36

LUCIEN DUPRÉ se presentó a la hora de cenar. Madeleine ya había bajado y acababa de sentarse. Como no estaba Henri, cenaría sola. Su padre había pedido que le subieran la cena a su habitación.

—Señor Dupré…

Dado que era sumamente educada, cualquiera habría jurado que estaba encantada de verlo. Se encontraban frente a frente en el vestíbulo, y Dupré, con el abrigo puesto y el sombrero en la mano, muy tieso sobre el suelo de baldosas negras y blancas, parecía un peón de ajedrez, lo que probablemente fuera.

Nunca había sabido qué pensar de aquella mujer tranquila y decidida, salvo que le daba miedo.

—Perdone que la moleste… —se excusó—. Quisiera ver al señor.

Madeleine sonrió, no por la petición, sino por la formulación. Aquel hombre era el colaborador principal de su marido, pero se expresaba como un criado. Ella se limitó a seguir sonriéndole con impotencia y abrió la boca para responderle, pero de pronto el bebé le soltó tal patada que la dejó sin respiración y las piernas le flaquearon. Dupré se abalanzó hacia ella y la sujetó, apurado: no sabía dónde poner las manos. En brazos de aquel hombre de piernas cortas pero muy fornido se sintió segura.

—¿Quiere que llame a alguien? —le preguntó Dupré, conduciéndola hacia una de las sillas que flanqueaban el vestíbulo.

Madeleine rió de buena gana.

—Pobre señor Dupré… ¡Tendría que estar llamando a todas horas! Este niño es un auténtico demonio, le encanta la gimnasia, sobre todo de noche.

Madeleine se sentó y respiró hondo apretándose el vientre.

—Gracias, señor Dupré.

Lo conocía muy poco, buenos días, buenas tardes, cómo está usted, pero nunca escuchaba la respuesta. Sin embargo, en aquel momento, cayó en la cuenta: aquel hombre, aunque fuera muy discreto y sumiso, sin duda sabía muchas cosas de la vida de Henri y, en consecuencia, de su matrimonio. La idea le desagradó. Humillada, no por él sino por las circunstancias, frunció los labios.

—Buscaba usted a mi marido… —dijo.

Dupré se puso tenso. El instinto le decía que no insistiera, que se fuera lo antes posible. Pero era demasiado tarde. Como si hubiera prendido la mecha y hubiera encontrado la salida de emergencia cerrada con doble vuelta.

—En realidad —prosiguió Madeleine—, yo tampoco sé dónde está. ¿Ha ido a preguntarles a sus amantes? —soltó en el tono amistoso de quien realmente desea colaborar. Dupré se abrochó el último botón del abrigo—. Si quiere puedo confeccionar una lista, pero tardaré un poco. Si no lo encuentra en casa de ninguna, le aconsejo que recorra los burdeles que suele frecuentar. Yo empezaría por el de la rue Notre-Dame-de-Lorette, le encanta. Si no está allí, pruebe en el de la rue Saint-Placide, o en el del barrio de las Ursulinas… Nunca me acuerdo del nombre de la calle… —Hizo una breve pausa y continuó—: No sé por qué, pero las casas de putas suelen estar en calles con nombres muy católicos… El homenaje del vicio a la virtud, supongo.

La palabra «puta» en boca de aquella mujer distinguida, embarazada, sola en aquel palacete, no resultaba inconveniente, sino sumamente triste. Qué pena traslucía… Pero Dupré se equivocaba. Madeleine no sentía pena alguna: lo que estaba herido no era su amor, que se había apagado hacía mucho, sino sólo su amor propio.

Dupré, soldado en cuerpo y alma y nunca vencido, permanecía impertérrito. Madeleine, enfadada consigo misma por haber adoptado aquel papel, era ridículo, esbozó un gesto que Dupré interrumpió, no se disculpe, se lo ruego. Eso era lo peor de todo: la comprendía. Ella abandonó el vestíbulo farfullando un «adiós» apenas audible.

