35

LA doncella tenía la desagradable sensación de estar debutando como artista circense. El enorme limón, de un amarillo digno de manual, no paraba de rodar sobre la bandeja de plata, amenazando con caer al suelo escaleras abajo. Y seguro que no dejaría de rodar hasta llegar al despacho del director. Nada mejor para ganarse una reprimenda, se dijo. Como no la veía nadie, se metió el limón en el bolsillo, se puso la bandeja debajo del brazo y siguió subiendo la escalera (en el Lutetia, el personal no estaba autorizado a tomar el ascensor, no fuera que luego pidiera más cosas).

Por lo general, con los clientes que pedían un limón en la sexta se mostraba bastante antipática. Pero con el señor Eugène, no, claro que no, él era distinto. Nunca hablaba. Cuando necesitaba algo, dejaba en el felpudo de su suite un papel con letras grandes para el botones de la planta. Siempre se mostraba muy educado, muy correcto.

Pero estaba chiflado.

En la casa (léase «el Lutetia»), habían bastado dos o tres días para que el señor Eugène se hiciera famoso. Pagaba la suite en metálico con varios días de antelación, aún no le habían llevado la nota y ya la había abonado. Un hombre raro. Nadie le había visto la cara y, en cuanto a la voz, sólo emitía una especie de gruñidos o risas estridentes que hacían reír a carcajadas o te helaban la sangre. Nadie sabía a qué se dedicaba, llevaba unas máscaras enormes, que jamás se ponía dos veces, y hacía todo tipo de extravagancias: bailar la danza de los cortadores de cabelleras por los pasillos, para regocijo de las doncellas, encargar flores en cantidades disparatadas… Mandaba a los recaderos a comprar toda clase de cosas absurdas al Bon Marché, que estaba justo enfrente, aderezos para las máscaras, plumas, papel dorado, fieltro, pinturas… ¡Y eso no era nada! Hacía una semana había contratado a una orquesta de cámara de ocho músicos. Avisado en cuanto llegaron, bajó al vestíbulo, se quedó de pie en el primer escalón, frente a recepción, siguiendo el compás, y, cuando la orquesta acabó de interpretar la Marcha para la ceremonia de los turcos de Lully, volvió a la suite. El señor Eugène había repartido billetes de cincuenta francos entre el personal, por las molestias. El director en persona le había hecho una visita para explicarle que apreciaba su generosidad, pero que sus caprichos… Está usted en un hotel de lujo, señor Eugène, tenemos que pensar en los demás clientes y en nuestra reputación. El señor Eugène, que no era un hombre difícil, asintió.

Lo más intrigante era el asunto de las máscaras. A su llegada llevaba una casi normal: un rostro tan bien hecho que se asemejaba al de un hombre con parálisis facial. Las facciones no se movían, pero parecían tan vivas… Más aún que las rígidas máscaras del museo Grévin. Es la que usaba las pocas veces que salía. No se le había visto poner los pies en la calle más que en dos o tres ocasiones, siempre entrada la noche. Estaba claro que no quería encontrarse con nadie. Según algunos, iba a sitios de mala nota, porque a esas horas adónde iba a ir, a misa no, desde luego.

Corrían los rumores. En cuanto un empleado volvía de su suite, los otros iban a preguntarle. ¿Qué había visto, esta vez? Cuando se supo que había pedido un limón, hubo peleas para subírselo. Al bajar del sexto piso, la freirían a preguntas, porque todas las demás se habían encontrado con escenas increíbles, tan pronto ante la máscara de un pájaro africano que soltaba estridentes chillidos danzando ante la ventana, como en medio de una tragedia representada para una veintena de sillas vestidas con ropa a modo de espectadores, una obra de un solo actor que parecía andar sobre zancos y soltaba frases que nadie entendía… Así que la cuestión no era si el señor Eugène era normal, que estaba claro que no, sino quién era realmente.

Unos lo consideraban mudo, porque sólo se expresaba mediante borboteos y escribía sus órdenes en hojas volantes; otros afirmaban que era un herido de guerra, pero daba la casualidad de que todos los heridos que conocían eran de procedencia humilde, nunca ricos como él, sí, es curioso, decía alguno, tienes razón, no había caído en eso… ¡Qué va!, replicaba la encargada de la lavandería con la autoridad de sus treinta años en la hostelería de lujo, para mí esto apesta a chanchullo, y apostaba a que era un prófugo de la justicia, un presidiario enriquecido. Las doncellas se reían por lo bajo, convencidas de que el señor Eugène era algún gran actor muy famoso en América que estaba en París de incógnito.

Al registrarse había enseñado la cartilla militar, porque aunque la policía casi nunca inspeccionaba los hoteles de esa categoría, era obligatorio identificarse. Eugène Larivière. El nombre no le sonaba a nadie. Hasta parecía un poco falso… No se creyeron que se llamara así. ¿La cartilla militar?, exclamó la encargada de la lavandería: no hay nada más fácil de falsificar.

