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COMO ninguno sabía qué aspecto tenía Joseph Merlin, los cuatro hombres encargados de recibirlo pensaron primero en pedirle al jefe de estación que, a la llegada del tren, difundiera un mensaje por megafonía, y después, en sostener en alto un letrero con su nombre. Sin embargo, ninguna de esas soluciones les pareció propia de la dignidad y la discreción requeridas cuando se recibe a un representante del ministerio.

Así que optaron por permanecer juntos en el andén, cerca de la salida, y ojo avizor, pues en realidad en Chazières-Malmont tampoco bajaba tanta gente, una treintena de personas a lo sumo, y un funcionario parisino no podía pasarles inadvertido.

Pero sí lo hizo.

Y eso que del tren no bajaron ni esas treinta personas, sino diez escasas, entre las que no había ningún enviado ministerial. Cuando el último viajero cruzó la puerta de salida y la estación quedó desierta, los cuatro hombres se miraron. El brigada Tournier dio un taconazo, Paul Chabord, el funcionario del registro civil de la alcaldía se sonó ruidosamente y Roland Schneider, de la Unión Nacional de Combatientes, que representaba a las familias de los muertos, soltó un prolongado suspiro, que equivalía a decir que estaba a punto de explotar. Y se fueron.

Dupré, por su parte, se limitó a tomar nota. Había perdido más tiempo preparando aquella visita, que al final no tenía lugar, que organizando las obras de los otros seis cementerios donde trabajaba la empresa, entre los que no paraba de ir y venir: era descorazonador. Una vez fuera, los cuatro se dirigieron al coche.

Su estado de ánimo era bastante parecido. Al constatar la ausencia del enviado del ministerio sentían todos una gran decepción… y cierto alivio. Por supuesto, no había nada que temer, pues habían preparado la visita concienzudamente; pero una inspección es una inspección, con esas cosas nunca se sabe, había ejemplos de sobra.

Desde el asunto del cementerio de Dampierre y los chinos, Henri d’Aulnay Pradelle iba de cabeza. Estaba que trinaba. Dupré lo tenía siempre encima con órdenes contradictorias. Había que darse más prisa, contratar a menos gente y saltarse las normas cada vez que se pudiera y siempre que no se notara. Llevaba prometiéndole un aumento de sueldo desde el día que lo había contratado, pero nunca llegaba. Eso sí: «Cuento con usted, ¿eh, Dupré?»

—Por lo menos, el ministerio podía haberse molestado en mandar un telegrama —se quejó Paul Chabord, negando con la cabeza: por quiénes los tomaban, a unos hombres que se desviven por la República, al menos se les avisa, etcétera.

Llegaron al coche. Cuando se disponían a subir, una voz ronca, cavernosa los hizo volverse:

—¿Son ustedes los del cementerio?

Era un hombre bastante mayor con la cabeza muy pequeña y un corpachón que parecía hueco, como la carcasa de un pollo tras la comida. Tenía las extremidades demasiado largas, la cara rojiza, la frente estrecha y un pelo corto que le nacía muy abajo, y que casi se le juntaba con las cejas. Y una mirada melancólica. Añadamos a eso que iba vestido como un adefesio, con una raída levita según la moda de antes de la guerra, desabrochada a pesar del frío, sobre una chaqueta de terciopelo marrón llena de manchas de tinta a la que le faltaban la mitad de los botones, un pantalón gris deforme y, para acabar de arreglarlo, unos señores zapatos, unos zapatones tremendos, mastodónticos.

Los cuatro hombres se quedaron sin habla.

El primero en reaccionar fue Lucien Dupré. Dio un paso hacia él y le tendió la mano.

—¿El señor Merlin? —le preguntó.

El representante del ministerio se pasó la lengua por las encías con un sonoro chasquido, chuic, chuic, como para retirar algún resto de comida. Sus anfitriones tardaron lo suyo en comprender que en realidad estaba hurgándose en la dentadura postiza, una costumbre bastante molesta. No paró de hacerlo en todo el trayecto en coche: daban ganas de pasarle un palillo. Su cochambrosa vestimenta, sus enormes y sucios zapatos y toda su fisonomía presagiaban lo que se confirmó apenas se alejaron de la estación: para colmo de males, aquel hombre no olía nada bien.

Por el camino, Roland Schneider se consideró obligado a lanzarse a un interminable comentario estratégico-geográfico-militar sobre la región que atravesaban. Joseph Merlin, que ni siquiera parecía escucharlo, lo interrumpió para preguntar:

—A mediodía… ¿podría comer pollo?

