JOSEPH MERLIN nunca había dormido bien. Pero a diferencia de otros insomnes, que jamás llegan a averiguar la causa de su desgracia, él la conocía a la perfección: su vida había sido una interminable sucesión de reveses a los que nunca se había acostumbrado. Cada noche revivía las discusiones en las que no se había salido con la suya, las ofensas profesionales de que había sido objeto, para modificar el resultado a su favor, y rumiaba suficientes sinsabores y contrariedades como para permanecer despierto largo rato. Había en él algo profundamente egocéntrico: el epicentro de la vida de Merlin era Merlin. Como no tenía nada ni a nadie, ni siquiera un gato, todo se resumía en él, su vida se había enroscado sobre sí misma como una hoja seca. Por ejemplo, durante sus interminables noches en vela, jamás había pensado en la guerra. En cuatro años, sólo la había considerado una especie de odioso contratiempo, una suma de contrariedades ligadas a las restricciones alimentarias que aún habían empeorado más su atrabiliario carácter. A sus compañeros del ministerio, en especial a quienes tenían a algún familiar en el frente, los indignaba que la única preocupación de aquel amargado fuera el precio del transporte o la escasez de pollo.
—Pero ¡hombre! —le habían dicho con irritación—. ¡Es que estamos en guerra!
—¿En guerra? ¿Y qué? —replicaba él, exasperado—. Guerras ha habido siempre. ¿Por qué tiene que interesarme ésta más que la anterior, o que la siguiente?
Al final lo consideraron un derrotista, casi un traidor. Si hubiera sido soldado, habría acabado en el paredón a las primeras de cambio. En la retaguardia su actitud no era tan comprometedora, pero su indiferencia ante lo que ocurría le valió un recrudecimiento de las vejaciones y el sobrenombre del Boche, del que ya no se libró.
Al terminar la contienda, cuando le encomendaron la inspección de los cementerios, el Boche se convirtió en el Buitre, el Carroñero o la Rapaz, según la ocasión. Y volvió a pasar noches difíciles.
El emplazamiento de Chazières-Malmont había sido el primer cementerio militar confiado a la empresa Pradelle y Cia. que había visitado.
Al leer su informe, las autoridades consideraron la situación muy preocupante. Como nadie estaba dispuesto a aceptar responsabilidades, el informe trepó rápidamente hacia las alturas, hasta alcanzar el despacho del director de la administración central, experto en arrinconar expedientes, como cualquiera de sus iguales de los otros ministerios.
Entretanto, de noche, en la cama, Merlin pulía las frases que pronunciaría ante sus superiores el día que lo convocaran y que se resumían en una constatación muy sencilla, pero brutal y cargada de consecuencias: estaba enterrándose a miles de soldados franceses en ataúdes demasiado pequeños. Fuera cual fuese su estatura, que podía ir del metro sesenta hasta más del metro ochenta (gracias a las cartillas militares disponibles, Merlin había elaborado una muestra muy bien documentada sobre la altura de los soldados afectados), todos acababan en cajas de un metro treinta. Para que cupieran, había que fracturar nucas, serrar pies y partir tobillos. En resumen, se procedía con los cuerpos de los soldados como si fueran mercancías que pudieran trocearse. El informe entraba en consideraciones técnicas particularmente morbosas, al explicar que «careciendo de conocimientos anatómicos e instrumentos apropiados, los trabajadores se ven obligados a romper los huesos con el filo de la pala o colocándolos bajo una piedra plana y golpeándolos con el talón, cuando no con un pico; pese a ello, a veces no se consigue introducir en los féretros los cadáveres de los más altos, en ese caso, se mete lo que cabe y se arroja el resto a otro ataúd que hace las veces de cubo de la basura y que, una vez lleno, se cierra con la indicación “soldado no identificado”, por lo que resulta imposible garantizar a los familiares la integridad de los difuntos que vienen a visitar; por otra parte, el ritmo impuesto por la empresa adjudicataria a sus trabajadores los obliga a introducir en el ataúd sólo las partes del cadáver directamente accesibles, de manera que se renuncia a remover la fosa en busca de osamentas, documentos u objetos que permitirían confirmar o averiguar la identidad del muerto, como prevé el reglamento; de modo que, con frecuencia, se encuentran por doquier huesos que nadie sabe a quién pertenecen, amén de un grave y sistemático incumplimiento de las instrucciones dadas en lo relativo a la exhumación y la entrega de ataúdes, que en absoluto se corresponde con las condiciones fijadas en el contrato firmado por sus representantes, la empresa…» Etcétera. Como se ve, las frases de Merlin podían constar de más de doscientas palabras. A ese respecto, en su ministerio lo consideraban un artista.
