—ES bonito… —opinó Pauline mirando a su alrededor.
A Albert le habría gustado decir algo, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Se limitó a separar las manos y balancearse sobre los pies.
Desde que se conocían, siempre se habían visto en la calle. Ella vivía en el palacete de los Péricourt, sus señores, en una habitación de la buhardilla, y la agencia de colocación había sido tajante: «Las visitas están estrictamente prohibidas, señorita», frase habitual para informar a los criados que, si querían darse un revolcón, tendrían que hacerlo en otra parte, porque aquélla era una empresa seria, etcétera.
Por su parte, Albert no podía llevarse a Pauline a casa porque Édouard nunca salía. ¿Adónde iba a ir? Además, suponiendo que hubiera aceptado dejarle el campo libre una tarde, no habría servido de nada, pues Albert le había mentido a Pauline desde el principio. Vivo en una pensión, le había dicho, y la patrona es muy estricta y suspicaz, así que nada de visitas, terminantemente prohibido, como en tu casa, pero voy a mudarme, buscaré otra cosa.
Pauline no se mostraba ni extrañada ni impaciente. Más bien aliviada. Decía que de todas formas ella no era «de ésas», traducción: no se acostaba con los hombres. Quería una «relación seria», traducción: casarse. Albert no sabía distinguir lo que ella decía de verdad de lo falso. Muy bien, Pauline no quería, perfecto, pero resulta que ahora, cuando la acompañaba a casa, en el momento de separarse lo besaba con un ansia… Apretujados contra alguna puerta cochera, se restregaban uno contra el otro como posesos, de pie, con las piernas entrecruzadas, y Pauline cada vez le sujetaba la mano ahí más rato, tanto que, la última noche, se había puesto tensa y había soltado un largo y ronco gemido mientras le mordía el hombro. Albert se había subido al taxi como un hombre cargado de explosivos.
En ésas estaban cuando al fin, hacia el 22 de junio, el asunto del Recuerdo Patriótico pareció despegar.
De repente empezó a lloverles dinero.
A espuertas.
En una semana, su botín se cuadruplicó. Más de trescientos mil francos. Cinco días después, tenían quinientos setenta mil; el 30 de junio, seiscientos veintisiete mil… Y aquello iba a más. Habían recibido pedidos para más de cien cruces, ciento veinte antorchas, ciento ochenta y dos bustos de soldado y ciento once monumentos mixtos. Y Jules d’Épremont incluso había ganado la convocatoria del monumento para el distrito donde había nacido: el ayuntamiento le había ingresado cien mil francos en la cuenta…
Todos los días llegaban nuevos pedidos, acompañados de nuevos anticipos. Édouard se pasaba la mañana extendiendo recibos.
Aquel inesperado maná surtió un curioso efecto sobre ellos; era como si hasta entonces no hubieran sido conscientes del alcance de sus actos. Ya eran ricos, y la hipótesis del millón de francos fijado por Édouard había dejado de ser una fantasía, porque aún faltaba mucho para la fecha límite del 14 de julio y la cuenta bancaria del Recuerdo Patriótico seguía creciendo… Era increíble, diez, cincuenta, ochenta mil francos a diario. Y una mañana, ciento diecisiete mil de golpe.
Al principio, Édouard daba saltos de alegría. La primera tarde, cuando Albert llegó con un maletín repleto de billetes, los arrojó al aire a puñados, como una lluvia bienhechora. Al instante preguntó si podía coger un poco de su parte, ya, en ese momento. Riendo, Albert le contestó que claro, sin problemas. Al día siguiente, Édouard se hizo una máscara estupenda con billetes de doscientos francos pegados en espiral. El efecto era increíble, parecían volutas de dinero, como si los billetes ardieran y envolvieran su rostro en un halo de humo. A Albert le había gustado mucho, pero también escandalizado: no se hacía eso con el dinero. Estaría estafando a centenares de personas, pero no había renunciado a sus principios.
Sin embargo, Édouard estaba loco de contento. Nunca contaba el dinero, pero conservaba celosamente las cartas de los pedidos como si fueran trofeos, y las releía por la noche, dando sorbos de aguardiente con la pipeta de goma. Aquella carpeta era su libro de horas.
Pasada la sorpresa de enriquecerse a semejante velocidad, Albert asumió las dimensiones del riesgo. Cuanto más dinero llegaba, más tensa sentía la cuerda alrededor del cuello. Cuando tuvo trescientos mil francos en el bolsillo, ya no pensó más que en huir. Édouard se opuso. Su tope de un millón era innegociable.
Y por otra parte, estaba Pauline. ¿Qué hacía?
