LA invitación de los Péricourt traía a Albert de cabeza. En realidad, aquel asunto del cambio de identidad no le daba paz, soñaba con él, que la policía lo encontraba, que lo detenían, que lo metían en la cárcel. Lo que más lo entristecía cuando lo encerraban era que ya nadie se ocuparía de Édouard. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado. Así como Édouard experimentaba en determinados momentos un sordo rencor hacia Albert, a veces éste estaba molesto con Édouard por tenerlo tan atado. Después de que su compañero se hubiera empeñado en dejar el hospital y una vez superada la mala noticia de que no cobrarían pensión alguna, Albert al menos tuvo la sensación de que las cosas habían tomado un curso normal y duradero, sensación bruscamente desmentida por la aparición de la señorita Péricourt y la perspectiva de aquella invitación, que lo obsesionaba día y noche. Porque, vaya, tendría que cenar enfrente del padre de Édouard, interpretar el drama de la muerte de su hijo, sostener la mirada de su hermana, que parecía un encanto de chica, cuando no se empeñaba en darte propina, como si él fuera un repartidor…
Albert no paraba de analizar las consecuencias de aquella invitación. Si les confesaba a los Péricourt que Édouard estaba vivo (¿y qué otra cosa podía hacer?), ¿qué pasaría? ¿Tendría que llevarlo a la fuerza a casa de su familia, donde no quería volver a poner un pie? Habría sido traicionarlo. Aunque ¿por qué se empeñaba Édouard en no volver allí, demonios? Qué más habría querido Albert que tener una familia así… No había tenido una hermana, y aquélla le habría venido de maravilla. Se convenció de haberse equivocado el año anterior, en el hospital, haciéndole caso a un Édouard llevado por la desesperación. Albert no debería haber cedido… Pero ya no tenía remedio.
Por otra parte, si confesaba la verdad, ¿qué pasaría con aquel soldado anónimo que ahora reposaba Dios sabía dónde, en el panteón familiar de los Péricourt, presumiblemente, un intruso al que no seguirían tolerando mucho tiempo? ¿Y qué harían con él?
Acudirían a la justicia, y todo recaería sobre él. O puede que lo obligaran a exhumar otra vez a aquel pobre soldado para librar de él a los Péricourt. ¿Y qué haría él con sus restos? ¡Acabaría descubriéndose la falsificación de los registros militares!
No obstante, presentarse en casa de los Péricourt, encontrarse con el padre y la hermana, quizá con otros miembros de la familia, y no decir nada de su compañero era desleal. ¿Cómo reaccionaría Édouard si se enteraba?
Pero ¿contárselo no suponía también una traición? Édouard tendría que quedarse allí, muerto de asco, solo, sabiendo que su compañero pasaba la velada con unas personas de las que él había renegado. Porque, vaya, no querer volver a verlos era eso, renegar de ellos, ¿no?
Les escribiría una carta aduciendo una excusa. Pero le propondrían otro día. Se inventaría una imposibilidad. Pero mandarían a alguien a buscarlo y se encontrarían con Édouard…
No veía salida. Todo se confundía. Albert sufría constantes pesadillas y en plena noche, Édouard, que prácticamente no dormía, se apoyaba preocupado en un codo, lo cogía del hombro para despertarlo y le tendía el cuaderno de conversación con expresión intrigada. Albert le decía por señas que no era nada, pero los terribles sueños se repetían sin cesar, no había manera de librarse de ellos y, a diferencia de Édouard, Albert necesitaba sus horas de descanso.
Por fin, tras innumerables y contradictorias reflexiones, se decidió: iría a casa de los Péricourt (si no, lo acosarían allí) y les ocultaría la verdad. Era la solución menos arriesgada. Les daría lo que pedían y contaría cómo había muerto su Édouard. Eso se proponía hacer. Eso, y no volver a verlos.
