19

BUENAS tardes, caballero.

El señor Péricourt era más bajo de lo que Albert esperaba. A veces te imaginas a los poderosos altos y te llevas la sorpresa de que sean normales. Bueno, normales no son, Albert ya se daba cuenta. El señor Péricourt tenía un modo de atravesarte con la mirada, de mantener la mano en la tuya una décima de segundo más de lo necesario, incluso de sonreír… En eso no había nada normal, aquel hombre debía de ser de acero, con una seguridad fuera de lo común, entre individuos así se recluta a los responsables del mundo, son ellos quienes deciden las guerras. Se asustó, ¿cómo conseguiría mentirle a semejante hombre? También miraba la puerta del salón, esperando ver aparecer al capitán Pradelle en cualquier momento…

Muy amable, el señor Péricourt señaló un sillón. Ya estaban instalados. Como si bastara un parpadeo, el servicio apareció de inmediato, hicieron rodar un mueble bar hasta ellos y les trajeron cosas de comer. Entre los criados, estaba la guapa doncellita. Albert intentó no mirarla, Péricourt lo observaba con curiosidad.

Albert seguía sin saber por qué no quería Édouard volver a su casa, aunque debía de tener razones muy poderosas; al conocer a Péricourt, empezó a comprender confusamente que se pudiera tener la necesidad de sustraerse a la presencia de un hombre como aquél. Era un individuo duro del que no cabía esperar nada, hecho de un material muy especial, como las granadas, los obuses y las bombas, capaz de matarte de una sola explosión sin apenas darse cuenta. Las piernas de Albert hablaron en su lugar: querían levantarse.

—¿Qué desea tomar, señor Maillard? —le preguntó de pronto Madeleine con una amplia sonrisa.

Se quedó clavado en el asiento. ¿Qué tomaba? No lo sabía. En las grandes ocasiones y cuando podía permitírselo, bebía calvados, un aguardiente vulgar que no se pide en casa de gente rica. Pero dadas las circunstancias, no tenía la menor idea de con qué sustituirlo.

—¿Qué le parece una copa de champán? —le propuso ella para ayudarle.

—Claro… —murmuró Albert, que odiaba las burbujas.

Una señal, un largo silencio, luego apareció el mayordomo con la cubitera y se celebró la ceremonia del tapón, artísticamente retenido. Impaciente, Péricourt hizo un gesto, vamos, vamos, sirva, que no tenemos toda la noche.

—Así que conocía bien a mi hijo… —dijo al fin, inclinándose hacia Albert.

Albert comprendió al instante que aquél sería el programa de la velada, y nada más. El señor Péricourt lo interrogaría sobre la muerte de su hijo en presencia de su hija. Pradelle no formaría parte del espectáculo. Un asunto familiar. Se sintió aliviado. Miró la mesa y su burbujeante copa de champán. ¿Por dónde empezaba? ¿Qué decía? Mira que lo había pensado, pero no encontraba la primera palabra.

—A mi hijo… Édouard… —creyó necesario añadir Péricourt, extrañado.

De pronto se preguntó si aquel joven lo habría conocido de verdad. ¿Había escrito la carta él mismo? A saber cómo se hacían las cosas allá, puede que eligieran a alguien al azar para redactar las cartas a los familiares de los compañeros, a día por cabeza, repitiendo siempre las mismas fórmulas, o casi.

Pero la respuesta brotó sincera:

—¡Sí, sí, señor Péricourt! Puedo decir que traté bastante a su hijo.

Lo que Péricourt quería saber sobre la muerte de su hijo dejó de tener demasiada importancia enseguida. Era más importante lo que contaba aquel excombatiente, porque hablaba de un Édouard vivo. Un Édouard en el barro, en la cola de la sopa, en el reparto de cigarrillos, en las partidas nocturnas de cartas, Édouard sentado, un poco aparte, inclinado sobre su cuaderno, dibujando en la penumbra… Albert describía al Édouard que había imaginado más que a aquel con quien se había cruzado en la trinchera, pero al que no había tratado.

Para Péricourt no era tan doloroso como había imaginado, aquellas imágenes casi lo reconfortaban. No pudo evitar sonreír, hacía siglos que Madeleine no lo veía sonreír así, con sinceridad.

—Si me permite decirlo —explicó Albert—, le gustaba mucho gastar bromas…

Envalentonado, siguió contando. Y el día que, y aquel otro que, y también recuerdo… No era difícil, cuanto le venía a la cabeza respecto a este o aquel de sus compañeros lo atribuía a Édouard, siempre que lo dejara en buen lugar.

