HENRI d’Aulnay-Pradelle, individuo simple y sin matices, solía salirse con la suya porque su tosquedad acababa descorazonando la inteligencia de sus interlocutores. Por ejemplo, no podía evitar que Léon Jardin-Beaulieu, menos alto que él, también le pareciera menos inteligente. Era totalmente falso y, sin embargo, como a ese respecto Léon tenía un complejo que le nublaba el entendimiento, Pradelle siempre llevaba las de ganar. En esa superioridad intervenía la cuestión de la altura, pero también otras dos razones que se llamaban Yolande y Denise, hermana y mujer de Léon, respectivamente, y amantes ambas de Henri. La primera desde hacía más de un año y la segunda desde dos días antes de su boda. A Henri le habría resultado aún más excitante que hubiera sido desde el día anterior o, mejor aún, desde la mañana misma de la ceremonia; pero los acontecimientos no se habían prestado, y el margen de dos días ya era un resultado excelente. «En la familia Jardin-Beaulieu —solía decirles a sus amigos desde entonces—, ya sólo me falta la madre.» La ocurrencia hacía gracia, porque la señora Jardin-Beaulieu madre era una mujer poco apta para despertar el deseo de nadie, además de muy virtuosa. «Una cosa explica la otra», añadía invariablemente Henri con su habitual rudeza.
En definitiva, entre Ferdinand Morieux, un completo idiota, y Léon Jardin-Beaulieu, bloqueado por sus inhibiciones, Henri había elegido a dos socios a quienes despreciaba. Hasta entonces había tenido el campo libre para organizar las cosas a su manera, enérgica y expeditiva, como sabemos, y sus «socios» se habían conformado con percibir sus dividendos. No los tenía al corriente de nada, era «su» empresa. Había superado muchos obstáculos sin rendir cuentas a nadie, y no pensaba empezar a rendirlas ahora.
—Es que esta vez es más embarazoso —comentó Jardin-Beaulieu.
Henri lo miraba desde arriba. Cuando hablaba con él, siempre se las arreglaba para hacerlo de pie y obligarlo a alzar la cabeza, como para mirar al techo.
Léon parpadeó rápidamente. Tenía cosas importantes que decir, pero aquel hombre le daba miedo. Lo odiaba. Al enterarse de que su hermana se acostaba con él había sufrido, pero había sonreído como si fuera un cómplice, o incluso el instigador. Cuando le llegaron los primeros rumores sobre Denise, su mujer, la situación fue muy distinta. Le entraron ganas de morir de humillación. Se había casado con una mujer hermosa porque él poseía una fortuna, nunca se había hecho ilusiones respecto a su fidelidad presente o futura, pero que el portador de la mala noticia fuera precisamente D’Aulnay-Pradelle fue lo más doloroso de todo. En cuanto a Denise, siempre había juzgado a Léon con desdén. No le perdonaba que hubiera conseguido lo que quería porque disponía de los medios necesarios. Desde el día siguiente a la boda, se había mostrado condescendiente con su marido, que no se había opuesto a su decisión de dormir en otra habitación y cerrar la puerta con llave todas las noches. No se ha casado conmigo, pensaba Denise, me ha comprado. No es que fuese cruel, pero hay que entenderlo: en esa época las mujeres sufrían mucho desprecio.
En cuanto a Léon, verse obligado a frecuentar a Henri por sus negocios comunes lo hería en su dignidad. ¡Como si no tuviera bastante con sus calamitosas relaciones conyugales! Sentía tanto odio hacia él que, si sus estupendos contratos con el Estado se hubieran convertido en fiasco, no habría movido un solo dedo —sus propias pérdidas no lo habrían arruinado—, incluso habría estado encantado de dejar que su socio se hundiera. Pero no era sólo una cuestión de dinero. Estaba en juego su reputación. Y los rumores que oía por ahí eran cada vez más preocupantes. Abandonar a D’Aulnay-Pradelle quizá equivaliera a caer con él, ¡y eso jamás! La gente aludía al asunto con medias palabras, nadie sabía realmente de qué se trataba, pero cuando se saca a relucir la ley es señal de que se trata de delitos… ¡Delitos! Léon tenía un compañero de promoción que, obligado a trabajar, ocupaba un puesto en la prefectura.
