EL señor Péricourt abrió los ojos cuando tuvo la certeza de estar solo. Menudo jaleo… Todos aquellos exaltados del club, como si desmayarse en público no fuera ya bastante humillante…
Y luego, encima, Madeleine, su yerno, el ama de llaves, retorciéndose las manos al pie de la cama, el teléfono, que no paraba de sonar en el vestíbulo, y el doctor Blanche, con sus gotas, sus pastillas, su voz de cura y sus interminables consejos. Como no encontraba nada, decía que si el corazón, que si el cansancio, que si la fatiga, que si el clima de París, decía lo que se le ocurría, con razón enseñaba en la facultad.
La familia Péricourt poseía un palacete señorial cuya fachada daba al parque Monceau. El señor Péricourt había cedido buena parte a su hija, que, una vez casada, había redecorado a su gusto el segundo piso y se había instalado en él con su marido. El padre vivía arriba del todo, donde había seis habitaciones de las que sólo usaba realmente el gran dormitorio —que también le servía de biblioteca y despacho— y el cuarto de baño, pequeño pero suficiente para un hombre solo. Por lo que a él respectaba, la casa podría haberse reducido a aquel piso. Desde la muerte de su mujer casi no había puesto los pies en las demás estancias, excepto en el monumental comedor de la planta baja. Si de él hubiera dependido, habrían hecho las recepciones en el Voisin, y asunto concluido. Su cama estaba en una alcoba cerrada por una cortina de terciopelo verde oscuro, donde nunca había recibido a una mujer, para esas cosas iba a otra parte, aquel sitio era sólo suyo.
Cuando lo llevaron a casa, Madeleine se había quedado un buen rato sentada pacientemente junto a él. Al final, cuando le cogió la mano, él no pudo aguantarlo.
—Esto parece un velatorio —dijo.
Cualquier otra se habría molestado, pero ella sonrió. Tenían muy pocas oportunidades de verse a solas tanto rato. Realmente no es guapa, se dijo Péricourt. Está muy mayor, pensó su hija.
—Te dejo —dijo Madeleine poniéndose en pie, y señaló el tirador.
El señor Péricourt aprobó con la mirada, sí, de acuerdo, no te preocupes, y ella controló el vaso, la botella de agua, el pañuelo, las pastillas.
—Apaga, por favor —le pidió su padre.
Sin embargo, no tardó en lamentar que se hubiera ido.
De pronto, cuando empezaba a sentirse mucho mejor —el malestar del Jockey ya sólo era un recuerdo—, reconoció aquella opresión que lo había derribado sin avisar. Lo alcanzó a la altura del estómago y se extendió del pecho a los hombros, a la cabeza. El corazón le latía como si fuera a estallarle, como si le faltara sitio; buscó el tirador, pero renunció, algo le decía que no iba a morir, que aún no había llegado su hora.
La estancia se hallaba en penumbra. Miró los anaqueles de la biblioteca, los cuadros, los motivos de la alfombra como si fuera la primera vez que los veía. Se sintió mucho más viejo porque, de pronto, todo a su alrededor, hasta el menor detalle, le parecía nuevo. Experimentó tal opresión, el nudo que le apretaba la garganta se cerró de repente con tal fuerza, que se le humedecieron los ojos. Se echó a llorar. Simples y abundantes lágrimas, una pena como no recordaba haber sentido jamás, sí, tal vez de niño, y que lo aliviaban de alguna manera. Se abandonó, dejó que el llanto fluyera sin avergonzarse, era dulce como un consuelo. Se enjugó la cara con la punta de la sábana y respiró hondo, en vano, pues las lágrimas seguían resbalándole por la cara, continuaba embargado por la pena. Es la senilidad, se dijo, aunque en el fondo no lo creía. Se incorporó y, recostado en las almohadas, cogió el pañuelo de la mesilla y se sonó ocultándose bajo la ropa de la cama, no quería que lo oyeran, que se preocuparan, que acudieran. ¿Que lo vieran llorar? No, no era eso. No le habría gustado, por supuesto, era humillante, un hombre de su edad berreando. Pero sobre todo quería estar solo.
El nudo se aflojó ligeramente, pero todavía le costaba respirar. Poco a poco el llanto se calmó y lo invadió un enorme vacío. Estaba agotado, pero no podía dormir. Siempre había dormido bien, toda la vida, incluso en las circunstancias más difíciles, tras la muerte de su mujer, por ejemplo: no comía, pero dormía profundamente, él era así. Sin embargo, la había querido, una mujer admirable con muchas cualidades. Y morir tan joven, ¡qué injusticia! Sí, para un hombre como él, era raro no conciliar el sueño, incluso preocupante. No es el corazón, se dijo el señor Péricourt, Blanche es un imbécil. Es la angustia. Algo flotaba sobre él, algo pesado, amenazador. Volvió a pensar en el trabajo, en la cita de aquella tarde, trató de recordar. Había estado todo el día raro, mareado desde la mañana. De todas formas, no había sido la discusión con el agente de Bolsa, eso no era para tanto, nada del otro mundo, gajes del oficio; además, en treinta años haciendo negocios se había merendado a decenas de agentes de Bolsa. El último viernes de cada mes tenían la reunión del balance con los banqueros, los intermediarios, todo el mundo firmes ante el señor Péricourt.
Firmes.
La palabra lo dejó anonadado.
