31

EL ambiente en casa no era de euforia, salvo para Édouard, pero él nunca se comportaba como los demás: desde hacía meses se pasaba los días bromeando, no había manera de razonar con él. Era como si no comprendiera la gravedad de la situación. Albert no quería pensar demasiado en la morfina que consumía, que había alcanzado un nivel inusitado; uno no podía estar en todo, y él ya tenía bastantes problemas irresolubles. Nada más entrar a trabajar en el banco, había abierto una cuenta a nombre del Recuerdo Patriótico para ingresar las cantidades que fueran llegando…

Sesenta y ocho mil doscientos veinte francos. Eso era todo. Menudo resultado…

Treinta y cuatro mil cada uno.

Albert nunca había tenido tanto dinero, pero había que sopesar los beneficios y los riesgos. Podían caerle treinta años de cárcel por malversar menos del equivalente a un lustro del salario de un obrero. Era completamente ridículo. Estábamos a 15 de junio. Los descuentos en los monumentos a los caídos acababan dentro un mes. Y nada. O casi.

—«¿Cómo que nada?» —escribió Édouard.

Pese al calor, ese día llevaba una máscara africana que le cubría toda la cabeza y sobre la que se alzaban unos cuernos enroscados sobre sí mismos, como de carnero; de los lagrimales bajaban dos líneas de puntos de un azul casi fosforescente, a modo de jubilosas lágrimas, hasta una abigarrada barba que se abría en abanico. El conjunto estaba pintado en tonos ocres, amarillos y rojos vivos. En el límite de la frente con la parte que cubría la cabeza, destacaba la redonda y aterciopelada sinuosidad, de un verde intenso, de una pequeña serpiente tan conseguida que parecía deslizarse lentamente, con un movimiento continuo, alrededor de la cabeza de Édouard, como si se mordiera la cola. La vistosa y alegre máscara contrastaba con el ánimo de Albert, en el que predominaban el blanco y el negro, sobre todo el negro.

—¡Pues eso, nada! —gritó, tendiéndole las cuentas a su amigo.

—«Espera…» —respondió Édouard, como siempre.

Louise se limitó a bajar un poco la cabeza. Tenía las manos metidas en la pasta de papel, materia prima para las próximas máscaras, que amasaba suavemente. Miraba la palangana con expresión soñadora, indiferente a los gritos: entre aquellos dos, había oído tantos…

Las cuentas de Albert estaban claras: diecisiete cruces, veinticuatro antorchas, catorce bustos… Fruslerías con las que apenas se ganaba nada. En cuanto a los monumentos, sólo nueve. Y ni eso: en dos casos, los ayuntamientos no habían pagado más que la cuarta parte del anticipo, en vez de la mitad, y pedían tiempo para saldar el resto. Édouard y Albert habían encargado imprimir tres mil recibos para reflejar los pedidos; sólo habían extendido sesenta…

Édouard se negaba a abandonar el país hasta que no se hubieran embolsado un millón, y no tenían ni la décima parte.

Y el momento en que se descubriría el pastel se acercaba. Podía ser incluso que la policía ya hubiera empezado a investigar. Cada vez que Albert iba a buscar el correo a la oficina del Louvre, los escalofríos le recorrían la espina dorsal y, ante el casillero abierto, cuando veía que alguien caminaba en su dirección, creía que iba a orinarse en los pantalones.

—¡De todas formas, tú, cuando algo no te conviene, no te lo crees! —le soltó a Édouard.

Arrojó el libro de cuentas al suelo y se puso el abrigo.

Louise siguió amasando la pasta; Édouard agachó la cabeza. A veces Albert se enrabietaba e, incapaz de expresar los sentimientos que lo atenazaban, salía y no volvía hasta entrada la noche.