Por su parte, Péricourt descubría a su hijo, estaban contándole cosas asombrosas (¿De verdad dijo eso? ¡Como se lo cuento, señor Péricourt!), pero nada lo sorprendía, porque se había hecho a la idea de que en el fondo nunca había conocido a Édouard, podían contarle lo que fuera. Historias tontas, de cantina, del jabón de afeitar, ocurrencias de colegiales, bromas cuarteleras, pero Albert, que por fin había encontrado una vía, la había tomado con decisión, casi con gusto. Aquellas anécdotas provocaron momentos de hilaridad. Péricourt tuvo que enjugarse las lágrimas. Animado por el champán, Albert siguió hablando sin darse cuenta de que el relato se deslizaba, se deslizaba constantemente, pasaba de las bromas del cuerpo de guardia a los pies helados, de las partidas de cartas a las ratas grandes como conejos y al hedor de los cuerpos que las ambulancias no podían recoger, con el que también bromeaban.

—Figúrese que un día su hijo Édouard va y dice…

Albert, demasiado apasionado, demasiado verídico, estaba a punto de excederse, de hacer más de lo necesario, de malograr el retrato de aquella mezcla de compañeros a la que llamaba Édouard, pero por suerte tenía al señor Péricourt justo enfrente, y aquel hombre, incluso cuando sonreía, cuando reía, parecía una fiera, con aquellos ojos grises, como para enfriar el entusiasmo de cualquiera.

—¿Y cómo murió?

La pregunta sonó como la cuchilla de una guillotina. Albert se quedó con la boca abierta. Madeleine estaba vuelta hacia él, natural y encantadora.

—Una bala, señor Péricourt, en el ataque a la cota ciento trece…

Albert se interrumpió, comprendiendo que aquella precisión, «la cota 113», bastaba por sí sola. Tuvo distinta resonancia para cada uno de ellos. Madeleine se acordó de las explicaciones que le había dado el teniente Pradelle cuando se conocieron en el Centro de Desmovilización, mientras ella sostenía la carta que comunicaba la muerte de su hermano. Péricourt no pudo evitar pensar, una vez más, que aquella cota 113 le había costado la vida a su hijo y valido la cruz de guerra a su futuro yerno. Para Albert, fue una sucesión de imágenes, el agujero del obús, Pradelle que corre a toda velocidad hacia él…

—Una bala, señor Péricourt —repitió con toda la convicción de la que fue capaz—. Corríamos al asalto de la cota ciento trece… Su hijo era de los más valientes, ¿sabe? Y…

Péricourt se inclinó ligeramente hacia él. Albert calló. Madeleine también se inclinó, intrigada, solícita, como para ayudarle a encontrar las palabras. Y es que hasta ese momento Albert no se había fijado de verdad, pero de pronto descubrió, intacta, con una exactitud increíble, la mirada de Édouard en los ojos de su padre.

Resistió unos instantes y luego se echó a llorar.

Lloró con las manos en la cara, balbuciendo disculpas, era un dolor muy intenso, no había sentido un desamparo igual ni al perder a Cécile. En aquella pena se juntaban el final de la guerra y el peso de su soledad.

Madeleine le tendió su pañuelo, Albert siguió disculpándose y llorando, hasta que se hizo el silencio, y cada uno se quedó a solas con su dolor.

Al fin Albert se sonó ruidosamente.

—Lo siento…

La velada, que apenas había comenzado, acababa de terminar con aquel instante de verdad. ¿Qué más cabía esperar de un simple encuentro, de una cena? Hicieran lo que hicieran, lo esencial estaba dicho, lo había dicho Albert en nombre de los tres. A Péricourt le dolía un poco aquella interrupción, porque no había formulado la pregunta que le quemaba en los labios, y sabía que ya nunca la formularía: ¿Hablaba Édouard de su familia? No importaba, conocía la respuesta.

Cansado pero digno, se levantó.

—Vamos, muchacho —dijo, tendiéndole la mano para levantarlo del sofá—. Venga a cenar, le sentará bien.

Péricourt observaba a Albert engullir. Aquella cara redonda, aquellos ojos ingenuos… ¿cómo se había ganado la guerra con soldados como aquél? De las anécdotas sobre Édouard, ¿cuáles eran ciertas? La elección era suya. Lo importante era que el relato del señor Maillard reflejaba no tanto la vida del propio Édouard como el ambiente donde había vivido en la guerra. Hombres jóvenes jugándose el pellejo de día y bromeando de noche, con los pies congelados.

Albert comía lentamente, pero con voracidad. Se había ganado la manduca. No habría sabido dar nombre a lo que le servían, le habría gustado tener el menú a la vista para seguir el baile de platos. Eso debía de ser lo que llamaban mousse de crustáceos, y aquello un chaud-froid, una gelatina, y aquello otro un suflé. Tenía mucho cuidado de no dar la nota para no parecer aún más tosco. De haber estado en el lugar de Édouard, hasta con un boquete en la jeta habría vuelto allí para hartarse de aquella comida, de aquel ambiente, de aquel lujo, sin dudarlo un segundo. Por no hablar de la criadita de ojos negros. Lo que le fastidiaba y le impedía disfrutar realmente de aquellos manjares era que la puerta por la que entraba el personal de servicio estaba detrás de él y, cada vez que se abría, se ponía tenso, se volvía y sus gestos lo hacían parecer aún más un muerto de hambre que acecha celosamente la llegada de los platos.

