11

ALBERT tenía la mente totalmente en blanco, imposible encadenar dos ideas, imaginar cómo sucederían las cosas. Trataba de poner en orden sus pensamientos, pero de orden, nada. Avanzaba a grandes zancadas acariciando mecánicamente la hoja del cuchillo que llevaba en el bolsillo. El tiempo pasaba, las estaciones de metro y luego las calles se sucedían, pero nada, ni la menor idea constructiva. Ni siquiera él mismo creía en lo que estaba haciendo, pero aun así seguía adelante. Estaba dispuesto a todo.

El tema de la morfina… Había sido un fastidio desde el principio. Édouard ya no podía pasar sin ella. Hasta entonces, Albert había conseguido abastecerlo. Sin embargo, esta vez no había podido reunir dinero suficiente, por más que rebuscó en el fondo de los cajones. Así que cuando su compañero, tras interminables días de sufrimiento, le pidió que acabara con él porque no podía soportar el dolor, Albert, igual de exhausto, dejó de pensar. Cogió un cuchillo de cocina, el primero que encontró, bajó a la calle como un autómata, fue en metro hasta la Bastilla y se internó en el barrio griego, por la zona de la rue Sedaine. Tenía que encontrar morfina para Édouard, estaba dispuesto a matar en caso necesario.

Consiguió formular el primer pensamiento cuando vio al Griego, un individuo paquidérmico de unos treinta años, que andaba con las piernas muy separadas, resollando a cada paso y sudando a mares, pese a que estaban en noviembre. Azarado, Albert miró su enorme barriga, sus gruesas y pesadas tetas, que se bamboleaban bajo el jersey de lana, su cuello de toro, sus colgantes mofletes, y pensó que el cuchillo no le serviría de nada, que habría necesitado una hoja de al menos quince centímetros. O veinte. Si la situación ya no era óptima, ir tan mal preparado lo dejó con la moral por los suelos. «¡Siempre igual, incapaz de organizarte! —solía reprocharle su madre—. ¡Mira que eres chapucero, hijo mío!», añadía, alzando los ojos al cielo para poner a Dios por testigo. Y delante de su nuevo marido (era un decir, porque no estaban casados, pero su madre todo lo reducía al común denominador), aún lo criticaba más. Su padrastro, jefe de planta en los almacenes La Samaritaine, se limitaba a mirarle los cordones de los zapatos, pero sentía la misma exasperación. Incluso si hubiera tenido ánimo para hacerlo, le habría costado lo suyo defenderse ante ellos, porque cada día la razón estaba un poco más de su parte.

Todo parecía aliarse contra él, qué época más difícil.

Estaban citados junto a los urinarios de la esquina de la rue Saint-Sabin. Albert no tenía la menor idea de cómo funcionaban aquellas cosas. Había contactado con el Griego llamando a un bar de parte de un conocido de un conocido. El Griego no le había hecho preguntas, porque no sabía más de veinte palabras de francés. Antonapoulos. Pero todo el mundo lo llamaba Poulos. Hasta él mismo.

—Poulos —dijo, efectivamente, al llegar.

Para ser un hombre de tan extraordinaria corpulencia, se movía con asombrosa agilidad, a pasitos cortos, pero muy rápidos. El cuchillo demasiado pequeño, la velocidad del tipo… El plan de Albert era una auténtica birria. Tras echar un vistazo a su alrededor, el Griego lo cogió del brazo y lo arrastró a la letrina. Hacía tiempo que allí dentro no corría el agua, el aire era irrespirable, lo que no parecía molestar en absoluto a Poulos. Aquel sitio apestoso era un poco como su sala de espera. Para Albert, que temía los espacios cerrados, era una tortura doble.

—¿Dinero? —le espetó el Griego.

Quería ver los billetes e indicó con la mirada el bolsillo de Albert, sin saber que contenía un cuchillo cuyo tamaño, ahora que ambos hombres estaban apretados el uno contra el otro en el urinario, resultaba aún más ridículo. Albert se volvió ligeramente de lado para mostrarle el otro bolsillo y dejó asomar varios billetes de veinte francos. Poulos asintió con la cabeza.

