UNA vez más, el chófer fue a informar a la señora de que el coche de la señora esperaba a la señora y, si la señora fuera tan amable… Madeleine hizo un gesto casi imperceptible, gracias, Ernest, ya voy.
—Lo siento, Yvonne —dijo en tono pesaroso—. Voy a tener que dejarte…
Yvonne de Jardin-Beaulieu agitó la mano, de acuerdo, de acuerdo, pero no hizo ademán de levantarse, allí se estaba tan bien, imposible marcharse.
—¡Qué marido tienes, querida! —exclamó con admiración—. ¡Qué suerte!
Madeleine Péricourt sonrió con calma y se miró humildemente las uñas, mientras pensaba: «Mala pécora.»
—Vamos, ni que a ti te faltaran pretendientes… —se limitó a responder.
—Bah, a mí… —respondió la joven con fingida resignación.
Su hermano Léon era demasiado bajo para un hombre, pero ella era bastante atractiva. Si lo que te atrae son las zorras, claro, añadía mentalmente Madeleine. Una boca grande, impaciente, vulgar, que enseguida hacía pensar en cochinadas, los hombres no se equivocaban, a sus veinticinco años, Yvonne ya se había cepillado a medio Club Rotario. Bueno, Madeleine exageraba: medio club era un poco excesivo. En su descargo hay que decir que sólo hacía quince días que Yvonne se acostaba con Henri, y aquella prisa por correr a casa de su mujer para regodearse resultaba bastante indecente. Mucho más que tirarse a su marido, lo que en sí mismo no tenía el menor mérito. Las otras amantes de Henri se mostraban más pacientes. Al menos esperaban a que se presentara la ocasión para saborear su victoria, fingían un encuentro casual. Después eran todas iguales: prodigaban elogios, sonrientes, zalameras: «¡Oh, qué marido tienes, querida, cómo te envidio!» «¡No lo pierdas de vista, querida, o te lo birlarán!», se había atrevido a decirle una de ellas hacía un mes.
Había semanas en que Madeleine prácticamente no veía a Henri, que entre viajes y reuniones apenas disponía de tiempo para beneficiarse a las amigas de su mujer. Aquel encargo del gobierno lo absorbía por completo.
Cuando llegaba a casa era tarde, Madeleine se le subía encima.
Por la mañana, Henri se levantaba temprano. Justo antes, Madeleine volvía a subírsele encima.
El resto del tiempo, era Henri el que se subía encima de otras, salía de viaje, la llamaba, dejaba mensajes, mentiras… Todo el mundo sabía que le era infiel (los rumores habían empezado a finales de mayo, cuando lo habían visto en compañía de Lucienne d’Haurecourt).
Aquella situación hacía sufrir a Péricourt. «Serás desgraciada», le había advertido cuando ella le había hablado de casarse con Henri, pero había sido en vano: Madeleine había posado su mano en la de su padre y ahí había acabado todo. Él había dicho que de acuerdo, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Bueno, ahora sí que te dejo —dijo Yvonne con una risita.
Misión cumplida: bastaba ver la sonrisa congelada de Madeleine, el mensaje había sido entregado, Yvonne estaba exultante.
—Has sido muy amable viniendo a verme —dijo Madeleine poniéndose en pie.
Yvonne agitó la mano, no es nada, no es nada, intercambiaron un beso, pómulo contra pómulo y labios al vacío, me voy corriendo, hasta pronto. No cabía duda, aquélla era la más zorra de todas.
Su inesperada visita la había retrasado bastante. Madeleine miró el gran reloj. De todas formas, casi era mejor así, a las diecinueve treinta sería más fácil encontrarlo en casa.
