¡QUÉ mañana, Dios mío! ¡Ojalá fueran así todos los días! ¡Aquello prometía!
Para empezar, las obras. Cinco, elegidas por la comisión. A cuál mejor. Cinco maravillas. Cinco dechados de patriotismo. Casi se te saltaban las lágrimas. En consecuencia, Labourdin estaba preparado para una triunfal presentación de los proyectos al señor Péricourt. A tal fin había encargado especialmente a los servicios técnicos del ayuntamiento un pórtico de hierro forjado del ancho de su gran despacho, para colgar los dibujos y hacerlos destacar, como había visto una vez en una exposición del Grand Palais a la que había asistido. Péricourt podría moverse con libertad entre las obras, pasear lentamente con las manos a la espalda, extasiándose ante ésta (Francia desconsolada, pero victoriosa, la favorita de Labourdin), examinando los detalles de aquélla (Los Muertos triunfantes), parándose, vacilando… El alcalde ya se imaginaba al presidente volviéndose hacia él, admirado y confuso, sin saber qué elegir… Entonces pronunciaría SU frase, estudiada, sopesada, medida, una frase con cadencia, perfecta para recalcar tanto su buen criterio estético como su sentido de la responsabilidad.
—Presidente, si me permite… —Y se acercaría a Francia desconsolada, como si quisiera rodearle el hombro con el brazo—. Considero que esta magna obra plasma a la perfección todo el Dolor y el Orgullo que nuestros Compatriotas desean expresar.
Las mayúsculas formaban parte esencial de la frase. Impecable. Para empezar, «magna obra» era todo un hallazgo, luego, Compatriotas sonaba mejor que electores, y Dolor. Labourdin estaba asombrado de su propia genialidad.
Hacia las diez, el pórtico estaba montado en su despacho. Había llegado el momento de colgar las obras. Para fijarlas a la barra horizontal y ponerlas rectas, había que subirse a un escabel. Se llamó a la señorita Raymond.
En cuanto la secretaria entró en el despacho, comprendió lo que se esperaba de ella e, instintivamente, juntó las rodillas. Al lado del escabel, Labourdin sonreía y se frotaba las manos como un tratante de ganado.
La señorita Raymond subió los cuatro peldaños suspirando y empezó a retorcerse. ¡Sí, qué magnífica mañana! Una vez colgada la obra, la secretaria bajaba rápidamente sujetándose la falda. Labourdin retrocedía para comprobar el resultado: la esquina derecha está un poco más baja que la izquierda, ¿no le parece? La señorita Raymond cerraba los ojos y volvía a subir, y Labourdin corría junto al escabel: nunca había pasado tanto tiempo bajo sus faldas. Cuando todo estuvo en su sitio, el alcalde de distrito se encontraba en un estado de priapismo cercano a la apoplejía.
Pero en el último momento, ¡zas!, Péricourt anuló la visita y mandó a un recadero para que le llevara las obras a su casa. ¡Tanto esfuerzo para nada!, se dijo Labourdin, que las siguió en un coche de punto. Pero en contra de lo que esperaba, no fue admitido a la deliberación. El señor Péricourt quería estar solo. Eran casi las doce.
—Que le sirvan un tentempié al alcalde —ordenó Péricourt.
Labourdin corrió tras la joven criada, una morenita preciosa que enseguida se aturullaba, con unos ojos maravillosos y unas tetitas muy firmes, y le preguntó si podía tomar un poco de oporto mientras le acariciaba el pecho izquierdo. La chica se limitó a ruborizarse, porque era nueva y el trabajo estaba bien pagado. Labourdin dejó el otro pecho para cuando llegara el oporto.
¡Qué mañana, Dios mío!
Madeleine se topó con el alcalde roncando a pierna suelta. Despatarrado en el sillón, junto a una mesita baja con los restos de un pollo en gelatina, que se había comido entero, y una botella vacía de Château-Margaux, causaba una penosa impresión de indecoroso abandono.
La joven llamó a la puerta del despacho con suavidad.
—Entra —respondió de inmediato su padre, que siempre la reconocía por su discreción.
