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ARRELLANADO en un amplio sillón de cuero, con la pierna negligentemente apoyada en uno de sus brazos, Henri d’Aulnay-Pradelle sostenía en alto una enorme copa de aguardiente añejo, girándola lentamente al trasluz. Oía hablar a unos y a otros con estudiada apatía, para que se viera que era un «tío enterado». Le encantaba ese tipo de expresiones un poco informales. Si por él fuera, se habría mostrado incluso vulgar y habría disfrutado de lo lindo soltando groserías con toda tranquilidad ante gente que no habría tenido la posibilidad de sentirse ofendida.

Sin embargo, para eso le faltaban cinco millones de francos.

Con cinco millones, podría haberse repantigado con total impunidad.

Pradelle iba al Jockey Club tres veces a la semana. Y no es que el sitio le gustara especialmente —el nivel, comparado con sus expectativas, era bastante decepcionante—, pero era un símbolo de su ascenso social que no se cansaba de admirar. Los espejos, las colgaduras, las alfombras, los dorados, la estudiada dignidad del personal y el tremendo importe de la cuota anual le producían una gran satisfacción, decuplicada por las innumerables oportunidades de encuentros que allí se presentaban. Había ingresado hacía cuatro meses, de milagro, porque los capitostes del Jockey desconfiaban de él. Pero teniendo en cuenta la escabechina de los últimos años, si hubieran vetado a los nuevos ricos, en el club habrían quedado cuatro gatos. Además, Pradelle contaba con padrinos difíciles de ignorar, empezando por su suegro, al que no podía negársele nada, y por su amistad con Ferdinand, nieto del general Morieux, joven desclasado y bastante decadente, pero que condensaba todo un conjunto de relaciones. Rechazar un eslabón equivalía a renunciar a la cadena entera, imposible, a veces, la escasez de hombres obliga a tales cosas… Al menos, él, Aulnay-Pradelle, tenía un apellido. Mentalidad de corsario, pero blasones de nobleza. Así que lo habían aceptado. Después de todo, al señor de La Rochefoucauld, el presidente en ejercicio, le parecía que aquel joven alto que cruzaba las salas a paso de carga, como un perpetuo vendaval, no desentonaba tanto en el decorado. Con una arrogancia que justificaba el tópico según el cual un vencedor tiene siempre algo feo. Así que bastante vulgar, pero un héroe. En la buena sociedad, los héroes son como las mujeres guapas, siempre se necesita a unos cuantos. Y en una época en que era difícil encontrar hombres de su edad a quienes no les faltara al menos una mano o una pierna, cuando no ambas cosas, alguien como él resultaba bastante decorativo.

Hasta el presente, a Aulnay-Pradelle no había obtenido más que beneficios de aquella Gran Guerra. Apenas desmovilizado, se había lanzado a la recuperación y reventa de stocks militares. Centenares de vehículos franceses o estadounidenses, motores, remolques, miles de toneladas de madera, lona, toldos, herramientas, chatarra, piezas sueltas, que el Estado ya no utilizaba y de las que necesitaba deshacerse. Pradelle compraba lotes enteros, que revendía a las compañías ferroviarias, las empresas de transporte o las agrícolas. El beneficio era tanto más jugoso cuanto que los vigilantes de dichos stocks se mostraban sumamente vulnerables a gratificaciones, propinas y demás agasajos, y sobre el terreno te llevabas tres camiones en vez de uno o cinco toneladas en lugar de dos con suma facilidad.

La protección del general Morieux y su propia condición de héroe nacional le habían abierto muchas puertas a Aulnay-Pradelle, y su cargo en la Unión Nacional de Combatientes —que había mostrado su utilidad ayudando al gobierno a sabotear las últimas huelgas obreras— le había proporcionado numerosos apoyos suplementarios. Gracias a lo cual ya había ganado varios concursos de liquidación de stocks, comprando lotes enteros por unas decenas de miles de francos que pedía prestados y que, tras la reventa, se transformaban en cientos de miles de francos de beneficio.

—¡Hola, amigo!

Léon Jardin-Beaulieu. Un hombre de valía, pero que había nacido bajo, diez centímetros menos que todo el mundo, lo que era poco y a la vez mucho, pero para él, terrible: siempre iba a la caza de reconocimiento.