Henri enseñó el póquer de cincos con cara de decir, qué le vamos a hacer, hay días en los que todo te sale bien. Alrededor de la mesa, los jugadores rieron, sobre todo Léon Jardin-Beaulieu, que era quien más iba perdiendo; su risa debía expresar su buen perder, su indiferencia, ¡bah, cincuenta mil francos en una noche no es nada! Por otra parte, era cierto: la suma perdida le dolía menos que el insolente éxito de Henri. Aquel hombre se lo quitaba todo. Los dos estaban pensando lo mismo. Cincuenta mil francos… calculaba Henri recogiendo sus cartas. Otra hora así y recupero cuanto le di al miserable ese del ministerio. Ese viejo, con sus zapatones… Ahora podrá comprarse unos nuevos.

—¡Henri!

Alzó la cabeza. Le hacían señas, le tocaba a él. Paso. Estaba un poco enfadado consigo mismo: ¿por qué le había soltado cien mil francos? Habría conseguido lo mismo con la mitad, hasta con menos. Pero con la tensión que tenía se había precipitado, ¡qué poca sangre fría! Puede que incluso con treinta mil… Por suerte, había aparecido el cornudo de Léon. Henri le sonrió por encima de las cartas. Léon iba a devolvérselo, si no todo, la mayor parte; además, si añadíamos a su mujer y sus estupendos habanos, llegaba de sobra. Elegirlo como socio había sido muy buena idea: como pájaro para desplumar no era demasiado gordo, pero hacerlo resultaba muy divertido.

Unas manos después, sus ganancias habían menguado un poco: cuarenta mil francos. Su intuición le dijo que era mejor dejarlo, se desperezó exageradamente, los demás comprendieron, alguien dijo que estaba cansado y todos pidieron los abrigos. Era la una de la madrugada cuando Henri y Léon salieron y se dirigieron hacia sus coches.

—¡Estoy reventado, la verdad! —exclamó Henri.

—Es que es tarde…

—Es más bien, mi querido Léon, que tengo una amante fantástica (una mujer casada, seamos discretos), joven e impúdica como no puedes imaginarte. ¡Es incansable!

Léon acortó el paso: se ahogaba.

—Si me atreviera —prosiguió Henri—, propondría una condecoración para los cornudos… Se la merecen, ¿no te parece?

—Pero… tu mujer… —balbuceó Léon con voz inexpresiva.

—¡Bah, es distinto, Madeleine ya es madre de familia! Ya lo verás cuando te toque: casi no parecen mujeres. —Encendió el último cigarrillo—. ¿Y tú, muchacho? ¿Eres feliz en tu matrimonio?

En esos momentos, se dijo Henri, para que su dicha fuera completa habría estado bien que Denise hubiera pretextado que iba a visitar a una amiga y estuviera en un hotel, al que habría acudido a reunirse con ella al instante. Para consolarse, pensó en desviarse a Notre-Dame-de-Lorette, tampoco perdería tanto tiempo…

Al final, se quedó una hora y media… Siempre pasaba igual, te proponías entrar y salir, encontrabas dos chicas libres, a elegir, te llevabas a ambas, y entre unas cosas y otras…

Cuando llegó al bulevar Courcelles, la sonrisa que aún flotaba en sus labios se le congeló al ver a Dupré. A esas horas de la noche, no era buena señal. ¿Cuánto hacía que lo esperaba?

—Han cerrado Dargonne —declaró Dupré sin saludarlo siquiera, como si esas tres palabras explicaran la situación.

—¿Cómo que cerrado?

—Y Dampierre, también. Y Pontaville-sur-Meuse. He llamado a todas partes. No he conseguido hablar con toda la gente, pero creo que han echado el cierre a nuestros cementerios…

—Pero… ¿quién?

—La prefectura, aunque se rumorea que la orden viene de más arriba. Hay un gendarme delante de cada cementerio…

—¿Un gendarme? —repitió Henri anonadado—. Pero ¿qué es esta mierda?

—Sí, y por lo visto van a llegar también los inspectores. Entretanto, todo está paralizado.

¿Qué pasaba? ¿Es que aquel tipo miserable del ministerio no había retirado el informe?

—¿Todos nuestros cementerios?

No merecía la pena repetirlo, su jefe lo había entendido a la perfección. Lo que aún no comprendía eran las dimensiones del problema. Así que Dupré carraspeó.

