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ME han escrito que el artista está en las Américas… —Labourdin siempre usaba el plural para referirse a América, convencido de que una expresión que englobara la totalidad de un continente lo convertía en un hombre más importante.

La noticia contrarió al señor Péricourt.

—Estará de vuelta a mediados de julio —le aseguró el alcalde de distrito.

—Es muy tarde…

Labourdin, que esperaba esa reacción, sonrió.

—¡En absoluto, mi querido presidente! ¡Está tan entusiasmado con el encargo que ya ha puesto manos a la obra, figúrese! ¡Y avanza a pasos de gigante! ¡Figúrese, nuestro monumento será concebido en Nueva York —lo decía en inglés: «Niuyor»— y realizado en París! ¡Qué gran simbolismo!

Con la expresión ávida que reservaba para los platos con salsa y las nalgas de su secretaria, el alcalde se sacó un ancho sobre de un bolsillo interior.

—Éstos son unos esbozos suplementarios que envió el artista.

Péricourt tendió la mano, pero Labourdin no pudo evitar retener el sobre un instante.

—Son más que magníficos, presidente: ¡son espectaculares!

¿Qué significaba aquel ataque de verborrea? A saber. Labourdin elaboraba las frases con sílabas, rara vez con ideas. Péricourt no le dio más vueltas; Labourdin era un imbécil esférico: lo volvieras hacia donde lo volvieras, siempre se mostraba igual de idiota. Con él no había nada que entender ni que esperar.

Antes de abrir el sobre, Péricourt le indicó que podía marcharse. Quería estar solo.

Jules d’Épremont había realizado otros ocho dibujos. Dos planos de conjunto desde un ángulo poco habitual, como si te acercaras tanto que tuvieras que mirarlo con la cabeza totalmente echada hacia atrás. Muy original. El primero mostraba el panel derecho del tríptico, el titulado «Francia conduciendo las tropas al combate», y el segundo, el izquierdo, «Valerosos soldados al ataque del Enemigo».

Se quedó impresionado. El monumento, hasta ahora estático, se había convertido en algo muy distinto. ¿Se debía a la insólita perspectiva o al hecho de que se alzara sobre ti, te empequeñeciera, pareciera aplastarte?

Intentó encontrar un calificativo para aquella sensación. Surgió la palabra, sencilla, casi tonta, pero que lo decía todo: «Vivo.» Sí, un calificativo ridículo, propio de un Labourdin. Pero las dos escenas emanaban un realismo total, casi más verídico que algunas fotografías de guerra que había visto en la prensa, donde aparecían soldados en el campo de batalla.

Los otros seis dibujos eran primeros planos de algunos detalles: el rostro de la mujer envuelta en la bandera, el perfil de un soldado… Pero la cara que había impulsado a Péricourt a escoger aquel proyecto no aparecía… Qué pena.

Hojeó los dibujos, los comparó con los que ya tenía y estuvo un buen rato intentando imaginarse caminando alrededor del monumento real e incluso penetrando en él. No puede explicarse de otra manera. Péricourt empezó a vivir dentro de su monumento, como si tuviera una doble vida, como si le hubiera puesto un piso a una amante y se pasara las horas muertas en él a escondidas del mundo. Al cabo de unos días, conocía tan bien el monumento que era capaz de imaginárselo desde ángulos no dibujados.

No se escondió de Madeleine, era inútil: si en su vida hubiera habido una mujer, su hija lo habría adivinado al primer vistazo. Cuando entraba en su despacho, veía a su padre de pie en el centro de la habitación, con los dibujos extendidos en el suelo alrededor, o sentado en su sillón lupa en mano, examinando alguno. Los manoseaba tanto que temía que se estropearan.

Un marquista fue a tomar medidas (Péricourt no quería separarse de los dibujos) y al día siguiente volvió con los marcos y cristales. Esa misma tarde, el trabajo estuvo acabado. Entretanto, se presentaron unos operarios a fin de desmontar varios tramos de la biblioteca y dejar espacio para los cuadros. El despacho pasó de taller de marcos a sala de exposiciones dedicada a una sola obra, su monumento.

Péricourt seguía trabajando, acudiendo a las reuniones, presidiendo los consejos de administración y recibiendo en su despacho profesional a agentes de cambio o directores de sucursales de su banco; pero volvía a casa más temprano que antes y se encerraba en sus habitaciones. Por lo general, le subían una bandeja y cenaba solo.

