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ÉDOUARD cerró los ojos y soltó un profundo suspiro de alivio. Sus músculos se relajaron lentamente, cogió al vuelo la jeringuilla, que había estado a punto de caérsele, y la dejó junto a él. Seguían temblándole las manos, pero la opresión en el pecho empezaba a remitir. Después de pincharse se quedaba un buen rato tumbado, vacío, aunque rara vez se dormía. Era un estado flotante durante el que su ansiedad refluía lentamente, como una nave que se aleja. Nunca había sentido curiosidad por las cosas del mar, los barcos no le hacían soñar, pero las ampollas de la felicidad debían de llevar eso en ellas, las imágenes que suscitaban tenían a menudo un inexplicable sesgo marítimo. Puede que fueran como las lámparas mágicas o los frascos de elixir, capaces de aspirarte a su mundo. Si la jeringuilla y la aguja no eran para él más que instrumentos médicos, un mal necesario, las ampollas, en cambio, estaban vivas. Las miraba al trasluz con el brazo en alto, era increíble lo que uno podía llegar a ver dentro, las bolas de cristal no tenían tanto poder ni imaginación. Le proporcionaban muchas cosas: descanso, calma, consuelo. Pasaba buena parte del día en aquel estado incierto, vaporoso, donde el tiempo ya no tenía consistencia. Si hubiera sido por él, habría encadenado los pinchazos para seguir así, flotando, como si hiciera el muerto en un mar de aceite (otra vez una imagen acuática, debían de venir de muy lejos, seguramente del líquido amniótico); pero Albert era un hombre muy precavido, no le dejaba más que la dosis estrictamente necesaria para el día, lo apuntaba todo y, por la tarde, cuando volvía le recitaba el calendario, las cantidades, volviendo las hojas como un maestro de escuela. Édouard lo dejaba hacer, como a Louise con las máscaras. Al fin y al cabo, se preocupaban por él.

Édouard pensaba poco en su familia, aunque más en Madeleine que en nadie. Conservaba muchos recuerdos de ella, las risas ahogadas, las sonrisas junto a las puertas, sus dedos doblados para frotarle el cuero cabelludo, su complicidad… Sentía pena. Al enterarse de su muerte, debía de haber sufrido, como todas las mujeres que habían perdido a alguien. Después, el tiempo, que todo lo cura… A la larga te acostumbras a la pérdida.

Nada comparable con la cara de Édouard en el espejo.

Para él, la muerte estaba allí siempre, reabriendo las heridas.

Y aparte de Madeleine, ¿quién quedaba? Algunos compañeros, pero ¿cuántos seguirían vivos? Incluso él, Édouard el afortunado, había muerto en la guerra, así que los otros… También estaba su padre, aunque mejor dejarlo estar, siempre ocupado con sus negocios, brusco y lúgubre, la noticia de la muerte de su hijo no lo habría paralizado mucho tiempo, simplemente habría subido al coche y le habría dicho a Ernest: «¡A la Bolsa!», porque había decisiones que tomar, o: «¡Al Jockey!», porque se acercaban las elecciones.

Édouard jamás salía, vivía allí metido, en aquella miseria. Bueno, tanto como eso, no, la miseria debía de ser peor, no, lo desmoralizante era la mediocridad, la penuria de vivir sin medios. Dicen que a todo se acostumbra uno, pero de eso nada, lo que era él, no se habituaba. Si se sentía con ánimo, se ponía delante del espejo y se miraba la cara, no, no había mejorado nada, nunca conseguiría descubrir un rostro humano en aquella garganta al aire, sin mandíbula, sin lengua, con aquellos enormes dientes. La carne se había endurecido, las llagas se habían cerrado, pero la violencia de aquel vacío seguía intacta; para eso debían de servir los injertos, no para disminuir tu fealdad, sino para llevarte a la resignación. Con la miseria pasaba algo parecido. Él había nacido en un ambiente acomodado, donde no se echaban cuentas porque el dinero no tenía importancia. Nunca había sido derrochador, pero en los colegios, entre sus compañeros, había visto adolescentes manirrotos, fanfarrones… Sin embargo, aunque no fuera gastador, a su alrededor el mundo siempre había sido ancho, fácil, desahogado: las habitaciones, grandes, los sillones, mullidos, las comidas, abundantes, la ropa, cara… mientras que ahora, aquella sala con el parquet mal ensamblado, las ventanas, polvorientas, el carbón, escaso, el vino, peleón… En aquella vida todo era feo. La economía de ambos recaía en exclusiva sobre los hombros de Albert, al que no podía reprochársele nada, iba de cabeza para conseguir las ampollas, a saber cómo se las apañaba, debían de costar un dineral, realmente era un buen amigo. A veces su abnegación encogía el corazón, y encima, sin una queja, ni una sola crítica, siempre procurando estar de buen humor, pero en el fondo, preocupado, seguro. Era imposible imaginar qué sería de ellos. Si las cosas seguían así, desde luego el porvenir no era muy prometedor.