Cuando comprendió por qué sufría tanto, las lágrimas volvieron de golpe. Mordió la sábana con fuerza y soltó un largo y ahogado rugido, un rugido rabioso, desesperado, presa de una pena espantosa, desmesurada, como nunca había imaginado que pudiera sentir. Tanto más violenta cuanto que… que no… Le faltaban las palabras, su mente parecía como pulverizada, fulminada por una desgracia inconmensurable.
Lloraba la muerte de su hijo.
Édouard había muerto. Édouard acababa de morir en ese preciso instante. Su hijo pequeño, su niño. Había muerto.
El día de su cumpleaños ni siquiera se había acordado, la imagen había pasado como el viento y todo se había acumulado para explotar ese día.
Había muerto hacía justo un año.
Su inmensa pena se veía multiplicada por el hecho de que, en el fondo, fuera la primera vez que Édouard existía para él. De pronto comprendía cuánto lo había querido, a su pesar, oscuramente. Lo entendía el día en que iba tomando conciencia de aquella intolerable realidad: jamás volvería a verlo.
No, no es sólo eso, le decían las lágrimas, la opresión en el pecho y la espada en la garganta.
Era peor: era culpable de haber recibido la noticia de su muerte como una liberación.
Pasó la noche en blanco, volviendo a ver a Édouard de niño, sonriendo ante recuerdos tan profundamente enterrados que los descubría como si fueran nuevos. No seguía el menor orden, no habría sido capaz de decir si el Édouard con disfraz de angelito (al que él mismo se había añadido unos cuernos de demonio, no se tomaba nada en serio, debía de tener unos ocho años) era anterior al que propició aquella charla con el director del colegio con relación a sus dibujos, sus dibujos, Dios mío, qué vergüenza. Qué talento.
El señor Péricourt no había guardado nada, ni un juguete ni un esbozo ni un óleo ni una acuarela, nada. ¿Y Madeleine? No, nunca se atrevería a preguntárselo.
Y así pasó la noche, los recuerdos, los remordimientos, Édouard por todas partes, niño, adolescente, adulto, y aquella risa, aquella alegría de vivir… Si no se hubiera comportado de aquella forma, si no hubiera tenido aquel gusto permanente por la provocación… Péricourt, que siempre había huido de las expansiones, se sentía incómodo con su hijo. Le venía de su mujer. Al casarse con su fortuna (era una Margis, de las hilaturas Margis), también se había casado con su mentalidad, según la cual ciertas cosas resultaban inconvenientes. Los artistas, por ejemplo. Pero, en el fondo, con el tiempo, el señor Péricourt se habría acostumbrado a la faceta artística de su hijo, al fin y al cabo había mucha gente que llegaba a ser algo en la vida pintando cuadros para los ayuntamientos o el gobierno. No, lo que jamás le había perdonado a su hijo no era lo que hacía, sino lo que era: Édouard tenía una voz demasiado aguda, estaba demasiado delgado, se preocupaba demasiado por su aspecto, hacía gestos demasiado… Saltaba a la vista: era muy afeminado. Péricourt nunca había osado pronunciar esa palabra ni en su fuero interno. Se avergonzaba de su hijo incluso delante de sus amigos, porque leía el infamante calificativo en sus labios. Él no era una mala persona, sino un hombre terriblemente herido, humillado. Aquel hijo era un ultraje viviente a unas esperanzas que al señor Péricourt le parecían legítimas. Nunca se lo había contado a nadie, pero el nacimiento de su hija había supuesto una gran decepción. Le parecía normal que un hombre deseara un varón. Entre un padre y un hijo, pensaba, hay una estrecha y secreta alianza, porque el segundo es el continuador del primero, el padre funda y transmite, el hijo recibe y hace fructificar, eso es la vida, desde la noche de los tiempos.
Madeleine era una niña encantadora, la quiso enseguida, pero siguió esperando con impaciencia.
Y el hijo no llegaba. Hubo abortos, penosos incidentes, pasaba el tiempo. Péricourt se volvió incluso irritable. Entonces se presentó Édouard. Por fin. Vio aquel nacimiento como puro producto de su voluntad. Además, su mujer murió poco después, lo que se le antojó una nueva señal. ¡Cuánto se había implicado los primeros años en la educación de su hijo! ¡Cuántas esperanzas albergaba y cuánto lo había sostenido su mera presencia! Más tarde llegó la decepción. Édouard contaba ya ocho o diez años cuando hubo que rendirse a la evidencia. Era un fracaso. Péricourt aún tenía edad de rehacer su vida, pero se negó por amor propio. No estaba dispuesto a condescender con el fracaso. Se encerró en la amargura, en el rencor.
Y ahora que su hijo había muerto (por lo demás, ni siquiera sabía cómo, no lo había preguntado), surgían los reproches: tantas palabras duras, irreparables, tantos semblantes hoscos, tantas manos cerradas, tantas puertas cerradas, Péricourt lo había cerrado todo delante de su hijo, sólo le había dejado abierta la guerra, para que muriera en ella.
