BAJO una lluvia pertinaz, con la caja de zapatos bajo el brazo y la mano izquierda vendada, Albert empujó la verja que daba al pequeño patio, donde se amontonaban jambas de puerta, ruedas, capotas desgarradas de simón, sillas rotas y todo tipo de trastos, a saber qué hacían allí o para qué servían. Todo estaba lleno de barro, pero Albert ni siquiera intentó pisar en los adoquines estratégicamente distribuidos por el patio, porque, después de la última inundación, habían quedado tan alejados entre sí que habría que haber dado saltos circenses para no mojarse. Sus últimas botas de agua habían pasado a mejor vida y, de todas formas, ejecutar pasos de danza con aquella caja de zapatos llena de ampollas de cristal… Cruzó el patio de puntillas y llegó al pequeño edificio cuyo primer piso había sido acondicionado para arrendarlo a doscientos francos, una ganga, teniendo en cuenta los precios de los alquileres en París.
Se habían instalado allí en junio, poco después del retorno de Édouard a la vida civil.
Ese día, Albert había ido a buscarlo al hospital. A pesar de su precaria economía, optó por tomar un taxi. Desde que había acabado la guerra, se veían muchos mutilados de todo tipo —la contienda se había mostrado muy imaginativa también en ese aspecto—, pero la aparición de aquel golem renqueando sobre una pierna tiesa y con un boquete en mitad de la cara asustó al taxista, un ruso. El propio Albert se quedó petrificado, pese a haber visitado a su compañero en el hospital todas las semanas. Pero dentro no producía el mismo efecto que en el exterior. Era como si hubieran soltado a un animal del zoo en plena calle. Hicieron todo el trayecto sin decir una palabra.
Édouard no tenía adónde ir. En aquellos momentos, Albert vivía en una habitación exigua, una buhardilla atravesada por las corrientes de aire en un sexto piso, con el retrete y un grifo de agua fría en el rellano. Se lavaba en una palangana y, en cuanto podía, acudía a los baños públicos. Édouard entró en la buhardilla, que pareció no ver, se sentó en una silla cerca de la ventana, miró la calle y el cielo, y encendió un cigarrillo con la aleta derecha de la nariz. Albert comprendió enseguida que ya no se movería de allí y que cargar con él iba a convertirse rápidamente en la razón de su vida cotidiana.
La convivencia fue difícil desde el principio. Édouard, desgarbado y esquelético —lo único más delgado a la vista era un gato gris que pasaba a veces por los tejados—, ocupaba él solo la mitad de la habitación. Ya era pequeña para uno, así que, siendo dos, vivían en una intimidad casi tan estrecha como en la trinchera. Muy perjudicial para la moral. Édouard dormía en el suelo sobre una manta y se pasaba el día fumando, con la pierna tiesa extendida ante él y los ojos hacia la ventana. Antes de irse, Albert le dejaba preparados los ingredientes de la comida, la pipeta, la goma, el embudo… Édouard unas veces los tocaba, otras no. Se quedaba en el mismo sitio todo el día, como una estatua de sal. Parecía dejar que la vida escapara de él como la sangre de una herida. La convivencia con la desgracia resulta tan agotadora que Albert empezó a buscarse excusas para salir. En realidad, sólo iba a comer a la taberna de Duval, porque intentar darle palique a alguien tan lúgubre como Édouard le hundía la moral.
Se asustó.
Le preguntó a Édouard sobre su futuro. ¿Adónde pensaba ir? Pero la conversación, iniciada muchas veces, acababa en cuanto Albert reparaba en el abatimiento de su compañero y en sus ojos humedecidos, la única cosa viva en aquel desesperante cuadro, una mirada de desamparo que traslucía total impotencia.
Así que Albert comprendió que ahora recaía sobre él la plena y absoluta responsabilidad de Édouard, y por una buena temporada, hasta que estuviera mejor, recuperara las ganas de vivir y volviera a hacer planes. Calculó esa convalecencia en unos cuantos meses, pues se negaba a aceptar que el mes no fuera la unidad de medida.
