21

AÚN no eran las siete de la mañana y hacía un frío del demonio. Por suerte no helaba desde finales de enero —si no, habría habido que llevar pico, que estaba rigurosamente prohibido por el reglamento—, pero el viento era gélido, húmedo, constante, casi hacía pensar que no merecía la pena haber acabado con la guerra para tener inviernos así.

Henri no quería estar de plantón, prefería quedarse en el coche. Lo que tampoco mejoraba mucho, porque en aquel automóvil se estaba caliente de cintura para arriba o para abajo, nunca entero. De todas formas, en esos momentos lo molestaba todo, nada le parecía bien. Con la energía que ponía en sus asuntos, tenía derecho a un poco de paz, ¿no? Pero ¡qué va!, siempre había algún problema, algún imprevisto, tenía que estar en todas partes a la vez. Así de simple, debía hacerlo todo él. Si no estaba encima de Dupré a cualquier hora…

Evidentemente, eso no era del todo justo, y Henri lo sabía, Dupré se desvivía, era muy trabajador y ponía mucho interés. Debería calcular lo que rinde ese tipo, eso me tranquilizaría, pensaba Henri. Pero el caso es que estaba enfadado con todo el mundo.

También era por el cansancio, habían tenido que salir en plena noche, y aquella chica judía le chupaba tanta energía… Y sabe Dios que no le gustaban los judíos —los Aulnay-Pradelle eran anti judíos desde la Edad Media—, pero sus hijas… ¡qué guarras tan maravillosas, cuando querían!

Se arrebujó nerviosamente en el abrigo y miró a Dupré, que estaba llamando a la puerta de la prefectura.

El conserje acababa de vestirse. Dupré le daba explicaciones señalando el coche, y el conserje se inclinaba y miraba poniéndose la mano a modo de visera como si hiciera mucho sol. Estaba al tanto. Una noticia no necesitaba ni una hora para pasar del cementerio militar a la prefectura. Las luces de los despachos se encendieron una tras otra, la puerta volvió a abrirse, Pradelle salió al fin del Hispano, cruzó rápidamente el porche y agitando de forma perentoria un brazo dejó atrás al conserje, que se disponía a indicarle el camino, tranquilo, me lo sé, ésta es como mi casa.

El prefecto, por su parte, no lo veía igual. Gaston Plerzec. Llevaba cuarenta años diciéndole a la gente que no, no era bretón. No había pegado ojo en toda la noche. Durante horas, en su mente los cadáveres de los soldados se mezclaban con los chinos, los ataúdes andaban solos, algunos aún exhibían una sonrisa sardónica. Eligió una pose favorecedora, que en su opinión traslucía la importancia de su cargo: ante la chimenea, con un brazo en la repisa, la otra mano en un bolsillo de la chaqueta y la barbilla alzada, porque la barbilla, cuando eres prefecto, es muy importante.

A Pradelle, el prefecto, su chimenea y su barbilla le traían sin cuidado. Entró sin fijarse en la pose, incluso sin saludar, y se desplomó en el sillón reservado a las visitas.

—Bueno, ¿a qué viene esa gilipollez? —le soltó a Plerzec, que se quedó petrificado.

Ambos se habían visto dos veces, durante la reunión técnica, al comienzo del programa gubernamental, y luego en la inauguración de las obras, con el discurso del alcalde, el momento de recogimiento… Henri no veía la hora de marcharse, ¡como si no tuviera nada mejor que hacer! El prefecto sabía —¿y quién no?— que el señor d’Aulnay-Pradelle era yerno de Marcel Péricourt, que era compañero de promoción y amigo íntimo del ministro del Interior. El presidente de la República en persona había asistido a la boda de su hija. Plerzec no se atrevía ni a imaginar la maraña de amistades y relaciones que rodeaba aquel asunto. Justo eso no le había dejado dormir, la cantidad de gente importante que debía de haber detrás de tanto incordio y la capacidad de presión que suponían. Su carrera parecía una brizna de paja amenazada por una chispa. Los ataúdes procedentes de toda la región habían empezado a converger hacia la futura necrópolis de Dampierre apenas hacía unas semanas, pero al ver sobre el terreno cómo se realizaban las inhumaciones, el prefecto Plerzec se había preocupado de inmediato. Al surgir los primeros problemas, quiso curarse en salud, una reacción instintiva. Ahora algo le decía que quizá se hubiera dejado llevar por el pánico.