En él se había operado una lenta maduración. Por fin empezaba a entender algunas cosas, a recuperar antiguas emociones, una tristeza parecida a la experimentada cuando murió su mujer, la sensación de vacío e irreparabilidad que había tenido en esa época. También se hacía menos reproches respecto a Édouard. Al reconciliarse con su hijo, se reconciliaba consigo mismo, con el hombre que había sido.

A ese nuevo sosiego se unía un descubrimiento. Gracias a los esbozos hechos por Édouard en su cuaderno cuando estaba en el frente y a los dibujos del monumento, Péricourt conseguía sentir casi físicamente lo que nunca llegaría a conocer: la guerra. Él, que nunca había tenido demasiada imaginación, vivía emociones originadas por el rostro de un soldado, el movimiento de la pintura… Así que se produjo una especie de transferencia. Ahora que ya no se reprochaba tanto haber sido un padre ciego, insensible, ahora que aceptaba a su hijo y su vida, su muerte aún le dolía más. ¡A unos días del armisticio! Como si el hecho de que hubiera muerto mientras que otros habían vuelto con vida no fuera lo bastante injusto. ¿Había fallecido de inmediato, como aseguraba Maillard? A veces, Péricourt tenía que contenerse para no llamar de nuevo a aquel veterano que trabajaba en algún sitio de su banco y sonsacarle toda la verdad. Pero, en el fondo, ¿qué sabía realmente aquel soldado de lo que su hijo había sentido en el momento de morir?

A fuerza de observar la obra futura, su monumento, cada vez se sentía más atraído, no por el rostro extrañamente familiar que le había indicado su hija y del que también él se había acordado, sino por el soldado que yacía a la derecha del fresco y por la mirada de desconsuelo que la Victoria posaba en él. El artista había sabido plasmar algo muy sencillo y profundo. Y cuando Péricourt comprendió que su emoción se debía a que los papeles se habían intercambiado, las lágrimas afloraron a sus ojos: ahora, el muerto era él, y la Victoria, su hijo, que posaba en su padre aquella mirada dolorosa y desolada que te partía el corazón.

Eran las siete y media de la tarde pasadas, pero aún no había refrescado. En aquel coche de alquiler hacía calor, por la ventanilla abierta del lado de la calzada no entraba el fresco, sólo vaharadas de aire tibio, desagradable. Henri se daba nerviosas palmaditas en la rodilla. La alusión de su suegro a la venta de la Sallevière no se le iba de la cabeza. ¡Si acababa pasando, estrangularía a aquel viejo cabrón con sus propias manos! ¿Hasta qué punto era responsable de sus problemas? ¿Los había fomentado? ¿Por qué, de pronto, había aparecido aquel miserable funcionario, con su obstinación, con su encarnizamiento? ¿De verdad su suegro no había tenido nada que ver? Henri se perdía en las conjeturas.

Sus sombrías ideas y su rabia contenida no le impedían vigilar a Dupré, que iba y venía por la acera discretamente, como alguien que intenta disimular su indecisión.

Henri subió el cristal de la ventanilla para que no lo vieran y lo reconocieran: habría sido absurdo recurrir a un coche de alquiler para que luego lo pescaran en la primera esquina… Tenía un nudo en la garganta. En la guerra, al menos uno sabía a qué atenerse. Aunque intentaba concentrarse en las dificultades que le esperaban, no podía evitar que sus pensamientos lo llevaran a la Sallevière una y otra vez. ¿Renunciar a ella? ¡Jamás! Había estado allí hacía menos de una semana: la restauración era perfecta, el conjunto, magnífico. Al mirar la imponente fachada, era fácil imaginar la salida de una gran montería o el regreso de la comitiva nupcial de su hijo… Abandonar esas esperanzas era imposible, nadie se las arrebataría. Jamás.

Tras la conversación con Péricourt, sólo le quedaba un cartucho, uno solo.

Soy un buen tirador, se repetía para tranquilizarse.