Incluso cuando le comunicaron su muerte, no dijo ni media palabra. Revivió la escena. Madeleine destrozada. Él la sujetaba del hombro, le daba ejemplo. Dignidad, Madeleine, dignidad. No podía decirle, porque ni él lo sabía, que aquella desaparición respondía a la pregunta que lo obsesionaba: ¿cómo podía soportar un hombre como yo a un hijo como él? Y ahora, se acabó, el paréntesis Édouard acababa de cerrarse, la justicia existía. El equilibrio del mundo se restablecía. Había vivido el fallecimiento de su mujer como una injusticia, era demasiado joven para morir; en cambio, respecto a su hijo, que era aún más joven, no se le había ocurrido esa idea.
El llanto volvió a estremecerlo.
Lloro lágrimas secas, se dijo, soy un hombre seco. Le habría gustado desaparecer también. Por primera vez en su vida, hubiera preferido ser cualquier otra persona.
Por la mañana, sin haber pegado ojo en toda la noche, estaba agotado. Su rostro traslucía su pena pero, como nunca la había exteriorizado, Madeleine no lo entendió y se asustó. Se inclinó hacia él y lo besó en la frente. Lo que el señor Péricourt sentía era inexpresable.
—Voy a levantarme —anunció.
Su hija iba a protestar, pero ante aquel rostro abatido y resuelto, optó por callar y retirarse.
Una hora después, bajó afeitado y vestido, pero no había comido nada, Madeleine reparó en que no se había tomado los medicamentos, estaba débil, con los hombros caídos y la tez blancuzca. Llevaba el abrigo. Para estupefacción de los criados, se sentó en la silla del vestíbulo donde a veces se dejaban los abrigos de las visitas que iban a estar poco tiempo y alzó la mano hacia Madeleine.
—Pide el coche, vamos a salir.
Cuánto decían tan pocas palabras… Madeleine dio las órdenes oportunas, corrió a su habitación y volvió arreglada. Bajo el abrigo gris, llevaba una blusa de satén negro drapeada alrededor de la cintura y un sombrero de campana, también negro. Al verla, Péricourt pensó: me quiere. Me comprende, quería decir.
—Vamos… —le indicó a su hija.
En la acera le dijo a chófer que no lo necesitaría. No solía conducir él mismo, no le gustaba mucho, salvo cuando prefería estar a solas.
Había ido al cementerio una sola vez. Cuando murió su mujer.
No había puesto un pie allí cuando Madeleine buscó el cuerpo de su hermano y lo trasladó al panteón familiar. La que había querido «hacerlo volver» había sido ella. Él lo habría dejado donde estaba. Su hijo había muerto por la patria y estaba enterrado con los patriotas, era lo lógico. Pero Madeleine se empeñó. Péricourt le había explicado con firmeza que, «en su posición», dejar que su hija hiciera algo totalmente prohibido era absolutamente impensable; que recurriera a tantos adverbios acabados en «mente» no era buena señal. Sin embargo, su hija no se dejó impresionar y contestó que le daba igual, que se ocuparía ella, que si pasaba algo bastaría con que dijera que él no estaba al corriente, ella lo confirmaría, se hacía única responsable de todo. Dos días más tarde, Madeleine encontró un sobre con el dinero que necesitaba y una recomendación para el general Morieux.
De noche, repartieron billetes entre todo el mundo: a los vigilantes, al enterrador, al conductor; un obrero abrió la tumba de la familia, entre dos bajaron el ataúd y volvieron a cerrarla. Madeleine rezó unos instantes y, luego, alguien la tomó del codo con insistencia porque rezar así y de noche no era lo mejor, ahora que su hermano estaba allí podía acudir cuando quisiera, pero en esos momentos era preferible no llamar la atención.
El señor Péricourt no se había enterado de nada y no había hecho preguntas. En el coche que los llevaba al cementerio, al lado de su silenciosa hija, pensó en todo lo que había rumiado durante buena parte de la noche. Él, que hasta entonces no había querido saber nada, ahora estaba ávido, habría querido enterarse de todo. Cada vez que pensaba en su hijo le entraban ganas de llorar. Por suerte, la dignidad se imponía inmediatamente.
Para inhumar a Édouard en el panteón familiar, se decía Péricourt, antes tuvieron que desenterrarlo. Sólo de pensarlo, el corazón se le encogía. Trató de imaginarse a Édouard yacente, muerto, pero siempre veía a un muerto civil, con traje y corbata, los zapatos lustrados y con velas alrededor. Era ridículo. Negaba con la cabeza, enfadado consigo mismo. Volvía a la realidad. ¿Qué aspecto tenía un cadáver al cabo de tantos meses? ¿Cómo habían procedido? Acudían imágenes, lugares comunes, de los que surgía una pregunta que la noche no había bastado para agotar y que le asombraba no haberse formulado antes: ¿por qué no le había sorprendido que su hijo hubiera muerto antes que él? No era lo natural. Péricourt tenía cincuenta y siete años. Era un hombre rico. Respetado. No había luchado en ninguna guerra. Había tenido éxito en todo, incluso en el matrimonio. Y estaba vivo. Se avergonzaba de ello.
Curiosamente, fue precisamente ese momento el que eligió su hija. Madeleine, sin dejar de mirar desfilar las calles tras la ventanilla, sencillamente posó la mano en la suya, como si lo comprendiera. Me comprende, se dijo Péricourt. Y eso hizo que se sintiera mejor.
