28

EL general Morieux parecía al menos doscientos años más viejo. A un general le quitas la guerra, que le da una razón para vivir y la energía de un muchacho, y lo dejas hecho un cascajo. Físicamente, lo único que quedaba de él era una barriga coronada por unos mostachos, una masa fofa y aletargada que se pasaba las tres cuartas partes del tiempo dormitando. Y cómo roncaba… Se derrumbaba en el primer sillón con que se topaba, soltando un suspiro que ya parecía un estertor y, al cabo de un instante, su tripa empezaba a alzarse como un dirigible, sus bigotes se estremecían con cada inspiración, sus mofletes temblaban con cada espiración y así podía pasarse horas. Aquel magma prodigiosamente inerte tenía algo de paleolítico que impresionaba mucho, tanto, que nadie se atrevía a despertarlo. A algunos incluso les daba miedo acercarse.

Desde la desmovilización, lo habían elegido miembro de un número incalculable de comisiones, subcomisiones y comités. Siempre llegaba el primero, sudando y resoplando cuando la reunión no se celebraba en una planta baja, se dejaba caer en un sillón, respondía a los saludos con un gruñido o asintiendo de mala gana con la cabeza y luego se dormía y empezaba a resoplar. A la hora del voto, lo sacudían un poco, qué opina usted, mi general, sí, sí, por supuesto, es evidente, estoy de acuerdo, farfullaba con los ojos llenos de turbias lágrimas, por supuesto, por supuesto, repetía con boca temblorosa, la cara enrojecida, la mirada ausente… Que firmara costaba un triunfo. Habían intentado librarse de él, pero el ministro le tenía mucho apego. A veces aquel cargante e inútil carcamal recobraba accidentalmente un atisbo de lucidez. Como ocurrió, por ejemplo, cuando entre dos cabezadas —estábamos a principios de abril, y el general padecía una fiebre del heno que le provocaba unos estornudos titánicos, llegaba incluso a estornudar dormido, como un volcán latente— entre dos cabezadas, decíamos, oyó que su nieto, Ferdinand Morieux, podía verse envuelto en graves problemas. Por debajo de sí mismo, el general no apreciaba a nadie. Para él, aquel nieto que no había elegido la gloriosa carrera de las armas, era un individuo secundario y decadente; pero, eso sí, llevaba el apellido Morieux, algo a lo que el general, muy preocupado por la posteridad, le tenía mucho cariño. ¿El sueño de su vida? Su retrato en el Petit Larousse Illustré, aspiración que no admitía la menor mácula en el apellido familiar.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —exclamó, despertándose sobresaltado.

Como no oía bien, había que repetirle las cosas alzando la voz. Se trataba de la empresa Pradelle y Cia., de la que Ferdinand era accionista. Intentaron explicárselo, sí, acuérdese, la empresa a la que el Estado encomendó la reagrupación en cementerios militares de los soldados muertos.

—¿Cómo dice? ¿Cuerpos… de soldados muertos?

Su atención se aferró a la información que guardaba relación con Ferdinand; trabajosamente, su cerebro consiguió establecer un mapa mental del problema sobre el que distribuyó las palabras «Ferdinand», «soldados muertos», «cadáveres», «tumbas», «anomalías», «negocio»… Para él ya era mucho. En tiempos de paz le costaba comprender. Su ayudante de campo, un alférez tan fogoso como un purasangre, lo miró y suspiró como un cuidador irritable y poco paciente. Luego, dominándose, entró en pormenores. Su nieto Ferdinand es accionista de Pradelle y Cia. Desde luego, lo único que hace es cobrar dividendos, pero si estalla un escándalo en el que esté implicada esa empresa, su nieto tendrá problemas, su apellido saltará a la palestra y su reputación quedará tocada. El general abrió un ojo de pájaro sorprendido, la perspectiva del Petit Larousse podía irse al garete, ¡ni hablar! A Morieux se le encendió la sangre; tanto es así que quiso levantarse.

Se agarró a los brazos del sillón y se irguió, exasperado, colérico. Después de haber ganado aquella guerra, ¿no podían dejarlo en paz, cojones?