Le llevó papel y lápices de colores. Édouard esbozó un gesto de agradecimiento, pero no llegó a abrir el paquete. No era un gorrón ni un aprovechado, sino un envoltorio vacío, sin deseos ni ilusiones, y casi parecía que sin ideas. Si lo hubiera dejado atado debajo de un puente, como a un animal doméstico del que uno quiere deshacerse, y hubiera echado a correr, Édouard ni siquiera le habría guardado rencor.
Albert había oído hablar de la «neurastenia», se informó, preguntó aquí y allá, le mencionaron los términos «melancolía», «depresión», «lipomanía», pero ninguno le fue de mucha utilidad. Lo fundamental saltaba a la vista: Édouard aguardaba la muerte y, tardara lo que tardase, era la única solución posible, menos que un cambio, la simple transición de un estado a otro, aceptada con resignada paciencia, como esos silenciosos e impotentes ancianos a quienes se acaba por no ver y que ya sólo sorprenden el día en que se mueren.
Albert le hablaba sin cesar, es decir, hablaba solo, como un viejo en su cuchitril.
—Fíjate si tengo suerte… —le decía mientras le preparaba su mezcla de huevo y caldo de carne—. Como interlocutor, habría podido dar con un mala sombra que siempre me llevara la contraria.
Hacía de todo para alegrarlo, porque confiaba en que su estado mejoraría de ese modo y para descifrar lo que, desde el primer momento, había sido una incógnita para él: ¿cómo se las arreglaría Édouard el día en que quisiera reírse? En el mejor de los casos emitía unos gorgoteos bastante agudos, una especie de gárgaras que incomodaban y daban ganas de ayudarle, como cuando se pronuncia una palabra ante un tartamudo que se ha atascado en una sílaba. Irritaba bastante. Por suerte, Édouard lo hacía poco, porque parecía cansarlo más que otra cosa. Pero Albert no conseguía olvidarse de lo de la risa. Por lo demás, no era la única idea que lo obsesionaba desde lo del enterramiento. Aparte de la tensión, la inquietud permanente y el miedo a todo lo que podía pasarle, había fijaciones a las que daba vueltas hasta la extenuación, como ya le pasó con la manía de recomponer la cabeza del caballo. Había enmarcado el dibujo de Édouard, sin reparar en gastos. Era la única decoración de la buhardilla. A veces, para animar a su amigo a retomar el lápiz y el papel o simplemente mantenerse ocupado, se plantaba delante del cuadro con las manos en los bolsillos y lo admiraba con exageración, diciendo que sí, que estaba claro, Édouard tenía verdadero talento, y si hubiera querido… Pero de nada servía: Édouard encendía otro cigarrillo con la aleta izquierda o derecha de la nariz y se ensimismaba en la contemplación de los tejados de cinc y las chimeneas que formaban lo esencial del paisaje. No tenía ganas de nada, no había hecho ningún plan en todos aquellos meses en el hospital, en los que había empleado la mayor parte de su energía en oponerse a las exhortaciones de los médicos y los cirujanos, no sólo porque rechazara su nuevo estado, sino también porque no conseguía imaginar el día de mañana, el futuro. El tiempo se había detenido bruscamente con el trozo de metralla. Édouard estaba peor que un reloj estropeado, que al menos da la hora exacta un par de veces al día. Tenía veinticuatro años y, un año después del accidente, no había conseguido volver a ser ni remotamente el que fue. Recomponer algo.