Había tenido apenas tres horas para organizar la contraofensiva con muy pocos efectivos: Dupré. Daba igual, lucharía hasta el final. Si ganaba esta vez —sería difícil, pero él podía—, ese viejo cabrón de su suegro se convertiría en su único blanco. Necesitaré tiempo, se dijo, pero tendré su pellejo. Ésa era la clase de juramentos que le levantaban el ánimo.

De pronto, Dupré alzó la cabeza, cruzó la calle a toda prisa y echó a andar rápidamente en sentido opuesto, dejó atrás la entrada del ministerio y cogió del brazo a un hombre, que se volvió sorprendido. De lejos, Henri presenció la escena y se fijó en aquel individuo. Si se hubiera tratado de alguien que cuidaba su aspecto, nada habría sido imposible, pero parecía un mendigo. Sería complicado.

Inmóvil en la acera, el hombre miraba alelado a Dupré, que le llegaba a la altura de los hombros. Tras un instante de vacilación, se volvió hacia el coche que le señalaban discretamente, donde esperaba Henri. Éste se fijó en sus sucios y viejos zapatones: era la primera vez que veía a un tipo que se parecía a sus zapatos. Por fin, ambos hombres volvieron sobre sus pasos lentamente. Henri había ganado la primera batalla, lo que desde luego no garantizaba la victoria final.

Sus sospechas se vieron confirmadas en cuanto Merlin subió al coche. Olía francamente mal y tenía una cara avinagrada. Para entrar, había debido agacharse bastante y luego se había quedado sentado con los hombros encogidos, como si esperara una lluvia de proyectiles. Dejó en el suelo, entre sus pies, una gruesa cartera de cuero que había conocido tiempos mejores. Era mayor, debía de estar a punto de jubilarse. En aquel individuo desastrado, belicoso, de mirada torva, todo era tan viejo y desagradable que costaba entender que en el ministerio siguieran aguantándolo.

Henri le tendió la mano, pero, en lugar de estrechársela, Merlin siguió mirándolo con fijeza. Más valía ir al grano.

Pradelle se dirigió a él con forzada familiaridad, como si se conocieran de siempre y fueran a hablar de cosas sin importancia.

—Ha redactado usted sendos informes… sobre los cementerios de Chazières-Malmont y Pontaville, ¿no es así?

Merlin se limitó a soltar un gruñido. No le gustaba aquel individuo, que apestaba a dinero y tenía toda la pinta de ser un truhán. Además, si había ido a buscarlo de aquel modo, para hablar con él en un coche, a escondidas…

—Tres —dijo al fin.

—¿Cómo?

—Dos informes no. Tres. Estoy a punto de entregar otro. Sobre el cementerio de Dargonne-le-Grand.

Por el modo como lo decía, Pradelle comprendió que el asunto acaba de dar otra vuelta de tuerca.

—Pero… ¿cuándo fue allí?

—La semana pasada. Bonito espectáculo…

—¿Y eso? —Pradelle, que se había preparado para defenderse de dos acusaciones, comprendió que ahora tendría que enfrentarse a una tercera.

—Pues eso… —dijo Merlin.

Tenía un aliento de chacal y una voz nasal muy desagradable. En circunstancias normales, Henri habría procurado sonreír, mostrarse amable, ganarse su confianza; pero ahora, encima, lo de Dargonne… Era demasiado… Se trataba de un cementerio pequeño, con doscientas o trescientas tumbas, no más, al que le correspondían muertos de la parte de Verdún. ¿Qué gilipollez habrían hecho allí? ¡Él no había oído nada! De forma instintiva, miró fuera. Dupré ocupaba su puesto inicial en la otra acera y, con las manos en los bolsillos, fumaba mirando escaparates, también nervioso. El único tranquilo era Merlin.

—Debería vigilar a sus hombres… —le soltó.

—¡Eso está claro! ¡Y es el único problema, señor Merlin! Pero, con tantos cementerios, ¿cómo quiere que lo haga?

Merlin no tenía la menor intención de ser comprensivo. Guardó silencio. Para Henri, era vital conseguir que hablara: de alguien que calla, no se puede conseguir nada. Adoptó la actitud del individuo que siente curiosidad por un asunto que no le afecta de forma personal, algo trivial, pero apasionante.

—Porque… en Dargonne… ¿qué pasa exactamente? —inquirió.