Los últimos meses habían sido muy duros para él. En el banco, todos pensaban que estaba enfermo. No era raro: a todos los excombatientes les había quedado alguna secuela; pero aquel Albert, con su permanente nerviosismo y sus paranoias, parecía más tocado que la media. No obstante, como era un excelente compañero, cada cual le soltaba un consejo: que te den masajes en los pies, come carne roja, ¿has probado con las infusiones de brácteas de tilo? Él se limitaba a mirarse en el espejo por la mañana y comprobar que tenía peor cara que un resucitado.

A esa hora, Édouard ya estaba aporreando la máquina de escribir y riendo complacido.

Los dos amigos no vivían la situación del mismo modo. El ansiado momento del éxito de su descabellado proyecto, que habría debido ser de efervescencia compartida, de comunión, de victoria, los distanciaba.

Édouard, siempre en las nubes, indiferente a las consecuencias, convencido del éxito, respondía exultante a las cartas que llegaban y se lo pasaba en grande parodiando el estilo artístico-administrativo que atribuía a Jules d’Épremont, mientras que Albert, presa de la angustia, los remordimientos y también el rencor, adelgazaba a ojos vistas, convirtiéndose en la sombra de sí mismo.

Caminaba más arrimado a las paredes que nunca y dormía fatal, con una mano sobre la máscara de caballo, de la que no se separaba cuando estaba en casa. De haber podido, se la habría llevado al trabajo, porque la simple idea de ir por la mañana al banco le producía náuseas y aquella máscara era su única y suprema protección, su ángel de la guarda. Había robado unos veinticinco mil francos, pero gracias a los primeros adelantos de los ayuntamientos y pese a las recriminaciones de Édouard, se los había reembolsado íntegramente al banco. No obstante, continuaba teniendo que adelantarse sin cesar a los inspectores e interventores porque las falsificaciones seguían existiendo y probaban que había habido una malversación. No le quedaba más remedio que inventar sin parar nuevos engaños para ocultar los viejos. Si lo cogían en un renuncio, empezarían a investigar, lo descubrirían todo… Tenían que irse. Con lo que quedaba después de devolver el dinero al banco: veinte mil francos para cada uno. Desamparado, Albert comprendía ahora con cuánta facilidad había cedido al pánico después del inesperado y doloroso encuentro con el Griego. «¡Típico de Albert! —habría dicho la señora Maillard de haberse enterado—. Como es bastante miedoso, siempre elige la salida menos valiente. Me dirá usted que por eso volvió entero de la guerra, y tendrá razón. Pero en tiempos de paz es un poco lamentable, la verdad. Si algún día encuentra a una mujer, la pobre necesitará unos nervios de acero…».

«Si algún día encuentra a una mujer…» De repente, pensando en Pauline, le entraron ganas de huir solo, de no volver a ver a nadie. Cuando se imaginaba el futuro si los cogían, sentía una nostalgia extraña y un poco malsana. Con la distancia, con la paz y su ristra de calamidades, determinados períodos en el frente se le antojaban instantes tranquilos, casi felices, y cuando miraba la cabeza del caballo, el agujero del obús casi se transformaba en un refugio deseable.

Qué asunto tan desastroso…

Sin embargo, había empezado bien. En cuanto los ayuntamientos recibieron el catálogo, comenzaron a pedirles información. Doce, veinte, veinticinco cartas algunos días. Édouard les dedicaba todo su tiempo, se mostraba infatigable.

Cuando llegaba el correo, soltaba gritos de alegría, colocaba en la máquina de escribir un papel de cartas con el membrete del Recuerdo Patriótico, ponía la marcha triunfal de Aída en el gramófono, subía el volumen, alzaba el dedo en el aire como si comprobara la dirección del viento y se lanzaba sobre las teclas como un pianista. No había concebido aquel plan por el dinero, sino para experimentar aquella euforia, para disfrutar con semejante provocación. Aquel hombre sin cara le hacía al mundo un inmenso corte de mangas, que lo colmaba de júbilo y lo ayudaba a reconciliarse con lo que siempre había sido y había estado a punto de perder.