Pero el caso es que ya no se acordaba con exactitud de lo que había escrito en la carta. Reflexionó. ¿Qué se habría inventado? ¿Una muerte heroica, una bala en pleno corazón, como en las novelas? ¿Y en qué circunstancias? Sin contar con que la señorita Péricourt había contactado con él a través del cabrón de Pradelle. ¿Qué le habría explicado éste? Se habría echado flores. Y si su versión y la de Pradelle se contradecían, ¿cuál de las dos creerían? ¿No lo considerarían un impostor?
Cuantas más preguntas se hacía, más se le embrollaban la mente y la memoria, y las pesadillas volvían, amontonándose en sus noches como platos en un armario agitados por fantasmas.
Luego, estaba el delicado asunto de la ropa. No podía presentarse en casa de los Péricourt tal cual, su mejor traje apestaba a miseria a la legua.
Por si al final se decidía a acudir al bulevar de Courcelles, se puso a buscar un traje decente. Sólo consiguió el de un colega, hombre anuncio en la parte de abajo de los Campos Elíseos, que era algo más bajo que él. Albert tenía que llevar el pantalón un poco caído para no parecer un payaso. Estuvo a punto de cogerle una camisa a Édouard, que tenía dos, pero renunció. ¿Y si su familia la reconocía? Le pidió una al mismo colega, lógicamente pequeña: los botones le tiraban un poco. Quedaba la espinosa cuestión de los zapatos. No encontró de su número. Así que habría de apañárselas con los suyos, unos raídos borceguíes que frotó hasta la extenuación, sin conseguir devolverles un aspecto mínimamente nuevo o decente. Estudió el problema desde todos los ángulos, y acabó embarcándose en la compra de un par nuevo, animado por el hecho de que el presupuesto para la morfina se había visto aligerado, dándole una bocanada de oxígeno. Eran unos zapatos preciosos. Treinta y dos francos en Bata. Cuando salía de la tienda con la caja apretada contra el pecho se confesó que, de hecho, tenía ganas de regalarse unos nuevos desde la desmovilización, siempre había cifrado la elegancia en eso, en unos buenos zapatos. Un abrigo o un traje viejos tenían pase, pero a un hombre se lo juzgaba por los zapatos, era indiscutible. De cuero marrón claro, calzarlos sería lo único agradable de aquella velada.
Édouard y Louise alzaron la cabeza cuando Albert salió tras el biombo. Acababan de terminar una máscara nueva color marfil con una bonita boca rosa que esbozaba una mueca un poco condescendiente y dos hojas secas, descoloridas y pálidas, en lo alto de las mejillas, a modo de lágrimas. No obstante, el conjunto no resultaba nada triste, evocaba a alguien concentrado en sí mismo, fuera del mundo.
Pero el auténtico espectáculo no era la máscara, sino la pinta de Albert. De dependiente de carnicería en día de fiesta.
Édouard pensó que su compañero tenía una cita y se enterneció.
La cuestión amorosa era motivo de bromas entre ellos, al fin y al cabo eran dos hombres jóvenes… Pero también un tema doloroso, porque eran dos hombres jóvenes sin mujer. A Albert, beneficiarse de vez en cuando y a escondidas a la señora Monestier había acabado haciéndole más mal que bien, porque sentía aún más la falta de auténtico amor. Dejó de acostarse con ella, que insistió un poco y luego se conformó. A menudo veía chicas guapas por ahí, en las tiendas, en el autobús. Bastantes no tenían novio, porque habían muerto muchos hombres, y esperaban, acechaban, confiaban, pero un desharrapado como Albert, vaya, todo un vencedor, que no paraba de volverse, asustadizo como un gato, con aquellos zapatos viejos y la chaqueta desteñida no era lo que se dice el mejor partido.
Y aunque diera con una chica a la que no la disuadiera su apariencia de mendigo, ¿qué futuro podía ofrecerle? ¿Podía decirle: «Anda, vente a vivir conmigo, comparto casa con un mutilado de guerra que perdió la mandíbula inferior, que no sale nunca, que se inyecta morfina y lleva máscaras de carnaval, pero no te apures, contamos con tres francos diarios para vivir y un biombo desgarrado para proteger tu intimidad»?