Tenía una voz nasal bastante desagradable.

En 1916, al comienzo de la batalla de Verdún —diez meses de combates y trescientos mil muertos—, el término municipal de Chazières-Malmont, no muy alejado de las líneas del frente, todavía accesible por carretera y bastante cercano al hospital, gran proveedor de cadáveres, se había considerado por algún tiempo un sitio práctico para enterrar a los soldados. La fluctuación de las posiciones militares y los avatares estratégicos alteraron repetidas veces los límites de aquel enorme cuadrilátero, donde ahora yacían enterrados más de dos mil cuerpos, aunque nadie sabía el número exacto (se hablaba incluso de cinco mil, lo que no era imposible: aquella guerra había batido todos los récords). Esos cementerios provisionales habían dado lugar a registros, planos, listados, pero cuando te caen encima quince o veinte millones de obuses en diez meses —uno cada tres segundos, algunos días— y hay que enterrar cien veces más hombres de lo previsto, en condiciones dantescas, registros, planos y documentos asumen un valor bastante relativo.

El Estado había decidido construir en Darmeville una inmensa necrópolis, que debían alimentar los cementerios de los alrededores, en especial el de Chazières-Malmont. Como no se sabía cuántos cuerpos habría que exhumar, transportar e inhumar de nuevo, era difícil fijar un tanto alzado. Se pagaba por unidad.

La adjudicación había sido directa, sin concurso público, y se la había llevado Pradelle. Henri calculaba que si se encontraban dos mil cuerpos, podría reconstruir la mitad de la estructura de las cuadras de la Sallevière.

Con tres mil quinientos, la estructura entera.

Si pasaban de cuatro mil, añadiría la reparación del palomar.

Dupré había llevado a Chazières-Malmont a una veintena de senegaleses y, para congraciarse con las autoridades, el capitán Pradelle (Dupré seguía llamándolo así, por costumbre) había aceptado contratar a un puñado adicional de lugareños.

Las tareas habían comenzado con la exhumación de los cuerpos reclamados por los familiares y que se tenía la certeza de poder encontrar.

En Chazières-Malmont habían desembarcado familias enteras. Aquello era un desfile incesante de lágrimas y gemidos, de niños asustados, de padres ancianos que avanzaban encorvados haciendo equilibrios sobre las tablas alineadas para no hundirse en el barro, porque de un tiempo a esa parte, como hecho adrede, no paraba de llover. La ventaja era que, bajo el aguacero, las exhumaciones habían sido rápidas, pues nadie insistía mucho. Por delicadeza, se había encomendado esa tarea a los trabajadores franceses, ya que, sabe Dios por qué, a algunas familias les repugnaba que los senegaleses desenterraran a sus muertos: ¿tan poco digna era la tarea de exhumar a los caídos, para encargarla a unos africanos? Cuando llegaban al cementerio y veían a lo lejos a aquellos enormes negros empapados por la lluvia cavando o transportando ataúdes, los niños ya no les quitaban ojo.

El desfile de familias duró una eternidad.

—Bueno, Dupré, ¿acabará pronto esa monserga? —preguntaba el capitán por teléfono todos los días—. ¿Cuándo empezamos?

Por fin, el grueso del trabajo se había iniciado con la exhumación de los cadáveres de todos los demás soldados destinados al gran cementerio militar de Darmeville.

No era tarea fácil. Por un lado, estaban los cuerpos debidamente registrados, que no planteaban ningún problema, porque la cruz que llevaba su nombre seguía en su sitio, y por el otro, un número indeterminado de cadáveres sin identificar.

Muchos soldados habían sido enterrados con la media chapa de identificación, pero no todos, ni mucho menos. A veces, había que llevar a cabo una auténtica investigación a partir de los objetos que llevaban puestos o en los bolsillos. Se apartaban los cuerpos y se inscribían en una lista, en espera del resultado del registro. Se encontraba de todo, y en ocasiones, cuando la tierra se había removido demasiado, casi de nada. En esos casos, se escribía: «Soldado no identificado.»

Los trabajos iban muy adelantados. Ya se habían exhumado cerca de cuatrocientos cadáveres. Llegaban camiones enteros cargados de ataúdes, que una cuadrilla de cuatro hombres se encargaba de ensamblar y fijar con clavos, luego otra los acercaba a las fosas y, a continuación, los conducía a las furgonetas que los transportaban a la necrópolis de Darmeville, donde los hombres de Pradelle y Cia. procedían a inhumarlos de nuevo. Dos de ellos se ocupaban de los ficheros, las inscripciones, las listas.