—Hola, Henri —respondió Léon, encogiendo disimuladamente los hombros, porque creía que así parecía más alto.

Por tener el privilegio de llamar a Aulnay-Pradelle por su nombre de pila, Jardin-Beaulieu hubiera vendido a su padre y a su madre, cosa que por otra parte había hecho. Adopta el tono de los demás para creerse como los demás, pensó Henri, tendiéndole una mano blanda, casi negligente.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja y tensa.

—Aún nada —respondió Jardin-Beaulieu—. No ha trascendido nada.

Pradelle, maestro de los mensajes sin palabras destinados a los subalternos, arqueó una exasperada ceja.

—Lo sé, lo sé… —se disculpó Jardin-Beaulieu.

Pradelle estaba terriblemente impaciente.

Hacía unos meses, el Estado se había decidido a confiar a empresas privadas la tarea de exhumar los restos de los soldados enterrados en el frente. El proyecto era reagruparlos en grandes necrópolis militares; de hecho, el decreto ministerial recomendaba «la construcción del menor número posible de cementerios lo más grandes posible». Y es que había cadáveres de soldados por todas partes. En cementerios improvisados a unos kilómetros, incluso a cientos de metros de la línea del frente. En tierras que ahora había que devolver a la agricultura. Hacía años, casi desde el comienzo de la contienda, que las familias exigían poder rezar ante las tumbas de sus muertos. El reagrupamiento de las sepulturas no excluía devolver un día a quienes lo desearan los restos de sus familiares, pero el gobierno confiaba en que, una vez constituidas, estas inmensas necrópolis donde los héroes reposarían «cerca de sus compañeros caídos en combate» calmarían los denuedos familiares. Y evitarían gravar de nuevo el erario público con traslados individuales, por no hablar de los problemas sanitarios, un auténtico embrollo que costaría un dineral, cuando la caja iba a seguir vacía hasta que los alemanes pagaran sus deudas.

La vasta empresa moral y patriótica del reagrupamiento de los cadáveres comportaba una cadena de operaciones sumamente lucrativas, cientos de miles de ataúdes que fabricar, porque la mayoría de los soldados habían sido enterrados en la tierra misma, a veces simplemente envueltos en la guerrera. Cientos de miles de exhumaciones a golpe de pala (el texto legal insistía en que debía emplearse el mayor cuidado), otros tantos traslados en camionetas de los restos colocados en ataúdes hasta las estaciones de origen y otras tantas reinhumaciones en los cementerios de destino…

Si Pradelle se hacía con una parte de ese negocio, a unos céntimos el cuerpo, sus chinos desenterrarían miles de cadáveres, sus vehículos transportarían miles de restos en descomposición, sus senegaleses inhumarían los ataúdes en tumbas bien alineadas con una preciosa cruz vendida a precio de oro, lo que bastaría para reconstruir de arriba abajo en menos de tres años la propiedad familiar de Sallevière, que era un pozo sin fondo.

A ochenta francos el muerto y con un precio real de coste de unos veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y medio.

Y si además el ministerio hacía algunos encargos bajo cuerda, descontados los sobornos, se acercaría a los cinco millones.

El pelotazo del siglo. Incluso después de acabada, la guerra ofrece grandes oportunidades para los negocios.

Bien informado por Jardin-Beaulieu, cuyo padre era diputado, Pradelle había sabido anticiparse. Tras la desmovilización, había fundado la empresa Pradelle y Cia. Jardin-Beaulieu y el nieto de Morieux habían aportado cincuenta mil francos por cabeza y sus valiosas relaciones; Pradelle, cuatrocientos mil él solo. Para ser el jefe. Y quedarse con el ochenta por ciento de los beneficios.

La Comisión de Adjudicación de Contratos Públicos se reunía ese día: llevaba en cónclave catorce horas. Gracias a sus intervenciones y a ciento cincuenta mil francos bajo cuerda, Pradelle se había asegurado el éxito: tres miembros, dos de ellos a sueldo de él, debían examinar las diversas ofertas y decidir con toda imparcialidad que Pradelle y Cia. presentaba la mejor, que su ataúd de muestra, depositado en el almacén del Servicio de Sepulturas, era el que más se adecuaba tanto a la dignidad de los franceses muertos por la patria como al erario público. Con lo cual, Pradelle debería verse recompensado con varias partidas, una decena, si todo iba bien. Quizá más.