Había permanecido mucho tiempo tenso, agarrotado en una actitud de ciega resistencia, como otros soldados, según decían, se quedaban inmovilizados en la postura en que los habían encontrado, doblados, aovillados, torcidos, era increíble lo que aquella guerra había podido inventar. Todo su rechazo se había plasmado en la figura del doctor Maudret, un gilipollas redomado, en su opinión, a quien los pacientes le interesaban menos que la medicina y los avances de la cirugía. Seguramente, era falso y cierto a la vez, pero Édouard no estaba para matices, tenía un agujero en plena cara y no se hallaba de humor para sopesar los pros y los contras. Se aferraba a la morfina, empleaba toda su energía en conseguir que se la recetaran rebajándose a argucias indignas de él, a súplicas, trampas, exigencias, mentiras o hurtos. Tal vez pensaba que la morfina acabaría matándolo, pero ¡qué va!, cada vez necesitaba más, y, cansado de oír que lo rechazaba todo, injertos, prótesis, aparatos, el doctor Maudret había acabado echándolo a la calle. Se desvive uno por estos tipos, les ofrece los últimos adelantos de la cirugía, y ellos nos miran como si fuéramos nosotros quienes hubiéramos disparado el obús mientras prefieren quedarse como están. Sus colegas psiquiatras (el soldado Larivière había visto a varios, pero, tozudo, cerrado, jamás les respondía) tenían teorías sobre el obstinado rechazo de ese tipo de heridos; indiferente a las explicaciones, el doctor Maudret se encogía de hombros: quería dedicar su tiempo y sus conocimientos a muchachos que se merecieran tanto esfuerzo. Firmó su alta sin dignarse mirarlo.
Édouard abandonó el hospital con unas cuantas recetas, una minúscula dosis de morfina y un montón de papeles a nombre de Eugène Larivière. Horas después, se sentaba en una silla delante de la ventana de la diminuta buhardilla de su compañero, y el mundo se le caía encima, como si acabara de entrar en su celda tras ser condenado a perpetuidad.
Aunque no conseguía hilvanar dos ideas, Édouard oía a Albert hablarle de la vida diaria e intentaba concentrarse, sí, claro que había que pensar en el dinero, era cierto, qué iba a ser de él ahora, qué iba a hacer consigo mismo, pero no conseguía pasar de la mera constatación, su mente se escurría como por los agujeros de un colador; luego, cuando volvía en sí, ya era de noche, y Albert regresaba de trabajar, o había pasado media jornada ya y el cuerpo le reclamaba su inyección. Aun así, se esforzaba, apretaba los puños e intentaba realmente imaginar lo que pasaría, pero no servía de nada, su mente, fluida, se escapaba por el menor intersticio, huía de inmediato, dejando el campo libre a interminables cavilaciones. Su pasado fluía como un río, sin orden ni concierto. Quien aparecía a menudo era su madre. Apenas recordaba nada de ella, y se aferraba obstinadamente a lo poco que afloraba, vagas reminiscencias concentradas en sensaciones, un perfume almizclado que intentaba recuperar, su tocador rosa, con el puf de borlas y las cremas, los cepillos, el aterciopelado satén al que se agarró un día que ella se había inclinado hacia él, o el medallón de oro que le abría para que él lo viera, agachándose a su lado, como en secreto. En cambio, de su voz, sus palabras o su mirada no rescataba nada. Su madre se había evaporado de su recuerdo, corriendo la misma suerte que toda la gente a la que había conocido. El descubrimiento lo dejó anonadado. Desde que no tenía rostro, todos los rostros se habían borrado. El de su madre, el de su padre, los de sus compañeros de colegio, sus amantes, sus profesores, el de Madeleine… También su hermana reaparecía a menudo. A falta de la cara, quedaba su risa. No conocía ninguna tan cristalina, había hecho locuras para oírla reír, aunque no era tan difícil: un dibujo, un par de muecas, la caricatura de un criado —el servicio también reía, pues se veía a la legua que el chico no tenía maldad— y, sobre todo, los disfraces, para los que tenía mucha gracia y a los que era muy aficionado, afición que no tardó en virar al travestismo. Pero ante el espectáculo del maquillaje, la risa de Madeleine se volvía forzada, no por ella, no, sino «por papá», decía, si viera esto… Madeleine trataba de vigilarlo todo, hasta el menor detalle. A veces la situación se le escapaba de las manos, y entonces tenían cenas glaciales, penosas, porque Édouard bajaba fingiendo haberse olvidado de quitarse el rímel. En cuanto se daba cuenta, el señor Péricourt se levantaba, dejaba la servilleta sobre la mesa y le pedía a su hijo que la abandonara, pero por qué, exclamaba Édouard con fingido desconcierto, qué he hecho. Pero ahora ya nadie reía.