El informe cayó como una bomba.
Era alarmante para Pradelle y Cia., pero también para la familia Péricourt, muy conocida, y para la administración, que se contentaba con verificar el trabajo a posteriori, es decir, demasiado tarde. Si el asunto salía a la luz, el escándalo sería inevitable. Así que en adelante la información relacionada con aquel asunto debería llegar directamente al despacho del director de la administración central sin detenerse en los niveles intermedios. Y para calmar al funcionario Merlin, se le aseguró por la vía jerárquica que su informe había sido leído con suma atención y muy apreciado, y que se tomarían las medidas oportunas sin la menor dilación. Con sus cerca de cuarenta años de experiencia, Merlin comprendió al instante que iban a echar tierra al asunto, cosa que no le sorprendió lo más mínimo. Aquellas adjudicaciones estatales debían de tener muchas zonas oscuras, el tema era muy delicado: darían carpetazo a cuanto incomodara a la administración. Él sabía que no le convenía volverse un incordio, si no quería que volvieran a moverlo de sitio como a un trasto viejo, y muchas gracias. Era un hombre cumplidor de su deber, y lo había cumplido. Ya estaba tranquilo.
Y de todas formas, a esas alturas de su carrera lo único que le aguardaba era la jubilación, largo tiempo ansiada. Le encargaban inspecciones de puro trámite, firmar registros, sellarlos… Los firmaría, los sellaría y esperaría con paciencia que la penuria alimentaria acabara y volviera a haber pollo en los mercados y los restaurantes.
Así que regresó a casa, se fue a dormir y, por primera vez en su vida, disfrutó de una noche entera de sueño, como si su mente necesitara un tiempo excepcional de decantación.
Tuvo sueños tristes: soldados en avanzado estado de descomposición se sentaban en sus tumbas y lloraban; trataban de pedir auxilio, pero de sus gargantas no salían sonidos; el único consuelo que recibían procedía de unos senegaleses de proporciones colosales que, completamente desnudos, les arrojaban paletadas de tierra como quien lanza un abrigo sobre un ahogado al que acaban de sacar del agua.
Se despertó presa de una profunda emoción que, cosa insólita en él, no le concernía exclusivamente. Pese a haber terminado hacía mucho, la guerra acababa de irrumpir en su vida.
Lo que siguió fue el resultado de una curiosa alquimia en la que se combinaban la siniestra atmósfera de aquellos cementerios (que le recordaban el desastre de su vida), el carácter vejatorio del bloqueo administrativo que se le había impuesto y su habitual rigidez: un funcionario tan probo como él no podía conformarse con hacer la vista gorda. Aquellos jóvenes caídos, a los que nada lo unía, eran víctimas de una injusticia y no tenían a nadie más que a él para repararla. En pocos días, eso se convirtió en una idea fija. Esos muertos empezaron a obsesionarlo, como un amor, unos celos o un cáncer. Pasó de la tristeza a la indignación. Montó en cólera.
Ya que no había recibido ninguna orden de sus superiores conminándolo a dar por concluida su misión, informó a las autoridades de que iría de inspección a Dargonne-le-Grand y, acto seguido, cogió el tren en sentido contrario, a Pontaville-sur-Meuse.