Péricourt había colocado los dibujos en el suelo, apoyados contra las estanterías de la biblioteca, y había despejado la estancia para verlos juntos desde su sillón. Llevaba más de una hora sin moverse de allí, yendo con la mirada de uno a otro, absorto en sus pensamientos. De vez en cuando se levantaba, se acercaba, observaba un detalle y volvía al sillón.
Al principio se había sentido decepcionado. ¿Aquello era todo? Se parecían a los que conocía, pero en tamaño mayor. No pudo evitar consultar los precios; su cerebro calculador comparó las dimensiones y cifras. Bueno, había que concentrarse. Elegir. Pero qué decepción. Se había hecho una idea muy distinta de aquel proyecto. Y ahora que veía las propuestas… Sin embargo, ¿qué esperaba? Al final, sería un monumento como tantos otros, no algo que calmara las nuevas emociones que lo acosaban.
Madeleine experimentó la misma sensación, pero sin la sorpresa. Todas las guerras se parecen, y los monumentos, también.
—¿Tú qué opinas? —le preguntó su padre.
—Son un poco… rimbombantes, ¿no?
—Son poéticos.
Y se quedaron callados. Péricourt seguía sentado en el sillón como un rey ante unos cortesanos muertos. Su hija observó las obras con detalle. Estuvieron de acuerdo en que la mejor era la Victoria de los Mártires, de Adrien Malendrey, que tenía la particularidad de equiparar a las viudas (aquélla llevaba un velo negro) y los huérfanos (un muchachito que rezaba con las manos juntas y miraba al soldado) con los propios soldados, considerándolos víctimas a todos. Bajo el cincel del artista, la nación entera se había convertido en una patria mártir.
—Ciento treinta mil francos —dijo el señor Péricourt.
No podía evitarlo.
Pero su hija, inclinada sobre otra obra, no lo oye. Coge el dibujo y lo levanta hacia la luz. Su padre se acerca. No le gusta esa obra, Gratitud. A ella tampoco, la encuentra hiperbólica, pero tiene algo… no es nada, una tontería… Pero bueno, ¿qué es? Ahí, en la parte del tríptico que se titula «Valerosos soldados al ataque del Enemigo», en segundo plano, ese joven soldado que va a morir tiene un rostro muy puro, los labios carnosos, la nariz un poco prominente…
—Espera —dice su padre—, déjame ver… —Y se inclina a su vez—. Es verdad, tienes razón.
El soldado recuerda vagamente a los jóvenes que a veces aparecían en las obras de Édouard. No es exactamente igual, los de su hijo tenían un ligero estrabismo, no esa mirada franca y directa. Y un hoyuelo en la barbilla. Pero la similitud es innegable.
El señor Péricourt se levanta y pliega las gafas.
—En el arte, los personajes suelen repetirse… —hablaba como si fuera un experto.
Madeleine, que tenía más cultura, no quiso contradecirlo. Además, sólo era un detalle, nada esencial. Lo que necesitaba su padre era erigir ese monumento de una vez y pensar por fin en otra cosa. En el embarazo de su hija, por ejemplo.
—El idiota de Labourdin está durmiendo en el vestíbulo —dijo sonriendo.
Péricourt se había olvidado de él.
—Pues que siga durmiendo. Es lo que mejor se le da —añadió, y besó a su hija en la frente.
Ella se dirigió a la puerta. De lejos, las obras, una a continuación de la otra, eran impresionantes. Se intuía el tamaño que tendrían. Madeleine había leído las dimensiones: doce, dieciséis metros… ¡Y qué alturas!