Casi todas las cuestiones que planteaban los clientes tenían que ver con aspectos prácticos: los sistemas de fijación, las garantías, el embalaje, las normas técnicas que debían respetar los pedestales… A través de la pluma de Édouard, Jules d’Épremont hallaba respuestas para todo. Redactaba cartas sumamente informadas, muy tranquilizadoras y personalizadas. Que inspiraban confianza. Los concejales o los secretarios de los ayuntamientos, al explicar sus proyectos ponían sin querer de relieve la inmoralidad del negocio, porque el Estado sólo participaba en la compra de los monumentos de forma simbólica y «en proporción al esfuerzo y los sacrificios realizados por los municipios para honrar…», etcétera. Los ayuntamientos aportaban lo que podían, que a menudo no era gran cosa, de modo que lo esencial provenía de… las suscripciones populares. Particulares, escuelas, parroquias, familias enteras ponían su granito de arena para que el nombre de un hermano, un hijo, un padre, un primo quedara grabado para siempre en un monumento conmemorativo que se alzaría en el centro del pueblo o la plaza de la iglesia, eternamente, según creían. Ante la dificultad de reunir la suma exigida con la celeridad necesaria para aprovechar la oferta del Recuerdo Patriótico, muchas cartas proponían arreglos, acuerdos en relación con el pago. ¿Se podía «reservar un modelo en bronce anticipando únicamente seiscientos sesenta francos»? Después de todo, argumentaban, era el cuarenta y cuatro por ciento del total, en vez del cincuenta. «El problema es que los fondos llegan con un poco de retraso, pero no le quepa duda de que podremos hacer frente al vencimiento, le damos nuestra palabra.» «Hemos movilizado a los escolares para que realicen una colecta entre la población», explicaba otra carta. Y una tercera: «La señora de Marsantes tiene intención de legar parte de su fortuna a la ciudad. Que Dios nos la conserve muchos años, pero ¿no es una garantía aceptable para la compra de un hermoso monumento para Chaville-sur-Saône, que perdió más de cincuenta jóvenes y debe subvenir a la subsistencia de ochenta huérfanos?».

La fecha tope del 14 de julio, tan cercana, inquietaba a muchos. ¡Apenas daría tiempo a consultar al consejo municipal! Pero era una oferta tan interesante…

Édouard-Jules d’Épremont, que era un señor, concedía lo que fuera, descuentos adicionales, prórrogas… Sin problemas.

Por lo general, empezaba felicitando calurosamente a su interlocutor por la sabia elección. Deseara adquirir ¡Al ataque!, una simple antorcha funeraria o el Gallo pisando un casco boche, él siempre reconocía discretamente que sentía una secreta predilección por dicha pieza. Le encantaba el momento de la confesión pedante, en que ponía toda la pretenciosidad que había visto en sus estirados y complacidos profesores de Bellas Artes.

En cuanto a los proyectos mixtos (aquellos en que, por ejemplo, se pretendía emparejar la Victoria con el Soldado que muere en defensa de la bandera), Jules d’Épremont siempre manifestaba su entusiasmo y elogiaba sin reservas a su corresponsal por su exquisita visión artística, llegando a confesar su sorpresa ante la originalidad y el buen gusto de la combinación. Se mostraba compasivo en el terreno económico, generoso en su comprensión, excelente técnico, perfectamente informado y dueño y señor de su obra. No, aseguraba, ningún problema con el revoque de cemento, y sí, la estela podía fabricarse en ladrillo francés, faltaría más, y también en granito, cómo no, y naturalmente todos los modelos del Recuerdo Patriótico estaban homologados, de hecho, el certificado con el sello del Ministerio del Interior sería entregado con la obra. No había un solo caso en que un problema no hubiera encontrado, de su pluma, una solución sencilla, práctica y satisfactoria. Con amabilidad, recordaba a sus interlocutores el listado de documentos necesarios para obtener la reducida subvención del Estado (deliberación del consejo municipal, planos del monumento, opinión de la comisión encargada del aspecto artístico, cálculo estimado del gasto, indicación de los medios y vías de financiación…), daba algunos consejos al respecto y redactaba un estupendo acuse de pedido valedero como recibí del anticipo.

