LABOURDIN posó las palmas sobre el escritorio con la misma satisfacción con que las posaba en la mesa cuando llegaba tarta de crema helada. Y no es que la señorita Raymond tuviera nada de frío. Pero la comparación con el dorado merengue no estaba tan fuera de lugar. Era una rubia de bote tirando a pelirroja, con la tez muy blanca y la cabeza un poco ovalada. Cuando entraba y veía a su jefe en esa postura, la señorita Raymond esbozaba una mueca entre remilgada y fatalista. En cuanto llegaba junto a él, el alcalde deslizaba la mano derecha bajo su falda con una rapidez increíble para un hombre de su corpulencia y una habilidad que no se le conocía en ningún otro terreno. Entonces, ella efectuaba un rápido movimiento de caderas, pero en esas lides Labourdin estaba dotado de una intuición rayana en la adivinación. Fuera cual fuera la finta, el alcalde siempre conseguía sus fines. Resignada, la señorita Raymond se contoneaba rápidamente, dejaba el portafirmas y al salir se limitaba a soltar un bufido hastiado. Los risibles y patéticos obstáculos que intentaba oponer a esa práctica (vestidos o faldas cada vez más ceñidos) no hacían más que aumentar el placer de Labourdin. Aunque era una secretaria tirando a regular en cuestiones de estenografía y ortografía, su paciencia compensaba sus limitaciones ampliamente.
Labourdin abrió la carpeta y chasqueó la lengua: el señor Péricourt estaría contento.
Era una fantástica orden que sacaba «a concurso el proyecto de construcción de un monumento a los caídos en la guerra de 1914, entre artistas de nacionalidad francesa».
Del largo documento, el alcalde sólo había redactado una frase. La segunda del primer artículo. Había querido hacerlo personalmente, sin ayuda de nadie. Todas las palabras, bien sopesadas, eran de su cosecha, mayúsculas incluidas. Estaba tan orgulloso que exigió que apareciera escrita en negrita: «El Monumento deberá expresar el doloroso y glorioso Recuerdo de nuestros Victoriosos Caídos». Cadencia perfecta. Nuevo chasquido de la lengua. Volvió a admirarse de su frase y, luego, leyó por encima el resto del documento.
Habían encontrado un sitio estupendo, antaño ocupado por el garaje municipal: cuarenta metros de fachada, treinta de fondo y la posibilidad de acondicionar un jardín alrededor. La orden precisaba que las dimensiones del monumento debían «estar en consonancia con el emplazamiento elegido». Para grabar todos los nombres se necesitaba sitio. La operación estaba casi concluida: un jurado de catorce personas, entre cargos electos, artistas locales, militares, representantes de los excombatientes, familiares, etcétera, todos elegidos con lupa entre gente que debía algún favor al alcalde o confiaba en que se lo hiciera (presidía el comité, con voto decisorio). Aquella iniciativa, altamente artística y patriótica, encabezaría sus logros en el balance de su mandato. Reelección casi asegurada. El calendario estaba fijado, el concurso se publicaría y las obras de nivelación empezarían. El anuncio saldría en los principales periódicos de París y provincias; realmente, era una buena iniciativa, y bien llevada…
No faltaba nada.
Sólo quedaba un espacio en blanco en el artículo 4: «La suma presupuestada para el monumento asciende a…»
Ese mismo espacio en blanco sumió a Péricourt en una profunda reflexión. Quería algo bonito, pero no grandioso, y según la información de que disponía para un monumento de esas características, los precios oscilaban entre los sesenta mil y los ciento veinte mil francos. Algunos artistas prestigiosos pedían hasta ciento cincuenta o incluso ciento ochenta mil francos. Con semejante abanico, ¿qué tope fijar? No era un problema de dinero, sino de justa medida. Debía pensarlo bien. Su mirada se posó en su hijo. Hacía un mes, Madeleine había enmarcado una foto de Édouard para él y se la había puesto en la repisa de su chimenea. Tenía más, pero había elegido aquélla porque le parecía «una cosa intermedia», ni demasiado moderada ni demasiado provocadora. Aceptable. Últimamente su padre la tenía preocupada e, intranquila ante el sesgo que estaban tomando las cosas, actuaba con pies de plomo a base de pequeños detalles, un día el cuaderno de esbozos, otro la foto.
Péricourt había aguardado dos días antes de acercar la fotografía poniéndola en una esquina del escritorio. No quiso preguntarle a Madeleine de cuándo era ni dónde se la habían sacado: se suponía que un padre tenía que saberlo. Según él, Édouard contaba catorce años, así que la foto debía de ser de 1909. Su hijo posaba ante una barandilla de madera. El sitio no se veía bien, pero parecía la terraza de un chalet, lo mandaban a esquiar todos los inviernos. No recordaba el lugar exacto, pero siempre era la misma estación de los Alpes septentrionales, o quizá meridionales. Bueno, de los Alpes. Édouard llevaba un jersey, tenía los ojos entornados por el sol y una enorme sonrisa, como si alguien le hiciera muecas detrás del fotógrafo, lo que hizo sonreír al señor Péricourt. Era un chico guapo y espabilado. Sonreír de ese modo ahora, después de tantos años, le hizo caer en la cuenta de que Édouard y él nunca se habían reído juntos. Se le encogió el corazón. Entonces se le ocurrió darle la vuelta al marco.
En la parte de abajo Madeleine había escrito: «Les Buttes-Chaumont, 1906.»
El señor Péricourt le quitó el capuchón a la pluma y escribió: doscientos mil francos.