25

¿ADÓNDE habría ido? ¿Conocía a alguien de quien no le había hablado a quien acudir? ¿Y cómo se las apañaría sin morfina? ¿Sabría conseguirla? Puede que hubiera decidido volver con su familia, era lo más sensato… Pero Édouard de sensato tenía poco. Aunque, ¿cómo era antes de la guerra —se preguntó Albert—, qué tipo de persona? Por qué no le habría hecho más preguntas al señor Péricourt la noche de la famosa cena… Él también tenía derecho a formularlas, a saber cómo era su compañero de armas antes de conocerlo.

Pero, sobre todo, ¿adónde habría ido?

Albert no paraba de darle vueltas a eso desde que Édouard se había marchado, cuatro días antes, mientras barajaba imágenes de su vida en común, que manoseaba como un viejo.

No era exactamente que lo echara de menos. Incluso podía decirse que su partida lo había aliviado en cierta forma; de pronto, la montaña de obligaciones que suponía la presencia de su compañero se había desmoronado, y había podido respirar, se había sentido liberado. Aun así, no estaba tranquilo. ¡Ya es mayorcito!, se decía a veces, aunque teniendo en cuenta su dependencia de él, su inmadurez, su cabezonería, era mucho decir. ¡Qué perra tan tonta había cogido con el asunto de los monumentos a los caídos! No le parecía normal. Que se le ocurriera la idea, vale, al fin y al cabo era comprensible, tenía ganas de venganza, como todos. Pero que siguiera mostrando tanta cerrazón ante sus argumentos, que eran de lo más razonables, le parecía increíble. Que no comprendiera la diferencia entre un sueño y un proyecto… En el fondo, aquel chico no tenía los pies en la tierra, como debía de pasarles a muchos ricos: se comportaban como si la realidad no fuera con ellos.

En París, hacía un frío húmedo y glacial. Albert había pedido que le cambiaran los tableros de los anuncios, que se hinchaban y al final del día pesaban horrores, pero ¡ni caso!

Los cogían por la mañana, cerca del metro, y luego los cambiaban a la hora del tentempié. Los hombres anuncio, la mayoría desmovilizados que no habían podido encontrar un empleo más normal, eran diez por distrito, más un inspector, un sádico que siempre estaba al acecho y cuando apoyabas los tableros en el suelo para masajearte los hombros, aparecía amenazándote con despedirte si no seguías deambulando inmediatamente.

Era un martes, el día del bulevar Haussmann entre La Fayette y Saint-Augustin (en un lado: Raviba: para teñir y devolver la vida a sus medias, y en el otro: ¡Lip, Lip, hurra!: El reloj de la victoria). Por la noche había escampado, pero hacia las diez de la mañana, cuando Albert acababa de llegar a la esquina de la rue Pasquier, volvió a llover. Estaba prohibido parar incluso para buscarse la gorra en los bolsillos, había que seguir andando.

—El trabajo consiste en eso, en andar —decía el inspector—. Tú eras de infantería, ¿no? ¡Bueno, pues esto es parecido!

Pero llovía a cántaros y hacía frío. ¡A la porra! Albert echó un vistazo a derecha e izquierda, retrocedió hasta la pared de un edificio, flexionó las rodillas para que los tableros se apoyaran en el suelo y… Estaba agachándose para pasar la cabeza por debajo de las correas de cuero, cuando el edificio junto al que se encontraba se derrumbó. La fachada le cayó encima.

El golpe fue tan violento que su cabeza fue propulsada hacia atrás, seguida por el resto del cuerpo. La parte posterior de su cráneo chocó contra el muro de piedra, los tableros se desplomaron, las correas se le enredaron alrededor del cuello y empezaron a asfixiarlo. Albert boqueaba y se agitaba como alguien que se ahoga, mientras los tableros, pesados de por sí, que lo aprisionaban como un acordeón, le impedían moverse y las correas se cerraban alrededor de su cuello si intentaba levantarse.