—¿Y en el ministerio?

Una amplia sonrisa distendió el alargado rostro de Jardin-Beaulieu: tenía la respuesta.

—¡El negocio está en el bote!

—Sí, eso ya lo sé —masculló Pradelle, exasperado—. La pregunta es cuándo.

Las deliberaciones de la Comisión de Adjudicación no eran su única preocupación. El Servicio del Estado Civil, las Sucesiones y las Sepulturas Militares, dependiente del Ministerio de las Pensiones, estaba autorizado en caso de urgencia, o si lo consideraba necesario, a adjudicar contratos directos. Sin pasar por concurso público. Esa eventualidad abría la perspectiva de una auténtica situación de monopolio para la empresa de Pradelle, que podría facturar prácticamente lo que quisiera, hasta ciento treinta francos por cadáver…

Pradelle fingía el desapasionamiento que los espíritus superiores adoptan en las situaciones más tensas, aunque en realidad era presa de los nervios. Por desgracia, Jardin-Beaulieu aún no tenía respuesta. Su sonrisa se esfumó.

—No se sabe…

Estaba lívido. Pradelle volvió la cabeza: podía irse. Jardin-Beaulieu se batió en retirada: fingió reconocer a un miembro del Jockey y se dirigió al otro extremo del inmenso salón con penosa precipitación. Pradelle lo observó mientras se alejaba, llevaba alzas. Lástima, si no hubiera estado acomplejado por su baja estatura, que le hacía perder toda la sangre fría, habría sido inteligente. Pero él no lo había reclutado para su proyecto por esa cualidad. Jardin-Beaulieu tenía dos méritos inestimables: un padre diputado y una prometida sin un céntimo (¡si no, quién habría aceptado a aquel retaco!) pero encantadora, una morenaza de bonita boca con quien Jardin-Beaulieu se casaría al cabo de unos meses. En cuanto se la presentaron, Pradelle intuyó que aquella chica sufría en silencio por la desventajosa alianza, que desacreditaba su belleza. Era el tipo de mujer que buscaría desquitarse y, viéndola moverse por el salón de los Jardin-Beaulieu —para eso y para los caballos, Pradelle tenía un ojo clínico, según él—, habría apostado a que, con un poco de habilidad, la joven ni siquiera esperaría a la ceremonia.

Volvió a sumirse en la contemplación de su copa de aguardiente, mientras consideraba por enésima vez la estrategia que debía seguir.

Para fabricar tantos ataúdes tendría que subcontratar un buen número de empresas especializadas, lo que estaba rigurosamente prohibido por el contrato con el Estado. Pero si las cosas sucedían con normalidad, nadie iría a comprobarlo. Porque a todos les interesaba cerrar los ojos. Lo que contaba —la opinión era unánime— era que el país dispusiera en un plazo razonable de bonitos cementerios, poco numerosos pero muy grandes, que permitieran dar carpetazo de una vez por todas a aquella guerra y sus malos recuerdos.

Y, por añadidura, Pradelle se habría ganado el derecho a blandir su copa de aguardiente añejo y eructar en pleno salón del Jockey sin que nadie pusiera objeciones.

Absorto en sus cavilaciones, no vio entrar a su suegro. Fue la peculiaridad del silencio, un silencio repentino y aterciopelado, trémulo, como cuando el obispo entra en la catedral, lo que le hizo comprender que había metido la pata. Cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Permanecer en aquella desganada postura en presencia del viejo era una falta de consideración que no le sería perdonada. Y cambiarla precipitadamente habría supuesto admitir su sometimiento en presencia de todos. Había que elegir entre dos males. Pradelle prefirió la humillación a la provocación, por parecerle menos costosa. Se echó atrás con tanta indolencia como pudo, quitándose del hombro una invisible mota de polvo. Su pie derecho se deslizó hasta el suelo, mientras él se erguía en el sillón para mostrar compostura y apuntar mentalmente lo ocurrido en su lista de revanchas pendientes.