Circulaban en silencio.

Pradelle, al volante, se preguntaba si no habría sido demasiado codicioso. La madre que los…

El prefecto tosió, el coche pasó sobre un bache y Plerzec dio con la cabeza contra el techo, pero nadie le prestó atención. Detrás, Dupré, que también se había dado muchos cabezazos, ya sabía cómo ponerse, con las rodillas separadas, una mano aquí y otra allá. El jefe corría como un loco.

El alcalde, avisado por teléfono por el conserje de la prefectura, los esperaba ante la verja del futuro cementerio militar de Dampierre con un libro de registro bajo el brazo. No sería una necrópolis demasiado grande, novecientas tumbas. Nadie entendía con qué criterio elegía el ministerio los emplazamientos.

Pradelle observó al alcalde de lejos: parecía un notario jubilado o un maestro de escuela, eran los peores. Gente picajosa que se tomaba muy en serio su cargo, sus prerrogativas. Apostó a que era notario, los maestros estaban más flacos.

Aparcó, bajó del coche con el prefecto al lado y todos se estrecharon las manos sin decir nada; el asunto era serio.

Empujaron la verja provisional. Ante ellos se extendía un inmenso campo aplanado, pedregoso y yermo donde habían trazado a cordel líneas rigurosamente rectas, perpendiculares. Marciales. Sólo estaban acabados los senderos más alejados, poco a poco el cementerio iba cubriéndose de tumbas y cruces, como una sábana que se despliega. Cerca de la entrada había unas casetas que servían de oficinas administrativas y palés con decenas de cruces blancas. Un poco más lejos, en un hangar, se apilaban en torno a un centenar de ataúdes cubiertos con lonas del ejército. Por lo general, la llegada de las cajas se producía al ritmo de las inhumaciones; si había tantas por anticipado, señal de que llevaban retraso. Pradelle se volvió y miró a Dupré, que confirmó que, en efecto, adelantados no iban. Razón de más para acelerar las cosas, se dijo Henri, y alargó la zancada.

No tardaría en amanecer. No había un árbol en kilómetros a la redonda. El cementerio parecía un campo de batalla. El grupo avanzaba siguiendo al alcalde, que mascullaba «E trece, a ver, la E trece…». Sabía muy bien dónde estaba la dichosa tumba, el día anterior se había pasado cerca de una hora junto a ella, pero ir directo, sin buscar, le parecía un insulto a su escrupulosidad.

Por fin se detuvieron ante una tumba recién abierta. Bajo una fina capa de tierra, se veía el extremo inferior de un ataúd, un poco alzado para permitir leer la inscripción: ERNEST BLANCHETCABO-133º RI - MUERTO POR FRANCIA EL 4 DE SEPTIEMBRE DE 1917.

—¿Y bien? —preguntó Pradelle.

El prefecto señaló el libro de registro que el alcalde tenía abierto ante sí, como un grimorio o una Biblia.

—«Emplazamiento E trece —leyó solemne—. Simon Perlatte-Soldado de segunda-Sexto Ejército-Muerto por Francia el 16 de junio de 1917.» —Cerró el libro de golpe, haciéndolo restallar.

Pradelle frunció el ceño. Le entraron ganas de repetir la pregunta: ¿Y bien? Pero dejó reposar la información. Así que el prefecto retomó la palabra, en el reparto de poderes entre la ciudad y la provincia, le correspondía el honor de dar el golpe de gracia.

—Sus hombres han mezclado ataúdes y emplazamientos.