—Cinco —dijo.

Era lo acordado por teléfono. El Griego se volvió para irse.

—¡Espera! —exclamó Albert, sujetándolo de la manga.

Poulos se detuvo y lo miró, inquieto.

—Necesito más… —susurró Albert espaciando mucho las sílabas y acompañándose de gestos (cuando se dirigía a un extranjero, solía hablarle como si fuera sordo).

Poulos lo miró frunciendo el ceño.

—Doce —dijo Albert, y le enseñó el fajo de billetes entero, que no obstante no podía gastarse, porque era cuanto le quedaba para pasar aún casi tres semanas.

Los ojos de Poulos se iluminaron. Apuntó a Albert con el dedo y asintió.

—Doce. ¡Queda aquí! —Y salió.

—¡No! —lo detuvo Albert.

El hedor del urinario y la perspectiva de abandonar el exiguo cubículo, donde Albert sentía aumentar su angustia por momentos, lo ayudaron a adoptar un tono convincente. Su única estrategia consistía en encontrar el modo de acompañar al Griego.

Poulos negó con la cabeza.

—Pues nada —dijo Albert pasando con decisión delante de él.

El Griego lo agarró del brazo y dudó unos instantes. Albert inspiraba pena. A veces, ésa era su fuerza. No necesitaba cargar las tintas para tener un aspecto lamentable. Después de ocho meses de vida civil seguía con la ropa de desmovilizado. Al licenciarlo le habían dado a elegir entre un traje o cincuenta y dos francos. Había optado por el traje porque tenía frío. En realidad, el Estado endosaba a los soldados viejas guerreras teñidas de cualquier manera. Esa misma noche, el tinte empezó a chorrear bajo la lluvia. Unos chorretones tan tristes… Albert volvió y dijo que al final prefería los cincuenta y dos francos, pero era demasiado tarde, haberlo pensado antes.

También conservaba los borceguíes, ya a mitad de su vida útil, y dos mantas militares. Todo eso había dejado huella en él, y no sólo de tinte. Tenía la misma expresión de desánimo y cansancio que tantos desmovilizados, un aspecto de derrota y resignación.

El Griego miró aquel rostro consumido y se decidió.

—¡Venga, deprisa! —le susurró.

En ese instante, Albert entraba en lo desconocido, no tenía ni la menor idea de qué hacer.

Los dos hombres recorrieron la rue Sedaine hasta el pasaje Salarnier. Llegados allí, Poulos le señaló la acera.

—¡Queda aquí! —volvió a decirle.

Albert examinó los alrededores, desiertos. A las siete pasadas, las únicas luces encendidas eran las de un bar, a unos cien metros.

—¡Aquí!

Una orden inapelable.

Por lo demás, el Griego se alejó sin esperar su respuesta, aunque se volvió varias veces para comprobar que su cliente permanecía obedientemente en su sitio. Impotente, Albert lo siguió con la mirada, pero cuando lo vio escabullirse a toda prisa a su derecha, echó a correr por el pasaje sin apartar los ojos del sitio donde había desaparecido, un edificio destartalado del que salían fuertes olores de cocina. Empujó la puerta y avanzó por un pasillo. Al fondo unos escalones conducían al sótano, al que bajó. Por una ventana de cristales sucios se filtraba un poco de claridad de la farola. Vio al Griego agachado, con el brazo izquierdo metido en un hueco de la pared. Había dejado en el suelo la portezuela de madera que servía para ocultarlo. Albert, sin detener su carrera ni un instante, cruzó el sótano, cogió la portezuela, bastante más pesada de lo que creía, y la estrelló con ambas manos contra la cabeza del Griego. El golpe sonó como un gong, y Poulos se derrumbó. Al comprender lo que acababa de hacer, horrorizado, Albert quiso huir…

Pero consiguió serenarse. ¿Estaría muerto?

Se inclinó y aguzó el oído. Poulos respiraba pesadamente. Era difícil saber si estaba herido de gravedad, pero de su cabeza manaba un hilillo de sangre. En un estado de estupor rayano en el desvanecimiento, Albert apretaba los puños y se repetía: «Venga, venga…» Al fin se agachó, introdujo el brazo en la cavidad y sacó una caja de zapatos. Un milagro: llena de ampollas de 20 y 30 miligramos. Hacía tiempo que Albert tenía buen ojo para calcular las dosis.