Luego estaba lo de su yerno. Madeleine había ido a buscar a su hermano al lugar donde había muerto (¿cómo, exactamente? De eso tampoco sabía nada) y había vuelto de allí con aquel Pradelle, con quien se casó al verano siguiente. Ahora, Péricourt creía ver en ello una extraña correspondencia, que en su momento no le había llamado la atención en absoluto. Relacionaba la muerte de su hijo con la llegada de aquel hombre, al que había tenido que aceptar como yerno. Era inexplicable, como si lo considerara responsable de la muerte de Édouard, era absurdo, pero no podía evitarlo: el uno había aparecido en el momento en que el otro había desaparecido, la relación causa-efecto se establecía de forma automática, es decir, para él, de forma natural.
Madeleine había intentado explicarle cómo había sido su encuentro con el capitán d’Aulnay-Pradelle, lo atento, lo delicado que se había mostrado; pero su padre, sordo, ciego a todo, no la había escuchado. ¿Por qué se había casado su hija con aquel hombre y no con otro? Para él seguía siendo un absoluto misterio. No había entendido nada de la vida de su hijo, nada de su muerte y, en el fondo, tampoco nada de la vida o la boda de su hija. Humanamente, no entendía nada de nada. El vigilante del cementerio había perdido el brazo derecho. Yo soy un inválido del corazón, pensó Péricourt cuando pasaron junto a él.
El cementerio ya estaba lleno de gente. Los vendedores ambulantes no daban abasto, constató Péricourt, como buen hombre de negocios. Los crisantemos, las coronas y los ramos de flores se vendían a centenares: un buen negocio de temporada, tanto más cuanto que ese año el gobierno había querido que todas las conmemoraciones se celebraran el 2 de noviembre, Día de Difuntos, a la misma hora y en toda Francia. El país entero rezaría como un solo hombre. Desde su limusina, Péricourt había entrevisto preparativos, ponían cintas, colocaban vallas, algunas bandas ensayaban (aunque de paisano y en sordina), habían limpiado las aceras y retirado los coches de punto y los particulares. Lo había presenciado todo sin emoción, su dolor era puramente individual.
Aparcó en la entrada. Cogidos del brazo, padre e hija se encaminaron lentamente al panteón familiar. Hacía buen día, un sol frío, amarillento y claro embellecía las flores que ya cubrían las tumbas a ambos lados del sendero. El señor Péricourt y Madeleine habían ido con las manos vacías. A ninguno de los dos se le había ocurrido comprar flores, a pesar de que en la entrada había donde elegir.
El panteón familiar era una casita de piedra con una cruz en el frontón y una puerta de hierro claveteado sobre la que podía leerse FAMILIA PÉRICOURT. La flanqueaban los nombres de los ocupantes, pero sólo a partir de los padres del señor Péricourt, fortuna reciente, menos de un siglo.
Péricourt hundió las manos en los bolsillos de la levita y no se quitó el sombrero. No se le ocurrió. Todos sus pensamientos eran para su hijo, giraban a su alrededor. Las lágrimas volvieron, no sabía que le quedaran, también las imágenes del niño Édouard y luego del joven, y de nuevo echó terriblemente de menos todo lo que antes había odiado, su risa, sus gritos. La noche anterior había revivido escenas olvidadas hacía mucho, que se remontaban a la infancia de Édouard, a la época en que él sólo tenía dudas sobre la verdadera naturaleza de su hijo y en la que podía dejarse llevar por una moderada y reprimida satisfacción ante sus dibujos, de una madurez poco habitual, era cierto. Había vuelto a ver algunos. Édouard había sido un niño de su época, su imaginación estaba poblada por imágenes exóticas, locomotoras, aeroplanos. Un día, Péricourt se quedó boquiabierto ante un dibujo de un coche de carreras captado a toda velocidad con un realismo increíble, como jamás había visto. ¿Qué daba a aquel apunte, sin embargo inmóvil, la impresión de un bólido tan rápido que casi parecía volar? Misterio. Édouard tenía nueve años. En sus dibujos siempre había mucho movimiento. Incluso las flores evocaban la brisa. Se acordó de una acuarela, de tema floral precisamente, pero él no entendía nada de eso; a lo sumo podía decir que tenían unos pétalos muy delicados. Y estaban presentadas desde un encuadre muy especial. Pese a su ignorancia en pintura, se había dado cuenta de que allí había algo original. ¿Dónde estarían aquellos dibujos, por cierto? ¿Habría conservado alguno Madeleine? Pero no quería volver a verlos, prefería guardarlos en su recuerdo, que aquellas imágenes no salieran de él. Entre lo exhumado por su memoria, reaparecía especialmente una cara. Édouard había dibujado gran cantidad de rostros, y de todo tipo, con predilección por determinados rasgos que se mostraban recurrentes. Péricourt se preguntó si sería eso lo que se definía como «tener un estilo». Eran rostros muy puros de hombres jóvenes de labios carnosos y nariz más bien prominente, con un profundo hoyuelo en la barbilla y, sobre todo, con una mirada extraña, ligeramente estrábica y seria. Cuántas cosas habría podido contar, ahora que había encontrado las palabras… Pero ¿contárselas a quién?
Madeleine fingió sentir curiosidad por una tumba situada a cierta distancia, se alejó unos pasos y lo dejó solo. Péricourt sacó el pañuelo y se enjugó los ojos. Leyó el nombre de su mujer, Léopoldine Péricourt, de soltera Margis.
El de Édouard no estaba.
El descubrimiento lo dejó atónito.