Péricourt nunca sabría qué parte de cierto había en lo que había oído, incluido lo poco relacionado con la muerte de su hijo. Ahora ya no tenía demasiada importancia. El duelo, se decía, empieza con ese tipo de reconocimiento. Durante la cena intentó recordar cómo había vivido el duelo por su mujer, pero había pasado demasiado tiempo.

Llegó el momento en que, igual que había dejado de hablar, Albert dejó de comer. Se hizo un silencio total; en el enorme comedor se oía claramente tintinear los cubiertos como si fueran cascabeles. Era el momento crítico en que cada cual se reprochaba no haber aprovechado bien la ocasión. Péricourt estaba absorto en sus pensamientos. Madeleine decidió tomar la iniciativa.

—Por cierto, señor Maillard… Si no es indiscreción, ¿en qué sector trabaja usted?

Albert se tragó el trozo de pularda, cogió la copa de Burdeos y soltó un débil murmullo de apreciación, para ganar tiempo.

—La publicidad —respondió al fin—. Trabajo en la publicidad.

—Debe de ser apasionante —opinó Madeleine—. Y… ¿qué hace exactamente?

Albert dejó la copa y carraspeó.

—No me dedico a la publicidad propiamente dicha. Trabajo en una empresa que hace publicidad. Soy contable, ¿sabe?

Eso no estaba tan bien, lo notó en sus caras, era menos moderno, menos excitante, y los privaba de un buen tema de conversación.

—Pero sigo las campañas muy de cerca —añadió, al percibir la decepción de su público—. Es un sector… muy… Es muy interesante.

Y eso es cuanto se le ocurrió decir. Por prudencia, renunció a los postres, el café, el alcohol… Péricourt lo miraba con la cabeza un poco ladeada, mientras Madeleine, con una naturalidad que demostraba una gran experiencia en situaciones semejantes, mantenía viva una conversación de todo punto insípida, pero sin tiempos muertos.

Cuando Albert estuvo en el vestíbulo pidieron su abrigo. La criada joven aparecería.

—Gracias infinitas, señor Maillard, por haber tenido la amabilidad de venir a nuestra casa —dijo Madeleine.

Sin embargo, la que apareció no fue la guapa, sino otra fea, también joven, pero fea, con pinta de campesina. La guapa debía de haber acabado su servicio.

En ese instante, Péricourt se acordó de los zapatos que había visto un poco antes. Bajó los ojos, mientras su invitado se ponía la guerrera teñida. Madeleine no los miró, se había fijado enseguida, nuevos, relucientes, baratos. Péricourt estaba pensativo.

—Ha dicho usted que es contable, ¿verdad, señor Maillard?

—Sí.

En eso era en lo que tenía que haberse fijado: a aquel chico, cuando decía la verdad se le notaba en la cara. Ya era demasiado tarde, qué se le iba a hacer.

—Pues bien, resulta que necesitamos un contable —explicó Péricourt—. Los institutos de crédito están en pleno auge, ya lo sabe, el país necesita invertir. En el momento actual hay muchas oportunidades.

Era una pena para Albert que quien así le hablaba no hubiera sido el director del Banque de l’Union parisino que lo había echado a la calle hacía unos meses.

—No sé cuáles son sus honorarios —continuó el padre de Édouard—, pero es lo de menos. Si acepta trabajar para nosotros, sepa que le ofreceremos las mejores condiciones, me comprometo a ello en persona.

Albert apretó los dientes. Se sentía bombardeado por las informaciones y asfixiado por la propuesta. El señor Péricourt lo miraba con benevolencia. A su lado, Madeleine sonreía plácidamente, como una madre de familia que observa a su bebé jugar en la arena.

—Es que… —balbuceó Albert.

—Necesitamos jóvenes competentes y dinámicos.

Los calificativos acabaron de asustarlo. El señor Péricourt le hablaba como si él hubiera estudiado en la Escuela Superior de Comercio de París. Aparte de que estaba claro que se había equivocado de persona, Albert creía que salir vivo de aquel palacete sería ya un milagro. Volver a acercarse a aquella familia, aunque fuera por un trabajo, con la sombra del capitán Pradelle deslizándose por los pasillos…

—Muchas gracias, señor Péricourt —dijo al fin—, pero tengo un trabajo muy bueno.

Péricourt alzó las manos, lo entiendo, no hay problema. Cuando la puerta volvió a cerrarse, se quedó inmóvil un instante, pensativo.

—Buenas noches, querida —dijo al fin.

—Buenas noches, papá.

Besó en la frente a Madeleine. Todos los hombres hacían eso.