El señor Péricourt se acostaba cansado y se levantaba cansado. No puedo con mi alma, pensaba. Desde luego, no había dejado de trabajar, de recibir a las visitas, de impartir órdenes, pero todo de un modo mecánico. Antes de reunirse con su hija, se sacó del bolsillo el cuaderno de esbozos de Édouard y lo guardó en un cajón. Solía llevarlo encima, aunque no lo abría delante de nadie. Se lo sabía de memoria. Si seguía llevándolo con él de aquí para allá, acabaría estropeándose, tenía que protegerlo, mandarlo encuadernar, quizá. Pero como nunca se había ocupado de esas menudencias, no sabía ni cómo empezar. Sí, estaba Madeleine, pero tenía otras cosas en la cabeza… Péricourt se sentía muy solo. Cerró el cajón y salió de la habitación al encuentro de su hija. ¿Qué había hecho con su vida para llegar a ese punto? Sólo había sabido inspirar miedo, gracias a lo cual ahora no tenía ningún amigo, únicamente conocidos. Y a Madeleine. Pero no era igual, a una hija no se le cuentan las mismas cosas. Y menos ahora que estaba en ese… estado. Había tratado en vano de recordar la época en que también él iba a ser padre. Lo asombraba acordarse de tan pocas cosas. En el trabajo se maravillaban de su memoria, que le permitía recitar la totalidad del consejo de administración de una empresa absorbida quince años atrás; pero cuando se trataba de la familia, nada, o casi nada. Sin embargo, Dios sabía cuánto le importaba su familia. Y no sólo ahora que su hijo había muerto. En realidad, si trabajaba tanto, si se esforzaba tanto, era por eso, por los suyos. Para ponerlos a salvo. Para permitirles que… En fin, todas esas cosas. Sin embargo, curiosamente, las escenas familiares apenas se le quedaban grabadas, tanto es así que todas se asemejaban. Las comidas de Navidad, las festividades de Pascua, los cumpleaños… Parecían una misma ocasión repetida muchas veces, con apenas variaciones, las navidades con su mujer y las posteriores a su muerte, los domingos de antes de la guerra y los de ahora… En el fondo había pocas diferencias. Por ejemplo, no recordaba nada de los embarazos de su esposa. Cuatro, si la memoria no le fallaba, pero una vez más, todos se fundían en uno solo, no sabía en cuál, si en uno de los que habían acabado bien o de los que se habían frustrado. No habría podido decirlo. Sólo reaparecían, accidentalmente, algunas imágenes, fruto de semejanzas circunstanciales. Eso le ocurrió cuando encontró a Madeleine sentada con ambas manos sobre el vientre, ya abultado. Vio a su mujer en la misma actitud. Se alegró, hasta se sintió orgulloso. Sin reparar en que todas las mujeres embarazadas se parecen un poco, decidió considerar aquella semejanza como una victoria, la prueba de que tenía corazón y espíritu familiar. Y dado que tenía corazón, no quería cargar con una preocupación más a su hija. En su estado. Le habría gustado hacer lo de siempre, encargarse de todo, pero ya no era posible. Tal vez ya hubiera esperado demasiado.

—¿Te molesto? —le preguntó.

Se miraron. No era una situación fácil para ninguno de los dos. Para ella, porque desde que lloraba la muerte de Édouard, su padre había envejecido mucho y casi de repente. Para él, porque el embarazo de su hija carecía de encanto: Madeleine no tenía esa plenitud, esa lozanía de fruta madura que Péricourt veía en muchas mujeres, ese aire triunfal y de seguridad como de gallina clueca que tienen algunas embarazadas. Madeleine solamente estaba gorda. Todo se le había hinchado muy deprisa, la cara y el cuerpo en su conjunto, y a Péricourt lo apenaba ver que se parecía todavía más a su madre, que tampoco había sido hermosa nunca, ni siquiera embarazada. Dudaba que su hija fuera feliz, únicamente la veía más o menos satisfecha.

No —Madeleine le sonrió—, no la molestaba, sólo estaba soñando despierta, dijo, pero nada era cierto, la molestaba y no estaba soñando. Si su padre actuaba con tanta cautela era porque tenía que decirle algo y, como Madeleine sabía de qué se trataba y no le apetecía oírlo, con una sonrisa de circunstancias lo invitó a acercarse, indicándole un asiento cercano a ella con la palma de la mano. Su padre se sentó y, como tantas otras veces, todo podría haber quedado ahí. Eso habría pasado si se hubiera tratado de ellos dos: habrían intercambiado unas cuantas banalidades, tras las que ambos habrían comprendido lo que había que comprender, luego Péricourt se habría levantado, habría besado a su hija en la frente y se habría marchado con la certeza, por lo demás fundada, de que lo habían escuchado y comprendido. Pero ese día hacían falta palabras, porque no se trataba únicamente de ellos. Y a los dos les molestaba que su intimidad dependiera de una circunstancia que no les pertenecía en exclusiva.