A excepción de las raras salidas nocturnas, que intrigaban al personal, el señor Eugène se pasaba el tiempo en la gran suite de la sexta planta sin recibir más visitas que las de la extraña y silenciosa niña, seria como una gobernanta, con quien había llegado. Habría podido utilizarla como intérprete, pero qué va, también era muda. Tendría unos doce años. Aparecía a última hora de la tarde y pasaba por delante del mostrador de recepción a toda prisa y sin saludar a nadie, aunque todos se habían fijado en lo guapa que era, con aquel rostro ovalado, los pómulos altos y los ojos tan negros y brillantes. Iba vestida modesta pero pulcramente y se notaba que había recibido cierta educación. Algunos decían que era su hija. En todo caso, adoptiva, puntualizaban otros, porque tampoco a ese respecto se sabía nada seguro. Por la noche, el señor Eugène pedía todo tipo de manjares exóticos, pero siempre con caldo de carne y zumos de fruta, compotas, helados, comidas líquidas. Luego, hacia las diez, la niña volvía a bajar, tranquila y seria, e iba a coger un taxi en la esquina del bulevar Raspail, aunque antes de subir siempre preguntaba el precio. Cuando le parecía excesivo, regateaba, pero al llegar al destino, el taxista se daba cuenta de que con el dinero que llevaba encima habría podido pagar la carrera treinta veces…

Al llegar a la puerta de la suite del señor Eugène, la doncella se sacó el limón del delantal, lo dejó en equilibrio sobre la bandeja de plata, llamó, se alisó el uniforme para causar buena impresión y esperó. Nada. Llamó una segunda vez, más discretamente; quería servir, pero no molestar. Nada. Luego sí. Una hoja se deslizó por debajo de la puerta: «Deje el limón ahí. Gracias.» La doncella se llevó una decepción, aunque no le duró mucho, porque cuando estaba inclinándose para dejar la bandeja en el suelo, vio un billete de cincuenta francos deslizarse hacia ella. Se lo metió en el bolsillo y se marchó a toda prisa, como un gato que teme que le quiten una espina de pescado.

Édouard entreabrió la puerta, sacó la mano, tiró de la bandeja, cerró, fue a la mesa, cogió un cuchillo y cortó la fruta por la mitad.

Aquella suite era la más grande del hotel. Desde las amplias ventanas, que daban al Bon Marché, se veía todo París. Había que tener mucho dinero para permitírselo. La luz cayó en apretados haces sobre el zumo del limón, exprimido por Édouard con cuidado en una cuchara sopera donde previamente había colocado suficiente cantidad de heroína. Era un color bonito, un amarillo irisado, casi azulado. Dos salidas nocturnas para encontrar aquello. Y a qué precio… Para que él reparara en eso, tenía que ser caro de verdad. De todas formas, daba igual. Bajo la cama, el petate contenía montones de billetes sustraídos de la maleta de la hormiguita de Albert, que los amontonaba para cuando se largaran. Si el personal de limpieza hubiera cogido un puñado, Édouard ni se habría enterado y, además, todo el mundo tenía derecho a vivir.

Faltaban cuatro días.

Mezcló con cuidado el polvo marrón y el zumo de limón, comprobando que no quedaran partículas cristalinas sin disolver.

Cuatro días.

En el fondo —ahora podía confesárselo—, nunca había creído en aquella huida, jamás. Aquel fantástico asunto de los monumentos, obra maestra de la bufonada, aquel enredo chusco y excitante en grado sumo le había permitido distraerse, prepararse para morir, pero sólo eso. Ni siquiera se arrepentía de haber arrastrado a Albert a aquella locura, convencido como estaba de que tarde o temprano cada cual sacaría de ella su beneficio.

Después de remover el polvo con cuidado, y pese a que le temblaban las manos, intentó dejar la cuchara en equilibrio sobre la mesa sin derramar el contenido. Cogió el mechero, tiró de la mecha y empezó a hacer girar la ruedecilla con el pulgar. Mientras las chispas encendían la estopa, contempló la inmensa suite sin dejar de accionar la ruedecilla. Realmente se sentía como en casa. Siempre había vivido en habitaciones grandes; aquélla estaba hecha a su medida. Lástima que su padre no pudiera verlo en aquel lujoso ambiente, porque, en resumidas cuentas, había amasado mucho dinero más deprisa que él y empleando métodos no necesariamente más sucios. No sabía con exactitud cómo se había enriquecido su padre, pero estaba convencido de que detrás de cualquier fortuna siempre se hallaban unos cuantos crímenes. Por lo menos él no había matado a nadie, tan sólo había ayudado a hacer desaparecer unas cuantas ilusiones, acelerado el inevitable efecto del tiempo, nada más.

Por fin, la mecha prendió y comenzó a desprender calor. Édouard colocó encima la cuchara y la mezcla empezó a palpitar, burbujeando ligeramente. Había que estar muy atento: era el momento crítico. Cuando estuvo lista, tuvo que esperar a que se enfriara. Se levantó y se acercó a las ventanas. Una hermosa luz bañaba París. Como cuando estaba solo no se ponía máscaras, sorprendió su imagen en el cristal, parecida a la que había descubierto en 1918, cuando estaba hospitalizado y Albert había creído que sólo quería que le diera un poco el aire. Qué shock.

Édouard se miró mejor. Su imagen había dejado de impresionarlo —a todo se acostumbra uno—, pero su tristeza permanecía intacta; con el tiempo, la falla que se había abierto en su interior sólo había ido agrandándose más y más. Había amado la vida demasiado, ése era el problema. A quienes no le tenían tanto apego, las cosas debían de parecerles más sencillas, pero a él…

La mezcla estaba ya a la temperatura adecuada. ¿Por qué seguía obsesionándole la imagen de su padre?

Porque su historia común no había terminado.

La idea lo detuvo. Fue como una revelación.

Toda historia necesita un final, es ley de vida. Puede ser trágico, insoportable, ridículo, pero siempre hay uno, y con su padre no lo había habido, se habían separado como enemigos declarados y nunca habían vuelto a verse, uno estaba muerto y el otro no, pero ninguno había dicho la última palabra.

Édouard se apretó el torniquete alrededor del brazo. Mientras se inyectaba el líquido en la vena, no pudo evitar admirar aquella ciudad, admirar de nuevo aquella luz. El fogonazo lo dejó sin respiración; la luz explotó en su retina. Nunca hubiera esperado algo tan sublime.