Joseph Merlin, el hombre del ministerio, penetró en el cementerio como un santo encabezando una procesión. Sus zapatones lo salpicaban todo al pasar por los charcos. Hasta entonces, sus acompañantes no se habían percatado de que llevaba una vieja cartera de cuero. Puede que estuviera llena de documentos, pero se balanceaba en el extremo de su largo brazo como un papel.

Se detuvo. Tras él, la procesión quedó inmóvil, inquieta. El recién llegado observó largo rato el panorama.

Sobre el cementerio flotaba un constante y acre hedor a putrefacción, que a veces llegaba directo a la cara, como si fuera una nube empujada por el viento, y se mezclaba con el humo de los ataúdes que habían salido estropeados o inservibles de la tierra y que el reglamento exigía quemar in situ. El cielo, de un gris sucio, estaba bajo y aquí y allá se veían hombres transportando cajas o inclinados sobre fosas. Dos camiones con el motor en marcha esperaban a que los trabajadores terminaran de subir los ataúdes a pulso a sus plataformas.

Merlin movió la dentadura, chuic, chuic, frunció sus gruesos labios.

Mira que acabar así…

Casi cuarenta años en la función pública y, en vísperas de jubilarse, lo mandaban de gira por los cementerios.

Había trabajado sucesivamente en el Ministerio de las Colonias, en el de Abastecimiento General, en la subsecretaría de Estado de Comercio, en la de Industria, en Correos y Telégrafos, en el Ministerio de Agricultura y Alimentación… Treinta y siete años de carrera, treinta y siete años viendo cómo lo echaban de todas partes, cómo lo postergaban, cómo lo vapuleaban en todos los puestos que había ocupado. No era un hombre que resultara simpático. Taciturno, un poco pedante, picajoso y de mal humor desde que empezaba el año hasta que acababa, como para bromear con él… Con su actitud orgullosa y sectaria, aquel hombre feo y antipático se había ganado a pulso la malevolencia de sus compañeros y las represalias de sus jefes. Llegaba, le encomendaban una tarea y no tardaban en hartarse de él, porque enseguida lo encontraban ridículo, desagradable, anticuado, empezaban a reírse de él a sus espaldas, a ponerle motes, a gastarle bromas, le habían hecho de todo. Sin embargo, no carecía de méritos. Incluso podía recitar la lista de sus gestas administrativas, lista que llevaba perfectamente al día, que revisaba sin cesar para enmascarar el balance de una carrera lúgubre, de una probidad sin recompensa y dedicada por entero a ganarse el desprecio. Sin duda, a lo que más se había parecido su paso por determinados servicios era a una interminable novatada. En varias ocasiones, había tenido que alzar bien alto el bastón y hacer molinetes mientras tronaba con su vozarrón, exasperado, dispuesto a partirse la cara con cualquiera, vamos, que daba miedo, sobre todo a las mujeres, normal, figúrese, ahora ya no se atreven a acercarse, quieren que las acompañen, cómo no acaba echándose a un tipo así, y aparte, siendo sinceros, cómo le diría, ese hombre no huele nada bien, es muy desagradable. No había durado en ningún sitio. En su vida sólo había habido una breve época radiante, que se extendía desde su encuentro con Francine, un Catorce de Julio, hasta el día en que Francine se había marchado con un capitán de artillería, el siguiente Todos los Santos. De eso hacía treinta y cuatro años. No era de extrañar que acabara la carrera inspeccionando cementerios.

Hacía un año que Merlin había aterrizado en el Ministerio de Pensiones, Primas y Subsidios de Guerra. Fueron pasándolo de un servicio a otro, hasta que un día llegaron noticias preocupantes de los cementerios militares. Las cosas no iban muy bien. Un prefecto había denunciado anomalías en Dampierre. Se había retractado al día siguiente, pero ya había atraído la atención de la administración. El ministerio debía asegurarse de que el Estado gastaba el dinero del contribuyente con discernimiento para enterrar de un modo digno y en las condiciones estipuladas a los hijos de la Patria, etcétera.

—¡Mierda! —exclamó Merlin ante el desolador espectáculo.

Porque lo habían elegido a él. Habían encontrado al hombre con el perfil ideal para un trabajo que nadie quería. Dirección, las necrópolis.

—¿Perdón? —le preguntó el brigada Tournier, que había oído algo.