Albert, enamorado, la deseaba con una fuerza exacerbada por la abstinencia que la chica le imponía. No estaba dispuesto a renunciar a ella. Pero había comenzado con mal pie: una mentira lo había llevado a otra. ¿Podía decirle ahora, sin arriesgarse a perderla: «Pauline, soy contable en un banco con el único fin de meter mano a la caja, porque un compañero de armas (al que le falta media cara y más de un tornillo) y yo estamos timando a media Francia de forma totalmente inmoral y, si todo va bien, dentro de quince días, el 14 de julio, nos largaremos a la otra punta del mundo. ¿Quieres venir conmigo?»?
¿La amaba? Estaba loco por ella. Pero era imposible saber lo que predominaba en él, si el violento deseo que le despertaba o el pánico a que lo detuvieran, juzgaran y condenaran. No había vuelto a soñar con el pelotón de fusilamiento desde aquellos días de 1918 posteriores a su encuentro con el general Morieux bajo la torva mirada del capitán Pradelle. Ahora volvía a tener esos sueños casi todas las noches. Cuando no estaba gozando de Pauline, estaba a punto de ser fusilado por una sección de doce soldados idénticos al capitán Pradelle. Se corriera o muriera, siempre pasaba lo mismo: se despertaba sobresaltado, empapado en sudor, agotado y aullando. Luego buscaba a tientas la cabeza de caballo, lo único que calmaba su angustia.
Lo que había sido una inmensa alegría debida al éxito de su empresa, no tardó en transformarse para ambos, aunque por motivos distintos, en una extraña calma, la que se siente cuando se acaba una tarea importante que ha requerido mucho tiempo, pero que vista con distancia no parece tan esencial como se creía.
Con Pauline o sin ella, Albert sólo hablaba de marcharse. Ahora que el dinero les llegaba a espuertas, Édouard se había quedado sin argumentos. Cedió, aunque a regañadientes.
Se estableció que como la oferta especial del Recuerdo Patriótico terminaba el 14 de julio, se marcharían el 15.
—¿Por qué esperar al día siguiente? —preguntó Albert aterrado.
—«De acuerdo» —escribió Édouard—, «el 14.»
Albert se abalanzó sobre los catálogos de las compañías marítimas. Siguió con el dedo la línea que salía de París, un tren nocturno que llegaba a Marsella a primera hora del día, y luego el trayecto del primer barco con destino a Trípoli. Se alegraba de haberse quedado con la cartilla militar del pobre Louis Évrard, robada a la administración días antes del armisticio. A la mañana siguiente, compró los billetes.
Tres.
Uno para el señor Éugene Larivière y los otros dos para el señor y la señora Évrard.
No tenía ni la menor idea de cómo arreglárselas con Pauline. ¿Podía convencerse a una chica en quince días de que lo dejara todo y huyera con uno a tres mil kilómetros de distancia? Cada vez lo dudaba más.
Realmente, aquel mes de junio era un mes para estar enamorado, qué tiempo tan bueno, y cuando Pauline no estaba de servicio, tenían toda la tarde por delante, se pasaban las horas muertas acariciándose, charlando en un banco del parque. Pauline se dejaba llevar por sus sueños de muchacha, le describía el piso que le gustaría, los hijos que le gustarían, el marido que le gustaría, cuyo retrato cada vez se asemejaba más al Albert que conocía y cada vez se alejaba más del Albert real, que en el fondo no era más que un estafador de tres al cuarto a punto de fugarse al extranjero.
Mientras tanto, dinero no faltaba. Albert se puso a buscar una casa de huéspedes donde le dejaran recibir a Pauline, si ella aceptaba. Excluía el hotel, que dadas las circunstancias le parecía de mal gusto.
Dos días después, encontró una muy limpita en el barrio de Saint-Lazare. La regentaban dos hermanas, dos viudas muy comprensivas que tenían alquilados dos apartamentos a funcionarios muy serios, pero siempre reservaban el cuartito del primer piso para las parejas ilegítimas, a quienes recibían con sonrisas de complicidad tanto de día como de noche, porque habían hecho dos agujeros en el tabique a la altura de la cama, uno para cada una.
Al principio Pauline dudó. Pero después de soltar cantinela del «yo no soy de ésas», aceptó. Cogieron un taxi. Albert abrió la puerta de la habitación, que era justo del tipo con que soñaba Pauline, de pesados cortinajes, que daban sensación de lujo, papel pintado en las paredes… Gracias a un pequeño velador y un sillón bajo, no tenía demasiado aspecto de dormitorio.
—Es bonito… —dijo Pauline.
—Sí, no está mal —murmuró Albert.