Todos esos rostros, incluido el suyo, habían desaparecido, no quedaba ninguno. En un mundo sin rostro, ¿a qué podía aferrarse, contra quién podía luchar? Para él, el mundo ya no era más que un universo de figuras decapitadas donde, en compensación, las dimensiones de los cuerpos se habían duplicado, como las de su padre, enormes. Las sensaciones de su primera infancia emergían como burbujas, ya fuera el delicioso escalofrío del miedo mezclado con la admiración al contacto con su padre, ya fuera la forma en que decía «¿Verdad, hijo mío?», sonriendo y poniéndolo por testigo en conversaciones de adultos y respecto a cosas que no comprendía. Era como si su imaginación se hubiera empobrecido, se limitara ahora a contener imágenes convencionales. Por ejemplo, su padre aparecía a veces precedido de una enorme y densa sombra, como el ogro en los cuentos infantiles. ¡Y su espalda! Aquella ancha y terrible espalda, que le había parecido gigantesca hasta que fue tan alto como él y acabó sobrepasándolo, aquella espalda que, por sí sola, sabía expresar tan bien la indiferencia, el desprecio, el disgusto.
El odio que en otros tiempos había sentido por su padre se había esfumado. Ambos habían acabado coincidiendo en un desprecio recíproco. La vida de Édouard se desmoronaba porque ya ni siquiera la sostenía el odio. Esa guerra también la había perdido.
Así pasaba los días, dando vueltas a imágenes y penas, mientras Albert se marchaba y volvía. Cuando había que hablar (Albert siempre quería hablar), Édouard emergía de sus ensoñaciones, ya eran las ocho, ni siquiera había encendido la luz. Albert no paraba, charlaba animadamente, y lo que siempre acababa comentando eran sus problemas de dinero. Todos los días se lanzaba al asalto de los barracones Vilgrain, que el gobierno había montado para los más desfavorecidos, pero por lo visto todo desaparecía a una velocidad de vértigo. Nunca mencionaba el precio de la morfina, era su forma de mostrarse delicado. Hablaba del dinero en general, pero en tono casi alegre, como si se tratara de un aprieto momentáneo del que más adelante se reirían, del mismo modo que, en el frente, para darse valor, a veces hacían de la guerra una simple variante del servicio militar, un penoso deber que al final dejaría buenos recuerdos.
Según Albert, la cuestión económica se arreglaría pronto, sólo era cuestión de días, la pensión de invalidez de Édouard aliviaría la carga financiera, permitiría subvenir a las necesidades del amigo. Un soldado que había sacrificado su vida por la patria y nunca podría retomar una actividad normal, uno de aquellos que habían ganado la guerra, que habían puesto a Alemania de rodillas… Era un tema del que Albert jamás se cansaba, y sumaba la prima de desmovilización, el peculio, la invalidez, la pensión de mutilado…
Édouard negó con la cabeza.
—¿Cómo que no? —le preguntó Albert.
Ya está, pensó, Édouard no había hecho las gestiones, no había rellenado ni enviado la documentación.
—Ya lo haré yo, grandullón —le dijo—, no te preocupes.
Édouard volvió a negar. Y como Albert seguía sin comprender, cogió la pizarra de conversación y la tiza y escribió: «Eugène Larivière.»
Albert frunció el ceño. Entonces Édouard se levantó y sacó de su mochila un arrugado impreso titulado «Constitución de un expediente de invalidez o pensión», que incluía una lista de los documentos que había que presentar para su examen ante una comisión. Albert se detuvo en las líneas subrayadas en rojo por el propio Édouard: certificado de la causa de la herida o la enfermedad, relación de los primeros registros médicos de incorporación y enfermería, fichas de evacuación, volantes de primera hospitalización…
Fue un shock terrible.
