NO. MOVÍA el índice como si fuera el limpiaparabrisas de un coche, pero más deprisa. Un «no» firme, tajante. Édouard cerró los ojos. Se lo esperaba. Albert era un apocado, un miedoso. Incluso cuando no había riesgos, tardaba días en tomar una decisión, ¡imagínense para vender monumentos a los caídos y largarse con la pasta!
En opinión de Édouard, la cuestión era saber si Albert acabaría cediendo en un plazo razonable, porque las buenas ideas son mercancías perecederas. Los periódicos que leía con avidez lo dejaban intuir: cuando el mercado estuviera saturado de ofertas de monumentos, muy pronto, cuando todos los artistas, cuando todas las fundiciones se lanzaran a satisfacer esa demanda, sería demasiado tarde.
Era entonces o nunca.
Para Albert, nunca. Movimiento de índice. No.
Pese a ello, Édouard había proseguido trabajando con tesón.
Su catálogo de obras conmemorativas iba sumando modelo tras modelo. Acababa de parir una ¡Victoria! muy lograda, inspirada en la de Samotracia, pero con casco de soldado. Causaría furor. Y como siempre estaba solo hasta que llegaba Louise, al final de la tarde, tenía tiempo de sobra para reflexionar, para tratar de responder a todas las cuestiones que se le planteaban, para pulir el proyecto, que —debía admitirlo— no era sencillo. Mucho menos de lo que imaginaba: intentaba solucionar las dificultades una a una, pero surgían otras nuevas. Pese a los obstáculos, su fe era inquebrantable. Según él, el plan no podía fallar.
Pero la verdadera y gran novedad era que trabajaba con un entusiasmo inaudito, casi violento.
Le gustaba proyectarse en esa perspectiva, que lo envolvía, lo habitaba, que era su razón de ser. Y a medida que recuperaba su gusto por provocar y su temperamento agitador, volvía a ser él mismo.
Albert se alegraba por su amigo. No había conocido a aquel Édouard, o poco, en las trincheras. Verlo regresar a la vida era una auténtica recompensa. En cuanto a su plan, le parecía tan inviable que apenas le preocupaba. A su modo de ver, era totalmente irrealizable.
Entre los dos se había puesto en marcha una prueba de fuerza en que uno tiraba y el otro no se dejaba arrastrar.
Como suele ocurrir, la que llevaba las de ganar no era la energía, sino la inercia. A Albert le bastaba con decir que no el tiempo suficiente para ganar la partida. Lo más duro para él no era negarse a secundar aquella descabellada idea, sino desilusionar a Édouard, cortar de raíz su recuperado entusiasmo, devolverlo a la vacuidad de su vida, a un futuro sin proyectos.
Debería proponerle otra cosa… Pero ¿qué?
Así que cada noche admiraba con educada indulgencia, aunque con frialdad, los nuevos dibujos que le enseñaba Édouard, sus últimas estelas, sus esculturas más recientes.
—«Tienes que comprender bien la idea…» —escribía Édouard en el cuaderno de conversación—. «¡Cada uno puede fabricarse su propio monumento por sí mismo! Coges una bandera y un soldado, y ya tienes un monumento. Quitas la bandera, la sustituyes por una “Victoria”, ¡y ya tienes otro! Te vuelves creativo sin necesidad de esforzarte ni poseer talento… ¡Esto va a gustar, seguro!»
¡Ay!, se decía Albert, a Édouard podían hacérsele muchos reproches, pero no que no se le ocurrieran cosas. Sobre todo, catastróficas: el cambio de identidad, la imposibilidad de cobrar la pensión del gobierno, la negativa a volver a su casa, donde disponía de todas las comodidades, la rebeldía contra el injerto, la adicción a la morfina y, ahora, el chanchullo de los monumentos a los caídos… Las ideas de su compañero eran una verdadera fuente de problemas.
