HENRI d’Aulnay-Pradelle comparó distraídamente la cigüeña que coronaba el tapón del radiador, allí delante, lejos, con el pesado y corpulento Dupré, que iba sentado junto a él. Y no es que tuvieran nada en común: al contrario, eran como la noche y el día, pero precisamente por eso los confrontaba, para oponerlos. Si no hubiera tenido aquellas enormes alas, cuyos puntiagudos extremos rozaban el suelo, ni aquel esbelto cuello, increíblemente elegante y rematado por un voluntarioso pico, aquella cigüeña en pleno vuelo habría podido confundirse con un pato silvestre, pero era más voluminosa, más… (Henri buscó el adjetivo) más «rotunda», a saber qué quería decir con eso. Y aquellas estrías de las alas, pensaba admirado… Parecían un drapeado… Incluso las patas traseras, un poco flexionadas… Daba la sensación de que desde la parte delantera del coche hendía el aire sin rozarlo siquiera, que abría paso, como un explorador. Pradelle no dejaba de maravillarse ante su cigüeña.
En comparación, Dupré era verdaderamente macizo, corpulento. No un explorador. Un soldado de infantería. Con ese rasgo característico de la tropa que ella misma denomina fidelidad, lealtad, sentido del deber y chorradas por el estilo.
Para Henri, el mundo se dividía en dos categorías: las bestias de carga, condenadas a trabajar duro, ciegamente, hasta el final, a vivir al día, y los seres elegidos, que tenían derecho a todo. Debido a su «coeficiente personal»: le encantaba esa expresión, que había leído un día en un informe militar y había hecho suya.
Dupré, el sargento primero Dupré, era el perfecto ejemplo de la primera categoría: trabajador, mediocre, testarudo y sin talento, siempre a la orden.
La cigüeña elegida por la Hispano-Suiza para el H-6-B (¡motor de seis cilindros, 135 caballos y 137 kilómetros por hora!) representaba a la célebre escuadrilla mandada por Georges Guynemer, un individuo excepcional. De la misma talla que Henri, aunque él estaba muerto y Henri vivo, lo que le daba una innegable ventaja sobre el as de la aviación.
Por un lado, Dupré, que, con un pantalón demasiado corto y una carpeta sobre las rodillas, admiraba en silencio desde que habían salido de París el salpicadero de nogal veteado, la única excepción hecha por Henri respecto a su decisión en invertir el grueso de sus ganancias en la restauración de la Sallevière. Por el otro, el propio Henri d’Aulnay-Pradelle, yerno de Marcel Péricourt, héroe de la Gran Guerra, millonario a los treinta años, destinado a los mayores éxitos, que circulaba a más de ciento diez kilómetros por hora por las carreteras del Orleanesado y que ya había atropellado a un perro y dos gallinas. Bestias de carga, una vez más, todo se reducía a lo mismo. Los que vuelan y los que sucumben.
Dupré había servido a las órdenes del capitán Pradelle, que tras la desmovilización lo había contratado por cuatro chavos, un salario provisional convertido en definitivo al día siguiente. De extracción campesina, habituado a la sumisión ante los fenómenos naturales, había aceptado aquella subordinación civil como continuación lógica de una situación de hecho.
Llegaron a última hora de la mañana.
Henri detuvo su imponente limusina ante la mirada admirativa de una treintena de obreros. Justo en el centro del patio. Para demostrar quién era el jefe. El jefe es quien manda, aunque también se lo llama cliente. O rey, es lo mismo.
La serrería y carpintería Lavallée había languidecido durante tres generaciones hasta la providencial llegada de la guerra, que le había permitido abastecer al ejército de centenares de kilómetros de traviesas, soportes y vigas de sostén para construir, apuntalar y reparar trincheras y ramales. Había pasado de trece trabajadores a más de cuarenta. Gaston Lavallée también tenía un coche muy bonito, pero sólo lo sacaba en las grandes ocasiones, aquello no era París.
Henri y Lavallée se saludaron en el patio. Henri no le presentó a Dupré. Más tarde se limitaría a decir «Arregle eso con Dupré», y Lavallée se volvería y le haría un leve gesto con la cabeza al administrador, que iba detrás de ellos. Y eso serviría de presentación.
Antes de la visita, Lavallée quiso ofrecerles un ligero tentempié y señaló la escalinata de la casa, situada a la derecha de los inmensos talleres. Henri iba a declinar la invitación con un revés de la mano cuando vio a la joven con delantal que esperaba a los visitantes en la puerta, alisándose el pelo. Lavallée añadió que Émilienne, su hija, había preparado el refrigerio.