A veces Madeleine posaba la mano en las de su padre, pero en esa ocasión se limitó a soltar un leve suspiro. Tendrían que hablar claro, discutir quizá, y no le apetecía.

—El general Morieux me telefoneó… —dijo su padre.

—¡Vaya! —respondió Madeleine sin perder la sonrisa.

Péricourt no sabía qué actitud adoptar, pero acabó optando por lo que en su opinión le iba más: la firmeza paternal, la autoridad.

—Tu marido…

—Tu yerno, ¿no?

—Como quieras…

—Lo prefiero, sí.

En la época en que quería un hijo varón, soñaba con un chico que se le pareciera, pero en su hija ese parecido le molestaba, porque las mujeres discuten de una forma distinta a los hombres, siempre oblicua. Por ejemplo, aquella insidiosa manera de decir las cosas, de dar a entender que no se trataba de las gilipolleces de su marido, sino de las del yerno de él. Se mordió el labio. También debía considerar su «situación», tener cuidado.

—Muy bien, pero el caso es que eso no ha cambiado… —replicó.

—¿El qué?

—Su forma de llevar los negocios.

En cuanto pronunció esa palabra, dejó de ser padre. Al instante le pareció que el problema tenía arreglo, porque en cuestión de negocios, conociendo todas las situaciones, había pocos escollos que Péricourt no hubiera salvado. Siempre había opinado que el cabeza de familia era una variante del empresario. Pero ante aquella mujer, que se parecía tan poco a su hija, tan adulta, casi una extraña, vaciló.

Negó con la cabeza, enfadado, y en ese arrebato de muda irritación sintió aflorar en él cuanto había querido decirle en su día y ella no le había dejado expresar. Lo que pensaba de su matrimonio y de aquel hombre.

Intuyendo que su padre iba a mostrarse cruel, Madeleine juntó las manos sobre el vientre ostensiblemente y entrelazó los dedos. Él se dio cuenta y calló.

—He hablado con Henri, papá —dijo al fin Madeleine—. Tiene problemas momentáneos. Así me lo ha dicho, «momentáneos». Nada grave. Me ha asegurado…

—Lo que te haya asegurado, Madeleine, no tiene la menor importancia, el menor valor. Te dice lo que le parece, para protegerte…

—Es normal, es mi marido…

—¡Exacto, es tu marido! Pero ¡en lugar de protegerte, te pone en peligro!

—¡¿En peligro?! —exclamó ella, y se echó a reír—. ¡Madre mía! Así que ahora estoy en peligro…

Reía de buena gana. Péricourt no era lo bastante padre como para no ofenderse.

—No lo apoyaré, Madeleine —masculló.

—¿Y quién te ha pedido que lo protejas, papá? Y para empezar, ¿de qué? ¿De quién?

Tenían la misma mala fe.

Aunque fingiera lo contrario, Madeleine estaba enterada de cosas. El asunto de los cementerios militares no era tan simple como parecía al principio, Henri cada vez se mostraba más enfadado, más ausente, más irritable, más nervioso. Era una suerte que ya no necesitara sus servicios conyugales, aunque ahora sus amantes tampoco parecían estar muy satisfechas con él. Sin ir más lejos, Yvonne, el otro día: «He visto a tu marido, querida… ¡Últimamente está de un inaccesible! Me parece que lo de ser rico no le sienta muy bien…»

En aquel trabajo para el gobierno, Henri estaba teniendo contratiempos, dificultades, y aunque no se lo contara, ella captaba frases aquí y allí cuando estaba al teléfono: lo llamaban del ministerio. Henri adoptaba su tono rimbombante, no, mi querido amigo, ¡ja, ja!, hace tiempo que está solucionado, no se preocupe, y colgaba con una profunda arruga en la frente. Una tormenta, nada más, Madeleine estaba al cabo de la calle, se había pasado la vida viendo a su padre capear toda clase de temporales, más una guerra mundial, no iba asustarse ahora por un par de llamadas de la prefectura o del ministerio. A su padre no le gustaba Henri, y ya está. Nada de lo que hacía le parecía bien. Rivalidad masculina. Pelea de gallos. Madeleine apretó las manos sobre el vientre. Mensaje recibido. El señor Péricourt se levantó a regañadientes y empezó a alejarse; pero de pronto se volvió. No pudo evitarlo.

—No me gusta tu marido.

Lo había dicho. Al final, no había sido tan difícil.

—Ya lo sé, papá —respondió ella sonriendo—. Pero da igual. Es mi marido —añadió, y se dio unas palmaditas en el vientre—. Y éste, tu nieto. Estoy segura.