—Pero ¿te das cuenta de lo que me propones? —le preguntó Albert, plantándose delante de él—. Cometer… ¡un sacrilegio! Robar el dinero de los monumentos a los caídos es como profanar un cementerio, es… ¡un ultraje a la patria! Porque, aunque el Estado ponga un poco de su bolsillo, la mayor parte del dinero procede… ¿de dónde? ¡De las familias de los muertos! De las viudas, los padres, los huérfanos, los compañeros de armas… A tu lado, el famoso asesino Landrú parecerá una hermanita de la caridad. Tendrás a todo el país pisándote los talones, a todo el mundo en contra. Y cuando te cojan, te harán un juicio que será puro trámite, porque la guillotina estará esperándote desde el primer día. Sí, ya sé que estás harto de tu cabeza. En cambio, la mía aún me gusta bastante.
Albert regresó a la cocina refunfuñando, qué proyecto tan descabellado. Pero de repente se volvió con el trapo en la mano. La cara del capitán Pradelle, que lo obsesionaba desde que estuvo en casa de los Péricourt, acababa de aparecérsele por enésima vez. Y se dio cuenta de que su mente llevaba mucho tiempo tramando continuos planes de venganza.
Y de que había llegado la hora.
Estaba más claro que el agua.
—¿Quieres que te diga lo que sí sería moral? ¡Arrancarle el pellejo a ese cabrón de Pradelle! ¡Eso tendríamos que hacer! Porque esta vida que llevamos, lo que hoy somos, todo, ¡se lo debemos a él!
Al parecer, el nuevo enfoque no acababa de convencer a Édouard, que se quedó con la mano suspendida sobre la hoja de papel, perplejo.
—¡Sí, sí! —insistió Albert—. ¿O es que ya te has olvidado de Pradelle? Él no está como nosotros, no, él regresó como un héroe, con medallas y condecoraciones, y cobra la pensión de oficial. Seguro que la guerra le ha proporcionado muchos beneficios…
¿Podía razonablemente ir más lejos? Hacerse la pregunta era contestarla. Ahora acabar con Pradelle le parecía tan urgente… Se lanzó:
—Con sus medallas y méritos, me lo imagino casándose a lo grande… ¡Figúrate, a un héroe como ése se lo rifarán! Seguro que se ha lanzado a los negocios, mientras nosotros estamos aquí, muertos de asco… ¿Te parece eso moral, eh?
Para su sorpresa, Albert no obtuvo de Édouard la adhesión que esperaba. Su compañero enarcó las cejas y volvió a inclinarse sobre la hoja.
—«La culpa es de la guerra» —escribió—. «Sin la guerra, no hay Pradelle que valga.»
Albert casi se atraganta. Estaba decepcionado, claro, pero sobre todo sumamente triste. Había que reconocerlo: el pobre Édouard ya no tenía los pies en el suelo…
Retomaron la conversación en varias ocasiones, pero siempre llegaban a la misma conclusión. Albert soñaba con vengarse en nombre de la moral.
—«Lo has convertido en una cuestión personal» —escribía Édouard.
—¡Pues mira, sí! A mí lo que me ocurre me parece bastante personal. ¿A ti no?
No, a él no. La venganza no satisfacía su ideal de justicia. Echarle la culpa a un solo individuo no le bastaba. Aunque se hubiera restablecido la paz, Édouard estaba en guerra con la guerra y quería hacerla con sus propios medios, es decir, a su estilo. La moral no era lo suyo.
Como puede verse, ambos querían seguir con su propia historia, que tal vez ya no fuera la misma. ¿No deberían escribir cada uno la suya? Cada cual a su manera. Por separado.