¿Se había vuelto un idiota redomado? El caso es que aquello lo pilló desprevenido. Pongamos tres minutos para entrar, echar un vistazo y quitarse el abrigo, añadamos otro para los botines, que llevaban lazos, y ya tenemos a Pauline completamente desnuda, de pie en el centro del cuarto, sonriente, confiada, hospitalaria, con unos pechos de una blancura que daban ganas de llorar, unas caderas deliciosamente redondeadas, un triángulo perfectamente recortado… Huelga decir que la chica no era nueva en esas lides y que, tras semanas repitiendo que ella no hacía ni esto ni lo otro, una vez guardadas las formas, tenía auténtica prisa por ver las cosas más de cerca. Albert la miraba alelado. Añadamos otros cuatro minutos, y ya lo tenemos aullando de placer. Pauline levantó la cabeza, extrañada e inquieta, pero no tardó en cerrar los ojos de nuevo, más tranquila: Albert tenía reservas. No había vivido un momento así desde el día anterior a la movilización, con Cécile, hacía varios siglos. Tenía tanta hambre atrasada que, al final, Pauline había tenido que decirle, bueno, corazón, que son las dos de la madrugada, ¿no te parece que deberíamos dormir un poco? Se acurrucaron el uno contra el otro, en la postura de la cuchara. Pauline ya estaba durmiendo cuando Albert se echó a llorar muy bajito, para no despertarla.
Ahora siempre llegaba tarde a casa, después de dejar a su Pauline. A partir del día en que ella se había puesto encima de él en aquel cuartito, Édouard aún lo vio menos. Las tardes que Pauline tenía libres, antes de ir a buscarla Albert pasaba por casa con su maletín lleno de billetes. Las decenas, los centenares de miles de francos se amontonaban en una maleta escondida bajo la cama donde ya no dormía. Comprobaba que Édouard tenía comida y, antes de volver a irse, le daba un beso a Louise, que inclinada como siempre sobre la máscara del día siguiente, se lo devolvía distraídamente, con un deje de rencor en los ojos, como si le reprochara haberlos abandonado.
Una tarde, exactamente la del 2 de julio, un viernes, cuando Albert entró con el maletín que contenía setenta y tres mil francos, encontró la casa vacía.
Con aquella multitud de máscaras de todos los colores y tamaños colgadas de las paredes, la vivienda vacía parecía el almacén de un museo. Un caribú, hecho con minúsculas escamas de madera y provisto de unos cuernos descomunales, lo miraba fijamente. Dondequiera que posara los ojos, desde el indio de los labios colgantes emperifollado con perlas y estrás, hasta aquel extraño ser muerto de vergüenza, con su enorme nariz de mentiroso pillado in fraganti, que te incitaba a absolverlo de cualquiera de sus pecados, todos aquellos personajes lo observaban con lástima, mientras él permanecía inmóvil en el umbral con el maletín.
No es de extrañar que fuera presa del pánico: Édouard no había pisado la calle desde que vivían allí. Louise tampoco estaba. En la mesa no había ninguna nota y nada hacía pensar en una salida precipitada. Albert miró bajo la cama: la maleta seguía allí y era imposible decir si faltaba dinero, porque había tanto que, aunque se cogieran cincuenta mil francos, no se notaría. Eran las siete. Guardó el maletín y corrió a casa de la señora Belmont.
—Me preguntó si podía llevarse a la niña el fin de semana. Le dije que sí… —Lo había expresado como solía, sin emoción, en el tono frío y objetivo de un suelto de periódico. Aquella mujer estaba en otro mundo.
Albert se preocupó, porque Édouard era capaz de todo. Cuando se lo imaginaba libre por la ciudad, se le ponían los pelos de punta… ¡Con la de veces que le había explicado que estaban en una situación peligrosa, que debían marcharse cuanto antes! Y que si había que esperar (Édouard quería su millón, ni hablar de largarse antes), tendrían que llevar mucho cuidado y, sobre todo, no llamar la atención.
—Cuando comprendan lo que ha pasado —le había dicho a Édouard—, no necesitarán investigar mucho, ¿sabes? He dejado mi rastro en el banco, me han visto a diario en la oficina de Correos, el cartero nos trae carretillas de cartas, en la imprenta que hizo los catálogos nos denunciarán en cuanto comprendan en qué los hemos metido… Para la policía, encontrarnos será cuestión de días. Puede que de horas…
Édouard estaba de acuerdo. Cuestión de días, de acuerdo. Tener cuidado, de acuerdo. Y resulta que, cuando faltaban dos semanas para darse a la fuga, se iba con una chiquilla a pasearse por París, o a saber por dónde, como si su aspecto no fuera mucho más espantoso y llamativo que el de cualquier otro veterano herido en la cara de los que se veían por ahí…
¿Adónde habría ido?