El toque final habría merecido figurar por sí solo en los anales del timo perfecto. Al continuación del pasaje: «Admiro su magnífico gusto y la originalidad de la composición que ha elegido», Édouard, adaptando el párrafo a todas las combinaciones que se presentaban, solía escribir, con circunloquios que traslucían vacilación y escrúpulos: «Considerando que su proyecto es una composición en que el gusto más artístico se conjuga de forma admirable con el más elevado sentimiento patriótico, le concedo, además del descuento ya ofrecido este año, una reducción adicional del 15 por ciento. Teniendo en cuenta este esfuerzo totalmente excepcional (¡confío en que quede entre nosotros!), le pediría que abonara el adelanto inicial en su totalidad.»

A veces, sostenía la carta en el aire y la admiraba cloqueando de satisfacción. La copiosa correspondencia, que lo mantenía muy ocupado, en su opinión hacía presagiar el éxito de la operación. Y no cesaba; el apartado de correos estaba siempre lleno.

Albert se mostraba muy escéptico.

—¿No estás exagerando? —le preguntaba.

No le costaba mucho imaginar hasta qué punto agravarían aquellas cartas tan caritativas los cargos que pesarían contra ellos si los detenían.

Édouard se limitaba a adoptar un ademán regio, dando a entender que él era todo un señor.

—«¡Seamos comprensivos, querido Albert!» —garabateaba en su cuaderno—. «No cuesta nada, y esta gente necesita que la animen. ¡Están participando en una obra magnífica! De hecho, son héroes, ¿no?»

Albert estaba un poco escandalizado: llamar héroes en son de burla a unas personas que hacían una colecta para un monumento…

Entonces Édouard se quitaba la máscara y exhibía el rostro, aquel monstruoso agujero sobre el que la mirada, único vestigio vivo y humano, se clavaba en Albert con intensidad.

Éste no veía muy a menudo aquella cara destrozada, aquel horror, porque Édouard pasaba de una máscara a otra sin solución de continuidad. A veces incluso se dormía con las facciones de un guerrero indio, un ave mitológica, un feroz y alegre animal… Albert, que se despertaba cada dos por tres, se acercaba a él y le quitaba la máscara con el cuidado de un padre joven. En la penumbra de la habitación, contemplaba a su amigo dormido, impresionado por el escalofriante parecido de los restos de aquel rostro con determinados cefalópodos, salvo por el omnipresente color rojo.

Mientras tanto, pese a la energía que empleaba Édouard en responder a las numerosas preguntas, los pedidos en firme seguían sin llegar.

—¿Por qué? —preguntaba Albert con voz monótona—. ¿Qué pasa? Es como si las respuestas no les convencieran…

Édouard ejecutaba una especie de danza piel roja y Louise se mondaba de risa. Albert, al borde de la náusea, volvía a coger las cuentas, a comprobarlas.

Ya no se acordaba de su estado de ánimo de entonces, porque poco después la preocupación lo había anegado todo, pero los primeros pagos a finales de mayo habían creado cierta euforia. Albert exigió que ese dinero inicial se empleara para devolver la suma estafada al banco, a lo que Édouard, evidentemente, se negó.

—«¿Qué sentido tiene devolver el dinero al banco?» —escribió en el gran cuaderno—. «¡De todas formas, vamos a huir con dinero robado! ¡Y robárselo a un banco es lo menos inmoral!»