El funcionario tardaba tanto en responder que Henri se preguntó si habría oído la pregunta. Cuando se dignó contestar, no movió un solo músculo, únicamente los labios. Así era difícil adivinar sus intenciones.

—A usted le pagan por unidad, ¿verdad?

Henri abrió los brazos, alzando las palmas.

—¡Pues claro! ¡Es normal, te pagan en función del trabajo!

—Sus hombres también cobran por unidad…

Henri hizo una mueca: sí, por supuesto, ¿y? ¿Adónde quería ir a parar?

—Por eso hay tierra en los ataúdes.

Henri abrió unos ojos como platos: ¿de qué coño hablaba?

—Hay ataúdes sin nadie dentro —explicó Merlin—. Para ganar más dinero, sus trabajadores transportan y entierran féretros donde no hay nadie. Sólo tierra, para que pesen.

La reacción de Pradelle fue sorprendente. Pensó: ¡Qué hatajo de gilipollas, estoy de ellos hasta los cojones! Y metió en el mismo saco a Dupré y a todos aquellos imbéciles de los cementerios, que siempre esperaban ganar un poco más de dinero haciendo lo que fuera. Por unos segundos, se desentendió del asunto: ¡Que se las apañaran, él ya estaba harto! La voz de Merlin lo devolvió a la realidad y al hecho de que, como propietario de la empresa, él estaba metido hasta las cejas. Los cabezas de turco vendrían después.

—Y luego… están los boches —soltó el funcionario, que seguía sin mover un músculo de la cara.

—¿Los boches?

Henri se había erguido en el asiento. Primer rayo de esperanza. Porque, si se trataba de eso, se hallaba en su terreno. En el tema de los boches no tenía rival. Merlin negaba con la cabeza, no, pero de una manera tan imperceptible que al principio Henri ni siquiera se percató. Luego, surgió la duda. Ya, los boches… Pero ¿qué boches? ¿Qué coño pintaban en aquella historia? Su cara debía de reflejar su estado de ánimo, porque el funcionario respondió como si comprendiera su perplejidad.

—Si va usted allí, a Dargonne… —dijo, y se interrumpió.

Henri hizo un gesto con la barbilla: venga, escupe, ¿de qué va esta historia?

—Hay tumbas francesas —continuó— con soldados alemanes dentro.

Aterrado por la noticia, Henri boqueó como un pez. Qué catástrofe. Un cadáver es un cadáver, de acuerdo. Una vez muerto, que el tipo fuera francés, alemán o senegalés a Pradelle lo traía sin cuidado. En aquellos cementerios no era raro descubrir el cuerpo de un soldado extranjero, un hombre que se había extraviado, a veces incluso de varios: soldados de unidades de ataque, exploradores… Las líneas avanzaban y retrocedían sin parar… A ese respecto, les habían dado consignas muy estrictas: los cuerpos de los soldados alemanes debían separarse escrupulosamente de los restos de los héroes victoriosos; en las necrópolis creadas por el Estado, se les habían reservado zonas específicas. El gobierno alemán, así como el Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, el servicio responsable de las sepulturas militares alemanas, estaban negociando con las autoridades francesas el destino definitivo de esas decenas de miles de «cuerpos extranjeros», pero, entretanto, confundir a un soldado francés con un boche era poco menos que un sacrilegio.

Imaginar a un alemán en una tumba francesa, a familias enteras rezando ante emplazamientos en los que se había inhumado a soldados enemigos, los mismos que habían matado a sus hijos… Era insoportable, rayano en la profanación de las sepulturas.

Escándalo asegurado.

—Me ocuparé de ello… —murmuró Pradelle, que no tenía la menor idea ni de las proporciones del desastre ni de cómo remediarlo.

¿Cuántos eran? ¿Cuánto hacía que se metían boches en ataúdes franceses? ¿Cómo descubrirlos?

Aquel informe tenía que desaparecer. Taxativamente.

Inmediatamente.

Henri se fijó en Merlin, en su arrugada cara, en la vidriosidad de sus ojos, precursora de las cataratas, y comprendió que era aún más viejo de lo que había creído al principio. Y tenía la cabeza muy pequeña, como algunos insectos.

—¿Hace mucho que es funcionario?

