32

HENRI había nacido en una familia arruinada, cuya decadencia había visto agravarse durante su juventud: sólo había presenciado desastres. Y ahora que estaba a punto de obtener una victoria definitiva sobre el destino, no se lo impediría un mísero funcionario. Porque no era más que eso. ¡Mandaría a aquel inspector de poca monta a casita! Pero ¿quién se creía que era?

Ese alarde de seguridad contenía una buena dosis de autosugestión. Henri necesitaba creer en su éxito y no imaginaba ni por un instante que, en aquella época de crisis, favorable por definición a las grandes fortunas, no pudiera salir del mal paso perfectamente. La guerra se lo había demostrado: no temía a la adversidad.

Aunque, esta vez, el ambiente era un poco distinto…

Lo que le preocupaba no eran los obstáculos mismos, sino su concatenación.

Gracias al prestigio de los apellidos Péricourt y d’Aulnay-Pradelle, hasta entonces la administración no se había mostrado demasiado estricta. Pero ahora resultaba que, tras su inopinada visita a Pontaville-sur-Meuse, aquel don nadie del ministerio había redactado otro informe en que se hablaba de pillaje, tráfico de objetos robados…

A ver, para empezar, ¿tenía derecho a inspeccionar sin previo aviso?

En cualquier caso, esta vez la administración se había mostrado menos comprensiva. Al instante, Henri solicitó una audiencia. No fue posible.

—Todas esas cosas… no pueden taparse, compréndalo —le dijeron por teléfono—. Hasta ahora, se había tratado de pequeños problemas técnicos. Aunque, aun así… —al otro lado del hilo, la voz se volvió más baja, más prudente, como si escondiera un secreto y temiera que la oyeran— esos ataúdes no se atienen a lo estipulado en el contrato…

—Pero ¡ya se lo expliqué! —tronó Henri.

—¡Sí, lo sé! Un error de fabricación, por supuesto… Pero esto de Pontaville-sur-Meuse es distinto. Que se entierre a decenas de soldados bajo nombres que no son los suyos ya es bastante embarazoso, pero que desaparezcan sus efectos personales…

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó Henri, echándose a reír—. ¿Ahora me acusa de desvalijar cadáveres?

El silencio que siguió lo impresionó.

El asunto era grave, porque no se trataba de un objeto, ni de dos…

—Se rumorea que existe toda una trama… una organización a escala del cementerio. El informe es muy duro. Todo eso se ha hecho a sus espaldas, claro; no se le achaca a usted personalmente.

—¡Ja, ja, ja! ¡Menos mal! —Pero era una risa falsa. Personal o no, la crítica pesaba lo suyo. Si hubiera tenido delante a Dupré, le habría hecho pasar un mal rato. Todo llegaría.

En ese momento, recordó que los cambios de estrategia habían sido cruciales para el éxito de las guerras napoleónicas.

—¿De verdad cree usted que las sumas asignadas por el gobierno permiten seleccionar personal bien cualificado e irreprochable? ¿Que con esos precios se dispone de suficientes medios para realizar contrataciones escrupulosas, para escoger con lupa a los trabajadores?

En su fuero interno, Henri sabía que había sido un poco expeditivo a la hora de contratar, yéndose siempre a lo más barato, pero ¡Dupré le había asegurado que los capataces eran serios, joder! ¡Y que meterían en cintura a los trabajadores!

De repente, al tipo del ministerio le entraron las prisas, y la conversación terminó con una información negra como un cielo de tormenta:

—La administración central ya no puede gestionar sola este expediente, señor d’Aulnay-Pradelle. Ahora tendrá que transferirlo al gabinete del señor ministro.

¡Una desbandada en toda regla!

Henri colgó el auricular violentamente y, rojo de ira, cogió un jarrón de porcelana china y lo estrelló contra una mesita taraceada. ¿Cómo? ¿No había untado bastante a toda aquella gente, como para que ahora quisieran escurrir el bulto? De un revés, lanzó contra la pared un jarrón de cristal, que se hizo añicos. ¿Y si le contaba al ministro cómo se habían aprovechado de su generosidad sus altos funcionarios, eh?

Respiró hondo. Su furia era proporcional a la gravedad de la situación, pues ni él mismo creía en sus argumentos. Había hecho algunos regalos, sí, habitaciones en hoteles de lujo, unas cuantas chicas, comidas caras, cajas de puros, facturas pagadas aquí y allá… Pero lanzar acusaciones de prevaricación equivalía a confesar que había sido el inductor, es decir, a arrojar piedras contra su propio tejado.