Sin contar con que Albert era tímido, si las cosas no venían a él…
Así que un día volvió a casa de la señora Monestier, pero la relojera tenía amor propio, en definitiva, estar casada con un cornudo no significa que hayas renunciado por entero a tu orgullo. Era un orgullo de quita y pon, pues en realidad ya no necesitaba a Albert porque se cepillaba al dependiente nuevo, un tipo que, por lo que podía recordar Albert, se parecía un montón al chico que acompañaba a Cécile en el ascensor de la Samaritaine el día que él había renunciado a varias jornadas de sueldo. Anda, que si se pudiera retroceder en el tiempo…
Una noche le habló de estas cosas a Édouard. Pensaba complacerlo diciéndole que, al final, también él tenía que renunciar a las relaciones normales con las mujeres. Aunque en realidad había una gran diferencia: Albert podía rehacer su vida, él, no. Albert aún podía encontrar a una mujer joven, una viuda, por ejemplo, las había a montones, siempre que no fuera demasiado exigente, bastaba con buscar, con mantener los ojos bien abiertos. Pero ¿qué mujer habría querido a alguien como Édouard, suponiendo que a él le hubieran gustado las mujeres? La conversación les hizo daño a los dos.
¡Conque ver de repente a Albert hecho un brazo de mar…!
Louise soltó un silbido de admiración, se acercó a Albert y aguardó a que se agachara para arreglarle el nudo de la corbata. Le tomaron el pelo. Édouard se daba palmadas en los muslos y alzaba el pulgar con caluroso entusiasmo, emitiendo agudos gorgoteos desde el fondo de la garganta. Louise no se quedaba corta, reía tapándose la boca con la mano y diciendo: «Estás muy guapo así, Albert…», casi como una mujer hecha y derecha, cuando, ¿cuántos años tendría la cría? Aquel exceso de cumplidos le dolió un poco, hasta una burla sin maldad hace daño, sobre todo en esas circunstancias.
Optó por salir. Además, se dijo, tenía que seguir reflexionando, tras lo cual, sin considerar lo más mínimo la solidez de los argumentos, decidiría en cuestión de segundos si iba o no a casa de los Péricourt.
Cogió el metro, pero acabó el trayecto a pie. A medida que avanzaba, el malestar crecía. Al dejar atrás su distrito, lleno de rusos y polacos, descubrió grandes y majestuosos edificios, un bulevar como tres calles de ancho. Y frente al parque Monceau, se dio de bruces con el inmenso palacete de los Péricourt —efectivamente, no tenía pérdida—, ante el que había un lujoso coche al que un chófer con gorra y un uniforme impecable sacaba brillo, como quien cepilla un caballo de carreras. Albert se quedó tan impresionado que el corazón le dio un vuelco. Fingió que tenía prisa, pasó de largo ante el palacete, trazó un gran círculo por las calles colindantes y volvió por el parque, donde se sentó en un banco que permitía divisar de refilón la fachada del edificio. Estaba abrumado. Incluso le costaba imaginar que Édouard hubiera nacido allí, crecido allí. Otro mundo. Al que ahora se acercaba él portando la mentira más grande posible. Era un canalla.
En el bulevar, mujeres falsamente atareadas bajaban de los coches de punto, aparecían criados que las seguían cargados de paquetes… Los coches de los repartidores se detenían ante las puertas de servicio, los conductores discutían con los estirados lacayos, que se daban aires, representaban a sus amos vigilando las cajas de verdura y las cestas de pan con aire severo, mientras un poco más allá, en la acera, dos jóvenes elegantes y delgadas como cerillas pasaban riendo y cogidas del brazo a lo largo de las verjas del jardín. En la esquina del bulevar, dos hombres se saludaban con el periódico bajo el brazo y la chistera en la mano, hasta pronto, mi querido amigo, parecían dos jueces del tribunal. Uno de ellos se apartó para ceder el paso a un niñito vestido de marinero que corría empujando un aro, mientras la niñera lo perseguía riñéndolo por lo bajo y disculpándose ante aquellos caballeros. Apareció el coche de una floristería, que descargó suficientes ramos para una boda, pero no, de boda nada, sólo era la entrega semanal, tenemos tantas habitaciones, cuando hay invitados conviene estar preparados, cuestan una fortuna, no crea, pero lo decían sonriendo, comprar tantas flores es divertido, nos encanta recibir. Albert miraba a toda aquella gente como en otros tiempos miraba unos peces exóticos en un acuario que parecían cualquier cosa excepto peces.