Merlin se dio media vuelta, lo miró, chuic, chuic. Desde lo de Francine y el capitán, odiaba a los militares. Se volvió de nuevo hacia el espectáculo del cementerio y lo contempló como si acabara de darse cuenta del sitio donde estaba y de lo que se esperaba de él. Los miembros de la delegación se quedaron perplejos.

—Propongo que empecemos por… —farfulló al fin Dupré.

Sin embargo, Merlin seguía allí, plantado como una estaca ante el deprimente panorama, extrañamente en sintonía con su habitual manía persecutoria.

De pronto decidió agilizar el asunto, sacudirse el mochuelo cuanto antes.

—La madre que los…

Esta vez todo el mundo lo oyó con claridad, aunque nadie supo interpretarlo.

Las inscripciones del registro civil conformes a las prescripciones de la ley del 29 de diciembre de 1915, el establecimiento de las fichas mencionadas en la circular de 16 de febrero de 1916, el respeto de los derechohabientes previstos en el artículo 106 de la ley de Finanzas de 31 de julio de 1920, listo, decía Merlin poniendo una cruz aquí y firmando allí. El ambiente seguía tenso, pero todo se desarrollaba con normalidad. Sólo que aquel tipo olía peor que una mofeta, cuando se estaba frente a él en la caseta habilitada para el registro civil era insufrible. Resolvieron dejar la ventana abierta, pese a que el viento penetraba en gélidas ráfagas.

Merlin había empezando la inspección dándose una vuelta por la zona de las fosas. Paul Chabord se apresuró a extender un brazo y sostener un paraguas sobre su cabeza, pero como los movimientos del representante del ministerio resultaron ser imprevisibles, sus bruscos cambios de dirección acabaron con la buena voluntad del empleado, que se cubrió a sí mismo. Merlin ni se enteró; con la cabeza chorreando, miraba las fosas con cara de no saber qué había que inspeccionar. Chuic, chuic.

Luego echaron un vistazo a los ataúdes. Le explicaron los procedimientos, él se caló unas gafas con unos cristales tan rayados y polvorientos que parecían pieles de salchichón, comparó las fichas, los inventarios y las placas fijadas a los féretros y, luego, bueno, listo, masculló: no se iban a pasar allí todo el santo día. Se sacó un enorme reloj del bolsillito del chaleco y, sin previo aviso, se dirigió con decididas zancadas a la caseta de la administración.

A mediodía casi había acabado de rellenar los formularios de su inspección. Viéndolo trabajar, se comprendía que tuviera la chaqueta llena de manchas de tinta.

Y ahora, todo el mundo tenía que firmar.

—¡Aquí todos cumplimos con nuestro deber! —declaró marcial y satisfecho el brigada Tournier.

—Eso es —repuso Merlin.

Una formalidad. Estaban de pie en la caseta, pasándose el portaplumas unos a otros, como el hisopo un día de entierro. Merlin posó su grueso índice en el libro de registro.

—Aquí, el representante de las familias…

La Unión Nacional de los Combatientes prestaba suficientes servicios al gobierno para tener derecho a estar presente en casi todas partes. Con ojos sombríos, Merlin observó a Schneider mientras trazaba la rúbrica.

—Schneider… —dijo al fin (pronunciando «Schnai-da», con toda intención)—. Suena un poco alemán, ¿no?

El aludido se puso tieso como un gallo.

—No importa —zanjó Merlin, y volvió a indicar el registro—. Aquí, el funcionario del registro civil…

El comentario había causado malestar. La ceremonia de las firmas acabó en silencio.

—Caballero —empezó a decir Schneider, ya repuesto de la sorpresa—, su insinuación…

Pero Merlin, que ya se había levantado y le sacaba dos cabezas, se inclinó hacia él y le clavó sus grandes ojos grises.

—En el restaurante, ¿tendrán pollo?

El pollo era la única alegría de su vida. Era bastante sucio comiendo, de modo que a las manchas de tinta se unían los churretones de grasa, porque jamás se quitaba la chaqueta.