De pronto, en su mente se abrió paso una idea increíble: era la misma situación que había vivido en el hoyo del obús. Estaba escrito que moriría así, ahogado, asfixiado, inmovilizado, impotente…

Presa del pánico, empezó a agitarse caóticamente, en vano quiso gritar… Todo sucedía muy rápido, demasiado, era vertiginoso. De pronto notó que lo agarraban de los tobillos, que lo sacaban de entre los escombros, pero las correas aún le apretaron más el cuello. Cuando trataba de introducir los dedos debajo de ellas para conseguir un poco de aire, un golpe tremendo sacudió uno de los tableros e hizo temblar su cráneo y, de repente, apareció la luz, las correas se aflojaron y Albert respiró con ansia, con demasiada ansia, porque se puso a toser y tuvo arcadas. Intentó protegerse —pero ¿de qué?—, debatirse como un gato ciego y acorralado. Por fin abrió los ojos y lo entendió todo: el edificio que acababa de derrumbarse adquirió forma humana, la de un rostro furibundo inclinado hacia él con ojos desorbitados.

—¡Cabrón! —bramó Antonapoulos.

Su gruesa cara, sus rollizos y bamboleantes mofletes estaban congestionados de ira, su mirada parecía querer atravesar la cabeza de Albert de parte a parte. No contento con molerlo a palos, el Griego tomó impulso, se dejó caer y aterrizó con todo su peso en los restos de los tableros. Mientras su descomunal trasero trituraba la chapa de madera bajo la que estaba el torso de Albert, agarró del pelo a su presa y, cómodamente instalado sobre ella, empezó a aporrearle la cabeza con el puño.

El primer puñetazo le partió una ceja, el segundo, los labios. Albert notó el sabor de la sangre, pero estaba inmovilizado, asfixiado bajo el Griego, que seguía vociferando y acompañando cada palabra de un mamporro. Uno, dos, tres, cuatro… Albert, sin aire, oía gritos, pero cuando intentó volverse, un golpe en la sien lo dejó K.O. Perdió el conocimiento.

Alrededor, ruidos, voces, agitación.

Unos transeúntes habían intervenido, conseguido apartar al vociferante Griego, derribándolo sobre un costado —entre tres— y, por fin, habían liberado a Albert, al que tumbaron en la acera. Al instante, alguien dijo que llamaran a la policía, pero el Griego se encabritó, no quería a la policía, lo que quería era evidente, el pellejo de aquel hombre que yacía inconsciente en un charco de sangre y al que señalaba agitando el puño y gritando «¡Cabrón!». Hubo llamadas a la calma, mientras las mujeres retrocedían con la vista fija en aquel hombre inconsciente, ensangrentado, tirado en la acera. Dos hombres, dos héroes de la calle, mantenían boca arriba al Griego, que parecía una tortuga incapaz de volverse. Los transeúntes gritaban instrucciones, pero nadie sabía quién se encargaba de qué. Empezaron a hacerse conjeturas. Alguien opinó que era un asunto de faldas. ¿Usted cree? Pero ¡sujételo! ¿Que lo sujete? ¡No te digo…! ¿Por qué no viene usted a echarme una mano? Menuda fuerza tenía aquel endemoniado griego cuando intentaba volverse… Un auténtico cachalote. Aunque estaba demasiado gordo para ser realmente peligroso. De todas formas, insistió alguien, tendrían que llamar a la policía…

—¡Policía no, policía no! —aullaba el Griego, agitándose.

Ante la palabra «policía», su furia y su odio se redoblaron. Golpeándolo con el brazo, tumbó de espaldas a uno de los buenos samaritanos. Las mujeres presentes soltaron un chillido al unísono, fascinadas, pero dieron un paso atrás. Un poco más lejos, indiferentes al resultado de la pelea, unas voces preguntaban: ¿Turco? ¡No, hombre, no, es rumano! ¡Qué va, los rumanos son como los franceses!, exclamó alguien bien informado. No, ¡ése es turco! ¡Claro!, dijo el primero, exultante. ¡Turco, ya lo decía yo! En ese instante, apareció por fin la policía, dos agentes, qué pasa aquí, pregunta absurda, porque estaba claro que había un hombre al que intentaban impedir que acabara con otro, inconsciente unos metros más allá. Bien, bien, bien, dijeron los uniformados, veamos qué ocurre. Pero de hecho no vieron nada de nada, porque de pronto los acontecimientos se precipitaron. Ante la llegada de los agentes, los viandantes que hasta ese momento habían retenido al Griego bajaron la guardia. A Antonapoulos le faltó tiempo para darse la vuelta y, poniéndose a cuatro patas, levantarse. En esos momentos nada habría podido detenerlo, era como un tren que toma velocidad, podía arrollarte, nadie se atrevió a interponerse en su camino, y menos la policía. El Griego se abalanzó sobre Albert, cuyo inconsciente debió de percibir la reaparición del peligro. En el instante en que Poulos se arrojaba sobre él, Albert —de hecho, sólo su cuerpo, porque aún tenía los ojos cerrados y meneaba la cabeza como si estuviera grogui—, rodó a su vez sobre el vientre, se levantó y echó a correr zigzagueando por la acera, perseguido por el Griego.