Desde la estación, recorrió a pie bajo una densa lluvia los seis kilómetros que lo separaban del emplazamiento del cementerio militar. Caminaba por el centro de la carretera, chapoteando con rabia en los charcos con sus zapatones, sin apartarse un milímetro cuando se acercaban coches, como si no oyera los bocinazos. Para no atropellarlo, tenían que pisar el arcén.
El individuo que se presentó ante la verja tenía una pinta curiosa: un personaje enorme en actitud amenazante, con los puños apretados dentro de los bolsillos del abrigo, que aunque había dejado de llover, chorreaba. Pero allí no había nadie para verlo; acababan de dar las doce del mediodía; el lugar estaba desierto. En un tablón fijado a los barrotes, un anuncio del Servicio de Sepulturas enumeraba una retahíla de objetos hallados en cuerpos no identificados, que estaban a disposición de las familias en la alcaldía: una foto de una joven, una pipa, el resguardo de un giro postal, unas iniciales retiradas de una prenda interior, una tabaquera de cuero, un encendedor, unas gafas de cristales redondos, una carta que empezaba con un «Amor mío» pero no llevaba firma… Un irrisorio y trágico inventario. Le llamó la atención la insignificancia de aquellas reliquias. ¡Cuántos soldados pobres! Era increíble.
Posó los ojos en la cadena de la verja, levantó el pie y lo descargó sobre el pequeño candado con suficiente fuerza para matar a un toro. Luego entró en el cementerio, se dirigió a la caseta de la administración y derribó la puerta de otra patada. En los alrededores sólo había una docena de magrebíes, que estaban comiendo bajo un toldo inflado por el viento. Desde donde se encontraban, habían visto a Merlin romper el candado y, a continuación, echar abajo la puerta de la oficina, pero se guardaron mucho de levantarse e intervenir, porque el aspecto y la seguridad de aquel hombre no presagiaban nada bueno. Siguieron a lo suyo.
Lo que allí llamaban el «cuadrado de Pontaville» era un campo en el lindero de un bosque que de cuadrado no tenía nada. Se calculaba que habría seiscientos soldados enterrados en él.
Merlin abrió los armarios en busca de los libros donde debían registrarse todas las operaciones. Mientras comprobaba los informes diarios, echaba rápidos vistazos a la ventana. Las exhumaciones habían comenzado dos meses atrás. Lo que veía era un campo lleno de fosas y montículos de tierra, lonas, carretillas y cobertizos provisionales donde se almacenaba el material.
Desde el punto de vista administrativo, todo parecía en orden. Allí no iba a encontrar la horrible desidia de Chauziéres-Malmont, los ataúdes con restos que parecían la basura de un matarife y que había descubierto mezclados con un lote de féretros nuevos listos para su uso.
Por lo general, tras comprobar que existían registros, iniciaba la inspección con un paseo. Confiaba en su intuición: levantaba un toldo aquí, comprobaba una placa de identificación allí… Después, se ponía en serio. Las verificaciones requerían constantes idas y venidas entre la caseta y los senderos del cementerio, pero gracias a su dedicación a aquella tarea, no había tardado en adquirir un sexto sentido que le permitía descubrir hasta el más tenue indicio de un fraude o una irregularidad, hasta el mínimo detalle que pudiera sugerir una anomalía.
Ciertamente, era la única misión ministerial que obligaba a un funcionario a desenterrar ataúdes, cuando no cadáveres, pero no había otra forma de llevar a cabo las comprobaciones. Por lo demás, la corpulencia de Merlin se prestaba bien a ello; sus zapatones hundían la pala en la tierra treinta centímetros de una vez y sus grandes zarpas manejaban el pico como si fuera un tenedor.
Tras la primera toma de contacto con el terreno, inició los controles detallados. Eran las doce y media.