—También quería decirle, mi capitán… Debo ausentarme unos días…

—En estos momentos, desde luego que no, amigo mío. Lo necesito.

La respuesta de Henri era la de costumbre en circunstancias normales, pero el silencio de Dupré no se parecía a su dócil mutismo habitual.

—Tengo que ir a ver a mi familia —dijo con voz muy firme, la que usaba para dar órdenes a sus capataces, mucho más clara, menos respetuosa de lo normal—. No puedo decirle cuánto tiempo estaré, ya sabe cómo son estas cosas…

Henri posó en él su severa mirada de jefe de una gran empresa industrial. La reacción de Dupré lo asustó. Comprendió que esta vez la situación era más grave de lo que creía, porque Dupré, sin esperar respuesta, se limitó a hacer un gesto con la cabeza, dar media vuelta y alejarse. Le había traído la noticia; misión cumplida. Se había acabado. Otro se habría puesto a insultarlo; Pradelle apretó los dientes y se repitió lo que tantas veces se había dicho: había cometido el error de pagarle poco. Debería haber premiado su fidelidad. Demasiado tarde.

Consultó su reloj. Las dos y media.

Al subir la escalinata, vio que alguien se había dejado una luz encendida en la planta baja. Iba a empujar la puerta de entrada, cuando se abrió sola y apareció la criada joven, la morena, ¿cómo se llamaba? Pauline, eso es. No estaba nada mal, ¿cómo era posible que aún no se la hubiera beneficiado? Sin embargo, no le dio tiempo a pensar en la respuesta.

—El señor Jardin-Beaulieu ha llamado varias veces… —empezó a decir la chica, cuyo pecho se alzaba rápidamente: Henri la intimidaba—. Pero el timbre del teléfono despertaba a la señora, así que desconectó el aparato y me pidió que lo esperara para avisarle: tiene que telefonear al señor Jardin-Beaulieu enseguida, en cuanto entre.

Primero Dupré y ahora Léon, al que había dejado hacía menos de dos horas. Henri miraba instintivamente los pechos de la criadita, pero empezaba a preocuparse. ¿Habría alguna relación entre las llamadas de Léon y lo del cierre de los cementerios?

—Muy bien —murmuró—, muy bien.

Su propia voz lo tranquilizó. Se había asustado como un idiota. Además, había que enterarse bien, a lo mejor habían cerrado provisionalmente uno o dos cementerios, pero ¿todos? Era poco probable. Eso habría sido dar a un problema menor las dimensiones de un verdadero escándalo.

Pauline debía de haberse quedado dormida en una silla del vestíbulo, tenía la cara un poco abotagada. Henri seguía mirándola pensando en otra cosa, pero su mirada se parecía a la que posaba en todas las mujeres. Incómoda, Pauline dio un paso atrás.

—¿El señor aún me necesita?

Henri negó con la cabeza; la chica se escabulló.

Se quitó la chaqueta. ¡Telefonear a Léon! ¡A esas horas! ¡Como si no estuviera bastante liado, ahora tenía que ocuparse de aquel canijo!

Fue a su despacho, conectó el teléfono y le dio el número a la operadora.

—¡¿Qué?! —gritó apenas iniciada la conversación—. ¿Otra vez ese informe?

—No —repuso Léon—, otro…

La voz de su socio no traslucía pánico. Más bien parecía dueño de sí, lo que resultaba bastante sorprendente dadas las circunstancias.

—Sobre… Gardonne.

—¡No! —replicó Henri, exasperado—. ¡Gardonne no! ¡Dargonne! Adem… —Henri, que acababa de comprender, calló, fulminado por la noticia.

Era el informe por el que había pagado cien mil francos.

—Ocho centímetros de grosor —comentó Léon. Henri frunció el ceño.

¿Qué podía haber escrito aquel cabrón de funcionario, tras embolsarse la pasta, para que ocupara tanto?

—En el ministerio nunca habían visto nada igual —continuó Léon—. En el informe hay cien mil francos en billetes grandes. Cuidadosamente pegados en hojas. Incluso lleva un anexo donde figuran los números de serie.