Volvió a cerrar la caja, se levantó y, de pronto, vio el brazo de Poulos describir un amplio arco… Al menos él había sabido equiparse: era una navaja automática de verdad, con una señora hoja y muy afilada. Lo alcanzó en la mano izquierda con tal rapidez que sólo sintió una débil quemazón. Giró sobre sí mismo con la pierna en alto, y con el talón golpeó al Griego en la sien. El cráneo de Poulos rebotó en la pared con otro gong. Sin soltar la caja de zapatos, Albert aplastó a pisotones la mano del Griego, que seguía sujetando la navaja; luego dejó la caja y, alzando la portezuela con ambas manos, empezó a golpearlo en la cabeza. Se detuvo. El esfuerzo y el miedo lo habían dejado sin aliento. El corte de la mano era profundo, sangraba profusamente, se había manchado la guerrera. La vista de la sangre lo asustó todavía más. El dolor le llegó de repente, recordándole que era urgente tomar medidas. Rebuscó por el sótano hasta dar con un trozo de tela polvorienta, que se enrolló alrededor de la mano izquierda apretándolo con fuerza. Con miedo, como si se acercara a un animal salvaje, se inclinó sobre el cuerpo del Griego. Oyó su respiración, sorda y regular: no cabía duda, tenía la cabeza dura. Sin perder un solo segundo, Albert abandonó el edificio temblando, con la caja bajo el brazo.

Con una herida como aquélla no podía coger el metro o el tranvía. Tras disimular su improvisado vendaje y las manchas de sangre de la guerrera, tomó un taxi en la Bastilla.

El taxista tenía más o menos su edad. Conducía observando detenidamente, con descaro, a aquel cliente blanco como la pared que permanecía en el borde del asiento y se balanceaba apretándose el brazo contra el vientre. Su inquietud se acrecentó cuando Albert abrió la ventanilla de golpe, porque aquel sitio cerrado le provocaba una angustia difícil de dominar. El taxista pensó que su cliente vomitaría allí mismo, dentro de su vehículo.

—No estará enfermo…

—¡No, no! —aseguró Albert con las pocas fuerzas que le quedaban.

—¡Porque si está enfermo, se baja aquí mismo, ¿eh?!

—¡No, no! Sólo estoy cansado —respondió Albert.

Pero la duda no abandonaba al taxista.

—¿Está seguro de que lleva dinero?

Albert se sacó un billete de veinte francos del bolsillo y se lo enseñó. El hombre se tranquilizó, aunque por poco rato. Estaba escarmentado, tenía experiencia y aquél era su taxi. Pero era una persona educada, incapaz de una grosería.

—¡Perdone, ¿eh?! Lo digo porque, a veces, la gente como usted…

—¿Y quién es la gente como yo?

—Bueno, me refería a los desmovilizados, ¿comprende?

—¿Usted no es un desmovilizado?

—Bueno, no, yo hice la guerra aquí, tengo asma y una pierna más corta que la otra.

—Pues muchos hombres habrían ido de todas formas. Algunos incluso volvieron con una pierna muchísimo más corta que la otra.

El taxista se lo tomó muy mal, ¡siempre igual, los desmovilizados dando continuamente la tabarra con su guerra, siempre dando lecciones a todo el mundo, ya estaba harto de tanto héroe! ¡Los verdaderos héroes habían muerto! ¡Ésos, ésos sí que eran héroes, pero de verdad! Además, cuando un tipo empezaba a contar lo que había vivido en las trincheras, era mejor no creérselo, porque la mayoría había pasado la guerra en un despacho.

—¿Acaso nosotros no hemos cumplido también con nuestro deber, eh?

Qué sabrían los desmovilizados de la vida que habían tenido que soportar allí, llena de privaciones. Albert había oído muchas cosas como aquéllas, se sabía de memoria el precio del pan y del carbón, era la clase de información que retenía con más facilidad. Lo tenía comprobado desde la desmovilización: para vivir tranquilo, lo mejor era guardar en el cajón los galones de vencedor.