Édouard era un peso muerto, pero el futuro no le asustaba. Su vida se había venido abajo de golpe, por una jugada del destino, y la caída lo había barrido todo, incluido el miedo. Lo único realmente insoportable era la tristeza.

Aunque desde hacía algún tiempo la cosa iba mejor.

La pequeña Louise, otra industriosa como Albert, aquella hormiguita que lo alegraba con sus máscaras y le traía los periódicos de provincias. La mejora que él, demasiado frágil, se guardaba mucho de mostrar, justo dependía de los periódicos, de las ideas que le habían dado. Con el paso de los días había ido sintiendo una excitación que resurgía de unas profundidades tremendas y, cuanto más lo pensaba, más se le antojaba parecida a los estados de euforia de su juventud, cuando preparaba una trastada, una caricatura, un disfraz, una provocación. Ahora nada podía tener el carácter exaltado, explosivo de su adolescencia, pero «algo» estaba volviendo, lo sentía en las entrañas. Apenas se atrevía a pronunciar mentalmente la palabra: la alegría. Una alegría furtiva, prudente, discontinua. Cuando conseguía ordenar sus ideas, en el orden más o menos correcto, era increíble pero a veces lograba olvidarse del Édouard de ahora, volver a ser el de antes de la guerra.

Se levantó al fin, tomó aliento y recuperó el equilibrio. Tras desinfectar la enorme aguja, guardó con cuidado la jeringuilla en la cajita de hojalata, que cerró y devolvió a la estantería. Cogió una silla, la movió mirando hacia arriba para decidir dónde la ponía, se subió a ella con un poco de dificultad debido a la pierna rígida y, extendiendo el brazo, empujó con precaución la trampilla practicada en el techo para acceder a un altillo donde era imposible permanecer de pie. Allí había acumuladas cinco generaciones de telarañas y polvo de carbón. Cogió con cuidado la bolsa que envolvía su tesoro, un cuaderno de dibujo de gran formato que Louise había conseguido cambiándolo por algo, a saber qué.

Fue a sentarse en la otomana y le sacó punta a un lápiz procurando que todas las virutas cayeran en un papel que también guardaba en la bolsa; un secreto era un secreto. Empezó, como siempre, hojeando los primeros dibujos: contemplar el trabajo realizado le producía satisfacción, lo animaba. Doce ya, soldados, varias mujeres, un niño, pero sobre todo soldados, heridos, triunfales, moribundos, de rodillas o tumbados, uno, con el brazo extendido… Estaba muy orgulloso de aquel brazo extendido, muy logrado, si Édouard hubiera podido sonreír…

Se puso manos a la obra.

Esta vez, una mujer, de pie, enseñando un pecho. ¿Hacía falta que lo mostrara? No. Retomó el esbozo. Cubrió el pecho. Volvió a afilar el lápiz, habría necesitado uno con la punta más fina, y papel con menos grano, además tenía que dibujar sobre las rodillas, porque la mesa no estaba a la altura adecuada, le habría venido bien un plano inclinado, pero todas esas contrariedades eran otras tantas buenas noticias, porque significaban que tenía ganas de trabajar. Alzó la cabeza y alejó el esbozo para contemplarlo. Había empezado bien, la mujer estaba de pie, el drapeado no le había quedado mal, el drapeado es lo más difícil, todo se concentra ahí, en el drapeado y en la mirada, ése es el secreto. En esos momentos, Édouard casi volvía a ser él.

O mucho se equivocaba, o iba a hacer fortuna. Antes de que acabara el año. Albert se llevaría una sorpresa.

Y no sería el único.