Pero era lógico. No existía ningún Eugène Larivière registrado como herido en la cota 113 y hospitalizado. Sin duda, existiría un Édouard Péricourt, evacuado y fallecido a causa de sus heridas, y también un Eugène Larivière trasladado a París, pero la menor investigación administrativa demostraría que aquella historia no se sostenía, que el herido hospitalizado, Édouard Péricourt, no era el mismo que aquel Eugène Larivière que había sido dado de alta dos días después para ser trasladado al hospital Rollin de la avenida Trudaine. Era imposible entregar los documentos requeridos.
Édouard había cambiado de identidad, ya no podía demostrar nada, no cobraría ni un céntimo.
Si la investigación se remontaba hasta los registros, hasta el engaño, hasta la falsificación de documentos, más que recibir una pensión, podían acabar dando con sus huesos en la cárcel.
La guerra había acostumbrado el ánimo de Albert a la desgracia, pero esta vez, anonadado, vivió la situación como una injusticia. Peor aún: como un repudio. ¿Qué he hecho?, se preguntó consternado. La ira que bullía en su interior desde su licenciamiento estalló de golpe. Dio un violento cabezazo contra la pared, el dibujo enmarcado del caballo cayó al suelo, el cristal que lo recubría se partió en dos y Albert, aturdido, se quedó sentado en el suelo con un chichón en la frente que le duró casi dos semanas.
Édouard todavía tenía los ojos húmedos. Pero no había que llorar demasiado delante de Albert, porque en esa época su propia situación personal ya le arrancaba lágrimas con facilidad… Édouard lo comprendió y se limitó a posarle la mano en el hombro. Lo sentía muchísimo.
Había que encontrar a toda prisa un sitio para dos personas, una paranoica y la otra mutilada. El presupuesto de Albert era ridículo. Los periódicos seguían pregonando a los cuatro vientos que Alemania pagaría íntegramente todo lo que había roto durante la guerra, poco menos que medio país. Mientras tanto, el coste de la vida seguía subiendo, las pensiones no se pagaban, las primas no se abonaban, el transporte era caótico, y el abastecimiento, imprevisible; en consecuencia, florecía el contrabando, mucha gente vivía de trapicheos, intercambiando mercancías de saldo, todo el mundo conocía a alguien que conocía a alguien, la gente se daba soplos y se pasaba direcciones, y así fue como Albert llegó al número 9 del pasaje Pers, ante una casa donde ya se apiñaban tres inquilinos. En el patio, un pequeño edificio que había servido de almacén ahora hacía las veces de trastero y el primer piso estaba vacío. Destartalado, pero grande, tenía una estufa de carbón que caldeaba bastante bien porque el techo no era muy alto, había agua justo abajo, dos grandes ventanas y un biombo con pastoras, corderos y arbolitos con un desgarrón en el centro zurcido toscamente.
Albert y Édouard hicieron la mudanza en una carretilla de mano, porque las furgonetas eran caras. Fue a principios de septiembre.
Su nueva casera, la señora Belmont, había perdido a su marido en 1916 y a su hermano un año después. Aún era joven, y quizá bonita, pero estaba tan castigada que ya no se sabía. Vivía con su hija, Louise, y confesó que se quedaba más tranquila al ver llegar a «dos hombres jóvenes», porque, sola en aquella casa tan grande y en aquel pasaje, en caso de apuro, no podía contar con los tres inquilinos actuales, todos mayores. Vivía modestamente de los alquileres y limpiando aquí y allá. El resto del tiempo permanecía inmóvil tras la ventana, contemplando los cachivaches acumulados en otros tiempos por su marido y ahora inútiles, que se oxidaban en el patio. Albert la veía casi siempre que se asomaba a la ventana.