El tipo había devuelto el dinero… ¡Alucinante! Desconcertado por la información, Henri no conseguía juntar las piezas del rompecabezas: el informe, el ministerio, el dinero, los cementerios cerrados… Léon se encargó de establecer las relaciones:

—El inspector describe hechos muy graves en el cementerio de Dargonne y denuncia un intento de soborno a un funcionario, como prueban esos cien mil francos. Son una confesión. Significan que las acusaciones del informe son fundadas, porque nadie trata de comprar a un funcionario sin motivo. En especial, con tamaña cantidad.

El final.

Léon se interrumpió para que Pradelle comprendiera el alcance de la noticia. Su voz era tan tranquila que, por un momento, Henri tuvo la sensación de hablar con un desconocido.

—A mi padre —prosiguió Léon— lo han avisado esta noche. El ministro no ha dudado un segundo, como puedes figurarte, tiene que cubrirse las espaldas, así que ha ordenado el cierre inmediato de los cementerios. Lógicamente, en las próximas horas reunirá los elementos que le permitan apoyar su demanda, realizará las oportunas comprobaciones en determinados cementerios, tras lo cual, en cuestión de unos diez días, debería llevar tu empresa ante los tribunales.

—¡Querrás decir «nuestra sociedad»!

Léon no respondió enseguida. Estaba claro que, aquella noche, lo esencial estaba ocurriendo en los silencios. Primero, el de Dupré, y ahora, éste…

—No, Henri —replicó al fin con voz muy suave, muy contenida, como si fuera a hacerle una confidencia—, se me olvidó explicártelo, perdona… El mes pasado vendí todas mis acciones. A pequeños compradores, que por lo demás confían mucho en tu éxito, así que espero que no los defraudes. Este asunto ya no me afecta personalmente. Si te llamo para avisarte es porque somos amigos…

Nuevo silencio, muy expresivo. Henri iba a matar a aquel enano, lo destriparía con sus propias manos.

—Ferdinand Morieux también vendió su parte —añadió Léon.

Henri no respondió. Colgó muy despacio, literalmente helado por la noticia. De haber podido matar a Jardin-Beaulieu, no habría tenido fuerzas ni para sujetar el cuchillo.

El ministro, el cierre de los cementerios, la demanda por soborno… La situación se descontrolaba.

Empezaba a escapársele de las manos.

No se paró a pensar ni a mirar la hora. Eran casi las tres de la madrugada cuando irrumpió en la habitación de su mujer. Madeleine estaba despierta, sentada en la cama, ¡cómo iba a dormirse con el trajín que había habido en la casa esa noche! Y Léon, llamando cada cinco minutos… Deberías decirle… Así que había desconectado el teléfono. ¿Lo has llamado? Al ver a Henri descompuesto, se interrumpió, impresionada. Lo recordaba tenso, sí, rabioso, inquieto, preocupado, incluso angustiado, por ejemplo, hacía un mes, cuando había interpretado ante ella la farsa del hombre acorralado; pero al día siguiente parecía el de siempre, había resuelto el problema. Esa noche, sin embargo, estaba sumamente pálido, crispado… La voz nunca le había temblado de ese modo… Y lo más inquietante: nada de mentiras, o pocas; en su rostro, nada traicionaba su habitual astucia, sus ardides. Por lo general, se veía a la legua que fingía; pero esa noche daba la impresión de ser tan sincero…

Era muy sencillo: Madeleine jamás lo había visto en aquel estado.

Su marido no se disculpó por irrumpir en su habitación en plena madrugada; se sentó en el borde de la cama y empezó a hablar.

Se atuvo a lo que podía contarle sin arriesgarse a arruinar por completo su imagen. Pero incluso limitándose a lo estrictamente necesario, lo que decía le resultaba muy desagradable también a él. Ataúdes demasiado pequeños, personal incompetente y codicioso, extranjeros que ni siquiera hablaban francés… ¡A lo que se añadía las dificultades del trabajo! ¡Era inimaginable! No obstante, había que reconocerlo: boches en tumbas francesas, ataúdes llenos de tierra, tráfico de objetos robados a los cadáveres… Se habían redactado ciertos informes, y a él le había parecido que lo mejor era ofrecerle algo de dinero a un funcionario, un error, claro, pero en fin…

Madeleine asentía, muy concentrada. En su opinión, toda la culpa no podía ser de él.