Claro, si se suponía que su hijo no estaba allí, no era cuestión de grabar su nombre, en fin, parecía evidente, pero para él fue como si el destino le negara el último reconocimiento de una muerte oficial. Sí, había recibido un papel, aquel formulario donde se constataba que había muerto por Francia, pero ¿qué tumba era aquella donde ni siquiera se tenía derecho a leer su nombre? Le dio un montón de vueltas, intentó convencerse de que eso no era fundamental, pero lo que sentía era insoportable.
De repente, leer el nombre de su hijo muerto, leer «Édouard Péricourt», tenía para él una importancia capital, a saber por qué.
Meneó la cabeza a derecha e izquierda.
Madeleine había vuelto a su lado. Lo cogió del brazo y regresaron a casa.
Pasó el sábado contestando llamadas de personas cuyo destino dependía de su salud. Entonces, señor Péricourt, ¿está mejor?, le decían. O: ¡Nos ha dado un buen susto, amigo mío! Él respondía secamente. Para todos, era señal de que las cosas volvían a la normalidad.
El señor Péricourt dedicó el domingo a descansar, beber infusiones y tomarse algunas de las medicinas prescritas por el doctor Blanche. También se puso a ordenar diversos papeles y encontró en la bandeja de plata, junto al correo, un paquete envuelto con papel femenino que le había dejado Madeleine. Contenía un cuaderno y una carta manuscrita ya abierta, antigua.
La reconoció de inmediato, se bebió el té, la cogió, la leyó varias veces. Se detuvo largo rato en el párrafo en que el compañero de Édouard relataba su muerte:
… ocurrida cuando nuestra unidad atacaba una posición boche de importancia capital para la Victoria. Édouard, que solía estar en primera línea, fue alcanzado en pleno corazón por una bala y murió en el acto. Puedo asegurarle que no sufrió. Su hijo, que siempre se refería a la defensa de la Patria como un deber superior, tuvo la satisfacción de morir como un héroe.
Péricourt era un hombre de negocios, presidente de bancos, factorías coloniales y sociedades industriales y, en consecuencia, sumamente escéptico. No se creía una sola palabra de aquella leyenda tejida ex profeso para la ocasión, que parecía una estampa destinada sobre todo a consolar a las familias. El compañero de Édouard tenía buena caligrafía, pero había usado un lápiz, y la carta envejecía, el texto estaba condenado a borrarse, como una mentira mal urdida que no engaña a nadie. Volvió a plegarla, la metió en el sobre y la guardó en un cajón de su escritorio.
A continuación abrió el cuaderno, que estaba muy gastado y con la goma que sujetaba las tapas de cartón deformada. Parecía que hubiera dado la vuelta al mundo tres veces, como el bloc de notas de un explorador. Al instante comprendió que se trataba de los dibujos de su hijo. Soldados en el frente. Sabía que no podría hojearlo entero, que necesitaba tiempo para afrontar aquella realidad y su aplastante sentimiento de culpa. Se detuvo ante la imagen de un soldado con casco y completamente equipado, sentado con las piernas separadas y extendidas, los hombros caídos y la cabeza un poco gacha, en actitud desfallecida. Si no llevara bigote, se dijo, podría ser Édouard. ¿Habría envejecido mucho aquellos años de guerra, en que no lo había visto? ¿Se habría dejado bigote, como tantos otros soldados? ¿Cuántas veces le escribí?, se preguntó. Todos aquellos dibujos a lápiz azul… ¿Sería lo único que tenía para dibujar? Madeleine le mandaría paquetes, ¿no? Al pensarlo, se disgustó, recordaba haberle dicho a una de sus secretarias, la que tenía un hijo en el frente, desaparecido el verano de 1914: «No olvide enviarle un paquete a mi hijo.» La evocó cuando había regresado a su escritorio, transfigurada. El tiempo que duró la contienda, aquella mujer le había mandado paquetes a Édouard como si fuera su propio hijo, he preparado un paquete, se limitaba a decir, y él le daba las gracias, cogía un papel y escribía: «Para ti, mi querido Édouard.» Luego dudaba cómo firmar. «Papá» habría estado fuera de lugar, «Sr. Péricourt», habría sido ridículo. Ponía sus iniciales.
Volvió a mirar a aquel soldado exhausto, abatido. Nunca sabría lo que había vivido su hijo realmente, tendría que conformarse con las historias de otros, la de su yerno, por ejemplo, historias heroicas una vez más, tan falsas como la carta del compañero de Édouard, no tendría más que eso, mentiras, ya nunca sabría nada de su hijo. Todo había muerto. Cerró el cuaderno y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Aunque jamás lo habría dejado entrever, a Madeleine la había sorprendido la reacción de su padre. La repentina visita al cementerio, aquellas lágrimas, tan inesperadas… La falla que separaba a Édouard de su padre siempre le había parecido una realidad geológica fijada desde el origen de los tiempos, como si fueran dos continentes situados en diferentes placas tectónicas que no podían encontrarse sin provocar un cataclismo. Madeleine siempre había asistido a todo, lo había vivido todo. A medida que Édouard crecía y se hacía mayor, lo que sólo habían sido dudas y luego sospechas por parte de su padre se había convertido ante sus ojos en rechazo, animadversión, repulsa, cólera, repudio. Édouard había seguido el camino inverso: lo que al principio sólo era petición de afecto, necesidad de protección, poco a poco había derivado en provocaciones, en estallidos.