Alarmada por el ruido, Madeleine entró sin llamar.

—Pero bueno, ¿qué pasa?

Henri se volvió y la vio en el umbral. Muy voluminosa. Estaba de seis meses, pero parecía salida de cuentas. La encontraba fea; no era algo reciente, hacía mucho que no despertaba en él el menor deseo. Y viceversa, la fogosidad de Madeleine se remontaba a una época olvidada en que se comportaba más como una amante que como una esposa, siempre a punto, siempre con ganas. Eso era agua pasada, y sin embargo Henri se sentía más unido a ella que antes. Para ser exactos, no a ella, sino a la futura madre del hijo que esperaba. Un D’Aulnay-Pradelle junior que estaría orgulloso de su apellido, de su fortuna, de la propiedad familiar, y en lugar de batallar como él para salir adelante, sabría hacer fructificar una herencia que su padre soñaba considerable.

Madeleine ladeó la cabeza y frunció el ceño.

Una de las grandes cualidades de Henri era que, en situaciones difíciles, podía tomar una decisión en un segundo. En un abrir y cerrar de ojos, barajó las soluciones que se le ocurrían y comprendió que su única tabla de salvación era su mujer. Adoptó la actitud que más odiaba, la que menos le iba, la del hombre superado por los acontecimientos, soltó un hondo suspiro y se desplomó en un sillón con los brazos caídos.

Al principio, ella tuvo sentimientos encontrados. Conocía a su marido mejor que nadie, y aquella comedia del desvalimiento no se la tragaba. Pero estaban unidos, era el padre de su hijo. A unas cuantas semanas de dar a luz, no le apetecía enfrentarse a nuevos problemas, deseaba paz. No necesitaba a Henri, pero en esos momentos le venía bien tener un marido.

Le preguntó qué pasaba.

—Los negocios —respondió él en tono evasivo.

Lo que siempre decía su padre. Cuando no quería dar explicaciones, murmuraba: «Son los negocios.» Con eso quedaba dicho todo, eran cosas de hombres. Muy práctico.

Henri alzó la cabeza y frunció los labios. Madeleine seguía encontrándolo muy guapo. Como él no decía nada, insistió.

—¿Y eso? —dijo, acercándose—. ¿Otra vez?

Henri se decidió a hacer una confesión difícil, pero, como siempre, el fin justificaba los medios.

—Necesito a tu padre…

—¿Para qué? —quiso saber ella.

Henri agitó una mano en el aire: sería demasiado complicado.

—Ya —murmuró Madeleine sonriendo: demasiado complicado para explicármelo, pero lo bastante simple para pedirme que intervenga…

Henri, como el hombre agobiado por las dificultades que pretendía ser, respondió con una expresión que sabía conmovedora y que usaba a menudo para seducir. Qué buenos resultados le había dado aquella sonrisa…

Si Madeleine insistía, volvería a mentirle, porque mentía sin parar, aunque no hiciera falta: lo llevaba en la sangre. Madeleine le puso una mano en la mejilla. Era guapo hasta cuando engañaba, la farsa del desamparo lo rejuvenecía, resaltaba la regularidad de sus facciones.

Permaneció pensativa un instante. Nunca había prestado mucha atención a lo que decía su marido, ni siquiera al principio; no lo había elegido por su conversación. Pero desde que se había quedado embarazada, lo que decía Henri flotaba en el aire como una insignificante nube de vapor. Así que, mientras él interpretaba el drama del desamparo, de la desesperación —Madeleine confiaba en que, con sus amantes, resultara más convincente—, ella lo observaba con una vaga ternura, como la que se experimenta por los hijos de otros. Era guapo. Le encantaría que su hijo se le pareciera. Que fuera menos mentiroso, pero igual de guapo.

Al cabo de un instante, abandonó la sala sin decir nada, sonriendo levemente, como cada vez que el bebé le daba pataditas, y subió a ver a su padre.

Eran las diez de la mañana.

En cuanto reconoció la forma de llamar de su hija, Péricourt se levantó, fue a abrirle, la besó en la frente y sonrió señalándole el vientre, ¿todo bien? Madeleine esbozó una mueca, regular…

—Me gustaría que recibieras a Henri, papá —le dijo—. Tiene problemas.