—Pero, a ver, Henri, ¿cómo vas a ser el único responsable de lo ocurrido? Es demasiado simple…

Él estaba muy asombrado, en primer lugar de sí mismo, por haber sido capaz de contar aquello, de admitir que había cometido errores; en segundo, por Madeleine, que con tanta atención lo escuchaba y, si no lo defendía, lo comprendía; y, en tercero, de ellos dos como matrimonio, porque desde que se conocían era la primera vez que se comportaban como adultos. Hablaban sin acalorarse, sin enfadarse, igual que si opinaran sobre las reformas que había que hacer en casa, planearan un viaje o comentaran un problema doméstico. En definitiva, era la primera vez que se entendían.

Henri la miró de un modo distinto. Desde luego, lo que más le llamaba la atención eran sus pechos, de un tamaño espectacular. Llevaba un camisón fino que dejaba al descubierto sus redondeados hombros y transparentaba las oscuras, anchas y grandes aureolas… Henri se interrumpió para contemplarla. Ella sonrió. Fue un segundo intenso, un segundo de comunión. Henri sintió unas ganas enormes de ella, y esa bocanada de deseo le hizo un bien inmenso. La intensidad de aquella necesidad sexual no era ajena a la actitud maternal, protectora, que había adoptado Madeleine: daban ganas de refugiarse en ella, de dejarse acoger por ella, de fundirse con ella. El asunto era serio, grave, pero en la forma de escuchar de Madeleine había una levedad y sencillez tranquilizadora. Poco a poco, Henri se relajó; su voz se sosegó y sus palabras fluyeron con más calma. Mirándola, pensó: ¡Es mi mujer! Y sintió un orgullo nuevo e inesperado. Extendió la mano, se la posó en un pecho, Madeleine sonrió suavemente, y la mano comenzó a deslizarse hacia su vientre. Ella empezó a jadear, como si le costara respirar. En el gesto de Henri había una parte de cálculo, porque siempre había sabido cómo excitarla, pero no sólo eso. Era como el reencuentro con alguien a quien, en realidad, nunca había encontrado. Madeleine separó las piernas, pero lo detuvo agarrándolo de la muñeca.

—No es el mejor momento… —le susurró, aunque su voz gritaba lo contrario.

Él asintió lentamente. Se sentía fuerte, estaba recuperando la confianza.

Mientras recobraba el aliento, Madeleine ahuecó los almohadones a su espalda, se puso cómoda y, a continuación, soltó un suspiro de arrepentimiento. Sin dejar de escuchar a Henri, le acarició pensativamente las azuladas y abultadas venas de la mano. Qué manos tan bonitas tenía…

Henri procuró concentrarse. Urgía retomar el asunto.

—Léon me ha abandonado. No puedo esperar la ayuda de su padre.

A Madeleine la sorprendió y desconcertó que Léon no lo ayudara. Era socio en el negocio, ¿no?

—Pues no —dijo Henri—, ya no. Y Ferdinand tampoco.

Los labios de Madeleine se redondearon en un silencioso «oh».

—Sería muy largo de explicar —aseguró Henri.

Ella sonrió. Su marido volvía a ser el de siempre. Le acarició la mejilla.

—Pobre amor mío… —Le hablaba con voz dulce, íntima—. Así que esta vez es grave…

Henri cerró los ojos a modo de asentimiento. Luego volvió a abrirlos y se lanzó:

—Tu padre sigue negándose a ayudarme, pero…

—Sí, y si volviera a pedírselo, volvería a negarse.

Seguían cogidos de la mano, pero ahora tenían los brazos caídos, apoyados en las rodillas. Necesitaba convencerla. No podía negarse, era de todo punto impensable. El viejo Péricourt había querido humillarlo, pero ahora que lo había conseguido tenía (Henri buscó la palabra) el deber, ¡eso es!, el deber de ser realista. Porque, a ver, ¿qué iba a ganar viendo su apellido mancillado si estallaba un escándalo? No, un escándalo no, no era para tanto, digamos un incidente. Comprendía que no quisiera acudir al rescate de su yerno, pero ¿qué le costaba hacer feliz a su hija? ¡No paraba de entrometerse a diestro y siniestro, y en cosas que no le afectaban tan de cerca!