Cuando se percataba, Albert prefería pensar en otra cosa. Por ejemplo, en la criadita de los Péricourt, que seguía danzando en su cabeza, qué monada de lengüecilla tenía, Dios mío, o en sus zapatos nuevos, que nunca más se atrevería a ponerse. Preparaba el caldo de verdura y carne de Édouard, que volvía a la carga con su proyecto todas las noches, era muy cabezota. Albert no cedía. Como el argumento moral no había surtido efecto, apelaba a la razón:
—Para montar tu negocio, fíjate bien, habría que fundar una empresa, presentar documentación… ¿Has pensado en eso? Si lanzáramos tu catálogo a los cuatro vientos, no iríamos lejos, te lo digo yo, no tardarían en echarnos el guante. Y entre la detención y la ejecución apenas te daría tiempo a suspirar.
Ningún argumento parecía hacer mella en Édouard.
—¡Necesitaríamos locales, oficinas! —tronaba Albert—. ¿Y quién atendería a los clientes? ¿Tú, con tus máscaras de fantasía?
Tumbado en la otomana, Édouard seguía hojeando sus monumentos, sus esculturas. Sus ejercicios de estilo. No todo el mundo posee el talento suficiente para que le salga bien algo feo.
—¡Y también un teléfono! Y gente para contestar, para escribir cartas… Y una cuenta bancaria, si quieres cobrar…
Édouard no podía evitar sonreír para sus adentros. Albert hablaba con voz temblorosa, como si se tratara de desmontar la torre Eiffel y volver a montarla cien metros más allá. Estaba asustado.
—A ti todo te parece muy fácil… —añadió Albert—. ¡Claro, como no tienes que salir de casa!
Se mordió el labio. Demasiado tarde.
Era verdad, sí, pero a Édouard le dolió. La señora Maillard solía decir: «Mi Albert no tiene mal fondo, al contrario, no hay mejor persona. Sin embargo, no es nada diplomático. Por eso nunca llegará lejos».
Lo único que podía hacer vacilar un poco la obstinada resistencia de Albert era el dinero. La fortuna que prometía Édouard. Era verdad, iba a gastarse mucho dinero. El país era presa de un frenesí conmemorativo en honor de los muertos directamente proporcional a su aversión por los supervivientes. El argumento financiero resultaba tanto más convincente cuanto que era Albert quien manejaba la economía doméstica y sabía cuán duro era ganarse el dinero y qué deprisa se esfumaba. Había que contarlo todo, los cigarrillos, los billetes de metro, la comida… Así que lo que prometía Édouard frotándose las manos, los millones, los coches, los hoteles de lujo…
Las mujeres…
Albert empezaba a ponerse nervioso con ese tema, uno puede apañarse solo un tiempo, pero el amor es otra cosa, al final, acabas cansándote de esperar a que aparezca alguien.
Sin embargo, su miedo a embarcarse en una empresa tan disparatada era mayor que su necesidad de una mujer, bastante acuciante de por sí. Sobrevivir a la guerra para acabar en la cárcel… ¿qué mujer merecía que uno corriera semejante riesgo? Aunque viendo las chicas de las revistas, tenía que reconocer que, en efecto, muchas de ellas parecían merecerlo.
—Piénsalo un poco —le dijo una noche a Édouard—. ¿Tú me ves a mí, que me sobresalto cuando oigo un portazo, lanzándome a algo así?
Al principio Édouard callaba, continuaba con sus dibujos dejando que el proyecto siguiera su curso; pero era consciente de que el tiempo no arreglaba nada, al contrario, cuando más hablaban del asunto, más razones encontraba Albert para oponerse.
—Y además, aunque vendiéramos tus monumentos imaginarios y los ayuntamientos nos pagaran un adelanto, ¿qué ganaríamos? Doscientos francos hoy, doscientos mañana… ¡Un pastón, ¿eh?! ¿Arriesgarse tanto para juntar trescientos francos y pico? ¡No, gracias! Para fugarse con una fortuna todo el dinero tendría que llegar a la vez. ¡Es imposible, tu plan no funciona!