Todos se quedaron muy decepcionados.

Ahora que volvía a haber acción, los protagonistas iban y desaparecían. Los habían dejado sin detención y sin interrogatorio, y ya que ellos también habían participado, tenían derecho a enterarse de cómo acababa el asunto, ¿no? Los únicos que no estaban decepcionados eran los policías, que agitaron una mano desarmada y fatalista, que sea lo que Dios quiera, confiando en que aquellos dos siguieran corriendo el uno detrás del otro por lo menos hasta pasar la rue Pasquier, donde acababa su zona.

Sin embargo, la persecución no duró mucho. Albert se pasó la manga por la cara para ver mejor sin dejar de correr como alma que lleva el diablo, es decir, infinitamente más deprisa que el Griego, mucho más pesado que él y del que pronto lo separaron dos, tres, cuatro calles… Albert torció a la derecha, después a la izquierda y, a menos que girara en redondo y volviera a darse de bruces con Poulos, todo quedó en un susto, sin contar los dos dientes rotos, la ceja partida, los moretones, el miedo que había pasado, el dolor en los costados, etcétera.

Pero un hombre ensangrentado y tambaleante no tardaría en volver a llamar la atención de la policía. La gente ya empezaba a apartarse asustada. Comprendiendo que había puesto suficiente distancia entre su agresor y él, y consciente del deplorable efecto que causaba, se detuvo en la fuente de la rue Scribe y se echó agua por la cara. Fue en ese momento cuando los golpes empezaron a dolerle, sobre todo la ceja abierta. Ni apretándosela con el brazo conseguía parar la hemorragia, la sangre salpicaba por todas partes.

En la sala sólo había una joven bien arreglada, con sombrero y con el bolso apretado contra el cuerpo. En cuanto lo vio entrar, volvió la cabeza; pero no era fácil pasar inadvertida, porque allí sólo estaban ellos dos y el par de sillas, una frente a otra. La chica se removió en el asiento, miró hacia la ventana, por la que no se veía nada, y tosió para poder ponerse la mano delante de la cara, más preocupada porque Albert no se fijara en ella que por observar a aquel hombre que no paraba de sangrar —ya estaba manchado de pies a cabeza— y cuya cara decía que acababa de pasar un mal rato. Y tuvo que pasar otro antes de que en el extremo opuesto de la casa se oyeran unas pisadas, una voz y, por fin, apareciera el doctor Martineau.

La joven se levantó, pero se detuvo enseguida. Al reparar en el aspecto de Albert, el doctor le hizo una seña. Albert lo siguió y la chica volvió a su silla sin rechistar y se sentó de nuevo, como si la hubieran castigado.

Martineau no preguntó nada, se limitó a palpar y presionar aquí y allá.

—Una buena tunda… —fue su lacónico diagnóstico.

Acto seguido, le desinfectó los huecos de las encías, le recomendó que visitará a un dentista y le cosió la brecha de la ceja.

—Diez francos.

Albert rebuscó en sus bolsillos, se puso a cuatro patas para recoger la calderilla que había rodado bajo el asiento y se lo dio todo al médico —no había diez francos ni de lejos—, que se encogió de hombros con resignación y, sin decir palabra, le señaló la salida.

Al instante, Albert fue presa del pánico. Se agarró al picaporte de la puerta cochera, mientras todo empezaba a girar a su alrededor. El corazón le aporreaba el pecho, tenía ganas de vomitar y la sensación de que iba a caerse redondo o de que iba a tragárselo el suelo, como si estuviera sobre arenas movedizas. Un vértigo espantoso. Con los ojos desorbitados, se agarraba el pecho como alguien fulminado por un ataque al corazón. La portera acudió enseguida.

—No irá a vomitar en mi trozo de acera, ¿eh?

Albert era incapaz de contestar. La portera vio que tenía la ceja cosida, puso los ojos en blanco y negó con la cabeza: ¡qué flojos eran los hombres!

La crisis no duró. Fue violenta, pero breve. Había tenido otras parecidas, en noviembre y diciembre de 1918, en las semanas posteriores al enterramiento. Hasta por la noche se despertaba bajo tierra, muerto, asfixiado.