—Muchacho —le había dicho preocupado—, ese asunto no me huele nada bien…
¿De qué se trataba exactamente? Léon no conseguía enterarse; ni siquiera lo sabía su compañero de la prefectura. O lo que era peor, no quería hablar de ello. Léon ya se imaginaba ante un tribunal. ¡Un Jardin-Beaulieu ante el juez! Le ponía los pelos de punta. ¡Además, él no había hecho nada! Pero ponte a probarlo…
—Embarazoso… —repitió tranquilamente Henri—. ¿Y qué tiene de embarazoso?
—Pues… no lo sé… ¡Dímelo tú!
Henri frunció los labios, como diciendo: no tengo la menor idea.
—Se habla de un informe… —añadió Léon.
—¡Ah! ¿Te referías a eso? —exclamó Henri—. No, no es nada, ya está arreglado. Un malentendido.
—Por lo que yo sé… —insistió Léon, no muy conforme.
—¡¿Cómo?! —aulló Pradelle de repente—. ¿Qué sabes tú, eh? ¿Qué sabes?
Sin previo aviso, había pasado de la aparente campechanía a la ira. Léon, que había estado observándolo las últimas semanas, se había hecho mala sangre porque lo veía muy cansado y no podía evitar pensar que Denise era en parte responsable. Pero Henri tenía problemas, porque un amante cansado sigue siendo un amante feliz, y él estaba siempre tenso, aún más irritable que antes, brusco. No había más que ver aquel arranque…
—Si el problema está arreglado, ¿por qué te pones así?
—¡Porque estoy harto de dar explicaciones cuando soy yo quien debe hacerlo todo, mi querido Léon! Porque Ferdinand y tú cobráis los dividendos, pero ¿quién se pasa la vida organizando, dando órdenes, vigilando, haciendo cuentas? ¿Tú? ¡Ja, ja, ja!
Era una risa muy desagradable. Pensando en las consecuencias, Léon fingió que no la había oído y replicó:
—A mí me encantaría ayudarte. Eres tú quien no me deja. Siempre dices que no necesitas a nadie.
Henri respiró hondo. ¿Qué podía responder? Ferdinand Morieux era un cretino y Léon, un inútil del que nada cabía esperar. En el fondo, sin su apellido, sus relaciones, su dinero, sin todas esas cosas independientes de la persona misma, ¿qué era Léon? Un cornudo, nada más. Henri se había separado de su mujer hacía apenas dos horas… Por otra parte, bastante patética. En el momento de la despedida, siempre había que despegarle los brazos con ambas manos, los melindres no acababan nunca… Empezaba a hartarse de aquella familia.
—Todo eso es demasiado complicado para ti, mi querido Léon. Complicado, pero no grave, cálmate. —Quería sonar tranquilizador, pero con su actitud conseguía justo lo contrario.
—Aun así —insistió Léon—, en la prefectura me dijeron…
—¿Qué, a ver? ¿Qué dicen en la prefectura?
—Que pasan cosas preocupantes.
Léon estaba decidido a luchar para saber, para comprender, porque esta vez no se trataba de la frivolidad de su mujer ni de la eventual caída de sus acciones en la empresa de Pradelle. Temía verse arrastrado sin querer a una espiral más peligrosa desde el momento en que con los negocios se mezclaba la política.
—Los cementerios son un sector muy delicado…
—¿Ah, sí? ¡Conque «muy delicado»…!
—¡Exacto! —replicó Léon—. ¡Por no decir neurálgico! Hoy en día, el menor tropiezo equivale a un escándalo. Con esa Cámara…
¡Ay, la nueva Cámara! En las elecciones del pasado noviembre, las primeras tras el armisticio, el Bloque Nacional había obtenido una aplastante mayoría formada casi al cincuenta por ciento por excombatientes. Tan patriótica, tan nacionalista, que la habían bautizado «la Cámara azul horizonte», el color de los uniformes franceses.
Puede que Léon «no levantara un palmo del suelo», como decía Henri, pero había dado en el clavo.