Había formulado la pregunta en un tono seco, autoritario, con voz de militar. A Merlin le sonó a acusación. No le gustaba aquel Aulnay-Pradelle, que concordaba a la perfección con la idea que se había hecho de él: un fanfarrón, un fullero, un ricachón, un cínico. Le vino a la cabeza la palabra «ventajista», tan de moda. Había aceptado subir a aquel coche porque tenía curiosidad, pero estaba tan a gusto como en un ataúd.

—¿Funcionario? Lo he sido toda mi vida —respondió sin orgullo ni amargura. Simple constatación de alguien que en verdad nunca había imaginado otra vida.

—¿Qué escalafón ocupa en la actualidad, señor Merlin?

Era un buen golpe, doloroso y fácil de dar, porque para el funcionario estar estancado en lo más bajo de la jerarquía a unos meses de jubilarse seguía siendo una herida abierta, una humillación. Su carrera no había hecho más progresos que los debidos a la antigüedad; se encontraba en la misma situación que el hombre que se despide del ejército con el uniforme de soldado raso.

—¡Con esas inspecciones, ha realizado usted un trabajo extraordinario! —exclamó Pradelle en tono admirativo; si Merlin hubiera sido una mujer, le habría cogido la mano—. Gracias a sus esfuerzos, a su vigilancia, ahora podremos poner orden en todo. Los trabajadores poco escrupulosos… se irán de patitas a la calle. Sus informes nos serán de suma utilidad, nos permitirán retomar las riendas con más firmeza.

Merlin se preguntó qué significaría ese «nos» en boca de aquel tipo. La respuesta era obvia: ese «nos» eran los poderes de Pradelle, eran él, sus amigos, su familia, sus relaciones…

—El propio ministro se mostrará interesado —prosiguió Henri—. Incluso agradecido, me atrevería a decir. ¡Sí, agradecido por su profesionalidad y su discreción! Porque, por supuesto, sus informes nos resultarán muy útiles, pero no sería bueno para nadie que todo esto se divulgara, ¿verdad? —Aquel «nos» englobaba todo un mundo de poder, de influencias, de amistades al más alto nivel, de gente con capacidad de decisión, la flor y nata de la sociedad, es decir, casi todo lo que odiaba el funcionario—. Le hablaré de ello al ministro en persona, señor Merlin…

Y sin embargo, sin embargo… Lo más triste del asunto era que Merlin sentía crecer algo en él, contra su voluntad, como una erección incontrolable. Después de tantos años de humillaciones, tener al fin un buen ascenso, acallar las malas lenguas, incluso mandar sobre los mismos que lo habían humillado… Vivió unos segundos de intensidad increíble. En los ojos de aquel fracasado, Pradelle veía con toda claridad que bastaría cualquier nombramiento, cualquier abalorio, como con los negros de las colonias.

—Y me ocuparé de que, lejos de caer en el olvido, sus méritos y su eficacia sean debidamente recompensados —concluyó Henri.

Merlin asintió con la cabeza.

—Pues, mire, ya puestos… —dijo con voz sorda e, inclinándose hacia el suelo, se puso a rebuscar en su gruesa cartera de cuero.

Henri empezó a respirar. Había dado con la tecla. Ahora tenía que conseguir que lo anulara todo, que retirara los informes, incluso que redactara otros, elogiosos, a cambio de un nombramiento, un ascenso, un aumento: con los mediocres cualquier cosa servía. Merlin siguió buscando un rato y, por fin, se irguió con un papel arrugado en la mano.

—Ya puestos —repitió—, retome las riendas también de esto.

Henri cogió la hoja y la leyó. Era un anuncio. Se puso blanco como el papel. La compañía Frépaz se ofrecía a comprar «a buen precio dentaduras postizas usadas, incluso rotas o inservibles». El informe de inspección era pura dinamita.

—No es mal negocio —comentó Merlin—. Para los trabajadores del lugar la ganancia es poca, unos céntimos por dentadura, aunque ya sabe, un grano no hace granero, pero ayuda a su compañero… Puede quedárselo —dijo, señalando la hoja—. He incluido otro ejemplar en mi informe.