Cuando el coche la dejó a la entrada del pasaje Pers, eran más de las ocho. Entre el parque Monceau y la rue Marcadet no había un distrito, sino todo un mundo: se pasaba de los barrios elegantes a la plebe, del lujo a la penuria. Ante el palacete de los Péricourt solía haber aparcados un Packard Twin Six y un Cadillac 51 con motor V8. Allí, entre los listones de madera carcomida de la valla, Madeleine asistió a un espectáculo de carretones desfondados y vetustos neumáticos. No se asustó. Procedía de las limusinas por parte de madre y de los carretones por parte de un padre de orígenes humildes. Aunque en ambas ramas la pobreza se remontara a la primera dinastía, Madeleine la sentía en su historia: la precariedad, los apuros son como el puritanismo o el feudalismo, nunca se pierden del todo, dejan su huella en las sucesivas generaciones. El chófer —en casa de los Péricourt a todos los chóferes los llamaban Ernest, como el primero que habían tenido—, Ernest, pues, viendo alejarse a la señora, miró el patio con cara de asco: en su familia, sólo eran chóferes desde hacía dos generaciones.
Madeleine se apartó de la valla, llamó al timbre de la casa y, tras esperar un buen rato, vio aparecer a una mujer de edad indefinida a quien preguntó por el señor Maillard. La mujer tardó en comprender la pregunta y asociarla con la elegante, enguantada y maquillada joven que tenía enfrente, cuyo sutil perfume llegaba hasta ella como un recuerdo muy lejano. Madeleine hubo de repetir: «Señor Maillard.» Sin decir nada, la mujer señaló el fondo del patio, a la izquierda. Madeleine asintió y, bajo la doble mirada de la mujer y de Ernest, empujó la carcomida valla con mano firme y avanzó decidida por el barro hasta la entrada del pequeño almacén, donde desapareció, pero dentro se detuvo en seco porque, sobre su cabeza, la escalera temblaba bajo los pasos de alguien que bajaba. Alzó los ojos y reconoció al soldado Maillard, que, con un cubo de carbón vacío en una mano, se paró también en seco, entre dos peldaños, y exclamó: «¿Qué? ¿Cómo?» Parecía tan perdido como en el cementerio el día en que habían desenterrado los restos del pobre Édouard.
Estaba petrificado y boquiabierto.
—Buenos días, señor Maillard —saludó Madeleine, y observó un instante aquel rostro redondo, aquel trémulo cuerpo.
Una amiga suya había tenido un perrito que no paraba de temblar, no por enfermedad, era así de nacimiento, temblaba de pies a cabeza las veinticuatro horas, hasta el día en que murió de un ataque al corazón. Albert le recordó a aquel animal de inmediato. Le habló con voz muy suave, como si temiera que ante tamaña sorpresa fuera a echarse a llorar o a esconderse en el sótano. Albert seguía mudo, cambiando el peso de un pie a otro y tragando saliva. De pronto se volvió hacia lo alto de la escalera con expresión inquieta, casi asustada… Madeleine ya se había fijado en aquel rasgo suyo, en aquel permanente temor a ser atacado por la espalda, en aquella perpetua aprensión. En el cementerio, hacía un año, también parecía perdido, desamparado. Con esa expresión dulce, ingenua, de los hombres que viven en un mundo propio.
Albert, por su parte, habría dado diez años de su vida por no encontrarse en aquella situación, atrapado entre Madeleine Péricourt, plantada al pie de la escalera, y su hermano, supuestamente muerto, que estaba en el piso de arriba, fumando por las aletas de la nariz bajo una máscara verde con plumas azules a modo de penacho. Estaba clarísimo que el destino de Albert era hacer de hombre-anuncio, atrapado entre dos tablones. Balanceaba el cubo del carbón como si fuera un trapo de cocina cuando cayó en la cuenta de que no había respondido al saludo de la joven. Le tendió la negra mano, se disculpó de inmediato y, llevándosela a la espalda, bajó los últimos peldaños.
—Su dirección figuraba en su carta —dijo Madeleine suavemente—. Fui allí. Su madre me mandó aquí —añadió con una sonrisa, indicando el entorno, el almacén, el patio, la escalera, como si hablara de un piso burgués.