Albert no dio su brazo a torcer. Un día se le había escapado el nombre del Banco de Descuento y Crédito Industrial, pero estaba claro que Édouard no estaba enterado de los negocios de su padre, pues no conocía la entidad. Para argumentar ante él, Albert no podía añadir que el señor Péricourt había tenido la amabilidad de ofrecerle aquel empleo y que le repugnaba seguir robándole. Desde luego, era una moral bastante laxa, porque, por otro lado, trataba de timar a unos desconocidos, muchos de ellos de extracción modesta, que contribuían como podían para erigir un monumento en recuerdo de sus muertos; pero al señor Péricourt lo conocía personalmente, no era lo mismo, y además, desde lo de Pauline… Resumiendo, no podía evitar considerarlo un poco como su benefactor.

Aunque no muy convencido por las extrañas razones de Albert, Édouard acabó cediendo, y los primeros adelantos fueron para el banco.

Después, Albert y Édouard, cada uno en su estilo, hicieron un gasto simbólico, se dieron un pequeño capricho, en prenda del boyante futuro que los aguardaba, quizá.

Édouard se compró un gramófono nuevo y un montón de discos, incluidos varios de marchas militares. Pese a su pierna tiesa, le encantaba desfilar por la casa con paso marcial junto a Louise, con una caricaturesca máscara de soldado francamente ridícula. También adquirió óperas, de las que Albert no entendía nada, y el Concierto para clarinete de Mozart, que algunos días sonaba y sonaba como si el disco estuviese rayado. Édouard siempre vestía la misma ropa; tenía dos pantalones, dos camisas y dos jerséis, que Albert llevaba a lavar en semanas alternas.

Él, por su parte se compró unos zapatos. Y un traje. Y dos camisas. Esta vez todo bueno, de primera calidad. Había sido un golpe de inspiración, porque poco después había tenido lugar el encuentro con Pauline. Luego las cosas se habían complicado muchísimo. Con aquella mujer, como con el banco, había bastado una mentira inicial para verse condenado a una espantosa huida hacia delante. Igual que con los monumentos. Pero ¿qué le había hecho a Dios para verse sin cesar obligado a correr delante de una fiera salvaje que amenazaba con devorarlo? Por eso mismo le había dicho a Édouard que la máscara de león (en realidad, era un animal mitológico, pero su amigo no le reprochaba esos detalles) era muy bonita, sí, incluso preciosa, pero le provocaba pesadillas, por lo que le agradecería que la guardara de una vez para siempre. Édouard accedió.

Y bueno, Pauline.

Todo había empezado con una reunión del consejo de administración del banco.

Corría el rumor de que desde hacía un tiempo el señor Péricourt no se preocupaba demasiado de los negocios. Se lo veía menos y quienes se lo cruzaban aseguraban que había envejecido mucho. ¿Debido quizá al matrimonio de su hija? ¿A las preocupaciones, la responsabilidad? A nadie se le habría ocurrido atribuirlo a la muerte de su hijo: al día siguiente de enterarse de su fallecimiento, había participado en una importante asamblea general de accionistas con su habitual aplomo. A todos les pareció muy valiente que continuara con su trabajo tras aquella desgracia.

Pero fue pasando el tiempo. Péricourt no era el de antes. Hacía una semana, sin ir más lejos, se había excusado repentinamente: continúen sin mí. Ya no había ninguna decisión importante que tomar, pero aun así el presidente no tenía por costumbre desertar, al contrario, tendía más bien a decidir solo, a no admitir debates salvo en cuestiones menores, respecto a las cuales, además, ya había tomado una resolución. De modo que hacia las quince horas se había marchado. Poco después se supo que no se había ido a casa; unos hablaron de una visita al médico, otros insinuaron que había una mujer de por medio… El único que habría podido decir dónde se encontraba de verdad era el vigilante del cementerio, pero no estaba invitado a aquella reunión.