En declaración de guerra.
Porque, en realidad, la guerra en la que Édouard había encontrado la muerte había estallado muy pronto, en el seno mismo de la familia, entre un padre estricto como un alemán y un hijo seductor, superficial, bullicioso y encantador. Había empezado con discretos movimientos de tropas —Édouard tendría ocho o nueve años— que delataban la inquietud de ambos bandos. El padre se había mostrado preocupado primero y atormentado después. Dos años más tarde, a medida que el hijo crecía, ya no había lugar a dudas. El señor Péricourt se había vuelto frío, distante, despectivo. Y Édouard, tempestuoso, indomable.
A partir de entonces, el distanciamiento no había hecho más que ahondarse, hasta transformarse en silencio, un silencio que Madeleine no podía fechar con exactitud. Ambos acabaron por no hablarse, renunciando a discutir y enfrentarse, optando por una animadversión muda, por la indiferencia fingida. Madeleine tenía que remontarse mucho para tratar de acordarse del momento en el cual se había roto el equilibrio de aquel conflicto solidificado en un estado de guerra civil larvada, en una sucesión de escaramuzas, pero era en vano. Seguramente, había habido un desencadenante, aunque no lo había descubierto. Un día —Édouard debía de tener doce o trece años—, Madeleine se dio cuenta de que padre e hijo únicamente se comunicaban a través de ella.
Madeleine se había pasado la adolescencia representando el papel del diplomático que, entre dos enemigos jurados, debe prestarse a todos los compromisos, escuchar los agravios de unos y otros, calmar los ánimos, desactivar las constantes veleidades de pugilato. A fuerza de ocuparse de los dos hombres, no se había dado cuenta de que estaba volviéndose fea. No realmente fea, sino corriente, a una edad en que ser corriente es ser menos bonita que muchas otras. Siempre rodeada de chicas guapas —los ricos se casan con mujeres hermosas que les dan hijos preciosos—, un día empezó a destacar por su físico mediocre. Tendría dieciséis, diecisiete años. Su padre la besaba en la frente, la veía, pero no la miraba. En aquella casa no había ninguna mujer para decirle lo que tenía que hacer, cómo arreglarse, ella debía intuirlo, observar a las demás, copiarlas, siempre un poco peor. Y encima esas cosas no la atraían demasiado. Veía que su juventud, lo que podría haber sido su belleza, o al menos su carácter, se deshacía, se deshilachaba, porque nadie se ocupaba de ella. Tenía dinero, dinero a los Péricourt les sobraba, incluso lo suplía todo, así que pagó a más maquilladoras, manicuras, esteticistas y modistas de las que habría necesitado. Madeleine no era un adefesio, sino una chica sin amor. El hombre del que esperaba una mirada de aprobación, el único que podía darle algo de la seguridad que necesitaba para convertirse en una joven feliz, era un hombre ocupado, ocupado como puede decirse de un territorio, ocupado por el enemigo, los negocios, los adversarios que había que vencer, las sesiones de la Bolsa, las influencias políticas y, en menor medida, un hijo al que ignorar (empresa que le quitaba mucho tiempo). En definitiva, esas cosas que, cuando ella había cambiado de peinado o estrenaba vestido, le hacían comentar: «¡Ah, Madeleine! ¿Estabas ahí? No te había visto… Anda, cariño, vete al salón, tengo mucho trabajo.»
Y junto a ese padre amante pero poco expansivo, estaba Édouard, Édouard el exuberante, diez años, doce, quince, desbordante, Édouard el apocalíptico, el disfrazado, el actor, el extravagante, el desaforado, la llama, la creatividad, estaban los dibujos de un metro de alto en las paredes, que hacían gritar al servicio, reír a las ruborizadas criadas, que se tapaban la boca al pasar por el corredor, porque el señor Péricourt, representado como turgente demonio que se agarraba el miembro con ambas manos, era de un realismo y una fidelidad increíbles. Madeleine se enjugaba las lágrimas de risa y llamaba enseguida a los pintores. El señor Péricourt llegaba, se extrañaba de la presencia de los trabajadores, su hija le explicaba, un accidente casero, nada grave, papá, tenía dieciséis años, él decía, gracias, cariño, muy aliviado de que alguien se encargara de la casa, del día a día a día, no puede estar uno en todo. Porque no le quedaba nada por probar, niñeras, gobernantas, intendentes, au pairs… Pero nada había funcionado, todo el mundo se marchaba, ¡qué niño! Este Édouard tiene algo demoníaco, no es normal, se lo aseguro. «Normal», la gran palabra a la que se había agarrado Péricourt porque tenía sentido para designar una filiación que no lo tenía.
La hostilidad hacia Édouard se había vuelto tan visceral —y por motivos que Madeleine comprendía muy bien: Édouard era como mínimo afeminado, cuántas veces había intentado ella entrenarlo para que se riera «con normalidad» en sesiones que siempre acababan en lágrimas…— que al final se alegró de que aquellos dos continentes no llegaran a encontrarse. Mejor así.