El señor Péricourt había entrado en el salón del Jockey con paso lento y campechano. Fingió no haberse percatado del comportamiento de su yerno y anotó la escena en la columna de las deudas pendientes. Pasó entre las mesas tendiendo aquí y allá una blanda mano de benévolo monarca, pronunciando los nombres de los presentes con magnanimidad de dogo, buenas tardes, mi querido amigo Ballanger, ¡hombre, Frappier, qué sorpresa!, buenas tardes, Godard, aventurando bromas a su medida, pero… ¡si es Palamède de Chavigne, si no me engaña la vista!, y cuando llegó a la altura de Henri, se limitó a bajar los párpados con aire cómplice, una esfinge, y proseguir su recorrido por el salón hasta la chimenea, hacia la que tendió las dos manos bien separadas con exagerada satisfacción.

Cuando se volvió, vio a su yerno de espaldas. Una posición deliberadamente estratégica. Debía de resultar muy irritante sentirse observado por detrás de ese modo. Al verlos maniobrar uno en relación con el otro, se intuía que la partida de ajedrez que estaban jugando no había hecho más que empezar y prometía no pocos golpes de efecto.

La aversión mutua había sido espontánea y tranquila, casi serena. La promesa de un odio de largo recorrido. Péricourt había olfateado de inmediato al granuja que había en Pradelle, aunque no se había opuesto al encaprichamiento de Madeleine. Nadie habría sabido expresarlo, pero bastaba verlos juntos un instante para percatarse de que Henri sabía hacerla disfrutar y que ella no pensaba conformarse con eso: quería tener a aquel hombre a toda costa.

El señor Péricourt amaba a su hija, eso sí, a su manera, que nunca había sido muy expresiva, y habría sido feliz sabiéndola feliz si Madeleine no hubiera cometido la estupidez de enamoriscarse de un Henri d’Aulnay-Pradelle. Riquísima, Madeleine Péricourt había sido codiciada por muchos y, aunque sólo fuera agradable, había sido muy cortejada. Ella no era tonta, tenía los pies en la tierra, como su difunta madre, una mujer de mucho carácter, poco dada a dejarse llevar, a ceder a la tentación. Antes de la guerra, Madeleine calaba enseguida a los jovencitos ambiciosos que la encontraban insignificante de cara, pero preciosa de dote. Su forma de ahuyentarlos era tan discreta como eficaz. Que hubieran pedido su mano varias veces le había dado mucha seguridad, demasiada, porque al estallar la guerra tenía veinticinco años, treinta cuando terminó, con la muerte de su hermano menor, un dolor terrible, y entretanto había empezado a envejecer. Puede que una cosa explicara la otra. Había conocido a Henri en marzo y se había casado con él en julio.

Los hombres no entendían qué tenía de especial aquel Henri para explicar tantas prisas, no estaba mal, de acuerdo, pero vamos… Los hombres, claro. Porque las mujeres lo entendían muy bien. No habían dejado de reparar en su planta, en aquel pelo ondulado, aquellos ojos azules, aquel cutis, aquellos hombros tan anchos, Dios mío, y comprendían que a Madeleine Péricourt le hubiera apetecido probarlos y hubiera quedado encantada.

El señor Péricourt no había insistido, era una batalla perdida de antemano. Prudente, se había conformado con marcar límites. Entre la burguesía, eso se llama un contrato de matrimonio. Madeleine no había tenido nada que objetar. En cambio, al descubrir el borrador redactado por el notario, el guapo yerno había puesto mala cara. Los dos hombres se habían mirado sin decir nada, sabia medida. Madeleine sería la única titular de sus bienes y se convertiría en copropietaria de todo lo adquirido después de la boda. Comprendía las recelosas reservas de su padre respecto a Henri, de las que aquel contrato era una prueba tangible. Con semejante fortuna, la prudencia siempre es poca. A su marido le explicaba sonriendo que eso no cambiaba nada. Pradelle, sin embargo, sabía que lo cambiaba todo.

Al principio, se sintió estafado, muy mal recompensado por sus esfuerzos. A muchos de sus amigos el matrimonio les había resuelto la vida. A veces costaba, había que maniobrar hábilmente, pero cuando se conseguía, aquello era jauja, podías permitírtelo todo. Sin embargo, en su caso el matrimonio no había cambiado las cosas. En cuanto a estatus social, nada que decir, le sacaba todo el partido, era fantástico. Henri era un pobre con un tren de vida desmesurado (de sus ahorros personales había sacado en poco tiempo cerca de cien mil francos, invertidos de inmediato en la reconstrucción de la propiedad familiar, pero había tanto que hacer, todo se desmoronaba, aquello era un pozo sin fondo).