Y aún faltaban más de dos horas.
Dudó entre seguir allí sentado o coger el metro… ¿para ir adónde? Antes le encantaban los grandes bulevares, pero desde que los recorría con un anuncio delante y otro detrás ya no era lo mismo. Dio vueltas por el parque. Pese a que había llegado antes de hora, se le hizo tarde.
Cuando cayó en la cuenta, su nivel de angustia subió como la espuma, las siete y cuarto, estaba empapado en sudor, se alejaba a grandes zancadas y luego giraba y volvía sobre sus pasos con el sol en la cara, las siete y veinte, y seguía sin decidirse. Hacia las siete y media, volvió a pasar frente al palacete por la acera de enfrente y decidió regresar a casa. Pero irían a buscarlo, mandarían al chófer, que no sería tan amable como su jefa. Las mil y una razones a las que no paraba de darles vueltas empezaron a hacer carambolas en su cabeza y, aunque nunca supo qué sucedió, de pronto se vio subiendo los seis peldaños de la escalinata. Llamó, se limpió furtivamente los zapatos, cada uno en la pantorrilla de la pierna contraria, y la puerta se abrió. Allí estaba, con el corazón desbocado en aquel vestíbulo tan alto como una catedral, con espejos muy bonitos, como todo lo demás, incluida la criada, una morena de pelo corto, qué preciosidad, Dios mío, qué labios, qué ojos, en casa de los ricos todo es bonito, se dijo Albert, hasta los pobres.
A ambos lados del inmenso vestíbulo enlosado con grandes baldosas negras y blancas en forma de damero, dos lámparas de seis globos enmarcaban el arranque de una monumental escalera de piedra de Saint-Rémy. Los dos pasamanos de mármol blanco ascendían en volutas simétricas hasta el rellano superior. Una imponente araña art déco difundía una luz amarilla que parecía llegar del cielo. La guapa criada miró a Albert de arriba abajo y le preguntó el nombre. Albert Maillard. Él miró alrededor sin disimulo. Podía haberse esforzado aún más, pero sin un traje a medida, zapatos más caros, chistera de marca, esmoquin o chaqué, todo le habría dado aquel aspecto de paleto que tenía. Aquella enorme diferencia de estatus, la angustia de los últimos días, el nerviosismo de la larga espera… Albert se echó sencillamente a reír. Se notaba que se reía para sí mismo, de sí mismo, tapándose la boca con la mano, era algo tan espontáneo, tan sincero, que la guapa criada también empezó a reír, y qué dentadura, Dios mío, qué risa, hasta la lengua, rosácea y puntiaguda, la tenía bonita. ¿Se había fijado en sus ojos al entrar o acababa de descubrirlos ahora? Negros, relucientes… Ninguno de ellos sabía de qué reía. La chica se volvió ruborizada sin dejar de reír, pero tenía que seguir trabajando, así que abrió la puerta de la izquierda, la gran sala de espera, con el piano de cola, los esbeltos jarrones chinos, la biblioteca de libros antiguos y los sillones de cuero, y se la mostró, podía ponerse cómodo, sólo llegó a decir «Lo siento», porque no conseguía contenerse, Albert alzó las manos, no, no, al revés, ríase.