Cuando empezó a andar, la calle se puso a bailar alrededor. La realidad le parecía nueva, más vaga que la verdadera, más borrosa, movediza, vacilante. Tambaleante, se dirigió al metro, sobresaltándose al menor ruido, a cada crujido, volviéndose una y otra vez, temiendo que apareciera el enorme Poulos en cualquier momento. Qué suerte la suya. En aquella ciudad podían pasar veinte años sin que te encontraras con un viejo amigo, pero él había tenido que darse de narices con el Griego…

Los dientes empezaron a dolerle horrores.

Entró en un café a tomar un calvados, pero cuando iba a pedirlo se acordó de que le había dado cuanto tenía al doctor Martineau. Se marchó e intentó coger el metro, mas la sensación de confinamiento le impedía respirar y, presa de la angustia, volvió fuera y continuó el camino a pie. Llegó a casa agotado y se pasó el resto del día dándole vueltas a los detalles de lo ocurrido y temblando retrospectivamente.

De vez en cuando sentía una ira ciega. ¡Tendría que haberse cargado a aquel cabrón del Griego la primera vez! Pero el resto del tiempo veía su vida como un desastre total, se le revolvía el estómago pensando en su propia nulidad y se sentía incapaz de levantar cabeza, porque algo había quebrado su voluntad de luchar.

Se miró en el espejo. Su cara se había hinchado de un modo impresionante, los hematomas estaban poniéndose azules, tenía un aspecto patibulario. En otros tiempos, también Édouard se miraba en aquel espejo para constatar su ruina. Albert lo arrojó al suelo sin rabia, recogió los trozos de cristal y los tiró a la basura.

Al día siguiente no comió. Se pasó la tarde dando vueltas por el salón como un caballito de feria. Cada vez que pensaba en el incidente, el miedo lo atenazaba. Y tenía ideas absurdas: el Griego podía localizarlo, preguntar a sus jefes, ir en su busca, reclamarle lo que era suyo, matarlo. Corría a asomarse al patio, pero desde su casa no veía la calle por la que podía llegar Poulos, sólo la vivienda de la señora Belmont, la propietaria, y a ella tras la ventana con la mirada perdida, absorta en sus recuerdos, como siempre.

El futuro se teñía de negro. Sin trabajo y con el Griego pisándole los talones, necesitaba mudarse y conseguir otro empleo. Como si fuera tan fácil.

Pero luego se tranquilizaba. Que el Griego fuera a buscarlo allí era una idea sencillamente ridícula, pura fantasía. Para empezar, ¿cómo lo haría? ¿Movilizando a toda su familia y a todo su gremio sólo para recuperar una caja de ampollas de morfina que probablemente ya estuviera vacía? ¡Era ridículo!

Pero lo que su mente decía, su cuerpo lo rechazaba. Albert seguía temblando, dominado por un miedo irracional, inmune a cualquier argumento. Pasaron las horas, llegó la noche y con ella, los fantasmas, el terror. La oscuridad, que todo lo agranda, acabó con la poca lucidez de la que había sido capaz y lo llevó al borde de la locura.

Y lloró. Podría escribirse toda una historia sobre las lágrimas en la vida de Albert. Éstas, desesperadas, fluctuaban de la tristeza al terror según pensara en su vida o su futuro. Alternaba sudores fríos, bajones de ánimo, palpitaciones, ideas funestas, sensación de ahogo, vértigo… Nunca podría salir de aquella casa, se decía, pero tampoco podía quedarse. Las lágrimas aumentaron. Huir. De pronto la palabra resonó en su cabeza. Huir. Paulatinamente, debido a la oscuridad, la idea adquirió un tamaño desmesurado hasta aplastar otras alternativas. No podía imaginarse el futuro allí, pero no sólo en aquella habitación, tampoco en aquella ciudad, en aquel país.

Corrió hasta un cajón y sacó las fotos y las postales de las colonias. Empezar de cero. Con el siguiente fogonazo se le apareció la imagen de Édouard. Albert se precipitó al armario y cogió la máscara de la cabeza de caballo. Se la puso con mucho cuidado, como si fuera una valiosa antigüedad. Al instante se sintió a salvo, protegido. Quiso verse, buscó un trozo de espejo en la basura, pero no había ninguno lo bastante grande, así que miró su reflejo en la ventana. Al descubrir que se había transformado en caballo sus miedos desaparecieron y lo invadió una sensación de bienestar. Sus músculos se relajaron. A través de la máscara, sus ojos buscaron la ventana de la señora Belmont, al otro lado del patio. La mujer no estaba. A los cristales sólo llegaba el tenue resplandor de alguna habitación interior.