A las dos, estaba en el extremo norte del cementerio, de pie ante un montón de ataúdes cerrados y apilados unos sobre otros, cuando el jefe de obra, un tal Sauveur Bénichou, un cincuentón seco como un sarmiento y con la tez enrojecida de los alcohólicos, se acercó a él acompañado por dos trabajadores, sin duda capataces. Estaban furibundos, levantaban la barbilla, alzaban la voz en tono perentorio, el cementerio está cerrado al público, no se puede entrar aquí por las buenas, debe irse ahora mismo. Y como Merlin ni se dignó mirarlos, elevaron el tono: si persiste, habrá que llamar a los gendarmes, porque, por si no lo sabe, este sitio está bajo la protección del gobierno…
—Soy yo —atajó Merlin volviéndose hacia ellos. Y en el silencio que siguió, añadió—: Aquí, el gobierno soy yo.
Después metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un papel arrugado que a lo menos que se parecía era a una acreditación, pero como tampoco él tenía pinta de enviado ministerial, los tres hombres no supieron qué pensar. Su corpachón, su arrugada y sucia indumentaria, sus colosales zapatos: todo impresionaba. La situación les parecía rara, pero no se atrevieron a replicar.
El funcionario se limitó a mirar a Sauveur, que apestaba a aguardiente de ciruela, y a sus dos guardaespaldas. El primero, con la cara alargada y flaca como la hoja de un cuchillo y oculta tras un bigote amarillento de nicotina demasiado grande para él, se daba golpecitos en los bolsillos del pecho, a falta de otra ocupación. El segundo, un magrebí que aún llevaba los zapatos, el pantalón y la gorra de cabo de infantería, estaba tan tieso como si fueran a pasar revista, con la actitud del hombre que quiere convencer al mundo de la importancia de su cargo.
Merlin hizo chasquear la dentadura, guardándose el papel en el bolsillo. Luego señaló los ataúdes amontonados.
—E imagínense que el gobierno se formula preguntas.
El capataz magrebí se puso aún más tieso, su bigotudo compañero sacó un cigarrillo (no el paquete, sólo un cigarrillo, como quien está harto de gorrones y no piensa invitar); todo en él denotaba mezquindad y tacañería.
—Por ejemplo —prosiguió Merlin, y de pronto agitó en el aire tres fichas de identidad—, el gobierno se pregunta a qué ataúdes corresponden estos muchachos.
En las manazas de Merlin, las fichas parecían sellos de correos. La cuestión sumió al trío en el mayor desconcierto.
Cuando se desenterraba todo un sendero de soldados, se obtenía, por un lado, una hilera de ataúdes y, por el otro, una serie de fichas de identidad.
Teóricamente en el mismo orden.
Sin embargo, bastaba con que una de las fichas estuviera mal colocada o faltara para que toda la hilera quedara descabalada y cada ataúd heredara una ficha sin ninguna relación con su contenido.
Y si Merlin tenía en la mano tres fichas que no correspondían a ningún féretro… es que el descabalamiento era total.
Negó con la cabeza y contempló la parte del cementerio que ya había sido cavada. Doscientos treinta y siete soldados habían sido exhumados y transportados a ochenta kilómetros de allí.
Paul estaba en el ataúd de Jules, Félicien, en el de Isidore, y así sucesivamente.
Hasta doscientos treinta y siete.
Ahora era imposible saber quién era quién.
—¿Que a quién corresponden estas fichas? —balbuceó Sauveur Bénichou mirando alrededor, como si de pronto no supiera dónde estaba—. Pues… —Entonces se le ocurrió una idea—. ¡Justo ahora íbamos a ocuparnos de eso! —aseguró, y se volvió hacia sus capataces, que parecían haber empequeñecido de golpe—. ¿Eh, muchachos?
Nadie lo entendió, pero tampoco a nadie le dio tiempo a pensarlo.
—¡Ja, ja! —rugió Merlin—. ¿Se cree que es gilipollas?
—¿Quién? —preguntó Bénichou.
—¡El gobierno! —Merlin parecía un demente; el jefe de obra pensó en volver a pedirle la acreditación—. Entonces, ¿dónde están nuestros tres amigos, eh? Y a los tres tipos que les sobrarán cuando acaben la faena, ¿cómo piensan llamarlos?