Tenía razón. Tarde o temprano los compradores acabarían dándose cuenta de que detrás de aquello había una empresa fantasma, y ellos tendrían que largarse con lo que hubiera, que no sería mucho. Pero a fuerza de pensar en ello, Édouard había encontrado una solución. A su modo de ver, perfecta.
El próximo 11 de noviembre, en París, Francia…
Esa noche, al volver de los bulevares, Albert se había encontrado una canasta con frutas en la acera. Estaba quitándoles los trozos estropeados para hacer zumo, pues el caldo de carne diario acababa cansando, y él no tenía mucha imaginación, aunque Édouard se comía lo que le daban, para eso no era nada difícil.
Albert se secó las manos en el delantal y se inclinó sobre la hoja de papel, pero como desde que había vuelto de la guerra cada vez veía menos —de habérselo podido permitir, habría encargado unas gafas—, tuvo que acercarse más:
El 11 de noviembre, en París, Francia inaugurará la tumba al «soldado desconocido». ¡Participe usted también en esta celebración y convierta este noble gesto en una gran comunión nacional, erigiendo ese mismo día un monumento en su propia ciudad!
Todos los pedidos podrían llegar antes de final de año… concluyo Édouard.
Albert negó con la cabeza, apesadumbrado. Estás completamente loco. Y volvió a su zumo de frutas.
Durante sus interminables discusiones sobre el tema, Édouard hizo notar a Albert que con el producto de las ventas podrían marcharse a las colonias. Invertir en negocios. Esa noche le mostró fotos recortadas de revistas y postales que le había traído Louise, vistas de la Cochinchina, explotaciones forestales con colonos tocados con casco, triunfales, rollizos como monjes, sonriendo con suficiencia junto a nativos cargados de maderos. Coches europeos atravesaban los soleados valles de Guinea con mujeres cuyos blancos fulares se agitaban al viento. Y los ríos del Camerún, y los jardines de Tonquín, donde las exuberantes plantas rebosaban de los jarrones de cerámica, y los Transportes Fluviales de Saigón, en los que ondeaban las enseñas de los colonos franceses, y el magnífico palacio del gobernador, la plaza del Teatro fotografiada en el crepúsculo, hombres con esmoquin y mujeres con largos vestidos de noche, fumando con boquilla, los cócteles fríos, las orquestas, casi se oía la música, allí la vida parecía fácil y fáciles los negocios, las fortunas se amasaban enseguida, lo propio de las regiones tropicales. Albert fingía mirarlas con interés meramente turístico, pero se entretenía un poco más de lo necesario en las fotografías del mercado de Conakry, por el que esbeltas y esculturales muchachas negras con los pechos al aire deambulaban con una indolencia increíblemente sensual. Volvió a secarse las manos y regresó a la cocina.
De repente, se detuvo.
—Y para imprimir el catálogo y enviarlo a centenares de pueblos y ciudades, ¿con qué dinero cuentas, a ver?
Édouard había encontrado réplica a muchas objeciones, pero a ésa nunca. Para remachar el clavo, Albert fue a buscar su cartera, extendió el dinero sobre el hule y lo contó.
—Yo puedo adelantarte once francos con setenta y tres. ¿Tú cuánto tienes?
Era cobarde, cruel, inútil y ofensivo. Édouard no poseía nada. Albert no se aprovechó de la ventaja, guardó el dinero y siguió con la manduca. No volvieron a dirigirse la palabra en toda la noche.
Llegó el día en que a Édouard se le acabaron los argumentos y no había convencido a su compañero.
Era que no. Albert no cedería.