—Bueno, pero algo rápido —aceptó Henri.
De aquellos talleres era de donde había salido el magnífico ejemplar de ataúd destinado al Servicio de Sepulturas, una espléndida caja de roble de primera calidad, valorada en sesenta francos. Tras haber cumplido su cometido de cebo ante la Comisión de Adjudicación, ya podían hablar en serio de los ataúdes que realmente se entregarían.
Pradelle y Lavallée estaban en el taller principal, acompañados por Dupré y un contramaestre, que se había enfundado su mono de los domingos para la ocasión. Pasaron ante una serie de ataúdes alineados uno junto al otro, tiesos como soldados muertos, cuya calidad iba en progresiva y visible disminución.
—Nuestros héroes… —empezó a decir pomposamente Lavallée posando la mano en uno de castaño, un modelo hacia la mitad de la fila.
—¡No me venga con gilipolleces! —le espetó Pradelle—. A ver, ¿qué tiene por menos de treinta francos?
Al final, vista de cerca, la hija del patrón era más bien fea (por mucho que se alisara el pelo era irremediablemente provinciana), el vino blanco estaba caliente y demasiado dulce y lo que habían servido con él, incomible. Lavallée había organizado la llegada de Pradelle como si los visitara un reyezuelo africano, los empleados no paraban de lanzarse miradas y codazos, y a Henri todo aquello le crispaba los nervios, quería acabar de una vez para estar de vuelta en París a la hora de la cena, un amigo había prometido presentarle a Léonie Flanchet, una actriz del Vaudeville con quien se había cruzado hacía una semana, una mujer espectacular, todo el mundo lo decía y él tenía prisa por comprobarlo.
—Pero… treinta francos no era lo acordado…
—Lo acordado y lo que se hará son dos cosas muy distintas —lo atajó Pradelle—. Así que vamos a empezar la conversación desde el principio, pero deprisita, que no tengo todo el día.
—Pero, señor Pradelle…
—D’Aulnay-Pradelle.
—Bueno, como usted diga…
Henri lo miraba fijamente.
—Muy bien, señor d’Aulnay Pradelle, por supuesto, tenemos ataúdes a ese precio… —dijo Lavallée en tono conciliador, casi pedagógico.
—Pues ésos son los que voy a llevarme.
—Pero… no es posible…
Pradelle fingió una enorme estupefacción.
—Tenga en cuenta el transporte, caballero —añadió el carpintero en tono profesional—. Si se tratara de ir al cementerio de al lado, no habría el menor problema. Pero sus ataúdes han de viajar. Saldrán de aquí hacia Compiègne, hacia Laon… Luego, los descargarán y volverán a cargarlos y transportarlos a los lugares de exhumación, para llevarlos de nuevo a los cementerios militares, y eso es mucho trote…
—No veo el problema.
—Los que tenemos por ese precio, treinta francos, son de chopo. Poco resistentes. Se doblarán, partirán y hasta desfondarán, porque no están pensados para tanto ajetreo. Como mínimo, tienen que ser de haya. Cuarenta francos. ¡Y eso, perdiendo yo dinero! Lo rebajo por la cantidad, que si no costarían cuarenta y cinco…
Henri se volvió hacia la izquierda.
—¿Y eso?, ¿qué es?
Avanzaron. Lavallée empezó a reírse a carcajadas, con una risa falsa, demasiado sonora.
—¡Eso es abedul!
—¿Cuánto cuesta?
—Treinta y seis…
—¿Y eso?
Henri señaló un modelo de gama baja, justo antes de los ataúdes de contrachapado.
—Eso, pino.
—¿Cuánto?
—Pues… Treinta y tres…
Perfecto. Henri posó la mano en el ataúd y le dio unas palmaditas, como si fuera un caballo de carreras, casi con admiración, no se sabía si por la calidad del acabado, por el módico precio o por su propia genialidad.
Lavallée se creyó en el deber de demostrar su profesionalidad:
—Si me permite, en realidad este modelo no se adapta a sus necesidades. Verá…
—¿Mis necesidades? —lo interrumpió Henri—. ¿Qué necesidades?
—¡El transporte, caballero, se lo repito, el transporte! Ése es el quid.
—Usted los manda desmontados. A la salida, no hay problema…
—No, a la salida…
—Y a la llegada, vuelve a montarlos. ¡Sin problemas!