Pradelle se volvió hacia él, interrogativo.

—El trabajo lo hacen sus chinos —añadió el prefecto—. Por lo visto, no buscan el sitio correcto… Meten los ataúdes en el primer agujero que encuentran.

Esta vez, Henri se volvió hacia Dupré.

—¿Por qué hacen eso los gilipollas de los chinos?

—No saben leer, señor d’Aulnay-Pradelle —se adelantó el prefecto al gerente—. Para realizar este trabajo, ha contratado usted a gente que no sabe leer.

Por un instante, Henri perdió el aplomo.

—¿Y qué cojones importa eso, maldita sea? —espetó enseguida—. ¿Es que cuando los familiares vienen a rezar cavan la tumba para asegurarse de que el muerto sea suyo?

Todos se quedaron de piedra. Salvo Dupré, que conocía a su jefe: ¡cuántos fuegos le había visto apagar en los cuatro meses que llevaban con aquel asunto, y mucho peores que aquél! Era un trabajo en que surgían montones de casos particulares; para estar en todo, habría habido que contratar gente, pero el jefe se negaba, tendrán que apañárselas, decía, ya son bastantes, y además está usted, ¿no, Dupré? ¿Puedo confiar en usted, sí o no? Así que, que ahora hubiera un muerto donde le tocaba estar a otro no le sorprendía mucho.

Sin embargo, el alcalde y el prefecto estaban indignados.

—¡Espere, espere, espere…! —decía el alcalde—. Nosotros tenemos responsabilidades, caballero. ¡Ésta es una tarea sagrada!

A las primeras de cambio, las grandes frases. Estaba claro con quién se las veían.

—Sí, por supuesto —respondió Pradelle en tono más conciliador—. Es una tarea sagrada, sin duda. Pero, bueno, ya saben ustedes lo que es…

—¡Sí, caballero! ¡Claro que sí, figúrese si lo sé! ¡Un insulto a nuestros caídos, eso es! De forma que voy a paralizar las obras.

El prefecto se alegraba de haber avisado al ministerio por telegrama. Tenía las espaldas cubiertas. ¡Uf!

Pradelle se quedó pensando.

—Bien —dijo al fin.

El alcalde suspiró. No esperaba una victoria tan fácil.

—Mandaré abrir todas las tumbas —anunció con voz fuerte, perentoria—. Para comprobarlas.

—De acuerdo —convino Pradelle.

El prefecto Plerzec dejó que se las apañara el alcalde, porque Aulnay-Pradelle en plan conciliador lo desconcertaba. En sus dos encuentros anteriores, le había parecido expeditivo y altanero, en absoluto el hombre razonable de ese día.

—Bien —repitió Pradelle arrebujándose en el abrigo. Parecía comprender la postura del alcalde y estaba dispuesto a hacer de tripas corazón—. Entendido, ordene abrir las tumbas.

El capitán hizo ademán de marcharse; pero de pronto se detuvo, como si quisiera solucionar un último detalle:

—Por supuesto, nos avisarán en cuanto podamos volver al trabajo, ¿verdad? Y usted, Dupré, haga el favor de enviar a los chinos a Chazières-Malmont, donde llevan retraso. En el fondo, no hay mal que por bien no venga.

—¡Oiga, espere! —aulló el alcalde—. ¡Las tumbas tienen que abrirlas su gente!

—¡No, no! —replicó Pradelle—. Mis chinos entierran. Les pagan para eso. A mí no me importa que desentierren, ¡que quede claro! Yo facturo al gobierno por unidad… Pero tendré que facturar tres veces. La primera, por enterrar, la segunda, por desenterrar, y la tercera, por volver a enterrar cuando hayan decidido ustedes cuál es la tumba correcta para cada muerto.

—¡De eso nada! —gritó el prefecto.