Ahora está solo en aquella sala, la puerta ha vuelto a cerrarse, van a anunciar la llegada del señor Maillard, se le ha pasado la risa tonta, el silencio, la majestad, el lujo imponen, por supuesto. Roza las hojas de una planta de interior, piensa en la criada, si se atreviera… Intenta leer los títulos de los libros, desliza el índice por una taracea, duda si pulsar una tecla del gran piano… Podría esperarla cuando acabara el servicio, nunca se sabe, ¿saldrá con alguien? Prueba un sillón, se hunde en él, vuelve a levantarse, prueba el canapé, un cuero estupendo, aterciopelado, mira y hojea distraídamente los periódicos ingleses de la mesita baja, ¿qué hacer con la guapa criadita? ¿Le susurra algo al oído al marcharse? No, mejor fingir haberse olvidado algo, volver a llamar, deslizarle una nota en la mano con… ¿Qué? ¿Su dirección? Además, qué se va a dejar, si ni siquiera ha traído paraguas… Otra vez de pie, hojea unas páginas de los ejemplares del Harper’s Bazaar, la Gazette des Beaux-Arts, el Officiel de la Mode, se sienta en el canapé… O esperarla a la salida del trabajo, sería lo mejor, conseguir hacerla reír, como antes. En una esquina de la mesita baja hay un grueso álbum encuadernado en una preciosa piel clara, tan sedosa y aterciopelada como todo lo demás. Si tuviera que invitarla a cenar, cuánto le costaría y, para empezar, adónde llevarla, otro dilema, coge el álbum, lo abre, la taberna de Duval está bien para él, pero invitar allí a una chica, no, y menos a una chica como ésa, que sirve en grandes casas, incluso en las cocinas los cubiertos deben de ser de plata… De pronto siente náuseas, tiene las manos húmedas, resbaladizas, traga saliva para no vomitar, el sabor a bilis le colma la boca. Se topa con una foto de boda, Madeleine Péricourt y el capitán d’Aulnay-Pradelle, uno junto al otro.
Es él, no cabe duda, no puede equivocarse.
Aun así tiene que comprobarlo. Hojea con avidez. Pradelle está en casi todas las fotografías, grandes como páginas de revista, hay mucha gente, flores y más flores, Pradelle sonríe con modestia, como uno que ha ganado a la lotería y que, no obstante mostrándose discreto, se deja admirar de buena gana, la señorita Péricourt lo coge del brazo, radiante, con un traje de esos que nadie lleva en la vida real, que se compra para un día, y esmóquines, chaqués, vestidos increíbles, escotes en la espalda, broches, collares, guantes color crema, los recién casados estrechan manos, ¡vaya si es Pradelle!, mesas atestadas, y ahí, al lado de la novia, su padre, sin duda, el señor Péricourt, que aunque sonríe no parece cómodo, y venga zapatos de charol y camisas con pechera, al fondo del todo, en el guardarropa, sombreros de copa alineados sobre las barras de cobre, y delante, pirámides de copas de champán, camareros con uniforme y guantes blancos, valses, una orquesta, los novios de nuevo al pasar bajo la hilera de honor… Albert pasa las páginas febrilmente.
Un artículo del Gaulois:
UNA MAGNÍFICA BODA
Había una gran expectación ante un acontecimiento tan parisino, y con motivo, porque ese día la gracia se unía al valor. Para los escasos lectores que todavía lo ignoren, precisemos que se trataba nada menos que del enlace de la señorita Madeleine Péricourt, hija de Marcel Péricourt, notable empresario, con Henri d’Aulnay-Pradelle, patriota y héroe.
La ceremonia propiamente dicha, celebrada en la iglesia de Auteuil, fue sencilla e íntima; sólo unas docenas de invitados, familiares y amigos, tuvieron la suerte de oír la admirable homilía de monseñor Coindet. Pero fue en el lindero del Bois de Boulogne, alrededor del antiguo pabellón de caza de Armenonville, que une a la elegancia de su arquitectura belle époque la modernidad de sus equipamientos, donde tuvo lugar la fiesta. En toda la jornada no hubo un solo momento en el que terraza, jardines y salones no estuvieran abarrotados por la sociedad más distinguida y esplendorosa. Más de seiscientos invitados, según dicen, pudieron admirar a la encantadora novia, cuyo vestido le había diseñado y regalado Jeanne Lanvin, gran amiga de la familia. Recordemos que el afortunado novio, el elegante Henri d’Aulnay-Pradelle, apellido perteneciente a la más rancia nobleza, no es otro que el «capitán Pradelle», el conquistador (entre tantos otros admirables hechos de armas) de la cota 113, arrebatada a los boches en vísperas del armisticio, y condecorado en cuatro ocasiones por sus innumerables actos de valentía.