Cuando comunicaron a la familia que Édouard había muerto, Madeleine aceptó el silencioso alivio de su padre, primero, porque ahora éste era lo único que le quedaba (como puede observarse, tenía rasgos de la princesa María Bolkonskaya), y, después, porque la guerra había acabado: aunque acabe mal, por lo menos acaba. Meditó sosegadamente su deseo de recuperar el cuerpo de su hermano. Lo echaba mucho de menos, saber que estaba tan lejos, como en un país extranjero, le rompía el corazón. No era posible, el gobierno se oponía. Maduró la idea, pero cuando se decidió (una vez más, actuó como su padre), ya nada pudo detenerla. Se informó, llevó a cabo las discretas gestiones que se imponían, buscó gente, organizó el viaje, fue —contra la voluntad y, después, sin el consentimiento de su padre— a buscar el cuerpo de su hermano a donde había muerto y lo enterró en el lugar en que un día la enterrarían también a ella. Después, se casó con el apuesto capitán d’Aulnay Pradelle, al que conoció entretanto. Cada cual sienta la cabeza como puede.
Pero si juntaba el desmayo de su padre en el Jockey Club y su posterior abatimiento, tan impropio de él, con su repentina y sorprendente decisión de ir al cementerio, que jamás pisaba, y, por último, con sus lágrimas, Madeleine se inquietaba. Sufría por él. Terminada la guerra, los enemigos habrían podido reconciliarse, sólo que uno de los dos había muerto. Así que hasta la paz resultaba vana. Ese mes de noviembre de 1919, la casa estaba muy triste.
A última hora de la mañana, Madeleine subió la escalera y llamó a la puerta del despacho de su padre, al que encontró de pie ante la ventana, pensativo. Pasaba gente con crisantemos, y de vez en cuando llegaban ecos de música militar. Al verlo tan ensimismado, para hacerle pensar en otras cosas, su hija le propuso que comieran juntos. Él aceptó, aunque era evidente que no tenía hambre, porque no probó bocado, apartó los platos sin tocarlos y se limitó a beberse medio vaso de agua, pensativo.
—Escucha…
Madeleine se limpió los labios y lo miró con aire interrogante.
—El compañero de tu hermano, ese…
—Albert Maillard.
—Sí, eso… —murmuró él, fingiendo estar distraído—. ¿Le hemos…?
Ella aprobó sonriendo y asintió, como para animarlo.
—¿Dado las gracias? Sí, claro que sí.
Péricourt se quedó callado. Esa forma de comprender antes que él lo que sentía, lo que quería expresar, era una fuente constante de exasperación, hacía que le entraran ganas de volverse a su vez como el príncipe Nicolás Bolkonsky.
—No —murmuró al fin—, quería decir que tal vez podríamos…
—Invitarlo —completó su hija—. Por supuesto, es muy buena idea.
Callaron largo rato.
—Evidentemente, no conviene…
Casi divertida, Madeleine arqueó una ceja y, esta vez, esperó en vano a que continuara. Ante los consejos de administración, Péricourt podía interrumpir a quien fuera con un simple parpadeo. Frente a su hija, ni siquiera conseguía acabar las frases.
—Claro que no, papá —respondió la joven sonriendo—. No conviene llamarlo a voces.
—No le importa a nadie —confirmó él.
Con «nadie» se refería a «tu marido». Madeleine lo comprendía, aquello no era asunto de Henri. Péricourt se levantó, dejó la servilleta en la mesa y, sonriendo vagamente a su hija, se dirigió a la puerta.
—¡Ah, por cierto! —exclamó deteniéndose un instante, como si acabara de acordarse de algo—. Llama a Labourdin, ¿quieres? Que venga a verme.
Cuando decía las cosas de esa manera, era que corrían prisa.
Dos horas después, Péricourt recibía a Labourdin en el inmenso, imponente e imperial salón. Cuando el alcalde de distrito entró, su anfitrión no fue a su encuentro ni le estrechó la mano. Se quedaron de pie. Labourdin estaba exultante. Como siempre, se había dado prisa, impaciente por prestar un servicio, por mostrarse útil, obsequioso, obsecuente. ¡Ay, cómo le habría gustado ser una mujer de vida alegre!
—Querido amigo…
Siempre empezaba así. Labourdin ya estaba en ascuas. Lo necesitaban, iba a ayudar. Péricourt sabía que su yerno se aprovechaba de algunas de sus relaciones y que Labourdin había sido nombrado para la Comisión de Adjudicación que se encargaba del asunto de los cementerios militares. No lo había seguido de cerca, se había contentado con tomar nota de la información que iba llegándole, pero estaba al tanto de lo esencial. De todas formas, cuando necesitara saber más, Labourdin se lo contaría todo. De hecho, el alcalde, convencido de que ése era el motivo de la entrevista, estaba listo para hablar.
—Su proyecto del monumento conmemorativo… —dijo Péricourt—, ¿cómo va?
Sorprendido, Labourdin chasqueó los labios y abrió sus ojillos de perdiz.
—Mi querido presidente…
Llamaba «presidente» a cualquiera, porque ahora cualquiera presidía algo; era como dottore en Italia, y a Labourdin le gustaban las soluciones sencillas y prácticas.
—Para serle sincero… —Estaba azarado.
—Eso es —lo animó Péricourt—, sea sincero, es siempre lo mejor.
—Pues bien… —Labourdin no tenía suficiente imaginación para mentir, ni siquiera mal, así que soltó—: ¡No va!
Y asunto concluido.