Hacia las cuatro de la tarde, como el señor Péricourt tenía que firmar sin falta el acta de la asamblea para que sus órdenes tuvieran validez y se aplicaran cuanto antes (no le gustaban las demoras), decidieron enviársela a casa. Y pensaron en Albert Maillard. Nadie sabía qué relación había entre el presidente y el empleado, sólo que el segundo debía el puesto al primero. También a ese respecto habían circulado los rumores más disparatados, pero Albert, con sus intempestivos rubores, su miedo a todo, su nerviosismo, su forma de sobresaltarse al menor ruido, había desalentado cualquier hipótesis. El director general habría ido en persona a casa del presidente, pero, considerando que llevar a cabo una tarea subalterna de recadero era poco adecuado a su posición, ordenó que mandaran a Albert.

En cuanto recibió el encargo, Albert se echó a temblar. A aquel chico no había quien lo entendiera. Hubo que insistirle, ponerle el abrigo, empujarlo hacia la puerta… Parecía tan azorado que temieron que perdiera el documento por el camino. Llamaron un taxi, pagaron el trayecto de ida y vuelta y le pidieron discretamente al taxista que le echara un ojo.

—¡Pare! —gritó Albert cuando llegaron al parque Monceau.

—Pero si aún no estamos… —se atrevió a recordarle el taxista. Le habían encargado una misión delicada, y ya empezaban los problemas.

—¡Da igual! —replicó Albert—. ¡Párese!

Cuando un cliente se enfurece, lo mejor es que baje: Albert bajó; esperar a que se aleje unos metros: el taxista vio que Albert caminaba con paso vacilante en sentido contrario a la dirección a la que se suponía que iba; y cuando te han pagado por adelantado, arranca tan deprisa como puedas: legítima defensa.

Obsesionado desde que había salido del banco por la idea de toparse con Pradelle, Albert ni siquiera prestó atención al taxista. Ya se imaginaba la escena, al capitán agarrándolo del hombro con mano firme, inclinándose hacia él y soltándole: «¡Hombre, soldado Maillard! ¿Qué, ha decidido usted visitar a su querido capitán d’Aulnay-Pradelle? Qué amable… Venga, venga por aquí…» Y entretanto se lo llevaba por un pasillo, que se transformaba en sótano. Él no sabía explicarse, así que Pradelle lo abofeteaba y, después, lo ataba y torturaba. Y cuando Albert se veía obligado a confesar que vivía con Édouard Péricourt, que había robado dinero al banco y que ambos estaban metidos en un timo descomunal, Pradelle soltaba una estentórea carcajada, alzaba los ojos al cielo e invocaba la cólera divina, que al instante lanzaba sobre Albert una cantidad de tierra igual a la desplazada por un obús del noventa y cinco cuando ya estás en el fondo del agujero y estrechas contra el cuerpo una máscara de caballo con la que te dispones a presentarte en el paraíso de los ineptos.

Como la vez anterior, dio media vuelta, dudó y regresó sobre sus pasos, aterrado por la posibilidad de encontrarse con Pradelle, tener que ver al señor Péricourt, al que robaba, o cruzarse con su hija Madeleine, a la que podía revelar que su hermano Édouard seguía vivo. Entretanto, pensaba en cómo hacerle llegar a Péricourt el documento que apretaba contra su cuerpo con la fuerza de un endemoniado sin tener que entrar en su casa.

Encontrar a alguien que lo sustituyera: eso necesitaba.

Lástima que el taxista se hubiera ido. Habría podido aparcar un par de calles más allá y hacer el recado mientras él le vigilaba el taxi.

Y en ese preciso instante, apareció Pauline.

Albert estaba en la acera de enfrente, con la espalda rozando la pared. Vio a la chica, pero antes de que comprendiera que era la solución que buscaba, ella ya se había encarnado en otro pensamiento. Había recordado muchas veces a la preciosa criadita que tanto se había reído de sus ridículos zapatos.

Se metió en la boca del lobo de cabeza.

La chica iba con prisa, puede que llegara tarde al trabajo. Sin detenerse, se desabrochó el abrigo, que dejó entrever un vestido azul celeste hasta mitad de la pantorrilla, con una amplia cintura de talle bajo. Llevaba un pañuelo a juego. Subió a toda prisa los peldaños de la escalinata y desapareció.