Le bastó con oír el nombre de su yerno, para tensar el cuerpo imperceptiblemente.

—¿Y no puede resolverlos solo? ¿Qué problemas, para empezar?

Madeleine sabía más de lo que Henri creía, pero no lo bastante como para explicarse ante su padre.

—El contrato con el gobierno…

—¿Otra vez? —replicó Péricourt con su voz de acero, la que adoptaba cuando se atrincheraba en cuestiones de principios. En esos casos, era difícil de manejar. Inflexible.

—Ya sé que no lo aprecias, papá, tú mismo me lo dijiste. —Madeleine le hablaba sin enfadarse, incluso se dignó sonreírle con mucha dulzura. Y como ella nunca le pedía nada, jugó su mejor baza—: Te ruego que lo recibas, papá.

No tuvo que entrelazar las manos sobre el vientre, como en otras ocasiones. Su padre ya había hecho un gesto: de acuerdo, dile que suba.

Cuando su yerno llamó a la puerta, Péricourt ni siquiera fingió estar trabajando. Henri vio a su suegro en el otro extremo del despacho, sentado tras el escritorio, como Dios padre en su trono. La distancia que lo separaba del sillón de las visitas era interminable. En las dificultades, Henri se crecía. Cuanto más resistente le parecía el obstáculo, más brutal se mostraba; habría matado a quien fuera. Pero ese día, el individuo al que le habría gustado liquidar era el mismo que podía ayudarle; odiaba esa situación de subordinación.

Desde que se conocían, los dos hombres libraban una guerra de desprecio. Péricourt se limitaba a saludar a su yerno con un movimiento de la cabeza, al que Henri respondía de idéntico modo. Desde el primer minuto de su primer encuentro, cada uno de ellos esperaba el día en que sacaría ventaja. Entretanto, la pelota pasaba de un campo a otro: hoy, Henri seducía a la hija de Péricourt, mañana, Péricourt imponía un contrato de matrimonio… Cuando Madeleine le había comunicado a su padre que estaba encinta, lo había hecho en la intimidad; Henri se había visto privado del espectáculo, pero se había marcado un tanto decisivo. La situación parecía invertirse: los problemas de Henri pasarían, el hijo de Madeleine, no. Y ese nacimiento obligaba a Péricourt a ayudarlo.

Péricourt sonrió vagamente, como si adivinara lo que pensaba su yerno.

—¿Sí? —se limitó a decir.

—¿Podría usted intervenir ante el ministro de las Pensiones? —le preguntó Henri con voz clara.

—Desde luego, es un buen amigo. —Péricourt se quedó pensativo un instante—. Me debe mucho. Una deuda personal, en cierto modo. Un asunto un poco antiguo, pero, en fin, de esos que hacen y deshacen reputaciones. En una palabra, ese ministro, si se me permite expresarlo así, es un poco mío.

Henri no esperaba una victoria tan fácil. Su pronóstico se confirmaba más allá de sus esperanzas. Péricourt lo corroboró involuntariamente bajando la vista hacia su cartapacio.

—¿De qué se trata?

—Una fruslería… Es…

—Si es una fruslería —lo interrumpió su suegro, alzando la cabeza—, ¿por qué molestar al ministro? ¿O a mí?

A Henri le encantó ese momento. El adversario iba a resistirse, a tratar de ponérselo difícil; pero al final se vería obligado a ceder. Si hubiera habido tiempo, habría prolongado aquella divertida conversación, pero aquello urgía.

—Es un informe al que hay que dar carpetazo. Se refiere a mis negocios, está lleno de falsedades y…

—Si es así, ¿qué puede temer?

No pudo evitarlo: Henri cedió a la tentación de sonreír. ¿El viejo pensaba seguir luchando mucho tiempo? ¿Necesitaba un buen golpe en la cabeza para callarse y actuar?

—Es una historia complicada —respondió.

—¿Y entonces?

—Entonces, le ruego que tenga la amabilidad de intervenir ante el ministro para zanjar el asunto. Por mi parte, me comprometo a que los hechos en cuestión no se repitan. Son el resultado de cierta negligencia, nada más.

Péricourt esperó largo rato mirando a su yerno a los ojos como si dijera: ¿Eso es todo?

—No hay nada más —aseguró Henri—. Tiene mi palabra.