En la comida, y a excepción de Schneider, que seguía pensándose una réplica, todos intentaron animar la conversación. Merlin, con la nariz en el plato, se limitó a soltar algunos gruñidos y unos cuantos chasquidos, que no tardaron en desalentar la buena voluntad general. No obstante, aunque aquel funcionario del ministerio fuera bastante desagradable, como la inspección había acabado enseguida, se impuso un ambiente relajado que rayaba en el júbilo. El arranque de las obras había sido bastante difícil, se había presentado algún que otro problemilla. En trabajos como aquél, nada se desarrolla según lo previsto y, por preciso que uno sea, los documentos jamás contemplan la realidad tal como se presenta cuando uno se pone manos a la obra. Por muy concienzudo que sea uno siempre aparecen imprevistos, hay que cortar por lo sano, tomar decisiones y a veces resulta que se ha empezado de una manera y luego hay que volver atrás…

Ahora apremiaba vaciar el cementerio y olvidarse de él. La inspección había concluido con un informe favorable, tranquilizador. Visto en retrospectiva, todos habían pasado al menos un poquito de miedo. Bebieron lo suyo, pagaba el Estado. Hasta Schneider acabó olvidando la ofensa y prefirió despreciar a aquel zafio funcionario y darle otro tiento al Côtes-du-Rhône. Merlin, que comía como una lima, se sirvió pollo tres veces. Sus gruesos dedos chorreaban grasa. Cuando acabó, sin ningún miramiento hacia los comensales, arrojó a la mesa la servilleta, que no había utilizado, se levantó y abandonó el restaurante, pillando desprevenido a todo el mundo. Menudo zafarrancho: a toda prisa, hubo que tragarse el último bocado, apurar la copa, pedir la cuenta, comprobarla, pagar y correr hacia la puerta, volcando sillas por el camino. Cuando llegaron a la calle, Merlin estaba meando contra la rueda del coche.

Antes de llevarlo a la estación, pasaron de nuevo por el cementerio para recoger su cartera y sus libros de registro. El tren salía cuarenta minutos más tarde, no era cuestión de entretenerse allí, y además la lluvia, que sólo había parado mientras comían, volvía a caer a cántaros. En el coche, Merlin no dirigió una sola palabra a nadie, no dijo la menor frase de agradecimiento por la acogida, por la invitación. Menudo mamarracho.

Una vez en el cementerio, el enviado ministerial echó a andar a toda prisa. Sus zapatones hacían oscilar peligrosamente las tablas que evitaban los grandes charcos. Un escuálido perro rojizo pasó trotando ante él. Sin previo aviso, sin pararse siquiera, Merlin se apoyó en la pierna izquierda y con el enorme pie derecho le propinó una patada en el costado. El animal soltó un aullido, voló un metro por los aires y cayó boca arriba. Antes de que le diera tiempo a levantarse, el funcionario saltó al charco y, con el agua hasta los tobillos, lo inmovilizó plantándole un zapatón en el pecho. Temiendo ahogarse, el perro empezó a ladrar y retorcerse en el agua tratando de morderle. Todo el mundo se quedó petrificado.

Merlin se agachó, agarró la mandíbula inferior del animal con la mano derecha y el hocico con la izquierda, mientras el perro gemía y se debatía cada vez más. Ahora que lo tenía bien sujeto, le asestó otra patada en el vientre, le abrió las fauces como si fuera un cocodrilo y volvió a soltárselas bruscamente. El perro rodó por el agua, se levantó y huyó medio arrastrándose.

El charco donde se había metido Merlin era tan profundo que no se le veían los zapatos, pero le daba igual. Se volvió hacia la hilera que formaban sus despavoridos acompañantes, pegados unos a otros en equilibrio inestable sobre la pasarela de madera y, de pronto, blandió hacia ellos un hueso de unos veinte centímetros.

—¡Esto no es de pollo, se lo digo yo!

Puede que Joseph Merlin fuera un funcionario fracasado bastante sucio y antipático, pero resulta que también era un hombre trabajador, escrupuloso y, lo que no es menos importante, honrado.

Nunca lo había dejado traslucir, pero aquellos cementerios le partían el corazón. Aquél era el tercero que inspeccionaba desde que le encomendaron aquella tarea que nadie quería. Para él, que sólo había vivido la guerra desde el racionamiento y las circulares del Ministerio de las Colonias, la primera visita había sido demoledora. Pese a estar a resguardo de las balas desde hacía mucho, los cimientos de su misantropía se habían tambaleado. Pero no por la matanza propiamente dicha, que es algo que uno acaba digiriendo: la tierra siempre ha sufrido catástrofes y epidemias, y la guerra no es más que una combinación de ambas. No, lo que lo había estremecido era la edad de los muertos. Las catástrofes matan a todo el mundo, las epidemias se ceban con ancianos y niños, pero sólo las guerras exterminan a los jóvenes en número semejante. No esperaba que comprobarlo le afectara de tal modo. Sin embargo, en el fondo una parte de él seguía anclada en la época de Francine, aquel enorme cuerpo vacío y desgarbado albergaba aún un fragmento del alma de un joven, de la edad de los muertos.