Había pasado el tiempo, el catálogo estaba casi acabado, sólo necesitaba los últimos retoques para imprimirlo y enviarlo. Pero faltaba todo lo demás, la organización, un trabajo ingente, y sin un céntimo en el bolsillo…
¿Qué le quedaba a Édouard de todo aquello? Una serie de dibujos inútiles. Se hundió. Esta vez no hubo lágrimas, ni malhumor ni malas caras. Se sentía insultado. Ninguneado por un insignificante contable en nombre del sacrosanto realismo. La eterna lucha entre artistas y burgueses se repetía; era, por razones no muy distintas, la misma guerra que perdió frente a su padre. Un artista es un soñador y, en consecuencia, un inútil. Édouard creía oír frases parecidas tras las palabras de Albert. Tanto ante el uno como ante el otro se sentía rebajado a la categoría de mantenido, de individuo improductivo dedicado a actividades fútiles. Se había mostrado paciente, didáctico, dialogante, pero había fracasado. Lo separaba de Albert, no un desacuerdo, sino una mentalidad. Su compañero le parecía mediocre, mezquino, carente de nervio, ambición y fantasía.
Albert Maillard no era más que una variante de Marcel Péricourt. Era como su padre, pero sin dinero. Aquellos dos hombres cargados de certezas anulaban lo más vivo que había en él, lo mataban.
Édouard aulló, Albert resistió. Se pelearon.
Édouard pegó un puñetazo en la mesa fulminando a Albert con la mirada y soltando roncos y amenazadores rugidos.
Albert bramó que había ido a la guerra, pero no pensaba ir a la cárcel.
Édouard volcó la otomana, que no sobrevivió a la agresión. Albert se precipitó sobre ella, le tenía cariño, ¡era lo único un poco bonito en la casa! Édouard lanzaba gritos rabiosos de una potencia inaudita, los chorros de saliva salían disparados de su garganta al aire, fluían desde el estómago como de un volcán en erupción.
Albert recogió los restos de la otomana diciendo que Édouard podía destrozar la casa que nada cambiaría, que ninguno de los dos valía para esos chanchullos.
Édouard siguió aullando y renqueando a zancadas por la habitación, rompió el cristal de una ventana de un codazo, amenazó con estampar contra el suelo la poca vajilla que tenían… Albert se abalanzó sobre su compañero, lo agarró por la cintura y rodó con él por el suelo.
Habían empezado a odiarse.
Fuera de sí, Albert le propinó un violento golpe en la sien a Édouard, que de una coz en el pecho lo lanzó contra la pared, donde estuvo a punto de perder el conocimiento. Se pusieron de pie frente a frente casi a la vez: Édouard abofeteó a Albert, que le respondió con un puñetazo. En pleno rostro.
Pero su oponente era Édouard.
El puño de Albert se hundió en el agujero de su cara.
Casi hasta la muñeca.
Y quedó atascado.
Despavorido, Albert miró su puño sepultado en la cara de su compañero. Como si le hubiera atravesado la cabeza de parte a parte. Y encima de su puño, la estupefacta mirada de Édouard.
Permanecieron así varios segundos, paralizados.
De pronto oyeron un grito. Se volvieron hacia la puerta como un solo hombre. Tapándose la boca con la mano, Louise los miraba llorando. Salió huyendo.
Se separaron sin saber qué decir. Resollaban trabajosamente. Hubo un largo instante de culpable incomodidad.
Comprendieron que todo se había acabado.
Su historia común nunca podría superar aquel puño hundido en aquel rostro como si acabara de reventarlo. El gesto, la sensación, la monstruosa intimidad, todo era desmesurado, escalofriante.
Su rabia no era idéntica. O no se expresaba de igual modo.
A la mañana siguiente, Édouard se puso a hacer la maleta. El petate. Sólo cogió la ropa, nada más. Albert se fue a trabajar sin saber qué decir. Lo último que vio de Édouard fue su espalda, mientras llenaba el petate muy despacio, como alguien que no se decide a marcharse.
Albert se pasó el día recorriendo el bulevar con sus anuncios y rumiando tristes ideas.
Por la noche, sólo una línea: «Gracias por todo.»
La casa le pareció vacía, como su vida tras la marcha de Cécile. Sabía que de todo se recupera uno, pero desde que había ganado la guerra, tenía la sensación de perderla un poco más cada día.