Esa mayoría había permitido a Henri llevarse la parte del león del contrato estatal, enriquecerse a una velocidad cercana a la de la luz y reconstruir más del tercio de la Sallevière en cuatro meses: algunos días tenía hasta cuarenta albañiles trabajando allí… Pero al mismo tiempo aquellos diputados suponían una verdadera amenaza. Evidentemente, semejante colección de héroes se mostraría intransigente en cualquier cuestión relacionada con sus «queridos muertos». ¡Qué frases grandilocuentes no pronunciarían! ¡No habían sido capaces de pagar como debían el peculio a los soldados desmovilizados ni de buscarles trabajo, pero luego venían dando lecciones de moral!
Eso era lo que le habían dado a entender en el Ministerio de las Pensiones, al que lo habían llamado. «Llamado», no convocado.
—¿Todo bien, mi querido amigo?
Lo trataban con guante blanco, era yerno de Marcel Péricourt. Y socio del nieto de un general y del hijo de un diputado, así que al guante blanco había que añadir unas pinzas.
—Ese informe del prefecto… hum…
Su interlocutor fingió hacer memoria y, de pronto, como riendo, dijo:
—¡Ah, sí, el prefecto Plerzec! ¡Nada, nada, una fruslería! ¡Qué voy a contarle! Siempre ha habido empleadillos del Estado un poco quisquillosos, es una desgracia inevitable. ¡No, además el informe está archivado! Figúrese que el prefecto casi se disculpó, ¡sí, sí! Eso ya es historia, créame. —Luego, adoptando un tono confidencial, o mejor dicho, de secreto compartido, añadió—: Pero de todas formas hay que ir con un poco de cuidado, porque hay otro empleadillo del Estado inspeccionando. Un sujeto puntilloso, un maniático.
No pudo saber más. «Ir con un poco de cuidado.»
Dupré le había descrito al tal Merlin: un tocapelotas. Un fulano de la vieja escuela. Suspicaz y, por lo visto, sucio. Pradelle no conseguía imaginárselo, en cualquier caso, no se parecía a nadie que conociera. Un burócrata del montón, sin carrera ni futuro. Los peores, siempre con cuentas que saldar. La mayoría de las veces no tenían ni voz ni voto, nadie los escuchaba, los despreciaban incluso en su administración.
—Es verdad —añadieron en el ministerio—. Lo que no quita para que… A veces tienen una capacidad de hacer daño…
El silencio se estiró como una goma a punto de romperse.
—Ahora, mi querido amigo, lo mejor es proceder rápido y bien. «Rápido», porque el país necesita pasar página y «bien», porque esa Cámara es muy quisquillosa en todo lo relacionado con nuestros Héroes, y es comprensible.
Un aviso sin consecuencias.
Henri se había limitado a sonreír con expresión cómplice, pero a renglón seguido había llamado a París a todos sus capataces, con Dupré a la cabeza en calidad de responsable, y, amenazándolos, les dio directrices muy firmes, les lanzó advertencias y prometió eventuales primas. Pero ¡cualquiera lo controlaba todo! Por aquí, más de quince cementerios en pleno campo en los que participaba su empresa; por allá, siete grandes necrópolis, pronto ocho.
Pradelle observó a Léon. De repente, viéndolo desde arriba, se acordó del soldado Maillard, a quien había observado del mismo modo cuando estaba en el hoyo de obús y vuelto a ver en una situación parecida meses después, en la fosa de un soldado anónimo desenterrado para complacer a Madeleine.
Aunque ya lejanos, aquellos tiempos siempre le parecían bendecidos por el cielo: ¡el general Morieux le había enviado a Madeleine Péricourt! Un auténtico milagro. Una oportunidad inaudita, el inicio de todos sus éxitos. Saber aprovechar las ocasiones, ésa es la clave.
Henri aplastó a Léon con la mirada. Le recordaba muchísimo al soldado Maillard a punto de palmarla. Era de los que acababan enterrados vivos antes de poder decir esta boca es mía.
Por ahora aún podía serle útil. Henri le posó la mano en el hombro.
—No hay ningún problema, Léon. Y si se presentara alguno, pues… Bastaría con que tu padre interviniera ante el ministro…
—Pero… ¡eso es imposible! —chilló Léon—. Sabes tan bien como yo que mi padre es diputado de Acción Liberal y que el ministro pertenece a la Federación Republicana…
Aparte de prestarme a su mujer, pensó Henri, está claro que este imbécil no me sirve absolutamente para nada.