—Su palabra…

Henri sintió que la sonrisa se le helaba en los labios. ¡Aquel viejo estaba empezando a hartarlo con sus comentarios! ¿Acaso le quedaba elección? ¿Con su hija preñada hasta las cejas? ¿Iba a arriesgarse a arruinar a su nieto? ¡Qué va! Pradelle aceptó una última concesión.

—Se lo pido en mi nombre y el de su hija…

—¡No meta a mi hija en esto, por favor!

—Pero ¡es que se trata precisamente de eso! —soltó Henri, que ya no podía más—. De mi reputación, de mis negocios y, en consecuencia, del buen nombre de su hija y del futuro de su nie…

Péricourt también podría haber alzado la voz, pero se limitó a dar golpecitos en el cartapacio con la uña del índice. Producía un ruidito seco, como la llamada al orden de un profesor a un alumno indisciplinado. Parecía muy tranquilo, su voz emanaba serenidad. No sonreía.

—Solamente se trata de usted, señor d’Aulnay-Pradelle, y de nadie más —declaró.

Henri fue presa de la inquietud; pero por más vueltas que le daba, no se le ocurría cómo podía su suegro no interceder. ¿Sería capaz de desentenderse de su propia hija?

—Ya me informaron de sus dificultades. Puede que antes que a usted —continuó Péricourt.

A Henri, aquel comienzo le pareció un buen augurio. Si deseaba humillarlo, es que estaba dispuesto a ceder.

—No me han sorprendido: siempre he sabido que es usted un sinvergüenza. Con un «de» nobiliario, pero eso no cambia nada. Es usted un hombre sin escrúpulos, de una codicia ilimitada. Le auguro un pésimo final.

Henri hizo amago de levantarse e irse.

—¡No, no, escúcheme, señor d’Aulnay-Pradelle! Como me lo esperaba, lo he reflexionado con calma y voy a decirle cómo veo yo la situación. Dentro de unos días, su expediente estará en manos del ministro, que tendrá a la vista todos los informes relativos a sus actividades y procederá a anular los contratos que firmó usted con el Estado.

Henri, menos triunfal que al empezar la conversación, miró ante sí espantado, como quien ve derrumbarse una casa socavada por una inundación. Aquella casa era la suya, era su vida.

—Ha actuado usted como un desaprensivo en asuntos que afectan al interés general. Se llevará a cabo una investigación, que determinará a qué cantidad asciende el perjuicio material para el Estado, y tendrá usted que responder con sus bienes personales. Si no dispone de la suma necesaria, como confirman mis cálculos, se verá en la obligación de pedirle ayuda a su mujer, a lo que me opondré, porque la ley me otorga ese derecho. De modo que deberá usted desprenderse de su propiedad familiar, de la que, en cualquier caso, no tendrá necesidad, porque el gobierno lo entregará a la justicia y, para salvaguardarse, deberá presentarse como parte civil en la demanda que las asociaciones de excombatientes y de las familias no se privarán de interponer contra usted. Y acabará en la cárcel.

Si Henri se había decidido a recurrir al viejo, era porque sabía que se hallaba en una situación delicada, pero lo que estaba oyendo la revelaba aún peor. Los problemas se habían acumulado rápidamente, y no le había dado tiempo a reaccionar.

—¿Ha sido usted…? —inquirió, asaltado por una duda. Si hubiera tenido a mano un arma, no habría esperado la respuesta.

—No. ¿Para qué? Usted no necesita a nadie para meterse en aguas cenagosas. Madeleine me ha pedido que lo recibiera, y yo lo he recibido para decirle lo siguiente: ni ella ni yo nos veremos afectados jamás por sus asuntos. Ella se empeñó en casarse con usted, muy bien. Pero no la arrastrará con usted, yo me encargaré. Por mí puede usted hundirse en el fango, que no moveré un dedo.

—¿Acaso quiere guerra? —aulló Henri.

—No vuelva a gritar en mi presencia, señor d’Aulnay-Pradelle.

Henri no esperó a que acabara la frase para salir del despacho y cerrar con todas sus fuerzas la puerta detrás de él. El portazo hubiera hecho temblar la casa hasta los cimientos. Pero no fue para tanto. La puerta, provista de un mecanismo neumático, se cerró lentamente con unos uf… uf… uf… débiles y entrecortados.

Cuando al fin encajó en el marco con un ruido ahogado, Henri ya estaba en la planta baja.

En su despacho, Péricourt no había cambiado de postura.