Hacía casi un año que el proyecto le quemaba en las manos. Porque lo de un soldado desconocido en el Arco de Triunfo el próximo año a todos les parecía bien, aunque insuficiente. Los vecinos del distrito y las asociaciones de excombatientes querían un monumento para ellos solos. Todo el mundo lo exigía, se había votado en el Consejo.
—¡Incluso se ha nombrado a gente! —Eso indicaba hasta qué punto se lo había tomado en serio el alcalde—. Pero los obstáculos, mi querido presidente, los obstáculos… ¡No se hace una idea!
Eran tantas las dificultades que estaba sin resuello. Primero, de tipo técnico. Había que organizar la suscripción, abrir un concurso y, por tanto, reunir un jurado, y encontrar un sitio, pero ya no había sitio en ninguna parte, sin contar con que el proyecto se había evaluado.
—¡Y es que estas cosas cuestan un riñón!
Las discusiones no tenían fin y siempre había algo que los retrasaba, los unos querían un monumento más imponente que el del distrito de al lado, los otros, una placa conmemorativa, o un fresco, cada cual tenía su opinión y alegaba su experiencia… Superado por las disensiones y los interminables debates, Labourdin había pegado un puñetazo en la mesa, se había encasquetado el sombrero y había ido a consolarse al burdel.
—Porque, sobre todo, es cuestión de dinero, ¿comprende? Las arcas, como usted bien sabe, están vacías. Así que todo depende de la suscripción popular. Pero ¿cuánto se podrá reunir? Supongamos que sólo se consigue la mitad de lo que cuesta el monumento. ¿De dónde sacaremos la otra? ¡Tendremos que empeñarnos nosotros!
Labourdin dejó transcurrir un segundo cargado de significado para que el señor Péricourt pudiera extraer la trágica conclusión.
—No podremos decirles: «Tengan su dinero, que ya no se hace nada», ¿comprende? Por otro lado, si no se reúne suficiente dinero y se erige algo ridículo, ante los electores todavía sería peor, ¿comprende?
Péricourt lo comprendía muy bien.
—Se lo juro —concluyó Labourdin, abrumado por la dimensión de la tarea—, parece sencillo, pero en realidad es in-fer-nal.
Ya lo había explicado todo. Se subió la cinturilla del pantalón, como si dijera: «Ahora me tomaría algo.» Péricourt fue consciente de hasta qué punto despreciaba a aquel hombre, que sin embargo, en ocasiones, tenía unos reflejos asombrosos. Como ejemplo, valga esta pregunta:
—Pero usted, presidente… ¿por qué quería saberlo?
A veces los imbéciles son sorprendentes. No era una pregunta tonta, puesto que Péricourt no vivía en su distrito. Entonces, ¿por qué se interesaba por el monumento? Era una intuición muy acertada, lúcida y, viniendo de Labourdin, la prueba de que se trataba de un pensamiento accidental. Con alguien inteligente, sobre todo con alguien inteligente, el señor Péricourt jamás se habría dejado llevar por la sinceridad, de la que, por otra parte, habría sido incapaz, así que cómo iba a hacerlo ante semejante cretino… Además, aunque hubiera querido, era una historia demasiado larga.
—Quisiera tener un detalle —respondió secamente—. Costearé su monumento. Íntegramente.
Labourdin abrió la boca, parpadeó… Bueno, bueno, bueno…
—Busque un sitio —continuó Péricourt—, si hace falta derribar algo, que lo derriben. Que sea bonito, ¿de acuerdo? Costará lo que cueste. Convoque un concurso, reúna un jurado para guardar las formas, pero quien decide soy yo, que para eso pago. En cuanto a la publicidad del asunto…
Péricourt tenía a la espalda una carrera de banquero, la mitad de su fortuna le venía de la Bolsa, la otra, de la explotación de diversas industrias. Le habría resultado fácil, por ejemplo, meterse en política, como muchos de sus iguales, aunque no habían ganado nada con ello. Su éxito personal se basaba en su habilidad, le repugnaba que dependiera de circunstancias tan inciertas, tan estúpidas a veces, como unas elecciones. Además, no tenía madera. Para ser político, se requiere ante todo ego. No, lo suyo era el dinero. Y al dinero le gusta la oscuridad. Para él, la discreción era una virtud.
—En cuanto a la publicidad, lógicamente no quiero. Funde una sociedad benéfica, o una asociación, lo que mejor le venga, y yo la dotaré con lo que haga falta. Le doy un año. Quiero que se inaugure el próximo 11 de noviembre. Con los nombres de todos los caídos del distrito grabados en él. ¿Estamos? De todos.
Mucha información de una sola vez: Labourdin tardó en asimilarla. Cuando consiguió ordenarla y comprendió lo que le quedaba por hacer y la prisa que tenía el presidente por ser obedecido, Péricourt ya estaba extendiendo la mano. Azarado, Labourdin se confundió y, a su vez, tendió la mano en el vacío, porque Péricourt se limitó a darle unas palmaditas en la espalda y volver a sus habitaciones.
Absorto en sus pensamientos, el señor Péricourt se detuvo ante la ventana y miró la calle sin verla. Édouard no tenía su nombre en el panteón familiar.
Muy bien, entonces erigiría un monumento. A su medida.
Su nombre estaría en él, rodeado por los de todos sus compañeros.
Se lo imaginaba en una plaza preciosa.
En el corazón del distrito donde había nacido.