Bénichou se lanzó a una laboriosa explicación técnica, a saber, que habían considerado «más seguro» dejar la redacción de las fichas para cuando tuvieran toda una hilera de ataúdes, con el fin de consignarlos en el registro, porque si redactaban ficha por ficha…
—¡Gilipolleces! —le soltó Merlin.
Bénichou, que era el primero que no se lo creía, se limitó a bajar la cabeza.
Se hizo el silencio y Merlin tuvo una curiosa visión: una inmensa extensión de tumbas militares, con familias que rezaban aquí y allí con los brazos caídos y las manos juntas; pero él era el único que veía, como por transparencia, los restos palpitando bajo tierra. Y que oía a los soldados aullando sus nombres con voz desgarradora…
Se habían cometido muchas tropelías, pero aquélla era irreparable; esos soldados estaban condenados al anonimato: bajo cruces con nombre y apellidos, descansaban soldados desconocidos.
Lo único que podía hacerse era volver a empezar desde el principio.
Merlin reorganizó el trabajo y escribió consignas con grandes letras, ambas cosas en tono autoritario y tajante: usted, venga aquí, escúcheme bien… Amenazaba con represalias si el trabajo se hacía mal, con multas, despidos, los aterrorizaba… Cuando se alejaba, lo oían con toda claridad: «Menudos gilipollas…»
En cuanto se diera la vuelta, volverían a las andadas, no tenían remedio. En lugar de desanimarlo, esa convicción multiplicaba su dureza.
—¡Usted, venga aquí! ¡Muévase!
Se dirigía al del mostacho amarillento, un individuo de unos cincuenta años con la cara tan estrecha que parecía tener los ojos encima de las mejillas, uno a cada lado, como los peces. Paralizado a un metro de Merlin, se abstuvo de darse palmaditas en los bolsillos y optó por sacar otro cigarrillo.
El funcionario, que se disponía a hablar, se quedó callado un buen rato, como si estuviera buscando una palabra, como si la tuviera en la punta de la lengua. Era muy irritante.
El capataz bigotudo abrió la boca, pero no le dio tiempo a decir nada. Merlin acababa de soltarle un sonoro bofetón. En aquella cara plana, el guantazo resonó como una campanada. El hombre retrocedió un paso. Todas las miradas se volvieron hacia ellos. Bénichou, que en ese momento salía de la caseta donde escondía el reconstituyente, una botella de aguardiente de Borgoña, puso el grito en el cielo; pero todos los trabajadores estaban ya en movimiento. El bigotudo se cubría la mejilla, petrificado. Merlin no tardó en verse rodeado por una auténtica jauría y, si no hubiera sido por su edad, su imponente físico, el ascendiente que había adquirido desde el principio de la inspección, sus enormes manazas y sus zapatones, habría hecho bien en preocuparse por su suerte. Por el contrario, apartó a todos con aplomo, avanzó un paso, se acercó a su víctima, rebuscó en su bolsillo del pecho exclamando «¡Ajá!» y sacó el puño apretado. Con la otra mano, atrapó al bigotudo por el cuello. Iba a estrangularlo, estaba claro.
—¡Alto ahí! —aulló Bénichou, que acababa de llegar trastabillando.
Sin soltar el cuello del bigotudo, que empezaba a cambiar de color, Merlin extendió el puño hacia el jefe de obra y luego lo abrió.
En la palma de la mano apareció una pulsera de oro con una plaquita hacia abajo. Merlin soltó a su presa, que empezó a toser como si quisiera echar los bofes, y se volvió hacia Bénichou.
—¿Cómo se llama su hombre? —le preguntó—. El nombre de pila.
—Eh… —Sauveur Bénichou, vencido y desarmado, dirigió una mirada pesarosa a su capataz—. Alcide —murmuró a regañadientes.
Apenas se oyó, pero era lo de menos.
Merlin dio la vuelta a la pulsera, como si fuera una moneda después de haber jugado a cara o cruz.
En la plaquita había un nombre grabado: Roger.