Aunque Henri no había conseguido la fortuna, no podía decirse que hubiera errado el tiro. En primer lugar, aquel matrimonio ponía punto final a la vieja historia de la cota 113, que lo había amargado un poco. Ya no corría el peligro de que resurgiera (como sucedía a veces con asuntos antiguos que uno creía olvidados), porque ahora era rico, aunque por delegación, y estaba emparentado con una familia tan poderosa como respetada. Casarse con Madeleine Péricourt lo había vuelto casi invulnerable.

En segundo lugar, había accedido a un beneficio colosal: la agenda de la familia. (Era el yerno de Marcel Péricourt, íntimo del señor Deschanel, amigo de Poincaré, Daudet y tantos otros.) Y estaba muy satisfecho con el rendimiento inicial de sus inversiones. En unos meses, podría mirar a su suegro a la cara: se beneficiaba a su hija, vampirizaba sus relaciones y, al cabo de tres años, si todo iba como esperaba, se repantigaría aún más en el Jockey cuando el viejo entrara en salón de fumadores.

El señor Péricourt estaba al corriente de cómo hacía dinero su yerno. No cabía duda, aquel chico era rápido y eficaz. A la cabeza de tres empresas, ya había obtenido casi un millón de beneficios netos en cuestión de meses. En ese aspecto, era un hombre de su tiempo; pero Péricourt desconfiaba instintivamente de su éxito. Demasiado vertical, poco fiable.

Alrededor del prohombre, se había formado un grupo, el de sus clientes: no hay riqueza sin su correspondiente corte.

Henri observaba a su suegro en acción y, admirado, tomaba buena nota. No cabía duda: el carcamal tenía estilo. Qué aplomo. Repartía comentarios, autorizaciones y recomendaciones con selectiva generosidad. Su círculo había aprendido a interpretar sus consejos como órdenes y sus reparos como prohibiciones. Era el tipo de hombre con quien no puedes enfadarte si te niega algo, porque también puede quitarte lo que te queda.

En ese momento, Labourdin entró en el salón de fumadores con un gran pañuelo en la mano, sudando. Henri reprimió un suspiro de alivio, apuró el aguardiente de un trago, se levantó y, cogiéndolo del hombro, se lo llevó a un salón contiguo. Labourdin caminaba a duras penas junto a Pradelle, apresurándose con sus cortas y gruesas piernas, como si aún no hubiera sudado bastante…

Labourdin era un imbécil encumbrado por su estupidez, la cual tomaba la forma de una tenacidad excepcional, indudable virtud en política, aunque en su caso sólo se debiera a su incapacidad para cambiar de opinión y su absoluta falta de imaginación. Esa estupidez suya pasaba por práctica. Mediocre en todo y casi siempre ridículo, era el tipo de hombre que podías poner en cualquier sitio, porque siempre se mostraba servicial, como una bestia de carga a la que se le puede pedir cualquier cosa. Salvo que fuera inteligente, inmensa ventaja. Lo llevaba todo pintado en la cara, la bonachonería, el buen apetito, la cobardía, la simpleza y muy, pero que muy especialmente, la concupiscencia. Incapaz de resistirse a las ganas de decir una cochinada, lanzaba vulgares miradas de deseo a todas las mujeres, sobre todo a las criadas, a las que les sobaba el culo en cuanto se daban la vuelta, y hasta hacía poco iba de putas tres veces por semana. Digo «hasta hacía poco» porque, como su fama había ido extendiéndose más allá del distrito del que era alcalde, las solicitantes hacían cola los días en que él hacía horas extra, que había duplicado, y siempre había una o dos dispuestas a evitarle el viaje al burdel a cambio de una autorización, un favor especial, una firma, un sello. Labourdin era feliz, saltaba a la vista. La tripa llena, los cojones llenos, siempre a punto para la siguiente mesa, para el siguiente culo. Debía su elección a unos cuantos hombres influyentes sobre los que el viejo Péricourt reinaba como amo y señor.