El presidente de la República, el señor Raymond Poincaré, amigo íntimo del señor Péricourt, hizo una discreta aparición, dejando a otros ilustres invitados, entre los que figuraban los señores Millerand y Daudet, y algunos grandes artistas —como Jean Dagnan-Bouveret y Georges Rochegrosse, por no mencionarlos a todos—, el placer de disfrutar de la excepcional celebración, que sin duda pasará a los anales.
Albert cerró el álbum.
El odio que sentía hacia aquel Pradelle se había convertido en odio hacia sí mismo: se detestaba por seguir temiéndolo. El mero apellido Pradelle le producía palpitaciones. ¿Hasta cuándo, semejante pánico? Hacía casi un año que no lo nombraba, pero no había dejado de pensar en él. Imposible olvidarlo. Bastaba que mirara alrededor para descubrir la impronta de aquel hombre en todos los aspectos de su vida. Y no sólo de la suya. El rostro de Édouard, cada uno de sus actos, de la mañana a la noche, todo, absolutamente todo, venía de aquel instante inaugural: un hombre corre por un paisaje apocalíptico mirando al frente con ferocidad, un hombre para el que la muerte de los demás no tiene ninguna importancia, como tampoco la vida, que golpea con todas sus fuerzas a un Albert indefenso, y luego aquel salvamento milagroso, con sus consabidas consecuencias, y aquella cara reventada. Como si la guerra no fuera suficiente desgracia.
Albert mira ante sí sin ver. Así que ése es el epílogo de la historia. Esa boda.
Aunque no es un hombre muy filosófico, piensa en su vida. Y en Édouard, cuya hermana, en la más completa ignorancia, se ha casado con el asesino de ambos.
Evoca las imágenes del cementerio, de noche. Y otras del día anterior, cuando la joven apareció con su manguito de armiño y con el resplandeciente capitán Pradelle a su lado, como su salvador. Y luego, camino de la tumba, Albert sentado junto a aquel conductor que olía a sudor y se pasaba la colilla del cigarrillo de un lado a otro de la boca de un lengüetazo, mientras la señorita Péricourt y el capitán Pradelle iban juntos en la limusina. Debería haber desconfiado. «Pero Albert nunca se entera de nada, siempre está en las nubes. No sé si este hijo mío espabilará algún día, ni la guerra le ha enseñado nada, es desesperante.»
Hace un momento, al descubrir lo de la boda el corazón le latía desbocado, pero ahora lo siente derretirse en su pecho, a punto de pararse.
Aquel sabor amargo en el fondo de la garganta… Reprime de nuevo las náuseas levantándose y saliendo precipitadamente de la estancia.
Acaba de comprenderlo. El capitán Pradelle está allí.
Con la señorita Péricourt.
Le ha tendido una trampa. Una cena familiar.
Albert tendrá que sentarse frente a él, soportar su acerada mirada, como en el despacho del general Morieux cuando se trataba de mandarlo al paredón, no puede ser… ¿Es que la guerra no acabará nunca?
Debe irse de inmediato, darse por vencido, si no, morirá, conseguirá que lo maten. Tiene que huir.
Avanza dando saltitos, cruza la sala a toda velocidad y llega a la puerta, justo cuando se abre.
Y ante él aparece Madeleine Péricourt, sonriente.
—¡Ha venido usted! —exclama.
Es como si lo admirara, no se sabe por qué, por haber encontrado el camino quizá, por haber reunido el valor.
La joven no puede evitar mirarlo de la cabeza a los pies y, a su vez, Albert baja los ojos. Ahora lo entiende, los zapatos nuevos, relucientes, con el traje raído y demasiado corto, son lo peor de todo. Con lo orgulloso e ilusionado que estaba… Aquellos zapatos nuevos pregonan su pobreza.
Todo su sentido del ridículo se concentra allí, los odia, se odia.
—Vamos, acompáñeme —dice Madeleine. Y lo coge del brazo, como una amiga—. Mi padre bajará enseguida, tiene muchas ganas de conocerlo, ¿sabe?