—No, claro. Las complicaciones, y perdone que insista, surgen en el momento en que empiezas a manipularlos: bajarlos del camión, dejarlos en el suelo, moverlos, colocar el cadáver…
—Ya lo he entendido, pero a partir de ese momento ya no es asunto suyo. Usted entrega y ya está. ¿No es así, Dupré?
Henri hacía bien en volverse hacia su administrador, porque el problema sería de éste. Ni siquiera esperó respuesta. Lavallée habría querido argumentar, mencionar la reputación de su empresa, hacer hincapié en que… Henri le paró los pies:
—¿Ha dicho treinta y tres francos?
El carpintero sacó su libreta a toda prisa.
—Teniendo en cuenta la cantidad que voy a encargar, dejémoslo en treinta, ¿de acuerdo?
Mientras buscaba el lápiz, Lavallée había perdido tres francos por ataúd.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Son treinta y tres, y precisamente teniendo en cuenta la cantidad!
Estaba claro que, esta vez y sobre ese punto en concreto, Lavallée no daría su brazo a torcer. Se veía en la postura de su cuerpo.
—¡Treinta francos no, ni hablar!
De repente, parecía haber crecido diez centímetros; con la cara enrojecida y el lápiz temblándole en la mano, tenía toda la pinta del hombre que se dejaría matar allí mismo por tres francos.
Henri asintió lentamente, ya veo, ya veo…
—Bien —dijo al fin en tono conciliador—. Pues treinta y tres francos.
Aquella súbita rendición resultaba sorprendente. Lavallé apuntó el precio en su cuaderno. La inesperada victoria lo había dejado temblando, exhausto, temeroso.
—Dígame, Dupré… —murmuró Henri con expresión preocupada.
Lavallée, Dupré, el contramaestre: todos volvieron a ponerse tensos.
—Para Compiègne y Laon, eran de un metro setenta, ¿no?
Las adjudicaciones variaban según los tamaños, desde ataúdes de un metro noventa (bastante pocos) y ochenta (unos centenares), hasta los de un metro setenta, la altura media, que formaban la mayoría de las remesas. Algunos lotes eran de ataúdes aún más pequeños, un metro sesenta o incluso cincuenta.
Dupré asintió.
—Un metro setenta, exacto.
—Hemos quedado en que el metro setenta sale a treinta y tres francos —dijo Henri dirigiéndose a Lavallée—. ¿Y el metro cincuenta?
Sorprendidos por aquel nuevo enfoque, ninguno de los presentes comprendió qué quería decir con eso de los ataúdes más cortos de lo previsto… El carpintero no había contemplado esa posibilidad, tenía que calcular, volvió a abrir el cuaderno y se embarcó en una regla de tres en la que empleó un tiempo absurdo. Los demás aguardaban. Henri seguía ante el ataúd de pino, pero había dejado de acariciarle el lomo, simplemente se lo comía con los ojos, como si fuera una nueva conquista con la que se disponía a pasar un buen rato.
Por fin, Lavallée alzó los ojos, la idea se abría camino en su mente.
—Treinta francos… —declaró con voz inexpresiva.
—Ajá, ajá… —murmuró Pradelle con la boca entreabierta, pensativo.
Todos empezaban a imaginar las consecuencias prácticas: meter a un soldado muerto de un metro sesenta en un ataúd de un metro cincuenta. Según el contramaestre, habría que doblarle la cabeza hasta que la barbilla tocara el pecho. Por su parte, Dupré pensaba más bien en colocar el cuerpo de lado con las piernas un poco dobladas. En cuanto a Gaston Lavallée, simplemente no lo veía, había perdido dos sobrinos en el Somme el mismo día, la familia había reclamado los cuerpos, él personalmente había hecho los ataúdes, de roble macizo con un gran cruz y asas doradas, y se negaba a imaginar cómo meterían unos cadáveres demasiado largos en unos ataúdes demasiado cortos.
En ese momento, Pradelle adoptó la expresión de alguien que se limita a pedir una información inocua, por curiosidad, sólo por saber.
—Dígame, Lavallée, un ataúd de un metro treinta, ¿cuánto vendría a costar?
Una hora después habían firmado un acuerdo. Se transportarían a diario doscientos ataúdes a la estación de Orleans. El precio por unidad había bajado a veintiocho francos. Pradelle estaba muy satisfecho de la negociación. Acababa de amortizar el Hispano-Suiza.