—Van a elegirlo para la Comisión de Adjudicación —le había anunciado Pradelle un día.

A Labourdin le encantaba formar parte de comisiones, comités y delegaciones, porque veía en ello una prueba de su importancia. Y puesto que se lo había comunicado su yerno, no dudó ni un instante de que aquel nuevo nombramiento venía del mismísimo señor Péricourt y apuntó con sumo cuidado, con grandes caracteres, las instrucciones precisas que debía seguir. Después de darle todas las órdenes, Pradelle señaló la hoja de papel.

—Ahora, haga desaparecer eso —le dijo—. ¿O es que piensa colgarlo en el tablón de anuncios?

Para Labourdin, fue el inicio de una pesadilla. Aterrado por la idea de fracasar en su misión, se había pasado las noches recordándose las instrucciones una tras otra, pero, cuanto más las repetía, más las mezclaba. Aquel nombramiento se había convertido en un calvario, y aquella comisión, en su cruz.

Ese día, la reunión le había hecho gastar más energía de la que tenía, reflexionar, decir cosas. Había acabado agotado. Agotado pero contento, porque volvía con la satisfacción del deber cumplido. En el taxi rumió algunas frases, en su opinión muy sentidas. Su favorita era: «Mi querido amigo, sin pretender vanagloriarme, creo poder decir…»

—Compiègne, ¿cuántos? —lo atajó Pradelle.

La puerta del salón apenas se había cerrado, y aquel chico tan alto ya estaba atravesándolo con la mirada sin dejarle hablar. Labourdin se había imaginado todo menos eso, es decir, no había pensado absolutamente nada, como de costumbre.

—Pues… esto…

—¿Cuántos? —tronó Pradelle.

Labourdin ya no lo sabía. Compiègne… Guardó el pañuelo, rebuscó a toda prisa en sus bolsillos y, por fin, encontró los papeles doblados en cuatro donde había apuntado los resultados de las deliberaciones.

—Compiègne… —farfulló—. Pues Compiègne… veamos…

Para Pradelle, nada era bastante rápido. Le arrancó la hoja de las manos y se alejó unos pasos con los ojos fijos en las cifras. Dieciocho mil ataúdes para Compiègne, cinco mil para la circunscripción de Laon, más de seis mil para la plaza Colmar, ocho mil para la circunscripción de Nancy y Lunéville… Faltaban por adjudicar los lotes de Verdún, Amiens, Épinal, Reims… Los resultados superaban sus expectativas. No pudo reprimir una sonrisa de satisfacción, que no le pasó inadvertida a Labourdin.

—Volveremos a reunirnos mañana por la mañana —anunció el alcalde de distrito—. ¡Y el sábado! —Entonces, le pareció que por fin había llegado el momento de soltar su frase—: Mire usted, mi querido amigo…

Pero de pronto la puerta se abrió de par en par.

—¡Henri! —llamó alguien.

Al otro lado se oía ruido, agitación.

Pradelle salió.

En el otro extremo del salón, un grupo numeroso se había arremolinado al pie de la chimenea, y seguía llegando gente de todas partes, de la sala de billar, de la de fumadores…

Pradelle oyó las exclamaciones y con el ceño fruncido siguió avanzando, más curioso que preocupado.

Su suegro estaba sentado en el suelo con la espalda contra el faldón de la chimenea, las piernas estiradas, los ojos cerrados, la tez cerosa y la mano derecha crispada sobre el chaleco a la altura del pecho, como si quisiera arrancarse un órgano o retenerlo.

—¡Sales! —gritó una voz.

—¡Aire! —pidió otra.

El mayordomo echó a correr rogando a la gente que se apartara.

El médico llegó de la biblioteca a grandes zancadas, qué ocurre… Su calma impresionó a los presentes, que le hicieron sitio y estiraron el cuello para ver algo.

—Bueno, Péricourt, ¿qué le pasa? —dijo el doctor Blanche mientras le tomaba el pulso al anciano, y, volviéndose discretamente hacia Pradelle, añadió—: Llame un coche enseguida, es grave.

Pradelle salió a toda prisa.

¡Dios mío, qué día!

El día en que se había convertido en millonario, su suegro iba a pasar a mejor vida.

No podía creer que tuviera tanta suerte.