El taxista lo dejó al fin en la esquina de la rue Simart. Le cobró doce francos, pero antes de arrancar estuvo esperando a que Albert le diera propina.

Aunque en aquel sitio vivían un montón de rusos, el médico era francés: el doctor Martineau.

Albert lo había conocido en junio, durante las primeras crisis. No sabía cómo había conseguido Édouard agenciarse la morfina en sus estancias en los centros hospitalarios, pero estaba muy enganchado. Albert intentaba hacerle entrar en razón: vas por muy mal camino, muchacho, no podemos seguir así, tienes que cuidarte. Édouard no quería oír nada, mostraba tanta cerrazón como en lo del injerto que había rechazado. Albert no lo entendía. Conozco a uno que perdió las dos piernas, le decía a Édouard, y ahora vende lotería en la rue du Faubourg-Saint-Martin; estuvo hospitalizado en el cuartel Février de Châlons, me ha hablado de las prótesis que ponen ahora, en fin, no puede decirse que los tipos se hayan vuelto lo que se dice guapos, pero al menos tienen caras humanas. Sin embargo, Édouard ni siquiera lo escuchaba, todo eran noes, noes y más noes, seguía haciendo solitarios en la mesa de la cocina y fumando cigarrillos por una aleta de la nariz. Despedía permanentemente un olor espantoso, normal, con toda la garganta al aire… Bebía con un embudo. Albert le había conseguido un aparato masticador de ocasión (su anterior dueño había muerto después de un injerto que no había prendido, ¡menuda suerte!), lo que le facilitaba un poco la vida, pero aun así todo resultaba muy complicado.

Édouard había abandonado el hospital Rollin a principios de junio. Días después había empezado a manifestar preocupantes signos de ansiedad, los escalofríos lo estremecían de pies a cabeza, sudaba muchísimo, vomitaba lo poco que comía… Albert se sentía impotente. Los primeros ataques por falta de morfina habían sido tan violentos que había tenido que atarlo a la cama —igual que en noviembre del año anterior, en el hospital, como si la guerra no hubiera acabado— y acolchar la puerta para que los propietarios no fueran a matarlo para que dejara de sufrir, y ellos con él.

Daba miedo verlo: un esqueleto poseído por un demonio.

Así que el doctor Martineau, que vivía muy cerca, había aceptado ir a ponerle una inyección. Era un hombre frío, distante, que decía haber practicado ciento trece amputaciones en las trincheras en 1916. Édouard había recuperado cierta tranquilidad. A través de Martineau, Albert había contactado con Basile, que se había convertido en su proveedor; debía de robar en farmacias, hospitales, clínicas, pero estaba especializado en los medicamentos, te conseguía lo que fuera. Poco después —un golpe de suerte para Albert—, Basile le había ofrecido un lote de ampollas del que quería deshacerse, una especie de promoción, de liquidación de existencias, por así decirlo.

Albert apuntaba escrupulosamente en un papel el número de pinchazos y las cantidades, los días, las horas y las dosis a fin de ayudar a Édouard a controlar el consumo y, a su manera, le leía la cartilla, pero no surtía mucho efecto. Al menos en esos momentos Édouard se sentía mejor. Lloraba menos, aunque ya no dibujaba, a pesar de los cuadernos y los lápices que le había conseguido Albert. Se pasaba prácticamente todo el tiempo tumbado en el sofá que Albert había recogido en la calle, mirando las musarañas. Más tarde, a finales de septiembre, resultó que las existencias se habían agotado y Édouard seguía igual. En junio, estaba en los 60 miligramos diarios, tres meses después, en los 90. Albert no podía más. Édouard vivía recluido y apenas se expresaba. Albert, sin embargo, sólo dejaba de correr detrás del dinero de la morfina cuando tenía que correr detrás del dinero del alquiler, la comida, el carbón. La ropa estaba descartada, demasiado cara. El dinero se esfumaba a una velocidad vertiginosa. Había empeñado cuanto había podido en el monte de piedad, incluso se había tirado a la señora Monestier, la gruesa propietaria de la Relojería Mecánica, para la que hacía recados, y a cambio ella le había redondeado el sueldo (al menos, eso contaba Albert; en ese asunto no le importaba interpretar el papel de mártir. Aunque, de hecho, tampoco había quedado tan descontento del trato, tras tanto tiempo sin tocar a una mujer… La señora Monestier tenía unos pechos enormes, él nunca sabía qué hacer con ellos, pero era simpática y no se hacía de rogar a la hora de ponerle los cuernos a su marido, un jodido gilipollas de la retaguardia que aseguraba que quien no hubiera recibido la cruz de guerra era un cobarde).