Su hija, Louise, era muy espabilada. Once años, ojos de gato e infinidad de pecas. Y desconcertante. Bulliciosa como el agua de un torrente y, un instante después, pensativa, quieta como una estatua. Hablaba poco, Albert no había oído su voz más de tres veces, y nunca sonreía. Pero era realmente guapa, y si seguía así, iba a provocar más de una pelea. Albert nunca llegó a comprender cómo consiguió ganarse a Édouard. Por lo general, Édouard no quería ver a nadie, pero a aquella cría no había quien la parara. Los primeros días, se había quedado allí abajo, al pie de la escalera, fisgoneando. Todos sabemos que los niños son curiosos, especialmente las chicas. Su madre debía de haberle hablado del nuevo inquilino.
—Parece que no es muy agradable de ver. Por eso nunca sale, según me contó su amigo, que lo cuida.
Vamos, nada mejor para despertar la curiosidad de una niña de once años… Se cansará, se había dicho Albert. Pero no. Así que, de tanto encontrársela en lo alto de la escalera, sentada en un peldaño cerca de la puerta, de verla esperar y echar un vistazo al interior a la menor oportunidad, Albert había acabado por abrir de par en par. La niña permaneció en el umbral con unos ojos como platos y una boca entreabierta en una bonita «O» muy redonda, pero de la que no salió sonido alguno. Huelga decir que la facies de Édouard, con aquel enorme agujero y únicamente los dientes de arriba, que parecían el doble de grandes, era espectacular, como, por lo demás, le había dicho sin rodeos el propio Albert: «¡Chico, realmente das miedo, una cara así no la ha visto nadie en su vida, al menos podrías pensar un poco en los demás!» Se lo decía para que se decidiera a ponerse el injerto, pero ¡qué va! Para demostrárselo, Albert señaló la puerta, de la que la niña había huido aterrorizada apenas lo había visto. Impertérrito, Édouard se limitó a darle otra calada al cigarrillo con una aleta de la nariz tapándose la otra. Sacaba el humo por el mismo conducto, porque, por la garganta no, Édouard, eso, de verdad que no, le pedía Albert, no puedo soportarlo, para serte sincero, me da miedo, parece un cráter en erupción, te lo juro, mírate en el espejo y lo verás, etcétera. Albert había recogido a su compañero a mediados de junio, pero ya se comportaban como un viejo matrimonio. La vida cotidiana era muy difícil, nunca tenían dinero; sin embargo, como ocurre a veces, las dificultades habían unido más a los dos hombres, igual que una soldadura. Albert era sumamente sensible a la tragedia de su amigo y no dejaba de pensar que si él no hubiera acudido a salvarlo… Y encima cuando sólo faltaban unos días para el final de la guerra. Por su parte, Édouard, que se daba cuenta de que Albert era el que llevaba a cuestas la vida de ambos, trataba de aligerarle la carga y se ocupaba de las tareas domésticas. Lo dicho, un matrimonio en toda regla.
La pequeña Louise reapareció días después de su primera intentona. Albert pensó que el espectáculo que ofrecía Édouard ejercía sobre ella cierta fascinación. Se quedó un instante plantada en la puerta de la gran habitación. Y, de pronto, se acercó a Édouard y extendió el índice hacia su cara. Édouard se arrodilló —desde luego, con él, Albert acabaría curado de espanto— y dejó que la pequeña recorriera con el dedo el borde de aquel enorme agujero. Estaba pensativa, concentrada, parecía que estuviera haciendo los deberes, como si pasara minuciosamente un lápiz sobre los contornos del mapa de Francia para aprenderse su forma.
La relación de ambos databa de ese momento. En cuanto volvía de la escuela, Louise subía a ver a Édouard. Le llevaba periódicos de hacía dos días o de la semana anterior que había recogido por ahí. Era la única ocupación conocida de Édouard: leerlos y recortar artículos. Albert había echado un vistazo a la carpeta donde guardaba los recortes, sobre los muertos de la guerra, las conmemoraciones, las listas de desaparecidos, todo bastante triste. Édouard no leía los periódicos de París, sólo los de provincias. Louise siempre se los conseguía, Dios sabrá cómo. Prácticamente a diario, Édouard tenía su fajo de números atrasados de L’Ouest-Éclair, el Journal de Rouen o L’Est républicain. Mientras la niña hacía los deberes en la mesa de la cocina, él se fumaba un Caporal y recortaba artículos. La madre de Louise no rechistaba.