—Es verdad —admitió Madeleine.

Pero Henri le notaba cierta resistencia. Se inclinó hacia delante.

—No quieres interceder ante él… porque temes que se niegue, ¿es eso?

—¡No, no, qué va! —se apresuró a responder su mujer—. ¡No es eso, cariño, en absoluto! —Apartó la mano y se la posó en el vientre con los dedos ligeramente separados. Le sonrió—. No intervendré porque no deseo intervenir. De hecho, Henri, estoy escuchándote, pero todo esto no me interesa nada.

—Lo entiendo muy bien —aseguró él—. De todas formas, lo que estoy pidiéndote no es que te interese, sino que…

—No, Henri, no lo entiendes. Lo que no me interesa no son tus negocios, eres tú.

Se lo dijo sin cambiar de actitud, igual de tranquila, sonriente, íntima, tremendamente cercana. Era un jarro de agua tan fría que Henri creyó haber oído mal.

—No comprendo…

—Claro que sí, amor mío, estoy segura de que lo has captado a la primera. Me trae sin cuidado no sólo lo que haces, sino también lo que eres.

Henri debería haberse levantado de inmediato y haberse ido, pero la mirada de ella lo retenía. No quería oír nada más, y sin embargo se sentía prisionero de la situación, como el reo obligado por el juez a escuchar la sentencia.

—Nunca me he forjado muchas ilusiones sobre lo que eras —le explicó Madeleine—. Ni sobre lo que seríamos juntos. Estuve enamorada un tiempo, lo reconozco, pero enseguida me di cuenta de cómo acabaría todo. Me casé contigo porque ya tenía edad de casarme, porque me lo propusiste y porque D’Aulnay-Pradelle sonaba muy bien. Si ser tu mujer y sufrir la constante humillación de tus aventuras no fuera algo tan ridículo, me habría encantado llevar ese apellido. Pero qué le vamos a hacer.

Henri se había levantado. Esta vez no se refugió en una dignidad postiza, no intentó justificarse, no perseveró en la mentira: el tono de Madeleine era demasiado sobrio, lo que decía era definitivo.

—Lo que te ha salvado hasta ahora es que eres muy guapo, amor mío.

Tumbada en la cama con las manos en el vientre, contemplaba a su marido, que iba a abandonar la habitación en breve, hablándole como si estuvieran despidiéndose hasta la mañana siguiente e intercambiaran unas frases tiernas.

—Estoy segura de que me has dado un hijo precioso. Nunca he esperado otra cosa de ti. Y ahora que está aquí —añadió, dándose suaves palmaditas en el vientre, que emitió un ruido sordo—, puedes apañártelas como quieras, o no apañártelas, me da exactamente igual. Ha sido una decepción, pero ya me he repuesto, porque tengo con qué consolarme. A juzgar por lo poco que sé, creo que ya ha llegado la hora de una catástrofe de la que no te recuperarás. Pero a mí ya no me afecta.

Muchas veces, en situaciones parecidas, Henri rompía cosas, un jarrón, un mueble, un cristal, una figura… Esa noche, en cambio, se limitó a levantarse, salir y cerrar lentamente la puerta del dormitorio de su mujer.

Una vez en el pasillo, evocó la Sallevière como la había visto hacía unos días, con la imponente fachada magníficamente reconstruida, con los paisajistas que empezaban a rediseñar el inmenso jardín francés, con los pintores a punto de ponerse con los techos de salas y habitaciones, mientras se procedía a la restauración de querubines y artesonados…

Anonadado por la sucesión de deserciones de las últimas horas, trataba en vano de imaginarse el cataclismo con todas sus fuerzas. Sólo eran palabras, imágenes, nada real.

No podía concebir que fuera a perderlo todo de aquel modo, tan deprisa como lo había ganado.

Acabó haciéndose una idea gracias a una frase que pronunció en voz alta, aunque se hallaba solo en el pasillo:

—Estoy muerto.