beso en la mejilla.

—¿Vendrás a despedirte de mí?

«Sí, claro», respondió Albert con la cabeza.

Eso quería decir que no.

Louise esbozó un gesto indicando que lo entendía.

Volvió a besarlo y abandonó la habitación.

Su ausencia provocó un gran agujero de aire, como los que se sienten en un avión, según parece.