La mayor partida del presupuesto se iba, naturalmente, en morfina. Que se encarecía como todo lo demás. Con la droga pasaba igual que con el resto de productos, su precio se ajustaba al coste de la vida. Albert lamentaba que el gobierno, que para frenar la inflación había instituido un «vestuario nacional» a ciento diez francos, no hubiera creado también una «ampolla nacional» de morfina a cinco. O el «pan nacional», el «carbón nacional», el «calzado nacional», el «alquiler nacional» e incluso el «empleo nacional». Se preguntaba si no era con ese tipo de ideas como uno se convertía en bolchevique.

En el banco no lo habían readmitido. Atrás quedaron los tiempos en que los diputados declaraban con la mano en el corazón que la patria tenía «una deuda de honor y agradecimiento con sus queridos combatientes». Albert recibió una carta en la que le explicaban que la economía del país no permitía volver a contratarlo, que para hacerlo deberían haber despedido a otras personas que habían «prestado inestimables servicios a nuestra empresa durante los cincuenta y dos meses de dura guerra…», etcétera.

Conseguir dinero se había convertido en un trabajo a jornada completa para Albert.

La situación se complicó aún más cuando detuvieron a Basile en un feo asunto, con los bolsillos repletos de droga y manchado de sangre del farmacéutico hasta los codos.

Sin proveedor de un día para otro, Albert frecuentó bares de mala muerte y pidió direcciones aquí y allá. Al final, conseguir morfina no resultó tan difícil. Dado que el coste de la vida no dejaba de subir, París se había convertido en la capital del contrabando, había de todo. Albert había encontrado al Griego.

El doctor Martineau le desinfectó la herida y se la vendó. Albert apretó los dientes, le hacía un daño del demonio.

—Una buena navaja… —se limitó a murmurar el matasanos.

Le había abierto la puerta sin poner objeciones ni hacer preguntas. Vivía en un tercero, un piso casi vacío, con las cortinas siempre echadas, cuadros vueltos contra la pared, por todas partes cajas de libros despanzurradas y un solo sillón en un rincón. El pasillo de la entrada, con dos tristes sillas una enfrente de la otra, hacía las veces de sala de espera. Aquel médico podría haber sido un notario, salvo por el pequeño cuarto del fondo, donde había una cama de hospital e instrumentos quirúrgicos. Le pidió menos que el taxista por la carrera.

Al salir, Albert pensó en Cécile, no sabía por qué.

Decidió hacer el último tramo a pie. Necesitaba moverse. Cécile, la vida de antaño, las esperanzas de antaño… Ceder a aquella nostalgia un poco tonta lo hacía sentirse idiota, pero mientras caminaba por la calle de aquella guisa, con la caja de zapatos bajo el brazo y la mano izquierda enturbantada, rumiando todas aquellas cosas, que tan rápidamente se habían convertido en recuerdos, se sentía un apátrida. Y desde esa tarde, un criminal, quizá un asesino. No tenía la menor idea de cómo detener aquella espiral. Se necesitaba un milagro. Y ni siquiera así. Porque, desde que lo habían desmovilizado, se habían producido uno o dos, pero habían acabado transformándose en pesadillas. Cécile, por ejemplo, ya que se había acordado de ella… Respecto a ella, lo más doloroso había sucedido a raíz de un milagro cuyo intermediario había sido su recién estrenado padrastro. Debería haber desconfiado. Después de que el banco se negara a readmitirlo, había buscado por todas partes, lo había probado todo, incluso había participado en la campaña de desratización. A veinticinco céntimos el roedor muerto tardaría en hacerse rico, le había soltado su madre. Y en efecto, lo máximo que había sacado era algún mordisco: con lo torpe que había sido siempre, normal. El caso es que, tres meses después de su vuelta, seguía siendo precisamente más pobre que una rata. Como para pensar en regalarle nada a Cécile… La señora Maillard la comprendía. Porque, a ver, qué porvenir le esperaba a su lado a aquella pobre chica, tan guapa, tan fina ella… Saltaba a la vista que en su lugar la señora Maillard habría hecho lo mismo. Bueno, pues después de tres meses de trabajillos, de chapuzas, esperando que llegara la prima de desmovilización, de la que no paraban de hablar, pero que el gobierno era incapaz de pagar, sucedió el milagro: su padrastro le consiguió un trabajo de ascensorista en La Samaritaine.