Había recogido la cartera y hablaba en el tono de alguien a quien ya no le interesa la conversación. Y así era, porque lo que había vislumbrado hacía unos momentos llegaba demasiado tarde. Aquel cebo, la perspectiva de un ascenso, de un nuevo cargo, ya no le atraía. Estaba a punto de abandonar la administración y ya había renunciado a cualquier esperanza de éxito. Nada podría borrar los últimos cuarenta años. Además, ¿qué pintaba él en un sillón de jefe de servicio, mandando a gente a la que siempre había despreciado? Dio una palmadita en el maletín: bueno, la compañía es muy grata, pero…

De pronto, Pradelle lo agarró del brazo.

Aquel hombre era un pellejo: bajo el abrigo, enseguida se notaban los huesos, lo que producía una sensación muy desagradable. Era un corpulento esqueleto cubierto de andrajos.

—¿Cuánto paga de alquiler? ¿Cuánto gana al mes?

Las preguntas surgían de sus labios como amenazas: se acabaron los rodeos, vamos a cantarlas claras. Aunque no era fácil de impresionar, el funcionario hizo amago de retroceder. Pradelle rezumaba violencia, lo agarraba con una fuerza tremenda.

—¿Cuánto gana? —repitió.

Merlin procuró serenarse. Por supuesto, se sabía la cantidad de memoria, mil cuarenta y cuatro francos al mes, doce mil al año, con los que se había pasado la vida vegetando. No tenía nada suyo, moriría pobre y olvidado, no dejaría nada a nadie, aunque tampoco tenía a nadie a quien dejárselo. El tema de la remuneración era aún más humillante que el de la categoría, circunscrita a las cuatro paredes del ministerio. La penuria es algo muy distinto, te acompaña adondequiera que vayas, empaña tu vida entera, la condiciona por completo, te habla al oído a cada instante, se trasluce en cuanto haces. La escasez es aún peor que la miseria, porque en la indigencia es posible conservar la dignidad, mientras que la estrechez te conduce a la mezquindad, a la racanería, te vuelve tacaño, ruin; te envilece, porque frente a ella es imposible permanecer intacto, mantener el orgullo, el amor propio.

Merlin cavilaba, completamente abstraído. Cuando volvió a la realidad, se quedó boquiabierto.

Pradelle sostenía un enorme sobre rebosante de billetes de banco del tamaño de hojas de plátano. Se acabaron las historias. El capitán Pradelle no necesitaba leer a Kant para saber que todos los hombres tienen un precio.

—No vamos a seguir dando vueltas a la noria —dijo con firmeza—. En este sobre hay cincuenta mil francos…

Esta vez, Merlin acusó el golpe. Cinco años de sueldo para un fracasado al final del camino. Ante semejante suma, no puedes quedarte indiferente, no puede evitarse, empiezas a imaginar, tu cerebro se pone a calcular, busca equivalencias, ¿cuánto vale un piso, un coche…?

—Y en este otro —añadió Pradelle, sacándose un segundo sobre de un bolsillo interior—, la misma cantidad.

¡Cien mil francos! ¡Diez años de sueldo! La oferta surtió efecto de inmediato. Merlin pareció rejuvenecer dos décadas.

No lo dudó un instante. Literalmente, le arrancó los sobres de las manos a Pradelle. Fue visto y no visto.

Luego se agachó. Henri tuvo la impresión de que estaba llorando: sorbía por la nariz inclinado sobre la abarrotada cartera, donde trataba de meter los sobres como si tuviera el fondo agujereado y quisiera taparlo con ellos.

A Pradelle se le contagió la prisa; pero cien mil francos eran un dineral, lo que quería tenía que estar a la altura de tanta pasta. Volvió a agarrarlo del brazo como si fuera a fracturárselo.

—Tirará esos informes por el cagadero —masculló—. Escribirá a sus superiores y les dirá que se confundió, o lo que le dé la gana, me trae sin cuidado, pero cargará con el mochuelo, ¿entendido?

Perfectamente, estaba muy claro. Merlin farfulló sí, sí, sorbiendo, llorando, y saltó del coche. Desde la acera, Dupré vio surgir su corpachón como el tapón de una botella de champán.

Pradelle sonrió satisfecho.

Al instante volvió a pensar en su suegro. Ahora que el horizonte estaba despejado, estudiaría la cuestión primordial: ¿cómo le arrancaba la piel a aquel cabrón?

Inclinado, Dupré buscaba a su jefe a través de la ventanilla con mirada interrogante.

Y éste, pensó Pradelle, se va a enterar…