De pronto, todo le pareció claro, evidente.

Albert respiró hondo antes de quitarse la máscara. Tuvo una desagradable sensación de frío. Igual que las estufas que conservan el calor y siguen estando tibias cuando el fuego lleva rato apagado, Albert había conseguido reunir un poco de energía, la suficiente para abrir la puerta, bajar lentamente la escalera con la máscara bajo el brazo, levantar la lona del motocarro y comprobar que la caja de las ampollas había desaparecido.

Cruzó el patio, avanzó unos metros por la acera y, apretando la máscara, llamó al timbre. Ya era noche cerrada.

La señora Belmont tardó en llegar. Al ver a Albert no dijo nada. Le abrió. Él entró y la siguió por el pasillo. Una habitación con los postigos cerrados… En una camita infantil demasiado pequeña para ella, Louise dormía profundamente con las piernas encogidas. Albert se inclinó a mirarla: aquella niña dormida era realmente preciosa. En el suelo, tapado con una sábana blanca que la penumbra teñía de marfil, estaba Édouard tumbado con los ojos muy abiertos, observándolo. Junto a él, la caja de zapatos. Con mirada experta, Albert constató de inmediato que la cantidad no había disminuido demasiado.

Sonrió, se puso la máscara para tener los brazos libres y le tendió la mano.

Hacia medianoche, Édouard estaba sentado bajo la ventana al lado de Albert, con los dibujos de los monumentos cuidadosamente colocados sobre las rodillas. Menuda cara le habían dejado a su amigo. Vaya paliza.

—Bueno, explícame lo de los monumentos un poco mejor —le dijo Albert—. ¿Qué habías pensado?

Mientras Édouard escribía en su nuevo cuaderno de conversación, Albert estuvo hojeándolos. Estudiaron el asunto. Todo tenía arreglo. No crearían una empresa fantasma, sino que abrirían una simple cuenta bancaria. Y nada de oficinas, bastaba un apartado de correos. La idea era hacer una oferta muy atractiva por un tiempo limitado, reunir el dinero recibido como adelanto de los pedidos… y largarse enseguida con la recaudación.

Sólo quedaba un escollo, pero considerable: para montar el negocio necesitaban dinero.

Édouard no acababa de entender que aquel asunto de los fondos imprescindibles, que en su momento desmotivó a Albert al punto de enfurecerlo, ya no le pareciera más que un problema menor. Seguro que el estado en que se encontraba, los moretones, la ceja, que apenas había empezado a cerrarse, el ojo a la funerala, tenían algo que ver…

Édouard se acordó de la cita de su amigo unos días antes y de su decepción a la vuelta. Imaginaba un asunto de faldas, un desengaño amoroso. ¿No estaría Albert tomando aquella decisión en un arranque pasajero de cólera? ¿No se echaría atrás mañana, o pasado? Pero Édouard no tenía elección, si quería lanzarse a aquella aventura (¡y Dios sabía lo importante que era para él!), debía comportarse como si la decisión de su compañero fuera meditada. Y cruzar los dedos.

Durante aquella conversación Albert parecía normal, sensato, decía cosas muy juiciosas, pero de repente le entraban repentinos escalofríos que lo sacudían de pies a cabeza y, aunque la temperatura no fuera para tanto, sudaba mucho, sobre todo las manos. En esos momentos eran dos personas en una: el excombatiente enterrado vivo, que temblaba como un conejo, y un hombre que pensaba, que calculaba, el ex contable.

Entonces, ¿de dónde iban a sacar el dinero para montar el negocio?

Albert miró la cabeza del caballo, que lo observaba con calma. Aquella tranquila y bondadosa mirada posada en él le infundía ánimos.

Se levantó.

—Creo que puedo conseguirlo… —murmuró.

Se acercó a la mesa y la despejó lentamente.

Luego se sentó ante ella con una hoja de papel, tinta y el portaplumas, reflexionó largos instantes y, tras poner su nombre y su dirección en la esquina superior izquierda, escribió:

Estimado señor Péricourt:

La noche en que estuve invitado en su casa, tuvo usted la amabilidad de ofrecerme un puesto de contable en una de sus empresas.

Si la oferta siguiera en pie, quiero que sepa que…