La dirección habría preferido a un veterano con más medallas que exhibir, «por los clientes», pero bueno, había que conformarse con lo que se tenía, y lo que tenían era Albert.

Conducía un fantástico ascensor con claraboya y anunciaba las plantas. Nunca se lo habría confesado a nadie (se limitó a contárselo por carta a su compañero Édouard), pero aquel trabajo no le gustaba demasiado. Y no sabía exactamente por qué. Sin embargo, lo comprendió una tarde de junio en que las puertas se abrieron ante Cécile, escoltada por un joven de anchas espaldas. Albert y ella no habían vuelto a verse desde que Cécile le había escrito aquella carta a la que él se había limitado a responder: «De acuerdo.»

El primer error lo cometió en ese mismo instante, al fingir no reconocerla y permanecer absorto en el manejo de los mandos. Cécile y su acompañante iban arriba del todo, un trayecto interminable con parada en cada planta. La voz de Albert iba enronqueciendo conforme las anunciaba, menudo calvario. No pudo evitar inspirar el nuevo perfume de Cécile, elegante, con clase, olía a dinero. El hombre también olía a rico. Era joven, más que ella, cosa que a Albert le pareció chocante.

Lo humillante no fue tanto el reencuentro con Cécile como verse sorprendido con aquel ridículo uniforme. Como un soldado de opereta. Con charreteras de flecos.

Cécile bajó los ojos. Sentía apuro por él, se notaba, se retorcía las manos y se miraba los pies. El tipo de anchas espaldas escrutaba el ascensor con admiración, visiblemente deslumbrado por aquella maravilla de la técnica moderna.

A Albert nunca se le habían hecho tan largos unos minutos, salvo los que había pasado enterrado vivo en el hoyo del obús. Por otra parte, encontraba extrañas similitudes entre ambas situaciones.

Cécile se bajó con su acompañante en la planta de lencería sin haber intercambiado una sola mirada con Albert. Él dejó el ascensor en la planta baja, se quitó el uniforme y se marchó sin pedir siquiera la paga. Una semana de trabajo de balde.

Días después, compadecida quizá al haberlo visto rebajado a aquel trabajo de fámulo, Cécile le devolvió el anillo de compromiso. Por correo. Albert quiso reenviárselo, él no pedía limosna, ¿tan pobre parecía, pese a su fastuoso uniforme de lacayo? Pero corrían tiempos duros de verdad, a un franco cincuenta el paquete de picadura había que economizar, y el carbón estaba por las nubes. Fue a empeñar el anillo al monte de piedad. Desde el armisticio, se llamaba Crédito Municipal, sonaba más republicano.

Habría tenido cosas que recuperar allí, si no se hubiera despedido de ellas para siempre.

Tras aquel episodio, Albert no había encontrado nada mejor que un trabajo de hombre anuncio: llevaba colgando dos tablones publicitarios, uno delante y otro detrás, que pesaban un quintal. Los eslóganes pregonaban los precios de La Samaritaine o las bicicletas De Dion-Bouton. Lo obsesionaba volver a encontrarse con Cécile. Vestido con uniforme de carnaval ya había sido bastante duro, pero envuelto en anuncios de Campari se le antojaba insoportable.

Como para tirarse al Sena.