Minutos después, Albert llamaba a la puerta. Ella abrió, lo reconoció, él sacó pecho, porque desde la última vez que se habían visto, se había comprado unos zapatos nuevos, y ella, como era una chica muy espabilada, se dio cuenta de que también llevaba un flamante abrigo, una bonita camisa y una corbata de buena calidad, aunque él seguía poniendo aquella cara tan curiosa, como si acabara de orinarse encima.

A saber lo que se le pasó por la cabeza; el caso es que se echó a reír. La escena se repetía seis meses después, casi idéntica. Pero dado que no todo podía ser igual, se quedaron frente a frente, como si fuera a ella a quien Albert hubiera ido a ver, lo que en cierto modo era verdad.

El silencio se alargaba. Qué guapa era aquella Pauline, Dios mío, guapa a rabiar. Veintidós, veintitrés años, una sonrisa que te erizaba el vello, unos labios de satén entre los que asomaban unos dientes magníficos, irreprochablemente alineados, y aquellos ojos, aquel pelo tan corto, a la moda, que dejaba al descubierto la nuca, la garganta… Y hablando de la garganta, llevaba una blusa y un delantal blancos, así no era difícil hacerse una idea de cómo eran sus pechos. Una morena. Desde Cécile, no había vuelto a pensar en una morena; no había vuelto a pensar en nada.

Pauline miró los documentos que Albert estrujaba, y él se acordó del motivo de su visita, pero también del miedo a tener un mal encuentro. Había entrado; ahora lo urgente era salir, y deprisa.

—Vengo del banco —dijo tontamente.

Ella abrió la boca: sin querer, había conseguido impresionarla: ahí es nada, el banco.

—¡Es para el señor Péricourt! —explicó, y, como se había percatado de que estaba adquiriendo importancia a ojos de la chica, no pudo evitar añadir—: Tengo que entregárselo en persona.

El señor Péricourt no estaba en casa. Pauline le abrió la puerta del salón y le propuso esperarlo, pero Albert volvió a la tierra: entrar allí era una locura, pero quedarse…

—¡No, no, gracias!

Le tendió el documento. Ambos se dieron cuenta de que estaba húmedo de sudor. Albert quiso secarlo con la manga del abrigo, se le resbaló, las hojas se desparramaron por el suelo, los dos se pusieron a cuatro patas y… el resto de la escena es fácil de imaginar.

Así había entrado Albert en la vida de Pauline. ¿Veinticinco años? Nadie lo diría. No era virgen, pero sí virtuosa. Había perdido a su novio en 1917 y desde entonces no había habido ninguno, aseguraba. Pauline mentía con mucha gracia. Se tocaron muy pronto, pero ella no quería ir más lejos, porque para ella eso era muy serio. Albert, con su cara ingenua, conmovedora, le gustaba. Le inspiraba sentimientos maternales, y tenía un buen trabajo, contable en un banco. Como conocía a los dueños, seguro que le esperaba un porvenir brillante.

No sabía cuánto ganaba, pero debía de ser bastante, porque enseguida la invitó a buenos restaurantes, no lujosos, pero con una cocina de calidad y una clientela respetable. Y cogía taxis, al menos para acompañarla a casa. También la llevó al teatro, aunque sin decirle que era la primera vez que pisaba uno, y por consejo de Édouard le propuso la Ópera, pero Pauline prefería el music-hall.

El dinero de Albert empezaba a volatilizarse, su sueldo distaba de ser suficiente, y ya había recurrido más de una vez a su parte del escaso botín.

Así que, ahora que se veía que los anticipos no llegarían, ¿cómo iba salir de la trampa en que esta vez se había metido él solito, sin ayuda de nadie?

Albert también se preguntaba si para seguir cortejando a Pauline no debería volver a «tomar prestado» dinero del banco del señor Péricourt.