Mucho menos estúpido que la mayoría de sus compañeros, había detectado las anomalías, como el funcionario minucioso que era, ya en su primera visita a un cementerio militar. Había visto una infinidad de cosas discutibles en los libros de registro, discordancias torpemente disimuladas, pero, claro, cuando tenía en cuenta la inmensidad de la tarea, cuando veía a aquellos pobres senegaleses empapados de lluvia, cuando pensaba en aquella increíble carnicería, cuando intentaba calcular el número de hombres a los que ahora había que desenterrar, transportar… ¿podía seguir mostrándose quisquilloso, intransigente? Cerraba los ojos y ya está. Las situaciones trágicas requieren cierto pragmatismo, y a él le parecía necesario pasar por alto determinadas irregularidades y acabar de una vez, Dios mío, acabar de una vez con aquella dichosa guerra.

Pero allí, en Chazières-Malmont, la desazón te oprimía el pecho. Cuando confirmabas dos o tres indicios, las tablas de ataúdes viejos arrojadas a las fosas, que serían enterradas en lugar de quemadas, el número de cajas expedidas con relación al número de tumbas excavadas, el balance aproximado de determinadas jornadas… acababas sumido en la perplejidad. Y la idea de lo que era o no justo vacilaba. Así que, cuando un chucho se cruzaba en tu camino dando saltitos como una bailarina y llevando en las fauces el cúbito de un soldado, la sangre se te subía a la cabeza. Necesitabas comprender.

Joseph Merlin renunció a coger el tren y se pasó el día haciendo comprobaciones, exigiendo explicaciones. Schneider empezó a sudar como si fuera verano y Paul Chabord no paraba de sonarse. Sólo el brigada Tournier siguió dando un taconazo cada vez que el representante del ministerio se dirigía a él. El gesto se había incorporado a sus genes, ya no significaba nada.

Todos miraban constantemente a Lucien Dupré, que por su parte veía alejarse sus escasas perspectivas de conseguir un aumento.

Para las relaciones, los listados y los inventarios, el funcionario no quiso ayuda de nadie. Hizo innumerables desplazamientos hasta el hangar de los ataúdes, los almacenes y las mismas fosas.

Luego, volvió junto a los féretros.

De lejos, lo veían acercarse, irse, volver sobre sus pasos, rascarse la cabeza, mirar a diestro y siniestro, como si buscara la clave de un problema aritmético. Ponía de los nervios: aquella actitud amenazadora, aquel tipo, que no decía una palabra…

Al final, la dijo.

—¡Dupré!

Todos supieron que se acercaba la hora de la verdad. Dupré cerró los ojos. El capitán Pradelle le había dicho: «Que vea cómo se trabaja, que inspeccione, que haga todos los comentarios que quiera. A nosotros nos la trae floja, ¿entendido? Pero respecto a los ataúdes… póngamelos a buen recaudo, ¿eh? Cuento con usted ¿no, Dupré?»

Y eso había hecho: los féretros habían emigrado al depósito municipal. Dos días de trabajo… Pero el representante del ministerio, tuviera la pinta que tuviera, sabía sumar, restar, comparar los datos… La cosa había caído por su propio peso.

—Me faltan ataúdes —anunció Merlin—. A decir verdad, me faltan muchos y me gustaría saber dónde los ha metido.

Y todo por aquel perro sarnoso, que iba a papear de vez en cuando y que, mira por dónde, justo ese día tenía que estar allí. Hasta entonces le habían tirado piedras, pero deberían habérselo cargado. Ya ves a donde te lleva ser humano.

Al final del día, a la hora en que el cementerio ya muy silencioso, tenso, se vació de personal, Merlin, de vuelta del depósito municipal, se limitó a decir que aún tenía cosas que hacer, que dormiría en la caseta del registro civil, que no se preocuparan. Y echó a andar de nuevo hacia los senderos con sus largas zancadas de viejo decidido.

Antes de correr a telefonear al capitán Pradelle, Dupré se volvió una última vez.

A lo lejos, libro de registro en mano, Merlin acababa de detenerse ante un emplazamiento al norte del cementerio. Se quitó al fin la chaqueta, cerró el libro, que envolvió en ella y que dejó en el suelo, y cogió una pala que bajo el peso de su enorme y embarrado zapato se hundió en la tierra hasta la guarnición.