Al fin y al cabo, era quien firmaba las actas, quien rendía cuenta de los gastos, quien gestionaba el presupuesto establecido por el Estado y quien, en caso de excederlo, se llevaría una buena. Ya lo habían trasladado allí a consecuencia de un error administrativo (un problema con la amante de un ministro, que la había tomado con él; el asunto se había complicado; moraleja: transferido a Dampierre una semana después), así que esta vez no, gracias, no le apetecía nada acabar su carrera en las colonias, era asmático.

—¡No podrá facturarse tres veces, ni hablar! —añadió.

—Aclárense entre ustedes —dijo Pradelle—. Yo necesito saber qué hago con mis chinos. ¿Trabajan o se van?

El alcalde estaba descompuesto.

—¡En fin, señores!

Hizo un amplio ademán para indicar la extensión del cementerio, sobre el que se había alzado el sol. Era siniestra aquella inmensa explanada sin hierba, sin árboles, sin límites, bajo un cielo lechoso, con aquel frío, aquellos taludes de tierra, que la lluvia aplanaría, aquellas palas, aquí y allá, aquellas carretillas… Un espectáculo muy triste. El alcalde había vuelto a abrir el libro de registro.

—En fin, señores… —repitió—. Ya hemos enterrado a ciento quince soldados… —Alzó la cabeza, anonadado por la constatación—. ¡Y ahora resulta que no tenemos ni idea de quién es quién!

El prefecto se preguntó si el alcalde iba a echarse a llorar, sólo les faltaba eso.

—Estos muchachos murieron por Francia —añadió el alcalde—. ¡Les debemos respeto!

—¿Ah, sí? —le preguntó Henri—. ¿Les deben respeto?

—Por supuesto, y…

—Entonces, explíqueme por qué permite que unos analfabetos los entierren de cualquier manera en el cementerio de su municipio desde hace casi dos meses.

—¡Quien los entierra a la buena de Dios no soy yo, sino sus chi… sus hombres!

—Pero la autoridad militar delegó en usted la tenencia de esos libros de registro, ¿no?

—¡Todos los días viene un empleado del ayuntamiento! Pero ¡no puede pasarse aquí todo el santo día!

El alcalde se volvió hacia el prefecto y le lanzó una mirada de náufrago.

Silencio.

Todos se pasaban la pelota. El alcalde, el prefecto, las autoridades militares, los funcionarios del registro civil, el Ministerio de Pensiones… Desde luego, por intermediarios no sería…

Estaba claro que si empezaban a pedir responsabilidades nadie se libraría. Bueno, sí, los chinos. Porque no sabían leer.

—Escuchen —dijo al fin Pradelle—. A partir de ahora, iremos con más cuidado, ¿verdad, Dupré?

Éste asintió. El alcalde estaba consternado. Tendría que hacer la vista gorda, dejar en la tumbas nombres que no se correspondían con los soldados enterrados en ellas a sabiendas y cargar solo con el secreto. Aquel cementerio se convertiría en su pesadilla. Pradelle miró al alcalde y luego al prefecto.

—Sugiero que no aireemos este pequeño incidente —murmuró en tono confidencial.

El prefecto tragó saliva. Seguramente, el telegrama que había mandado al ministerio ya era como una petición de traslado a las colonias. Pradelle extendió el brazo y lo pasó sobre los hombros del desconcertado alcalde.

—Lo importante para los familiares es tener un sitio para ellos, ¿no le parece? —le preguntó—. Y de todas formas, sus hijos están aquí, ¿verdad? ¡Eso es lo que realmente importa, créanme!

Arreglado el asunto, Pradelle se subió al coche y cerró de un portazo, pero no estaba tan enfadado como otras veces. Incluso arrancó bastante despacio.

Dupré y él contemplaron el paisaje largo rato sin hablar.

Una vez más habían salido bien librados, pero los incidentes se multiplicaban por todas partes: empezaban a entrarles dudas, a cada uno a su nivel.

—Vamos a apretarles las tuercas a esos chinos, ¿eh, Dupré? Cuento con usted, ¿verdad?