Incapaz de juntar dos sílabas, Albert asintió. La joven podría haber llegado en el momento en que él abriera la caja de zapatos y haberlo sorprendido sacando una ampolla de morfina. Peor aún: trató de imaginarse lo que habría pasado si, por casualidad, hubiera sido Édouard quien hubiera bajado por carbón. Cosas así demuestran que el destino es una gilipollez.
—Sí… —aventuró Albert, sin saber a qué pregunta respondía.
Quería decir no, no puedo invitarla a subir, a tomar algo, es imposible. A Madeleine Péricourt no le pareció descortés, atribuyó su actitud a la sorpresa, al azoramiento.
—De hecho —dijo—, a mi padre le gustaría conocerlo.
—A mí, ¡¿por qué?! —La exclamación le salió del alma, en tono tenso.
Madeleine se encogió de hombros, como ante una obviedad.
—Porque usted acompañó a mi hermano en sus últimos momentos. —Lo dijo sonriendo benévolamente, como se habría referido al deseo de un anciano al que hay que consentir ciertos caprichos.
—Sí, claro…
Una vez pasado el susto, Albert sólo quería una cosa: que la chica se marchara antes de que su hermano se preocupara y bajara. U oyera su voz desde arriba y comprendiera que estaba allí, a unos metros de él.
—De acuerdo… —añadió.
—¿Qué tal mañana?
—¡No, no! ¡Mañana, imposible!
La vehemencia de su respuesta sorprendió a Madeleine.
—Quiero decir que mejor otro día, si no le importa —rectificó Albert en tono de disculpa—. Porque mañana…
Habría sido incapaz de explicar por qué motivo el día siguiente no era adecuado para aquella invitación; sencillamente necesitaba hacerse a la idea. Por un momento, imaginó cómo habría sido la conversación entre su madre y Madeleine Péricourt, y palideció, avergonzado.
—Entonces, ¿cuándo le vendría bien? —preguntó la chica.
Una vez más, Albert se volvió hacia lo alto de la escalera. Ella supuso que arriba había una mujer y que su presencia lo incomodaba, y no quiso comprometerlo.
—¿Qué tal el sábado? —propuso—. Para cenar. —Había adoptado un tono desenfadado, casi anhelante, como si la idea se le acabara de ocurrir y fueran a pasar un rato estupendo.
—Pues…
—Perfecto —concluyó Madeleine—. Digamos que a las siete. ¿Le parece bien?
—Pues…
La joven le sonrió.
—Mi padre se alegrará mucho.
La breve ceremonia social había terminado, hubo un instante de indecisión, como de recogimiento, y eso los hizo evocar su primer encuentro. Recordaron que pese a no conocerse compartían algo terrible, prohibido: ese secreto, la exhumación de un soldado muerto, su transporte clandestino… ¿Dónde habrían metido aquel cadáver, por cierto?, se preguntó Albert, y se mordió el labio.
—Vivimos en el bulevar de Courcelles —dijo Madeleine volviendo a ponerse el guante—. En la esquina con la rue de Prony, no tiene pérdida.
Albert asintió, a las siete, de acuerdo, rue de Prony, no tiene pérdida. El sábado. Silencio.
—Entonces, lo dejo, señor Maillard. Le estoy muy agradecida.
Madeleine dio media vuelta, pero de pronto se volvió hacia él y lo miró a los ojos. La expresión seria la favorecía, aunque la hacía mayor.
—Mi padre no está al corriente de los detalles… ya sabe… Preferiría…
—Por supuesto —se apresuró a responder Albert.
Madeleine sonrió agradecida.
Él temió que volviera a deslizarle unos billetes en la mano. En pago de su silencio. Humillado por la idea, se volvió y subió la escalera.
No se dio cuenta de que no había cogido ni el carbón ni la morfina hasta llegar a rellano.
Volvió a bajar, angustiado. No conseguía ordenar sus ideas, entender lo que significaba aquella invitación de la familia de Édouard.
Cuando, con el pecho oprimido por la ansiedad, empezaba a llenar el cubo con la larga pala, oyó en la calle el suave ronroneo de la limusina al alejarse.