Péricourt abrió la boca, pero prefirió abandonar la habitación.

Un nieto…

Rehuía esa idea desde el principio porque no llegaba en el momento oportuno: no conseguía asociar la muerte de su hijo con el nacimiento de su nieto. Casi esperaba que fuera una niña, para que la cuestión no volviera a plantearse. Hasta que tuvieran otro hijo, habría pasado el tiempo y el monumento estaría construido. Se aferraba a la idea de que erigir aquella obra conmemorativa marcaría el final de su angustia, de sus remordimientos. A veces, pasaba semanas enteras sin dormir bien. Con el transcurso de los días, la desaparición de Édouard había ido adquiriendo una importancia inmensa, incluso afectaba a su actividad profesional. Por ejemplo, hacía poco, durante un consejo de administración de la Française des Colonies, una de sus empresas, un rayo de sol que se filtraba en la sala e iluminaba el tablero de la mesa de conferencias había captado su mirada. Y mira que un rayo de sol es poca cosa, pero aquél atrapó su atención de un modo casi hipnótico. De vez en cuando cualquiera pierde el contacto con la realidad un instante, pero lo que apareció en el rostro de Péricourt no era una expresión ausente, sino embelesada. Todos los presentes se dieron cuenta. Prosiguieron con la reunión, pero sin la poderosa mirada del presidente, sin su atención aguda, radiográfica, la discusión languideció poco a poco, como un coche que de repente se queda sin gasolina, con sacudidas y tirones, a los que sigue una lenta agonía que acaba en vacío. De hecho, los ojos de Péricourt no estaban pendientes de aquel rayo, sino del polvo en suspensión, de aquella nebulosa de danzarinas partículas, y había vuelto, cuánto, diez, quince años atrás, ¡ay, qué molesto resultaba perder la memoria! Édouard había pintado un cuadro, debía de tener dieciséis años, menos, quince, un cuadro que no era más que un hormigueo de puntitos de color, sin un solo trazo, sólo puntos. Esa técnica tenía un nombre. Lo tenía en la punta de la lengua, pero no le salía. El cuadro representaba a unas muchachas en un campo, creía recordar. Aquella forma de pintar le había parecido tan absurda que ni siquiera las había visto. Qué idiota había sido… Su pequeño Édouard, de pie, en actitud vacilante, mientras él sostenía aquel cuadro que acababa de descubrir, algo ridículo, completamente inútil…

¿Qué dijo entonces? Enfadado consigo mismo, Péricourt negaba con la cabeza en la sala del consejo de administración, donde todos guardaban silencio. Se levantó sin decir nada, sin ver a nadie, y se fue a casa.

También negaba con la cabeza después de dejar a Madeleine. Sus sentimientos no eran los mismos, eran casi opuestos, estaba colérico: ayudar a su hija equivalía a ayudar a su marido. Esas cosas acaban enfermándote. Puede que Morieux se hubiera convertido en un viejo gilipollas (si es que no lo había sido siempre), pero los ecos que le había hecho llegar respecto a los negocios de su yerno eran preocupantes.

El apellido Péricourt estaría en boca de todos. Se rumoreaba acerca de un informe. Alarmante, se murmuraba. Y a todo esto, ¿dónde estaba ese documento? ¿Quién lo había leído? ¿Quién era su autor?

Estoy tomándomelo demasiado a pecho, pensó. Al fin y al cabo, no es asunto mío, mi yerno no lleva mi apellido. En cuanto a mi hija, por suerte la protege un contrato de matrimonio. De todas formas, le ocurra lo que le ocurra a ese Aulnay-Pradelle (hasta cuando decía su apellido mentalmente, recalcaba las sílabas con un énfasis que traslucía la intención peyorativa), entre nosotros y él hay un abismo. Si Madeleine tenía hijos (esta vez o cuando fuera, con las mujeres nunca se sabe cómo acaban estas cosas), aún se sentía capaz de asegurarles el futuro a todos.

Esa última idea objetiva, racional, acabó de decidirlo. Su yerno podía ahogarse, que él se quedaría en la orilla ojo avizor, con tantos flotadores como hiciera falta para salvar a su hija y a sus nietos.

Pero lo vería manotear sin levantar un dedo.

Y si hacía falta meterle la cabeza debajo del agua, por qué no.

Péricourt se había librado de mucha gente en el curso de su larga carrera, pero la idea nunca le había resultado tan reconfortante como entonces.

Sonriendo, reconoció la peculiar excitación que sentía cuando había elegido la solución más eficaz entre varias posibles.