Una noche de mediados de septiembre, Albert llegó a casa agotado tras su jornada como hombre anuncio. Se había pasado la tarde recorriendo los grandes bulevares entre la Bastilla y la República con publicidad, en un lado, de las pastillas Pink («¡En qué poco tiempo puede cambiar todo!») y, en el otro, del corsé Juvenil («¡Doscientas tiendas repartidas por toda Francia!»). Al entrar, encontró a Édouard tumbado en la vieja otomana que había recogido de la calle hacía unas semanas y traído a casa con el carretón de un compañero al que conocía del Somme, un tipo que empleaba sus últimas fuerzas en tirar de sus cargamentos con el brazo que le quedaba, su único medio de subsistencia.
Édouard fumaba por una fosa nasal; una especie de máscara azul oscuro que empezaba debajo de la nariz le cubría la parte inferior del rostro hasta el cuello como una gran barba, la barba de un actor de tragedia griega. Aquel azul oscuro pero reluciente estaba salpicado de minúsculos puntos dorados, como si le hubieran espolvoreado lentejuelas antes del secado.
Albert no disimuló su sorpresa. Édouard hizo un gesto teatral con la mano, como si le preguntara: «Bueno, ¿qué te parece?» Era muy curioso. Por primera vez desde que lo conocía, veía a Édouard con una expresión realmente humana. De hecho, la máscara era muy bonita, no podía decirse de otro modo.
En ese momento, Albert oyó un sonido ahogado a su izquierda y, al volverse, aún le dio tiempo a ver a Louise escabullirse y desaparecer escaleras abajo. Era la primera vez que la oía reír.
Las máscaras habían llegado para quedarse, como la propia Louise.
Días después, Édouard llevaba una totalmente blanca sobre la que había dibujada una gran boca sonriente. Con sus risueños ojos brillantes, parecía un actor de teatro italiano, una especie de Sganarelle o Pagliaccio. Ahora, al acabar de leer los periódicos, hacía con ellos pasta de papel para fabricar máscaras blancas como la tiza, que Louise y él pintaban o decoraban. Lo que había empezado como un juego se convirtió rápidamente en una ocupación a jornada completa. La niña era la gran sacerdotisa que, según el día, aportaba el estrás, las perlas, los retales, el fieltro de colores, las plumas de avestruz, la piel de serpiente de imitación… Debía de ser agotador ir de aquí para allá buscando todas aquellas baratijas, además de los periódicos. Albert no habría sabido adónde acudir.
Édouard y Louise se pasaban las horas muertas así, haciendo máscaras. Él nunca se ponía dos veces la misma, la nueva sustituía a la vieja, que se colgaba con sus compañeras en las paredes de la vivienda, como si fueran trofeos de caza o la colección de los disfraces en una tienda de travestís.
Eran casi las nueve cuando Albert llegó al pie de la escalera con la caja de zapatos bajo el brazo.
La mano izquierda, la del navajazo, le dolía horrores a pesar del vendaje del doctor Martineau y estaba de un humor cambiante. Aquel alijo, obtenido en dura lid, le brindaría un respiro. La búsqueda de la morfina era muy absorbente y angustiosa para alguien como él, tan impresionable, tan sensible a las emociones de todo tipo… Al mismo tiempo, no podía evitar pensar que con lo que llevaba en la caja habría podido acabar con su compañero veinte, cien veces.
Dio tres pasos, levantó la polvorienta lona que cubría los descuajaringados restos de un motocarro, hizo sitio entre los trastos que llenaban el cajón y metió la preciada caja de zapatos.
Por el camino había hecho un cálculo rápido. Si Édouard se ceñía a la dosis actual, que ya era un tanto excesiva, estarían tranquilos casi seis meses.