Pero esa cara…
Una vez solo, Péricourt volvió a observarla. También intentó encontrarla en el cuaderno de Édouard, pero los hombres que había dibujado su hijo no eran personajes, sino gente de carne y hueso a la que había conocido en las trincheras, mientras que el joven soldado de los labios carnosos parecía un estereotipo. Péricourt siempre se había negado a tener una visión precisa de lo que él llamaba los «gustos sentimentales» de su hijo. Nunca consideraba el asunto, ni en su fuero interno, en términos de «preferencia sexual», o cosas por el estilo, demasiado explícitas para él, demasiado escandalosas. Pero como ocurre a veces con ciertas ideas que nos parecen sorprendentes, aunque comprendemos que, en realidad, han ido madurando con lentitud en nuestro interior antes de aflorar, se preguntó si aquel joven estrábico del hoyuelo en la barbilla habría sido un «amigo» de Édouard. Un amor de su hijo, puntualizó mentalmente. Y el asunto ya no le pareció tan escandaloso como antes, sólo turbador. No quería imaginar… No hacía falta entrar en detalles… Su hijo no era «como los demás», y ya está. Hombres como los demás los veía a todas horas: empleados, colaboradores, clientes, los hijos, los hermanos de los unos o los otros… Pero ya no los envidiaba como antes. Ni siquiera conseguía recordar por qué le parecían mejores en aquella época, qué superioridad tenían a sus ojos sobre Édouard. Se odiaba retrospectivamente por su estupidez.
Volvió a colocarse ante la exposición. En su mente, la perspectiva se modificaba poco a poco. Pero no porque hubiera descubierto nuevas virtudes en aquellos trabajos, que seguían pareciéndole demasiado enfáticos. Lo que había cambiado era su mirada, como en ocasiones cambia nuestra percepción de un rostro a medida que lo observamos: una mujer que nos parecía muy bonita hace un momento y que ahora encontramos normal, un hombre más bien feo en quien descubrimos un atractivo que nos sorprende no haber visto antes… Ahora que se había habituado a ellos, aquellos monumentos lo calmaban. Debía de ser por efecto de los materiales: en unos casos, piedra, en otros, bronce… Materiales pesados que parecen indestructibles. Eso era lo que faltaba en el panteón familiar, donde no aparecía el nombre de Édouard: la ilusión de la eternidad. Lo que necesitaba Péricourt era que lo que se disponía a hacer, erigir aquel monumento, lo sobrepasara, que sobrepasara su vida, en duración, en peso, en tamaño, en volumen, que fuera más fuerte que él, que devolviera a su dolor una dimensión natural.
Los dibujos iban acompañados por un dossier de presentación que incluía el currículum del artista, los precios y el calendario de ejecución. El señor Péricourt leyó la carta del proyecto de Jules d’Épremont y no se enteró de nada nuevo, pero echó un vistazo al resto de los dibujos, en los que el monumento aparecía de perfil, de espaldas, en perspectiva, en su entorno urbano… El joven soldado del segundo plano seguía allí, con su cara seria… Fue suficiente. Abrió la puerta y llamó, en vano.
—¡Por todos los demonios, Labourdin! —gritó exasperado, sacudiendo al alcalde por el hombro.
—¿Eh? ¿Qué? ¿Quién…? —Tenía los ojos legañosos y no parecía saber dónde estaba ni qué hacía allí.
—¡Venga! —le ordenó Péricourt.
—¿Yo? ¿Adónde?
Labourdin se dirigió al despacho tambaleándose, restregándose la cara para espabilarse y tartamudeando disculpas, que Péricourt no oyó.
—Éste.
El alcalde empezaba a despertarse. Al fin, comprendió que el proyecto elegido no era el que él habría recomendado, pero bien mirado, su frase podía aplicarse a cualquiera de los monumentos. Se aclaró la garganta.
—Presidente —anunció—, si me permite…
—¿El qué? —preguntó Péricourt sin mirarlo.
Había vuelto a calarse las gafas y estaba escribiendo de pie en una esquina del escritorio, satisfecho de su decisión, convencido de que estaba haciendo algo de lo que se sentiría orgulloso, algo bueno para él.
Labourdin respiró hondo y sacó pecho.
—Esta obra, presidente… Considero que esta magna obra…
—Tenga —lo atajó Péricourt—. Un cheque para el adelanto y los primeros trabajos. ¡Por supuesto, infórmese bien sobre el artista! Y sobre la empresa que se encargará de la fabricación. Y presente el dossier al prefecto. Si hay el menor problema, telefonéeme, e intervendré. ¿Algo más?
Labourdin cogió el cheque. No, no había nada más.
—¡Ah! —añadió de pronto Péricourt—. Quiero conocer al artista, ese tal… —Buscó el nombre—. Jules d’Épremont. Hágalo venir aquí.